Cuarto domingo de Cuaresma Ciclo C
Antífona de entrada
Alégrate, Jerusalén, reuníos todos los que la amáis, regocijaos los que estuvisteis tristes para que exultéis; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos (cf. Is 66,10-11).
Los exiliados de Babilonia han regresado a la patria, pero, en lugar de estar alegres y felices por el retorno, se encuentran sumidos en el máximo hundimiento y decepción: el templo en ruinas, sus casas destruidas, sus tierras expoliadas. Es a estos israelitas a los que se dirige el profeta para insuflarles el ánimo que proviene de la confianza en que Dios no les dejará abandonados: Jerusalénvolverá a renacer de sus cenizas; como una madre, les acogerá, les consolará y les proporcionará abundancia de bienes
La Nueva Jerusalén es para nosotros la patria celestial hacia la que caminamos y de la que, en esperanza, disfrutamos ya aquí y ahora, a pesar de vivir en un mundo desolado por el olvido de Dios: “Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra” (Col 3,2-3), que es como decir: vivid de los bienes futuros, no de la fugacidad de los presentes.
Oración colecta
Oh, Dios, que, por tu Verbo, realizas de modo admirable la reconciliación del género humano, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales. Por nuestro Señor Jesucristo.
En esta oración consideramos que la humanidad, enemistada con Dios y consigo misma por haber roto su inclinación natural al bien, ha vuelto al proyecto originario para el que fue creada a través de la misión que realizó en este mundo Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne. Alegres por esta recuperación, elevamos nuestras plegarias al Padre, para que los cristianos pongamos todas nuestras energías en prepararnos espiritualmente para sacar los mayores frutos de la celebración de la Pascua de Resurrección.
Lectura del libro de Josué - 5,9a. 10-12
En aquellos días, dijo el Señor a Josué: «Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto». Los hijos de Israel acamparon en Guilgal y celebraron allí la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. Al día siguiente a la Pascua, comieron ya de los productos de la tierra: ese día, panes ácimos y espigas tostadas. Y desde ese día en que comenzaron a comer de los productos de la tierra, cesó el maná. Los hijos de Israel ya no tuvieron maná, sino que ya aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.
Cuando Moisés muere, junto al Monte Nebó. a las puertas de la tierra de la promesa, asume el mando y la dirección del pueblo su mano derecha, Josué. Con él entra el pueblo en el país que maná leche y miel y es a él a quien van dirigidas estas palabras del Señor, que celebran la definitiva liberación de la esclavitud a la que habían estado sometidos los israelitas durante cuatrocientos años:“Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto”.
Los hijos de Israel entraron en Palestina por la orilla oriental del Jordán y, una vez que, de forma milagrosa, atravesaron el río, armaron su primer campamento en las llanuras de Jericó, lugar que Josué llamó Guilgal. Allí celebraron la primera Pascua de la nueva etapa que se iniciaba, y en ella, como en todas las posteriores celebraciones pascuales, los israelitas volvieron a recordar la liberación del poder de los egipcios, el paso milagroso del Mar Rojo y las demás intervenciones durante la etapa del desierto, hechos a los que ahora se unían las últimas intervenciones de Dios: la travesía, también milagrosa, del Jordán y la entrada en la tierra prometida. Las dos travesías, la del Mar Rojo y la del Jordán, se entrecruzan en este momento, resumiendo en un solo acto todas las hazañas de Dios en favor de Israel. Así lo expresa el salmo 114: “¿Qué te pasa, mar, que huyes, y a ti, Jordán, que te echas atrás? Todos estos recuerdos tienen la finalidad de invitar a Israel a reconocer que todo lo que es y tiene lo ha recibido de Dios y que su única razón de ser como pueblo es el haber sido elegido para, a través de él, llevar el nombre de Dios -la benéfica presencia de Dios- a todos los pueblos.
Al día siguiente de esta primera celebración pascual, los israelitas, dejando atrás la dieta del desierto, comenzaron a alimentarse de los productos de la nueva tierra, en un principio de panes sin fermentar -¿en recuerdo de la noche de la salida de Egipto?- y espigas tostadas.
Aquella primera celebración de la Pascua de los israelitas en la tierra prometida fue un anticipo de nuestras celebraciones eucarísticas. Igual que ellos atravesaron las aguas del Mar Rojo y del Jordán, nosotros celebramos haber sido salvados por Cristo de las aguas de la muerte y del pecado y haber entrado con Él en la patria (todavía en esperanza. pero en realidad) a la que estábamos destinados desde el principio del mundo. E, igual que ellos cambiaron el maná por los alimentos que, con su trabajo, producía su nueva tierra, nosotros sustentamos nuestra nueva vida con los alimentos futuros del cielo. Nuestra celebración eucarística no es una repetición de lo que sucedió en el calvario y en el momento de la resurrección del Señor, sino una verdadera actualización de estos acontecimientos, derivada del actuar de Cristo, cuyos actos, también en su vida terrena, estaban marcados por la eternidad de su divinidad. En la Eucaristía reconocemos, como nuevo pueblo de Dios, que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Él, un reconocimiento agradecido que nos lleva a vivir permanentemente en la alegría, en la oración y en la acción de gracias: “Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1 Tes 5,16-18).
Salmo responsorial – 33
Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.
Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias.
Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. El afligido invocó al Señor, él lo escuchó y lo salvó de sus angustias.MR/
La vida del salmista no tiene sentido si toda ella no se desarrolla en una continua bendición y alabanza a su Hacedor: “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca”. Y ésta es también la razón de ser de la vida de todo creyente y de todo hombre de buena voluntad que, si es sincero consigo mismo, sabe que su existencia es un don recibido del Creador. Esta certeza, sobre todo si se trata de un creyente, le lleva a sentirse orgulloso, no de sí mismo, sino del Señor, que se ocupa de él y de todos los que lo escuchan. Hasta el rey Nabucodonosor, después de haber sufrido los castigos del Señor por causa de sus maldades, reconoce al verdadero Dios y prorrumpe reconociendo su bondad: “Yo, Nabucodonosor, alabo y engrandezco y glorifico al Rey del cielo, porque todas sus obras son verdaderas, y sus caminos, justos, y él puede humillar a los que se muestran soberbios (Da 4:37).
En la segunda estrofa, invita a sus correligionarios a unirse a esta alabanza al Señor. El trato con quien, por amor, nos ha dado la vida y nos mantiene en la existencia no debe circunscribirse a una relación individual: yo con Dios y Dios conmigo. El hombre verdaderamente religioso no entiende una relación con Dios al margen de los demás: no se trata de sentirme yo bien, sino, como nos dirá San Pablo en la segunda lectura, de agradar a Dios en todo y por parte de todos, cuantos más adoradores y agradecidos por su bondad tenga, mejor: “Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre”.
Muchos son los motivos que tenemos para alabar al Señor y reconocer su bondad. El salmista se fija en los siguientes: El Señor escucha todas nuestras súplicas -“yo consulté al Señor y me respondió”-, nos libra de todas nuestras intranquilidades e inquietudes -“me libró de todas mis ansias”-, nos contagia de la luminosidad de su rostro y nos convierte en luz para que, a su vez, nosotros iluminemos a nuestros hermanos, los hombres -“contempladlo y quedaréis radiantes”-, el Señor no permite que vivamos hundidos en la tristeza -“al afligido lo escuchó y lo salvó de sus angustias” y, como a Elías, nos acompaña en nuestro caminar por la vida protegiéndonos y alimentándonos para que no desfallezcamos en nuestro caminar -“acampa en torno a los que le temen y los protege”. Por todo ello podemos y debemos proclamar para nosotros mismos y para los demás la gran suerte de tener al Señor a nuestro lado.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 5,17-2
Hermanos: Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él.
Con la expresión “estar en Cristo”, sacada a colación por San Pablo en bastantes pasajes de sus cartas, se declara el modo de nuestra relación con Dios. La fe cristiana no es tanto la adhesión a un ‘credo’, cuanto una adhesión a Cristo, que se traduce en un vivir desde Cristo, con Cristo y para Cristo, una adhesión que no hemos determinado ni decidido nosotros, sino Dios, que “que, antes de la fundación del mundo, nos bendijo con toda clase de bendiciones espirituales en Cristo y nos eligió en él para ser santos e inmaculados en su presencia” (Ef 1, 3-5).
Esta adhesión se ha hecho realidad en nosotros en nuestro bautismo, el sacramento de la iniciación cristiana que, realizado en un momento de nuestra existencia, debe ser constantemente renovado con la ayuda del Espíritu Santo para que nuestro estar con Cristo sea una realidad permanente a lo largo de nuestra vida. El “seréis bautizados con el Espíritu Santo y con el fuego” de San Juan Bautista (Mt 3,11) significa que este Espíritu, limpiándonos de nuestras actitudes pecaminosas con su fuego purificador, obra continuamente en nuestro interior el querer según Cristo y el hacer según Cristo (Fil 2,13): “el Espíritu consolador os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que os he dicho” (Jn 14,26).
Este estar en Cristo nos convierte en hombres nuevos, en “una nueva criatura”, una novedad que cambia nuestra valoración de las cosas (“ya no conocemos a nadie según la carne”) y nuestro modo de actuar que, en adelante, será un actuar desde lo que somos ya en esperanza, es decir, desde el cielo, “donde está Cristo sentado a la derecha De Dios” (Col 3,1). Es en el cielo donde nuestra unión con Dios será una realidad plena y efectiva (“Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo”), querida y determinada por el Padre desde toda la eternidad (“Dios estaba con Cristo reconciliando al mundo consigo sin haberle nunca pedido cuentas de sus pecados”) y es del cielo de donde hemos recibido el encargo de llevar esta conciliación con Dios a todos los hombres: “Dios ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación, para que como “enviados de Cristo”, exhortemos a los demás “como si Dios mismo exhortara a los demás por medio de nosotros”.
El apóstol hace suya esta palabra del Padre, exhortándonos a nosotros a que nos reconciliemos con Dios, reconciliación para la que no tenemos que hacer nada especial: simplemente acoger con confianza el perdón abundante que nos ha concedido a través de Cristo, el Justo, a quien el Padre identificó con el pecado para que nosotros participásemos de su justicia y santidad: “al que no conocía el pecado Dios lo hizo pecado en favor nuestro”.
Aclamación al Evangelio
Gloria y alabanza a ti, Cristo. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.
Lectura del santo evangelio según san Lucas - 15,1-3. 11-32
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarjse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».
Las primeras líneas de la lectura son la clave para entender la parábola, mal llamada, del hijo pródigo. Mejor habría que titularla, como veré la, ‘Parábola del Padre bueno’.
La idea que provoca la parábola es la crítica que los escribas y fariseos hacen a Jesús: “Ese -Jesús- acoge a los fariseos y come con ellos”. No se trata sólo en este caso de un clasismo por parte de los fariseos, pues había en el fondo una buena razón teológica: los escribas y los fariseos veían una radical incompatibilidad entre la santidad de Dios y el pecado. Por tanto, si Jesús coquetea con los considerados públicamente pecadores públicos, no puede ser Dios. Es con el fin de hacerles ver que la santidad de Dios no consiste en excluir a nadie -ése es nuestro modo humano de entender la divinidad-, sino en acoger a todos y, de modo especial, a los pecadores. Es verdad que el sentido bíblico de la palabra ‘santidad’ tiene que ver con separar, apartar y, en este sentido, Dios es el Santo por excelencia, el totalmente distinto de nosotros -“Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, mis caminos no son vuestros caminos”-.
Pero es precisamente en el amor, en el amor pasional de Dios, en el que apreciamos la gran diferencia entre Dios y nosotros: “¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel? Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no vendré con ira” (Oseas 11,8-9).
Y es para descubrirles el verdadero rostro de Dios para lo que les cuenta la incorrectamente llamada parábola “del hijo pródigo”, una de las parábolas más bellas que salieron de su boca. En esta alegoría, el protagonista no es el hijo que abandona la casa paterna y vuelve a la misma porque le aprieta la necesidad, ni el hijo mayor, considerado como el bueno por no haberse apartado nunca de las órdenes del padre. Tanto el uno como el otro entienden su relación con el padre de modo parecido, es decir, en términos serviles y meritorios: “Ya no merezco llamarme hijo tuyo”, dice a su padre el hijo que vuelve a casa; y el mayor, molesto por la acogida de su hermano, le lanza estas palabras: “En tantos años como te sirvo, ... nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos”. El padre no quiere hablar de méritos ni de arrepentimientos, no quiere hablar de nada, él ama a sus hijos y basta; lo que le interesa es hacer una fiesta en la que dar rienda suelta a la alegría por la vuelta a casa de su hijo menor. Espontáneamente nos viene a la memoria aquel dicho de Jesús de que “en el cielo hay más gozo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento” (Lc 15,7).
Ésta es la lección de la parábola: con Dios no es cuestión de cálculos ni de méritos ni de aritmética. Toda la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, es la historia de la lenta y paciente pedagogía de Dios por hacerse conocer tal como es, no tal como lo imaginamos. Con Dios sólo es cuestión de amor, de amor gratuito y desinteresado, de amor de padre, que se desvive por sus hijos.
Oración sobre las ofrendas
Señor, al ofrecerte alegres los dones de la eterna salvación, te rogamos nos ayudes a celebrarlos con fe verdadera y a saber ofrecértelos de modo adecuado por la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor
Con alegría damos paso al momento eucarístico de la Misa, presentando las ofrendas del pan y del vino con la confianza absoluta de que se convertirán en nuestro verdadero alimento: en el Cuerpo y la Sangre del Señor, en Jesucristo, que nos regala su vida eterna y gloriosa junto al Padre. Que el Cielo nos ayude a disfrutar de la fe en la presencia de nuestro Redentor, presente en las especies del pan y el vino, y a saber ofrecernos con Él al Padre, conscientes de que con ello participamos en la obra de la liberación y salvación de la humanidad.
Antífona de comunión
Jerusalén está fundada como ciudad, bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, a celebrar tu nombre, Señor (cf. Sal 121,3-4).
El salmista narra el sentir de un peregrino que, de vuelta de Jerusalén, recuerda el gozo intenso del que, junto a sus compatriotas, disfrutó, al contemplar las excelencias de la Ciudad de la Paz. una ciudad de edificios bien cimentados en torno al Templo, el lugar sagrado de la presencia de Dios. Nosotros, congregados en la asamblea eucarística, somos también colmados de alegría, al estar pisando los umbrales de la Jerusalén definitiva. En ella esperamos encontrar la paz, junto a todos los hermanos que nos han precedido y los que nos procederán en la fe. Es en esta ciudad celeste donde nos cobijaremos, unidos en Cristo, el templo del Dios vivo. Al alimentarnos de su cuerpo y de su sangre, haciéndole entrar en nuestro ser, somos nosotros los que entramos en Él “y en Él vivimos, en Él nos movemos y en Él existimos” (Hech 17,28).
Oración después de la comunión
Oh, Dios, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestros corazones con la claridad de tu gracia, para que seamos capaces de pensar siempre, y de amar con sinceridad, lo que es digno y grato a tu grandeza. Por Jesucristo, nuestro Señor.
“La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9). Este versículo del prólogo del evangelio de San Juan manifiesta que la humanidad no se encuentra en la oscuridad del sinsentido. Sabemos de dónde venimos y hacia dónde caminamos. El viejo proverbio griego, citado por San Pablo, “Somos linaje de Dios” se entrecruza con la fe bíblica, que proclama que estamos envueltos en la Luz de Dios: “En él -en la Luz que es Dios- vivimos, nos movemos y existimos” (He 17,18). Al concluir esta Eucaristía, deseamos y pedimos al Padre que nos haga conscientes de la Luz que, por la gracia traída por Cristo, ilumina nuestros corazones para que todo nuestro pensar y nuestro querer se centren en lo que de verdad nos importa: en la grandeza y gloria de Dios, de las que, aunque todavía en esperanza, ya participamos. “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).
Oración sobre el pueblo
Defiende, Señor, a los que te suplican, fortalece a los débiles, vivifica siempre con tu luz a los que caminan en sombras de muerte, y, libres de todo mal por tu compasión, concédeles llegar a los bienes definitivos. Por Jesucristo, nuestro Señor.