Domingo 4 Cuaresma C

Cuarto domingo de Cuaresma Ciclo C 

Antífona de entrada

          Alégrate, Jerusalén, reuníos todos los que la amáis, regocijaos los que estuvisteis tristes para que exultéis; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos (cf. Is 66,10-11).

 Los exiliados de Babilonia han regresado a la patria, pero, en lugar de estar alegres y felices por el retorno, se encuentran sumidos en el máximo hundimiento y decepción: el templo en ruinas, sus casas destruidas, sus tierras expoliadas. Es a estos israelitas a los que se dirige el profeta para insuflarles el ánimo que proviene de la confianza en que Dios no les dejará abandonados: Jerusalénvolverá a renacer de sus cenizas; como una madre, les acogerá, les consolará y les proporcionará abundancia de bienes 

La Nueva Jerusalén es para nosotros la patria celestial hacia la que caminamos y de la que, en esperanza, disfrutamos ya aquí y ahora, a pesar de vivir en un mundo desolado por el olvido de Dios: “Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra” (Col 3,2-3), que es como decir: vivid de los bienes futuros, no de la fugacidad de los presentes.

Oración colecta

          Oh, Dios, que, por tu Verbo, realizas de modo admirable la reconciliación del género humano, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales. Por nuestro Señor Jesucristo.

         En esta oración consideramos que la humanidad, enemistada con Dios y consigo misma por haber roto su inclinación natural al bien, ha vuelto al proyecto originario para el que fue creada a través de la misión que realizó en este mundo Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne. Alegres por esta recuperación, elevamos nuestras plegarias al Padre, para que los cristianos pongamos todas nuestras energías en prepararnos espiritualmente para sacar los mayores frutos de la celebración de la Pascua de Resurrección.

Lectura del libro de Josué - 5,9a. 10-12

          En aquellos días, dijo el Señor a Josué«Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto». Los hijos de Israel acamparon en Guilgal y celebraron allí la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. Al día siguiente a la Pascua, comieron ya de los productos de la tierra: ese día, panes ácimos y espigas tostadas. Y desde ese día en que comenzaron a comer de los productos de la tierra, cesó el maná. Los hijos de Israel ya no tuvieron maná, sino que ya aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.        

Cuando Moisés muere, junto al Monte Nebó. a las puertas de la tierra de la promesa, asume el mando y la dirección del pueblo su mano derecha, Josué. Con él entra el pueblo en el país que maná leche y miel y es a él a quien van dirigidas estas palabras del Señor, que celebran la definitiva liberación de la esclavitud a la que habían estado sometidos los israelitas durante cuatrocientos años:“Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto”

          Los hijos de Israel entraron en Palestina por la orilla oriental del Jordán y, una vez que, de forma milagrosa, atravesaron el río, armaron su primer campamento en las llanuras de Jericó, lugar que Josué llamó Guilgal. Allí celebraron la primera Pascua de la nueva etapa que se iniciaba, y en ella, como en todas las posteriores celebraciones pascuales, los israelitas volvieron a recordar la liberación del poder de los egipcios, el paso milagroso del Mar Rojo y las demás intervenciones durante la etapa del desierto, hechos a los que ahora se unían las últimas intervenciones de Dios: la travesía, también milagrosa, del Jordán y la entrada en la tierra prometida. Las dos travesías, la del Mar Rojo y la del Jordán, se entrecruzan en este momento, resumiendo en un solo acto todas las hazañas de Dios en favor de Israel. Así lo expresa el salmo 114: “¿Qué te pasa, mar, que huyes, y a ti, Jordán, que te echas atrás? Todos estos recuerdos tienen la finalidad de invitar a Israel a reconocer que todo lo que es y tiene lo ha recibido de Dios y que su única razón de ser como pueblo es el haber sido elegido para, a través de él, llevar el nombre de Dios -la benéfica presencia de Dios- a todos los pueblos. 

           Al día siguiente de esta primera celebración pascual, los israelitas, dejando atrás la dieta del desierto, comenzaron a alimentarse de los productos de la nueva tierra, en un principio de panes sin fermentar -¿en recuerdo de la noche de la salida de Egipto?- y espigas tostadas.

          Aquella primera celebración de la Pascua de los israelitas en la tierra prometida fue un anticipo de nuestras celebraciones eucarísticas. Igual que ellos atravesaron las aguas del Mar Rojo y del Jordán, nosotros celebramos haber sido salvados por Cristo de las aguas de la muerte y del pecado y haber entrado con Él en la patria (todavía en esperanza. pero en realidad) a la que estábamos destinados desde el principio del mundo. E, igual que ellos cambiaron el maná por los alimentos que, con su trabajo, producía su nueva tierra, nosotros sustentamos nuestra nueva vida con los alimentos futuros del cielo. Nuestra celebración eucarística no es una repetición de lo que sucedió en el calvario y en el momento de la resurrección del Señor, sino una verdadera actualización de estos acontecimientos, derivada del actuar de Cristo, cuyos actos, también en su vida terrena, estaban marcados por la eternidad de su divinidad. En la Eucaristía reconocemos, como nuevo pueblo de Dios, que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Él, un reconocimiento agradecido que nos lleva a vivir permanentemente en la alegría, en la oración y en la acción de gracias: “Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1 Tes 5,16-18).

Salmo responsorial – 33

Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. 

Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias. 

Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. El afligido invocó al Señor, él lo escuchó y lo salvó de sus angustias.MR/

         La vida del salmista no tiene sentido si toda ella no se desarrolla en una continua bendición y alabanza a su Hacedor: “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca. Y ésta es también la razón de ser de la vida de todo creyente y de todo hombre de buena voluntad que, si es sincero consigo mismo, sabe que su existencia es un don recibido del Creador.  Esta certeza, sobre todo si se trata de un creyente, le lleva a sentirse orgulloso, no de sí mismo, sino del Señor, que se ocupa de él y de todos los que lo escuchan. Hasta el rey Nabucodonosor, después de haber sufrido los castigos del Señor por causa de sus maldades, reconoce al verdadero Dios y prorrumpe reconociendo su bondad: “Yo, Nabucodonosor, alabo y engrandezco y glorifico al Rey del cielo, porque todas sus obras son verdaderas, y sus caminos, justos, y él puede humillar a los que se muestran soberbios (Da 4:37).

           En la segunda estrofa, invita a sus correligionarios a unirse a esta alabanza al Señor. El trato con quien, por amor, nos ha dado la vida y nos mantiene en la existencia no debe circunscribirse a una relación individual: yo con Dios y Dios conmigo. El hombre verdaderamente religioso no entiende una relación con Dios al margen de los demás: no se trata de sentirme yo bien, sino, como nos dirá San Pablo en la segunda lectura, de agradar a Dios en todo y por parte de todos, cuantos más adoradores y agradecidos por su bondad tenga, mejor: “Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre”

           Muchos son los motivos que tenemos para alabar al Señor y reconocer su bondad. El salmista se fija en los siguientes: El Señor escucha todas nuestras súplicas -“yo consulté al Señor y me respondió-, nos libra de todas nuestras intranquilidades e inquietudes -“me libró de todas mis ansias-, nos contagia de la luminosidad de su rostro y nos convierte en luz para que, a su vez, nosotros iluminemos a nuestros hermanos, los hombres -“contempladlo y quedaréis radiantes-, el Señor no permite que vivamos hundidos en la tristeza -“al afligido lo escuchó y lo salvó de sus angustias” y, como a Elías, nos acompaña en nuestro caminar por la vida protegiéndonos y alimentándonos para que no desfallezcamos en nuestro caminar  -“acampa en torno a los que le temen y los protege”. Por todo ello podemos y debemos proclamar para nosotros mismos y para los demás la gran suerte de tener al Señor a nuestro lado. 

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 5,17-2

          Hermanos: Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él.

          Con la expresión “estar en Cristo”, sacada a colación por San Pablo en bastantes pasajes de sus cartas, se declara el modo de nuestra relación con Dios. La fe cristiana no es tanto la adhesión a un ‘credo’, cuanto una adhesión a Cristo, que se traduce en un vivir desde Cristo, con Cristo y para Cristo, una adhesión que no hemos determinado ni decidido nosotros, sino Dios, que “que, antes de la fundación del mundo, nos bendijo con toda clase de bendiciones espirituales en Cristo y nos eligió en él para ser santos e inmaculados en su presencia” (Ef 1, 3-5).

          Esta adhesión se ha hecho realidad en nosotros en nuestro bautismo, el sacramento de la iniciación cristiana que, realizado en un momento de nuestra existencia, debe ser constantemente renovado con la ayuda del Espíritu Santo para que nuestro estar con Cristo sea una realidad permanente a lo largo de nuestra vida. El “seréis bautizados con el Espíritu Santo y con el fuego” de San Juan Bautista (Mt 3,11) significa que este Espíritu, limpiándonos de nuestras actitudes pecaminosas con su fuego purificador, obra continuamente en nuestro interior el querer según Cristo y el hacer según Cristo (Fil 2,13): “el Espíritu consolador os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que os he dicho” (Jn 14,26).

          Este estar en Cristo nos convierte en hombres nuevos, en “una nueva criatura”, una novedad que cambia nuestra valoración de las cosas (“ya no conocemos a nadie según la carne”) y nuestro modo de actuar que, en adelante, será un actuar desde lo que somos ya en esperanza, es decir, desde el cielo, “donde está Cristo sentado a la derecha De Dios” (Col 3,1). Es en el cielo donde nuestra unión con Dios será una realidad plena y efectiva (“Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo”), querida y determinada por el Padre desde toda la eternidad (“Dios estaba con Cristo reconciliando al mundo consigo sin haberle nunca pedido cuentas de sus pecados) y es del cielo de donde hemos recibido el encargo de llevar esta conciliación con Dios a todos los hombres: “Dios ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación, para que como “enviados de Cristo, exhortemos a los demás “como si Dios mismo exhortara a los demás por medio de nosotros”.

          El apóstol hace suya esta palabra del Padre, exhortándonos a nosotros a que nos reconciliemos con Dios, reconciliación para la que no tenemos que hacer nada especial: simplemente acoger con confianza el perdón abundante que nos ha concedido a través de Cristo, el Justo, a quien el Padre identificó con el pecado para que nosotros participásemos de su justicia y santidad: “al que no conocía el pecado Dios lo hizo pecado en favor nuestro”.

Aclamación al Evangelio

          Gloria y alabanza a ti, Cristo. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.

Lectura del santo evangelio según san Lucas - 15,1-3. 11-32

          En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarjse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».

          Las primeras líneas de la lectura son la clave para entender la parábola, mal llamada, del hijo pródigo. Mejor habría que titularla, como veré la, ‘Parábola del Padre bueno’. 

La idea que provoca la parábola es la crítica que los escribas y fariseos hacen a Jesús: “Ese -Jesús- acoge a los fariseos y come con ellos. No se trata sólo en este caso de un clasismo por parte de los fariseos, pues había en el fondo una buena razón teológica: los escribas y los fariseos veían una radical incompatibilidad entre la santidad de Dios y el pecado. Por tanto, si Jesús coquetea con los considerados públicamente pecadores públicos, no puede ser Dios. Es con el fin de hacerles ver que la santidad de Dios no consiste en excluir a nadie -ése es nuestro modo humano de entender la divinidad-, sino en acoger a todos y, de modo especial, a los pecadores. Es verdad que el sentido bíblico de la palabra ‘santidad’ tiene que ver con separar, apartar y, en este sentido, Dios es el Santo por excelencia, el totalmente distinto de nosotros -“Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, mis caminos no son vuestros caminos”-. 

Pero es precisamente en el amor, en el amor pasional de Dios, en el que apreciamos la gran diferencia entre Dios y nosotros: “¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?  Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no vendré con ira” (Oseas 11,8-9).

Y es para descubrirles el verdadero rostro de Dios para lo que les cuenta la incorrectamente llamada parábola “del hijo pródigo”, una de las parábolas más bellas que salieron de su boca. En esta alegoría, el protagonista no es el hijo que abandona la casa paterna y vuelve a la misma porque le aprieta la necesidad, ni el hijo mayor, considerado como el bueno por no haberse apartado nunca de las órdenes del padre. Tanto el uno como el otro entienden su relación con el padre de modo parecido, es decir, en términos serviles y meritorios: “Ya no merezco llamarme hijo tuyo, dice a su padre el hijo que vuelve a casa; y el mayor, molesto por la acogida de su hermano, le lanza estas palabras: “En tantos años como te sirvo, ... nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos. El padre no quiere hablar de méritos ni de arrepentimientos, no quiere hablar de nada, él ama a sus hijos y basta; lo que le interesa es hacer una fiesta en la que dar rienda suelta a la alegría por la vuelta a casa de su hijo menor. Espontáneamente nos viene a la memoria aquel dicho de Jesús de que “en el cielo hay más gozo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento” (Lc 15,7).

          Ésta es la lección de la parábola: con Dios no es cuestión de cálculos ni de méritos ni de aritmética. Toda la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, es la historia de la lenta y paciente pedagogía de Dios por hacerse conocer tal como es, no tal como lo imaginamos. Con Dios sólo es cuestión de amor, de amor gratuito y desinteresado, de amor de padre, que se desvive por sus hijos.

Oración sobre las ofrendas

          Señor, al ofrecerte alegres los dones de la eterna salvación, te rogamos nos ayudes a celebrarlos con fe verdadera y a saber ofrecértelos de modo adecuado por la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor

Con alegría damos paso al momento eucarístico de la Misa, presentando las ofrendas del pan y del vino con la confianza absoluta de que se convertirán en nuestro verdadero alimento: en el Cuerpo y la Sangre del Señor, en Jesucristo, que nos regala su vida eterna y gloriosa junto al Padre. Que el Cielo nos ayude a disfrutar de la fe en la presencia de nuestro Redentor, presente en las especies del pan y el vino, y a saber ofrecernos con Él al Padre, conscientes de que con ello participamos en la obra de la liberación y salvación de la humanidad. 

 Antífona de comunión

Jerusalén está fundada como ciudad, bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, a celebrar tu nombre, Señor (cf. Sal 121,3-4).

 El salmista narra el sentir de un peregrino que, de vuelta de Jerusalén, recuerda el gozo intenso del que, junto a sus compatriotas, disfrutó, al contemplar las excelencias de la Ciudad de la Paz. una ciudad de edificios bien cimentados en torno al Templo, el lugar sagrado de la presencia de Dios. Nosotros, congregados en la asamblea eucarística, somos también colmados de alegría, al estar pisando los umbrales de la Jerusalén definitiva. En ella esperamos encontrar la paz, junto a todos los hermanos que nos han precedido y los que nos procederán en la fe. Es en esta ciudad celeste donde nos cobijaremos, unidos en Cristo, el templo del Dios vivo. Al alimentarnos de su cuerpo y de su sangre, haciéndole entrar en nuestro ser, somos nosotros los que entramos en Él “y en Él vivimos, en Él nos movemos y en Él existimos” (Hech 17,28). 

Oración después de la comunión

Oh, Dios, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestros corazones con la claridad de tu gracia, para que seamos capaces de pensar siempre, y de amar con sinceridad, lo que es digno y grato a tu grandeza. Por Jesucristo, nuestro Señor.

“La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9). Este versículo del prólogo del evangelio de San Juan manifiesta que la humanidad no se encuentra en la oscuridad del sinsentido. Sabemos de dónde venimos y hacia dónde caminamos. El viejo proverbio griego, citado por San Pablo, “Somos linaje de Dios” se entrecruza con la fe bíblica, que proclama que estamos envueltos en la Luz de Dios: “En él -en la Luz que es Dios- vivimos, nos movemos y existimos” (He 17,18). Al concluir esta Eucaristía, deseamos y pedimos al Padre que nos haga conscientes de la Luz que, por la gracia traída por Cristo, ilumina nuestros corazones para que todo nuestro pensar y nuestro querer se centren en lo que de verdad nos importa: en la grandeza y gloria de Dios, de las que, aunque todavía en esperanza, ya participamos. “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).

Oración sobre el pueblo

Defiende, Señor, a los que te suplican, fortalece a los débiles, vivifica siempre con tu luz a los que caminan en sombras de muerte, y, libres de todo mal por tu compasión, concédeles llegar a los bienes definitivos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 

Domingo 3 Cuaresma C

Tercer domingo de Cuaresma C

Antífona de entrada

           Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él saca mis pies de la red. Mírame, oh Dios, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido (Sal 24,15-16).

El salmista, al mirarse a sí mismo, se da cuenta de que no puede moverse. Por eso levanta los ojos hacia el Señor, confiando que lo sacará de la red que sus enemigos le han tendido a sus pies. Estos enemigos son sus apegos a las cosas materiales que, prometiéndole felicidad y compañía, lo mantienen en la más absoluta aflicción y soledad. Por eso demanda la mirada del Señor, del que espera que lo ilumine con su rostro radiante. Imitemos al primer testigo de nuestra fe, San Esteban, que, en el momento de su martirio, “miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a su derecha” (Hech 7,55).

Oración colecta

           Oh, Dios, autor de toda misericordia y bondad, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados, mira con amor el reconocimiento de nuestra pequeñez y levanta con tu misericordia a los que nos sentimos abatidos por nuestra conciencia.  Por nuestro Señor Jesucristo.

           Para los filósofos antiguos, Dios era la máxima perfección y el Bien absoluto, pero de este Dios no brotaba preocupación alguna por los problemas de los hombres: sólo de un Dios que, saliendo de sí mismo, “ve la opresión de su pueblo en Egipto y oye las quejas contra sus opresores”, podemos decir que ama con corazón de padre a los hombres. A este Dios, de quien procede todo lo bueno que el hombre puede concebir, le pedimos que tenga en cuenta nuestras prácticas cuaresmales (ayunos, oraciones y limosnas) para que sirvan como remedio a nuestro egoísmo y a nuestra soberbia; que, movidos por su amor, nos ayude a aceptar nuestra pequeñez y que nos saque del pozo en el que nos han hundido nuestros pecados. Nos atrevemos a pedirlo, no porque tengamos derecho a ello, sino por los méritos de nuestro hermano mayor, Jesucristo. 

 Lectura del libro del Éxodo - 3,1-8a. 13-15

          En aquellos días, Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián. Llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a Horeb, la montaña de Dios. El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse. Moisés se dijo: «Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver por qué no se quema la zarza». Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: «Moisés, Moisés». Respondió él: «Aquí estoy». Dijo Dios: «No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado». Y añadió: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob». Moisés se tapó la cara, porque temía ver a Dios. El Señor le dijo: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel». Moisés replicó a Dios: «Mira, yo iré a los hijos de Israel y les diré: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros”. Si ellos me preguntan: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les respondo?» Dios dijo a Moisés: «“Yo soy el que soy”; esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a vosotros». Dios añadió: «Esto dirás a los hijos de Israel: “El Señor, Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación”».

           El texto que hoy nos propone la Iglesia en la primera lectura es fundamental para entender la fe de Israel y también la nuestra. En él descubrimos, por primera vez en la historia, que Dios ama a la humanidad, algo a lo que ni las otras religiones ni la filosofía llegaron ni pudieron llegar. Para el pensar filosófico, Dios es la explicación necesaria de todo lo existente; el Ser que no debe su existencia a nada fuera de él; la perfección a la que, dentro de sus límites, aspiran los demás seres; el Bien absoluto que, por tenerlo todo y serlo todo, no necesita nada fuera de sí mismo; un Dios inmutable y cerrado en sí mismo, un Dios, ciertamente amable, pero no amante. 

           En cambio, el Dios que se revela a Moisés es un Dios que, rompiendo la propia burbuja, se preocupa de los problemas de los hombres, que oye sus quejas y decide bajar al mundo para librarles de las esclavitudes a las que están sometidos, un Dios, en definitiva, cuyo ser consiste en amar: “He visto la opresión de mi pueblo ... he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlos de los egipcios, ...”

           Para entender en su justa medida esta lectura, detengámonos brevemente en la historia sagrada y recordemos los orígenes de Moisés, un niño hebreo que, salvado de las aguas, fue adoptado por la hija del Faraón y educado en el palacio real; y que, a pesar de su alta posición humana y social, no olvidó nunca la suerte de sus hermanos de sangre. 

           En el momento en que ocurre el acontecimiento que hoy se nos narra, Moisés es un hombre sin patria, perseguido por el Faraón por haber matado a un egipcio, y sospechoso de traición para sus hermanos hebreos. Acogido en la familia del madianita Jetrob, con una de cuyas hijas estaba casado, recibe el encargo de cuidar el rebaño de su suegro. Y es, precisamente, ejerciendo esta tarea de pastor, cuando  acaece el episodio de la zarza que ardía sin consumirse. 

           Asombrado por aquel admirable espectáculo, Moisés decide acercarse para contemplarlo de cerca, pero es detenido por una voz que le llama por su nombre: “No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado”Es Dios el que le habla, un Dios, distinto de los dioses que pululaban por entonces, un Dios distante -no permite ser visto cara a cara-, pero, al mismo tiempo, cercano, como apreciamos en las palabras que a continuación pronuncia: “He visto la opresión de mi pueblo ... he oído sus lamentos... he bajado para liberarle”. 

           Oídas estas palabras, Moisés accede a reunirse con sus hermanos hebreos para darles la noticia de que el Dios de sus padres quiere ayudarles a salir de la opresión: “Yo iré a los hijos de Israel y les diré: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros”.

           “Yo soy el que soy, es el nombre con el que tiene que responder a los hebreos cuando éstos le pregunten quién le envía. Un nombre que, en modo alguno, es una definición filosófica de Dios, como si dijese “yo soy el que es por sí mismo”, sino una descripción de su ser y de su modo de actuar. Yo soy”, el que “soy” = “estoy” y “estaré siempre a vuestro lado”, acompañándoos en vuestros sufrimientos e implicándome en vuestras luchas, el Dios de vuestros padres, de Abraham, de Isaac y de Jacob, el que es fiel a lo que promete. Moisés captó y retuvo en su vida esta revelación de Dios y de ella sacó la energía que hizo de él -un hombre exiliado y rechazado por todos- el líder infatigable que todos conocemos y el liberador de su pueblo. 

         Este Dios que se presenta a Abraham para ser su amigo, que se revela a Moisés como un Dios que ama, que acompañaba día y noche a los israelitas por el desierto. es el Dios que nos ha traído Jesucristo, el nuevo Moisés que, viéndole cara a cara, ha culminado la Revelación de su nombre: “Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos”  (Jn 17,25-26).

           “Aquí estoy”, respondió Moisés a la misteriosa voz, una respuesta que oiremos con frecuencia en personajes bíblicos a los que el Señor confía una misión especial: en el profeta Samuel, al que el Señor despierta por la noche (1 Sam 3,10); en Isaías (Is 6,8); en Jeremías (Jer 1); en el salmo 39, que el autor de la Carta a los Hebreos atribuye a Cristo cuando entra en nuestro mundo (Heb 20,7). Es esta respuesta la que han dado todos los santos con su vida entregada a Dios y a los hombres, especialmente a los más desfavorecidos; la que nos pide Cristo a cada uno de nosotros para llevar la buena noticia de que “Dios es amor” a un mundo en guerra, en el que la esperanza parece estar apagada para muchos: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.

Salmo responsorial – 102

El Señor es compasivo y misericordioso.

Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre.  Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.

           Cuando Dios bendice a los hombres, éstos son fortalecidos y hecho mejores de lo que eran. Cuando los hombres bendecimos a Dios no estamos aumentando su poder ni su fuerza, sino expresando nuestra gratitud por todo lo que nos ha concedido a nosotros y a los demás, y en ese todo incluimos el regalo principal: Él mismo que, de modo misterioso, se hace íntimamente presente en nuestras vidas. David quiere bendecir al Señor desde lo más profundo de su ser y con todo lo que es y tiene. Por eso, invita a su alma a que reúna a sus pensamientos, sentimientos, emociones, palabras, y hasta el mismo cuerpo, para que todas sus operaciones canten este himno de alabanza y agradecimiento: “bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus beneficios”.

 Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura.

           En el primer compás, el salmista alude a las innumerables veces que el Señor no ha querido tener en cuenta sus muchos pecados; al  cuidado que ha tenido de él, liberándole, con el bálsamo de su amor, de todas sus dolencias, físicas y espirituales; al empeño que ha puesto en no permitir su destrucción total, en la que, sin su ayuda, habría caído irremediablemente: “Él rescata tu vida de la fosa”

           Pero el Señor no se conforma con liberarnos del pecado y de sus letales consecuencias. Esta liberación y purificación eran para disponernos a recibir a raudales su gracia y su amor misericordioso de Padre: “(Él) fe col a de gracia y de ternura”. Para nosotros, que hemos sido iluminados con la Luz de Cristo, esta gracia y esta ternura cobran un sentido mucho más grandioso, pues son la misma vida divina de la que Dios nos colma: “Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia” (Jn 10,10).

 El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos; enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de Israel.

           Dios tiene presente la realidad de los hombres que sufren -lo hemos oído en la primera lectura- y desciende de su trono para librarlos de las injusticias a que son sometidos por otros hombres. Es así como Dios establece la justicia y el derecho, un derecho que, por encima de la Ley del Talión,  pretende, no tanto castigar al ofensor, cuanto hermanar a éste con el ofendido. Un derecho que estamos llamados a practicar en su nombre: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 6,44). 

           Nuestro Dios, por otra parte -lo comentamos en la primera lectura-, no es un Dios encerrado en sí mismo, sino que busca siempre la amistad con los hombres -“en quienes encuentra sus delicias” (Prv 8,31)- para hacerles conocedores de sus caminos y de los beneficios con que les agracia. Así hizo con Moisés y con el pueblo de Israel, y así hace con nosotros su Hijo amado y su más fiel imagen, Jesucristo, que ya no nos llama siervos, sino amigos, porque “todo lo que ha aprendido de su Padre nos lo ha dado a conocer” (Jn 15,15). 

 El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre los que lo temen. 

           La última estrofa del salmo es como un eco de las palabras de Dios a Moisés desde la zarza: Nuestro Dios es un Dios que está siempre a nuestro lado, solidarizándose con nuestras quejas y padecimientos y “alejando de nosotros nuestras culpas tanto cuanto dista el oriente del occidente”; un Dios que se apiada de sus amigos igual que un padre se apiada de sus hijos; un Dios cuya bondad y amor con nosotros son tan grandes “cuanto se levanta el cielo sobre la tierra”, esto es, una bondad y un amor sin medida. Así nos lo demostró en su Hijo y hermano nuestro Jesucristo, el cual “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”  (Jn 13,1), y así quiso que hiciéramos entre nosotros: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34).

 Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 10,1-6. 10-12

           No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. Y para que no murmuréis, como murmuraron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador. Todo esto les sucedía alegóricamente y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Por lo tanto, el que se crea seguro, cuídese de no caer.

           El final de la lectura, “el que se crea seguro, cuídese de no caer”nos da la clave para entender este fragmento paulino que la Iglesia propone hoy a nuestra consideración. Para corroborar esta exhortación, San Pablo alude a algunos acontecimientos importantes que tuvieron lugar en la salida de los israelitas de Egipto y durante su peregrinación por el desierto. En todo momento fueron agraciados por el Señor que, desde el principio, se hizo cargo de las operaciones que se debían llevar a cabo. En efecto. Una vez abandonado Egipto, la presencia de Dios se manifestaba en una nube que, durante el día, marchaba delante de ellos, marcándoles la ruta que habían de seguir; por la noche era un fuego el que les guiaba. El paso del Mar Rojo fue igualmente dirigido por el Señor que, interponiendo la nube entre los israelitas y el ejército del Faraón, hizo que, mediante un fuerte viento se separasen las aguas: los israelitas, que marchaban delante, pudieron atravesarlo, mientras que los egipcios, que iban detrás, quedaron sepultados en el mar, al volverse a cerrar las aguas a causa por otro fuerte viento. San Pablo alude también a dos hechos que tuvieron lugar en el desierto: ante el hambre que comenzaron a pasar los hebreos, una vez terminadas las provisiones que traían de Egipto, el Señor les envió el maná, y ante la intensa sed que sufrían en aquel árido lugar, Dios mandó a Moisés que golpeara con su vara una roca, de la que brotó agua en abundancia. Todo ello, a pesar de las continuas protestas ante Moisés y ante el Señor, a pesar de la desconfianza en el Dios que les había librado de los egipcios y demostrado con muchos otros hechos.  

           En cualquier caso, estos acontecimientos son puestos por San Pablo en relación con las nuevas realidades cristianas, concretamente con el bautismo y con la Eucaristía. “Todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo”Igual que a través de la nube, el fuego y el mar los israelitas quedaron vinculados a Moisés,  elegido por Dios para ser el mediador de la Alianza con Israel, mediante el bautismo los cristianos quedamos vinculados a Cristo, el Mediador de la Nueva y definitiva Alianza. El maná y el agua surgida de la Roca los llama alimento y bebida espiritual, no tanto porque procedan de Dios, sino porque los considera ‘figura’ del pan y el vino eucarísticos. 

           Fueron muchos los favores que el Señor hizo a los israelitas durante sus largos años en el desierto, pero una buena parte de ellos no agradó a Dios y por eso -nos dice el apóstol- sus cuerpos quedaron sepultados en el desierto. ¿Qué pecados cometieron los israelitas por los que disgustaron al Señor? Los propios de quienes, en lugar de confiar en el Señor, buscaron su salvación en las propias fuerzas y en la búsqueda de otros dioses: un continuo juguetear con la idolatría, una entrega a la lujuria y un continuado poner a prueba al Señor.

San Pablo nos dice que estos acontecimientos sucedieron para que nos sirvieran de ejemplo a los que vivimos en la última de las edades -la que ha comenzado con Cristo- y, de este modo, no caigamos en las mismas faltas. El apóstol nos advierte que a nosotros nos acechan de algún modo todos los peligros que acecharon a ellos. Los problemas ciertamente no son los mismos, pero hoy tenemos otros ´Egiptos´ y otras esclavitudes a los que quizá no nos importaría volver. Los ídolos de nuestros días no son, ciertamente, estatuillas de madera o de piedra, sino algo, sin duda, más dañino, como el excesivo bienestar, el prestigio social, el afán de poseer, etc. E, igual que a aquéllos, cabe aplicar a nosotros la descripción que de los mismos hace el salmo: “Tienen boca y no hablan; tienen orejas y no oyen; tienen ojos y no ven”. (Sal 125, 5-6). Estos ídolos modernos, que, igual que aquéllos, requieren nuestro servicio y adoración, nos ofrecen el oro y el moro, una vida sin problemas, pero en realidad no nos dan nada de lo que prometen y, al final, caemos en un vacío profundo, imposible de llenar. Nos convertimos en lo que ellos son, en nada: “Como ellos serán los que los hacen y cuantos en ellos ponen su confianza” (Sal 115,8).

           Convencido de que permanecer en Cristo es algo que no depende de nosotros, pues todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Dios, San Pablo exhorta a los corintios, y también a nosotros, a renunciar a nuestras seguridades humanas y a poner toda nuestra confianza en el Señor, el Buen Pastor que “me guía por las sendas de justicia”. Es a los que, en lugar de dejar su vida en las manos del Señor, confían en sus propias fuerzas, van dirigidas más directamente las últimas palabras de la lectura: “el que se crea seguro, cuídese de no caer. A ellos y todos los demás nos conviene tener muy presente las palabras del Señor: “El que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Jn 15,5)

 Aclamación al Evangelio

           Gloria y alabanza a ti, Cristo. Convertíos –dice el Señor–, porque está cerca el reino de los cielos. 

 Lectura del santo evangelio según san Lucas - 13,1-9

           En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús respondió: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?” Pero el viñador respondió: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».

           En el evangelio de este domingo se hace alusión a dos hechos históricos: la muerte de unos galileos que habían venido a Jerusalén a ofrecer sacrificios en el templo y que, quizá por haberse enfrentado a la ocupación romana, habían sido masacrados por Pilato, y los dieciocho judíos que habían perecido al desplomarse la torre de Siloé, un suceso que estaba en la memoria reciente de los contemporáneos de Jesús. 

           Los que contaban estos hechos a Jesús pensaban, sin duda, que estos castigos eran debidos a los pecados cometidos por estas personas, una actitud que, a pesar del pensamiento de Cristo, sigue siendo actual en personas que se llaman cristianas: ‘¿Qué le he hecho yo al Señor para que me ocurra esta desgracia?’ Estamos ante el problema del origen del sufrimiento, un problema jamás resuelto y que, en la vida presente, quedará sin resolver. La Biblia profundiza en él en el libro de Job. La explicación más frecuente, esgrimida por los amigos de Job, en el que -lo sabemos desde niños- caen todas las desgracias, es la misma de siempre: la causa del sufrimiento es el pecado. Al final del libro, Dios declara falsas las opiniones de estos amigos, pero no nos da ninguna explicación satisfactoria. Dios quiere que Job sepa y acepte que el dominio de los acontecimientos está en sus manos y que lo único que tiene que hacer es confiar en Él. 

           En el caso de los dos hechos que se describen en el Evangelio, la posición de Jesús es la misma: ni los galileos ni estos dieciocho judíos eran peores que sus paisanos. Todos estamos bajo el pecado, como nos dirá San Pablo en Romanos 9,3 y para librarnos de sus consecuencias que, en ningún caso, son la muerte física de unos y otros, sino la muerte eterna o, mejor, la privación de la Vida eterna que Cristo nos ha traído, tenemos que convertirnos.

           Esta rudeza con la que Jesús nos expone la actitud de Dios frente al pecado es atemperada con la parábola de la higuera estéril, que representa a cada uno de nosotros y a la humanidad: Dios sigue dándonos oportunidades para nuestra conversión y para la conversión de todos los hombres. Es verdad que Dios castiga al que no se arrepiente de sus pecados, pero es igualmente verdad que “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se aparte de sus caminos y que viva” (Ez 18,23). La conversión, después de escuchar la parábola de la higuera estéril, hay que entenderla, no tanto como un cambio en nuestro comportamiento -aunque también como consecuencia-, cuanto un cambio en nuestro modo de entender a Dios, un Dios que no es castigador, sino, al contrario -como rezábamos en el salmo-, un Dios paciente, que está lleno de ternura, piedad y misericordia, un Dios que, como vimos en la primera lectura, sale de sí mismo para escuchar nuestros gritos contra nuestros opresores y para liberarnos de todas nuestras esclavitudes. Jesús toma al pie de la letra las conclusiones del libro de Job: no busquemos la explicación del sufrimiento ni en el pecado ni en cualquier otra cosa; dejemos que Dios sea Dios, seamos conscientes de que Él tiene bajo su dominio todos los acontecimientos y convirtámonos, es decir, confiemos siempre en Él, pues “en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que le aman” (Rm 8,28). 

 Oración sobre las ofrendas

          Señor, por la celebración de este sacrificio concédenos, en tu bondad, que, al pedirte el perdón de nuestras ofensas, nos esforcemos en perdonar las de nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Junto a las ofrendas del pan y el vino que el sacerdote presenta en el altar ponemos nuestro ser de pecadores (nuestra autosuficiencia, nuestra indiferencia ante el sufrimiento de los demás, nuestra falta de compromiso en la construcción de un mundo más fraterno) y, sintiéndonos realmente arrepentidos, suplicamos al Padre que infunda en nosotros un vivo deseo de abrir nuestro corazón a todos aquellos hermanos que, por su debilidad o nuestra culpa, nos hayan ofendido. “Si, al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24).

Antífona de comunión

          Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor del universo, Rey mío y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre (Sal 83,4-5).

          El salmista observa los nidos que los pájaros han fabricado en las rendijas de la fachada del templo. Ellos han encontrado una casa muy cerca de los altares del Señor; estos huéspedes son un símbolo de la seguridad y protección de que disfrutan los que viven permanentemente en la casa del Señor, en el templo del Dios vivo. Este templo es para nosotros el mismo Cristo que, al introducirse en nuestro interior, en su corazón, nos hace vivir de sus propios latidos. ¿Podemos imaginar una dicha más grande?

 Oración después de la comunión

           Alimentados ya en la tierra con el Pan del cielo, prenda de eterna salvación, te suplicamos, Señor, que se haga realidad en nuestra vida lo que hemos recibido en este sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           De pequeño aprendimos a prepararnos espiritualmente para comulgar y a dar gracias por haber recibido a Cristo en nuestro corazón; y considerábamos un desdén el no hacerlo. Hoy día, parece que no están de moda estas prácticas de piedad. Con el “Podéis ir en paz” nos despedimos hasta la próxima Eucaristía, dejando que la gracia actúe por sí sola. ¿Será ésta la causa de que no aprovechemos como es debido los frutos del sacramento eucarístico y que, a causa de ello, no crezcamos en las virtudes cristianas?  Yo -aunque ´doctores tiene la Iglesia´- así lo creo. Habrá que volver, por tanto, a estas ¿antiguas? prácticas de piedad. 

Conscientes de que el alimento que hemos recibido es un anticipo de la Vida eterna, pedimos al Padre que nos haga captar la inmensa importancia que tiene alimentarse de Cristo para, de esta forma, convertirnos realmente en Él, puesto que hemos sido “asimilado” a Él en la comunión.