Ascensión del Señor

 La Ascensión del Señor


Antifonal de entrada


Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Volverá como lo habéis visto marcharse al cielo. Aleluya (Hch 1,11).


Este versículo de los Hechos de los Apóstoles, que forma parte de la primera lectura, nos centra en el contenido de la liturgia de este día. Los dos ángeles vestidos de blanco nos exhortan también a nosotros a no quedarnos en el pasado inmovilizador y a poner la mirada de nuestro corazón en la vuelta de Jesús, en el mundo futuro que nos espera y que, con nuestras obras de amor, vamos construyendo en esta vida presente.


Oración colecta

Dios todopoderoso, concédenos exultar santamente de gozo y alegrarnos con religiosa acción de gracias, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y adonde ya se ha adelantado gloriosamente nuestra Cabeza, esperamos llegar también los miembros de su cuerpo. Por nuestro Señor Jesucristo.


En muchas ocasiones nos alegramos en exceso de lo bien que nos salen las cosas de este mundo, circunstancia que puede apegarnos a ellas y rendirnos a ellas y, por tanto, hacernos esclavos de ellas. En esta oración pedimos al Padre que nuestro gozo esté siempre centrado en el triunfo de Cristo, cuya subida al corazón del Padre hoy celebramos. Éste es el único bien que nos hace realmente felices, pues sabemos que la victoria de Cristo es también nuestra victoria y que un día nos encontraremos en el lugar donde Él se encuentra. 


Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 1,1-11


En mi primer libro, Teófilo, escribí de todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el comienzo hasta el día en que fue llevado al cielo, después de haber dado instrucciones a los apóstoles que había escogido, movido por el Espíritu Santo. Se les presentó él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios. Una vez que comían juntos, les ordenó que no se alejaran de Jerusalén, sino «aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días». Los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?» Les dijo: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra”». Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo volverá como lo habéis visto marcharse al cielo».


En estos primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles San Lucas, además de una breve alusión al contenido de su evangelio -“todo lo que enseñó e hizo Jesús en su vida mortal hasta el día que fue llevado al cielo”-, nos cuenta que el Señor se apareció a los discípulos durante cuarenta días, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y hablándoles del Reino de Dios.

“Una vez que comían juntos” -así comienza el relato de la última aparición-, Jesús ordena a sus discípulos que no se alejen de Jerusalén hasta que tenga lugar el cumplimiento de la promesa del Padre, de la que les había hablado en otras ocasiones, a saber: que serían bautizados muy pronto con el Espíritu Santo. Aparta su curiosidad por conocer los planes que Dios ha establecido para el establecimiento definitivo del Reino de Dios -¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?- y les introduce en el asunto que realmente debe importarles: a saber, que, con el Espíritu Santo, recibirán la fuerza que les capacitará para ser sus testigos, no sólo en Jerusalén, en Judea y Samaria, sino en  todo el mundo.

“Dicho esto, fue elevado al cielo hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Ante la tristeza que les embargaba -no quitaban los ojos de la nube en la que se ocultó Jesús-, aparecieron dos ángeles, vestidos de blanco, que les disuaden de seguir mirando a lo alto, animándoles con estas palabras: “El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros volverá como lo habéis visto marcharse”.

El Jesús visible desaparece de su vista, pero seguirá presente de una manera más íntima y espiritual: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). La nube, signo de la presencia de Dios, oculta a Jesús de la vista de los discípulos. El Maestro entra, por tanto, en el mundo de Dios y da paso a otro modo de presencia, no sujeto a las incertidumbres y vaivenes de este mundo, una presencia que les llenará de alegría: “Os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (Jn 16,22). Efectivamente. Los discípulos, una vez perdido el rastro visible del Maestro -esto nos lo cuenta San Lucas en su evangelio- “volvieron a Jerusalén con gran alegría y permanecían continuamente en el templo alabando a Dios” (Lc 24,52-53).

Este Jesús, que ha desaparecido en su forma visible, volverá de la misma forma al final de los tiempos. Nosotros, mientras tanto, debemos ocuparnos en la construcción de su Reino con nuestra palabra -cuando así lo requiera las circunstancias- y dando siempre razón de nuestra fe a quien nos lo pidiere, pero, sobretodo, llevando a la práctica el mandato del amor: “Amaos unos a otros, como yo os he amado... de esta forma el mundo sabrá que sois mis discípulos” (Jn 13,34-35).

El Señor volverá en su gloria como Rey del Universo para llevarnos con Él y para sentarnos a su derecha junto al trono del Padre. Es esta vuelta en gloria la esperanza que mantiene nuestra fe en medio de las adversidades de esta vida. Así lo pedimos en la celebración eucarística al concluir la Consagración: “Anunciamos tu muerte, proclámanos tu Resurrección. Ven, Señor, Jesús”.


Salmo responsorial- 46


Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.


Pueblos todos, bate palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; 

porque el Señor altísimo es terrible, emperador de toda la tierra.


Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas: 

tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro Rey, tocad.


Porque Dios es el rey del mundo:  tocad con maestría.

Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.


Para comprender bien este salmo habría que leer el relato de la entronización del Rey Salomón (1 Re 1). El hijo y sucesor de David es llevado en procesión triunfal desde la fuente de Gihôn hasta la colina donde se encuentra el palacio real. Lo sigue todo el pueblo que, al son de instrumentos musicales, grita una y otra vez “Viva el rey”. El salmista dirige estas alabanzas a Dios al que,  previendo la llegada del Rey-Mesías, considera  el verdadero rey de Israel.

Los evangelistas no hablan de ninguna ceremonia de entronización a Cristo como Rey. Sólo nos narran su entrada triunfal en Jerusalén montado en un burro, como rey humilde y rey de paz. Un recibimiento que contrasta con las entronizaciones de pueblos más poderosos, en las que el rey, triunfador en la batalla, llega montado en caballo. Una razón más para rendir este soberbio homenaje a Cristo que, siendo Dios, se hizo el más pequeño de todos y el servidor de todos. 

Con este salmo asistimos al momento culminante de la Resurrección de Cristo: a su perfecta glorificación y a su elevación a la derecha del Padre. Ahora aparece en todo su esplendor el mensaje de las bienaventuranzas: lo grande es lo pequeño, lo fuerte es lo débil, el perseguido y calumniado es el glorificado, el pobre es el rico. El Evangelio invierte radicalmente los criterios mundanos: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad». (2 Cor 12,9)


Pueblos todos, batid palmas

Ante este triunfo de Cristo sobre la prepotencia, la insolidaridad, el desamor, nosotros, los que hemos creído en Él, invitamos a todos los hombres a que lo reconozcan como el único que puede dar sentido y comprensibilidad a la existencia, iluminando las tinieblas de este mundo y sacándonos del abismo de la muerte; y a que este reconocimiento sea acompañado de la alegría y el entusiasmo del quien ha vuelto a la vida. “Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que encontrará la luz de la vida”


“Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas”

El Señor, una vez constituido Hijo de Dios en poder por su Resurrección, asciende a la derecha del Padre a la vista de sus discípulos. Las aclamaciones son los parabienes que le otorga el Padre; las trompetas celebran su triunfo sobre el pecado y la muerte. Nosotros contemplamos gozosos este triunfo de Cristo y nos unimos a él, convencidos de que con Cristo hemos vencidos también nosotros. El triunfo de la cabeza es el triunfo de todos sus miembros. Por eso anhelamos su vuelta y confiamos en el cumplimiento de su promesa de llevarnos con Él: “Cuando me haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14,3).


Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado. 

Termina la procesión. El rey queda establecido en su trono, desde el que domina a todas las naciones y a todos los reyes de la tierra. Este Rey es Cristo que, después de haber luchado contra las potencias del mal y haberlas vencido, se ha sentado en el trono de Dios y ha sido constituido en Señor de todo y Dueño de todo: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18).


Lectura de la carta  del apóstol san Pablo a los Efesios 1,17-23

Hermanos: El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro. Y «todo lo puso bajo sus pies», y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que llena todo en todos. 

Del Dios de Jesucristo proceden todas las gracias. El apóstol lo llama “el Padre de la Gloria”, es decir, el origen y la fuente de toda el peso y grandeza de la realidad que, de forma propia y original, reside en Él: “Dios es lo más grande que podemos imaginar” (San Anselmo). Pero toda esta grandeza, que no cabe en la inmensidad del universo, se encuentra apresada por lo que, a los ojos del mundo, es lo más insignificante. Y así es en realidad. En Jesucristo que, siendo de categoría divina, se humilló hasta hacerse el más pequeño de todos y el servidor de todos, “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2,9). 

El apóstol prorrumpe en este grandioso deseo, convertido en oración: Que este Padre nos haga participar de su sabiduría para poder conocerlo; que abra los ojos de nuestro corazón -nuestra capacidad interior de conocer y amar- para comprender el destino al que estamos llamados, para que nos demos cuenta de la parte de su gloria que nos dará en herencia y del poder que irradiará en los que hemos creído en su Hijo Jesucristo. Todo este poder ya lo desplegó en Él al resucitarlo de entre los muertos, al sentarlo a su derecha y al ponerlo por encima de todo en el cielo y en la tierra. 

Por nuestro bautismo hemos sido asociados a Cristo en todo, en sus fracasos y en sus triunfos: en su su muerte, en su Resurrección y en su elevación a la derecha del Padre. Con Cristo hemos ascendido al Cielo y nos hemos convertido en moradores de la Casa del Padre: es desde esta morada desde la que debemos vivir nuestra vida terrena. Ello no nos aleja de nuestros compromisos con este mundo presente. Al contrario. Cuanto más profundamente vivamos como ciudadanos del cielo, más fieles seremos a la tierra; cuanto más gustemos de las realidades futuras, más disfrutaremos de las presentes.

En su caminar por la historia, la Iglesia no está sola: se encuentra asistida y dirigida por la fuerza de Cristo que, a través del Espíritu Santo, la conduce a su plenitud. Unidos a ella completamos lo que falta a los méritos de Cristo. Así lo ha querido el Padre al crearnos: incorporar a su ser, en la condición de hijos, a todos los hombres que, unidos a Cristo, formarán la gran familia de los hijos de Dios.


Aclamación al Evangelio


Aleluya, aleluya, aleluya. Id y haced discípulos a todos los pueblos –dice el Señor–; yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos.


Lectura del santo evangelio según san Marcos - 16,15-20


En aquel tiempo, se apareció Jesús a los once y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos». Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.


Con esta lectura termina el Evangelio de San Marcos. Se trata de otra versión de la última aparición de Cristo a los discípulos y su ascensión al cielo. Una y otra se complementan para enriquecer el acontecimiento. En la de los Hechos de los Apóstoles -la primera lectura de hoy- se insiste en la promesa del Espíritu Santo que, además de asegurar la continua presencia de Cristo entre los suyos, les dará fuerzas para ser sus testigos en todo el mundo, cumpliendo de esta forma la encomienda de anunciar el Evangelio a Todo el mundo, pues, como oíamos en la primera lectura del pasado domingo, “Dios no hace acepción de personas”: “Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación”, con el fin de llevar la salvación a todos los hombres:  “El que crea y sea bautizado se salvará”

Esta encomienda, dirigida en aquel momento a los once, se la dirige a la Iglesia, en ellos representada, y a nosotros, que formamos parte de ella. Ante este último encargo de Jesús nos preguntamos: ¿ha calado en nosotros la Buena Nueva del Evangelio como para que tengamos la necesidad de compartirla con los demás? 

Lo que viene a continuación no acabamos de entenderlo: “El que no crea será condenado”. ¿Qué nos quiere decir Jesús con esta segunda parte de la frase? ¿Cómo compaginar el amor misericordioso de Dios con la negación de la salvación a aquéllos que no creen? La respuesta no puede ser otra que el profundo respeto que Dios tiene a las decisiones del hombre. No estamos ante un juez impasible que aplica con frialdad las leyes. Estamos en las manos de un Padre bueno que acoge en su seno a todos los que quieran seguir a su Hijo, respetando al que decida cortar con la fuente de la salvación. Al que así lo quiera este Padre que, por encima de todo, es amor, lo seguirá esperando como al hijo pródigo de la parábola, es decir, con los brazos abiertos.


“A los que crean -continúa la lectura- les acompañarán estos signos...”: echar demonios, hablar lenguas extrañas, sanar enfermos ... Estas acciones, aunque de hecho se dieron en los apóstoles y hasta en la primera generación de cristianos -como leemos en el Libro de los Hechos- no deben ser interpretadas mágicamente: son simplemente la manifestación de que la nueva creación ha sido inaugurada, creación en la que ciertamente se dan hechos extraordinarios, tanto en el plano comunitario como en el individual, pero a otro nivel. Por lo demás, sigue valiendo en este caso la recomendación de Cristo a los apóstoles, cuando volvían de la misión a la que les envió: “No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos” (Lc 10,20). Y sus nombres están escritos en los cielos porque fueron fieles a la fuerza del Espíritu, que les capacitaba para realizar hechos, ciertamente extraordinarios, que serían  impensables desde el punto de vista meramente humano, como que "Los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaban suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos" (Hech 4,32). Ciertamente, una alternativa para nuestra sociedad.

De manera, diríamos, telegráfica -sin los detalles que leíamos en la primera lectura- el evangelista nos dice que el Señor fue elevado al cielo y fue sentado a la derecha de Dios. 

La lectura termina -y con ella, el evangelio de San Marcos- con estas palabras: Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban”. El Señor comenzaba a hacer real su promesa: “Yo estaré con vosotros todos los días hará el fin del mundo” (Mt 28,20).

Los apóstoles, y también nosotros, cogemos el relevo de Jesús, que comenzó su vida pública predicando la Buena Nueva del Reino de Dios. Se trata de seguir sus pasos -cada uno desde la situación en que le ha tocado vivir-, sembrando luz, justicia, paz y amor entre los hombres. Es nuestra gran responsabilidad: completar la obra del Evangelio hasta que Cristo esté formado en nosotros. 

“Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie” (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 23).


Oración sobre las ofrendas


Te presentamos ahora, Señor, el sacrificio para celebrar la admirable ascensión de tu Hijo; concédenos, por este sagrado intercambio, elevarnos hasta las realidades del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

La oración de ofertorio de este domingo la encuadramos en el contexto  glorioso de la partida de Cristo al Padre. En sus últimas palabras nos ha asegurado su continua presencia en nosotros, una presencia no sujeta a las limitaciones físicas: la presencia real y eficaz de su Espíritu en nuestra alma. Unidos al sacerdote en el ofrecimiento del pan y el vino, que van a convertirse en el cuerpo y en la sangre del Señor, ofrecemos gozosos nuestra  propia vida, que se transformará en la misma vida de Cristo. Conscientes de la maravillosa realidad que se va a operar, pedimos al Padre que nos conceda realizar nuestro camino hacia el cielo bajo el influjo de las realidades futuras, de las que ya, aquí y ahora, disfrutamos en fe y en esperanza: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1).


Antífona de comunión

Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos. Aleluya (Mt 28,20).


Oración después de la comunión

Dios todopoderoso y eterno, que, mientras vivimos aún en la tierra, nos concedes gustar los divinos misterios, te rogamos que el afecto de nuestra piedad cristiana se dirija allí donde nuestra condición humana está contigo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

El sacramento que hemos recibido nos ha hecho gustar de los bienes del cielo. La Palabra encarnada ha bajado a nuestro corazón y ha embargado todo nuestro ser. Nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes no son ya los que proceden de nuestro hombre viejo, sino los que ha insuflado en nuestra alma el Espíritu Santo, que mora en nuestro interior. Nuestra plegaria se dirige al Padre, de quien procede todo don, suplicándole que esta extraordinaria realidad de habernos convertido en Cristo marque nuestra espiritualidad y dirija todo nuestro querer y nuestro obrar al pleno disfrute de las realidades del cielo.

Domingo 5 Pascua C

Domingo Quinto de Pascua C

Antífona de entrada

          Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas; reveló a las naciones su salvación. Aleluya (cf. Sal 97,1-2).

Oración colecta

          Dios todopoderoso y eterno, lleva a su pleno cumplimiento en nosotros el Misterio pascual, para que, quienes, por tu bondad, han sido renovados en el santo bautismo, den frutos abundantes con tu ayuda y protección y lleguen a los gozos de la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

          Le pedimos al Padre que concluya en nosotros las consecuencias de la Muerte y Resurrección de su Hijo Jesucristo; que nos ayude a esforzarnos por dar muerte en nosotros a nuestra anterior vida de egoísmo y autosuficiencia y a decidirnos de una vez por todas a vivir como resucitados. Todo ello lo pedimos, no sólo para nosotros, sino también para todos aquellos que han sido iluminados por Cristo en estas fiestas pascuales; que todos los que formamos parte del pueblo de Dios, asistidos continuamente por la gracia, comencemos a dar frutos abundantes de la nueva vida que nos ha sido regalada, conscientes de que, aunque en fe y esperanza, disfrutamos ya desde ahora de las alegrías eternas. A poseerlas de modo definitivo nos encaminamos bajo la inapreciable guía del guardián de nuestras almas, el cual nos enseñará el sendero de la vida, nos saciará de gozo en su presencia y de alegría perpetua a su derecha (Sal 16,11).

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 14,21b-27

          En aquellos días, Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios. En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Y después de predicar la Palabra en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquía, de donde los habían encomendado a la gracia de Dios para la misión que acababan de cumplir. Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.

          Lo que se cuenta en esta lectura de los Hechos de los Apóstoles sucede en la segunda parte del primer viaje misionero de San Pablo. Junto con Bernabé, partió en barco desde Antioquía de Siria y, pasando por Chipre, ambos apóstoles se adentraron en la actual Turquía, visitando las ciudades de Antioquía de Pisidia, Iconio, Listres y Derbe. En cada una de estas ciudades se dirigían en primer lugar a las sinagogas para predicar la Buena Nueva del Evangelio, recibiendo una acogida ambivalente, entusiasta por parte de aquéllos que simpatizaban con el nuevo camino y de rechazo, en muchas ocasiones violento, por quienes se aferraban a las tradiciones judías, un rechazo que podía terminar en la expulsión de la ciudad, como leíamos en la lectura del pasado domingo.

          Fue durante la primera visita a Antioquía de Pisidia cuando habían decidido dirigirse, no solamente a los judíos, sino también a los paganos. Lo leíamos en la primera lectura del pasado domingo: “Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles”.

          San Pablo y Bernabé están realizando ahora el camino de vuelta, visitando las comunidades fundadas en su primera visita. En todas ellas animaban a los discípulos -probablemente habían tenido que soportar algunas persecuciones por parte de los judíos- y les exhortaban a perseverar en la fe,“diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”Probablemente eran conocedores de algunos  dichos del Señor, cuando se iba acercando su pasión y muerte, dichos de los que ni San Pablo ni Bernabé habían oído testigos directos, pero que habrían escuchado a los que convivieron con Él: “Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, que sea crucificado y resucite al tercer día” (Lc 24, 7); o aquel otro dirigido a los discípulos de Emaús para convencerles de que en Jesús se habían cumplido las Escrituras: “Era necesario que el Cristo sufriera mucho para entrar en su gloria” (Lc 24, 26).

          Además de reafirmarles en su fe con el fin de que no decayeran ante las adversidades, nuestros protagonistas se preocupaban de organizar las comunidades, designando responsables de las mismas. Esta elección era siempre precedida y seguida de la oración y el ayuno, imitando de esta forma al Señor, que pasaba noches enteras en contacto directo con el Padre, sobretodo cuando se avecinaba alguna actuación importante en el cumplimiento de su misión. Es lo que hizo la noche antes de elegir a los doce apóstoles: “Por aquellos días se fue él al monte a orar, y se pasó la noche en la oración; y cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles” (Lc 6, 12-13). Una edificante lección para nosotros que, en muchas ocasiones, nos quedamos en la actividad, olvidando que dicha actividad es realmente eficaz cuando nos preparamos a la misma en la oración: sólo así garantizaremos que nuestra acción apostólica no es obra nuestra, sino del Señor: “Fijad vuestros ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (He 12,2).

          Llegaron finalmente al punto de partida del viaje, a Antioquía de Siria, de donde les habían mandado, “confiándoles a la gracia de Dios para la misión que acababan de cumplir”El apóstol de entonces, el de ahora y el de siempre no será un verdadero apóstol si lo confía todo a sus capacidades y a su talento. Es la gracia del Señor la que realmente actúa en él y la que produce frutos apostólicos abundantes; y es en el trato continuo con el Señor, a través de la oración y los sacramentos, como llegarán a buen puerto las obras que el Señor le conceda hacer: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).

          Pablo y Bernabé, una vez reunida la comunidad, contaron a todos los hermanos “lo que había hecho el Señor por medio de ellos: cómo había abierto a los gentiles las puertas de la fe”Está muy claro lo que nos quiere transmitir San Lucas: nosotros somos sus colaboradores, pero la evangelización es y será siempre la obra del Señor, algo que debe tranquilizarnos y llenarnos de paz.

Salmo responsorial 144 (145)

Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

      Este salmo es un grandioso himno a los atributos de Dios, manifestados en sus obras portentosas en favor de los hombres, de todos los hombresno solamente de los pertenecientes al pueblo elegido.

           Comienza el salmista ensalzando el amor misericordioso de Dios, un amor que se manifiesta en el castigo, cuando no tiene más remedio y siempre con el fin de conseguir que el pecador retorne a sus caminos para recibir la riqueza de su perdón. El término “perdón” significa don completo, don total, pues ése es el significado de la partícula “per”: “completamente”, “totalmente”. Al perdonarnos el Señor nos regala un don total, un don que nos enriquece en abundancia, nos regala el don que es Él mismo.

           La mano pródiga de Dios está siempre abierta a las necesidades de todos los hombres -“el Señor es bueno con todos”-. El salmista, acordándose del gozo que embargó al Señor, al contemplar las cosas que había creado -“y vio Dios que todo era bueno”-, prorrumpe en una confesión de fe en el Dios que ama incondicionalmente todo lo existente: “el Señor es cariñoso con todas sus criaturas”

 Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles. Que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.

           Manifiesta a continuación su deseo de que el Señor sea reconocido como el Creador de todos los bienes del Universo. Las criaturas irracionales manifiestan la grandeza del Señor en la belleza, en la fuerza, en la bondad de Él recibidas, y en la obediencia a las leyes que en ellas ha puesto. El salmista, enloquecido en la contemplación de tanto amor, invita a todas las criaturas, a las racionales y a las irracionales, a entonar un canto de agradecimientos a su Hacedor: “Que todas tus criaturas te den gracias, Señor”Me vienen a la menoría aquéllos versos del Canto Espiritual de San Juan de la Cruz: ”Mil gracias derramando, pasó por estos sotos con presura, y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de su hermosura”. A nosotros, los que, con tropiezos, intentamos mantenemos en la fidelidad a Cristo, el salmista nos anima a bendecir al Señor, a proclamar ante el mundo el peso de su reinado, a publicar sus hazañas y grandezas con los hombres. 

          Bendecimos al Señor cuando, poniéndonos en el lugar de Cristo, nos asombramos de que haya revelado su ser y su modo de actuar, no a las personas autosuficientes, sino a los pobres y sencillos: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños (Mt 11, 25).

          “Proclamamos la gloria de su reinado” siempre que anunciamos de palabra y en el servicio desinteresado a nuestros hermanos la Buena Noticia del Evangelio, a saber, que Dios ha derramado su Amor sin límites sobre toda la humanidad. Esta proclamación es auténtica cuando brota del convencimiento de que el Señor es el centro de nuestra vida, algo imposible si no estamos permanentemente con Él en la oración y en la actividad. De esta forma, podremos presentar la belleza de su amor con naturalidad, con alegría, con valentía y con constancia, de modo que mi testimonio sea una ayuda para que los demás quieran conocerle, amarle y seguirle. Es así como “publicamos las hazañas del Señor”: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).

Explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de tu reinado. Tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno va de edad en edad.

           Con estas palabras, el salmista no se está refiriendo a los hechos de la historia de Israel que, como pueblo elegido, ha hecho de él un reino de Sacerdotes y de Santos, sino al plan general de la providencia divina sobre todas las criaturas. El reinado de Dios está aquí considerado desde el aspecto de la creación y no desde el de la Revelación, aunque bien es verdad que, para nosotros, creyentes en Cristo, lo antiguo ha pasado, todas las cosas han sido hechas nuevas y cada uno de nosotros hemos sido hechos en Cristo una nueva criatura (2Corintios 5, 17). Podemos, por tanto, proclamar ante todos los hombres “las hazañas, la gloria y la majestad de su reinado, un reinado que se prolonga para siempre de edad en edad”. Este reinado se fundamenta en la fidelidad del Señor a sus promesas y en el amor bondadoso a los necesitados. Es lo que oímos en la segunda parte de este último versículo y en el siguiente, fragmentos omitidos en el salmo: “Fiel es el Señor en todas sus palabras y bondadoso en todas sus obras. Sostiene el Señor a todos los que caen y endereza a los que ya se doblan”.

 Lectura del libro del Apocalipsis - 21,1-5ª

           Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios». Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Y dijo el que está sentado en el trono: «Mira, hago nuevas todas las cosas».

           Después de haber creado todas las cosas, Dios se recreó en la bondad de las mismas: “Vio Dios que todo lo que había creado era bueno”  (Gén 1,31). Pero la brecha que el pecado abrió entre Dios y el hombre rompió esta magnífica armonía. Desde ese momento, en el corazón del hombre quedó para siempre la nostalgia de aquel paraíso original. En Israel fueron los profetas los que dieron voz a esta nostalgia de los orígenes, anunciando la futura restauración del estado de cosas primitivo, un mundo nuevo en el que volverá a reinar lo que el hombre, sin ser plenamente consciente de ello, desea en su más íntimo ser: la paz, la justicia y el amor.

           “Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe”.

           El cielo nuevo y la tierra nueva son, claramente, la expresión de este mundo feliz, una especie de utopía que, procedente de lo alto, podemos esperar y a cuya realización debemos colaborar, pues, al haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, también nosotros podemos participar de sus acciones.

          ¿Qué debemos entender por cielo? No ciertamente el firmamento cósmico compuesto de estrellas y galaxias. Por cielo nuevo debemos entender el mundo de Dios, un mundo en el que habitan la bondad, la justicia y el amor con mayúscula, un mundo que nos será dado contemplar y del que podremos disfrutar. La nueva tierra es la naturaleza perfeccionada, embellecida y armonizada; en ella florecerá la vida en todas sus manifestaciones y de la misma habrán desaparecido los desastres, las enfermedades, las extinciones, en definitiva, el mal. Esta eliminación del mal está simbolizada en la desaparición del mar que, con sus tempestades, sus peligros y sus turbulencias hacía peligrar la vida del hombre -el mar ya no existe”.

           La restauración de la naturaleza, sometida por el pecado del hombre a la corrupción y a la muerte, fue un permanente anhelo en el Antiguo Testamento, documentado en muchos pasajes bíblicos y, particularmente, en los escritos de los profetas. Vaya, como botón de muestra, este fragmento del profeta Isaías: “Yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva y el pasado no se volverá a recordar más ni vendrá más a la memoria” (Is 65, 17).

           “Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo”

          La victoria es total: el mar, como hemos dicho, ha desaparecido y, con él, el sufrimiento, las lágrimas y los gritos de angustia. Lo que los hombres esperan, sin saberlo, es justamente lo que espera el Universo en su conjunto: el cumplimiento del gran proyecto de Dios al crear el mundo, a saber, el establecimiento con la humanidad de una alianza sin sombras en un permanente diálogo de amor. Esta relación de amor, simbolizada en las bodas de Dios con la humanidad, está igualmente presente en todo el Antiguo Testamento -de modo especial en los profetas- y también en el Nuevo.

           En Oseas“Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh”  (2,21).

           En Isaías“Como a mujer abandonada y afligida de espíritu, te ha llamado el Señor, y como a esposa de la juventud que es repudiada. Por un breve momento te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un acceso de ira escondí mi rostro de ti por un momento, pero con misericordia eterna tendré compasión de ti”  (54,6-8)

           En el Nuevo Testamento“Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero”, leemos en Ap 21,9; y en misma lectura de hoy: “Vi la nueva Jerusalén que descendía del cielo, como una esposa que se ha adornado para su esposo”

           “He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el Dios con ellos será su Dios”

         Los hombres sólo pueden ser felices si Dios está entre ellos, sí Dios establece su morada con nosotros, un deseo presente en todo el Antiguo Testamento y, de modo más expreso, en los salmos: “Cuán amables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios del Señor; ...Bienaventurados los que habitan en tu casa, alabándote siempre”. Este deseo se ha convertido en la más hermosa de las realidades, en el gran hito de la historia humana, al encarnarse el Hijo de Dios en el seno virginal de María: “La Palabra se hizo carne, y ha puesto su Morada entre nosotros” (Jn 1,14). 

          La morada de Dios es, desde entonces, la nueva Jerusalén, la Iglesia, en la que, haciendo honor a su nombre (Jerusalén = ciudad de la paz), reside la paz de Dios, la que nos dejó Cristo antes de partir al Padre (Jn 14,27). No podemos practicar un cristianismo de forma aislada: Dios, aunque ciertamente habita en nuestro interior como lo más íntimo de nosotros mismos (San Agustín), reside en primer lugar en Cristo, al que estamos unidos formando con Él un solo cuerpo, que es la Iglesia, el lugar primordial de la presencia de Dios. De aquí la necesidad de orar juntos y de trabajar juntos por el Evangelio: “Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidieren, les será concedido por mi Padre que está en los cielos, porque donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,19-20).

           Pero la relación del Señor, como miembros de la Iglesia, no significa que no trate con nosotros personalmente. Cada uno de nosotros, siempre que no perdamos de vista la unión con nuestros hermanos en la fe, somos igualmente morada de Dios. Así nos lo prometió el mismo Cristo para el disfrute espiritual de su amistad: “Si alguno me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 23). A veces la Biblia nos habla, como en esta ocasión, del Padre, otras veces del Hijo, otras del Espíritu Santo, pero, en todo momento, debemos entender que son siempre las tres personas divinas las que moran en nuestro interior, pues no se puede entender una sin referencia a las otras dos.

          La conciencia de que la Trinidad habita en nuestro interior nos conduce al crecimiento de todas las virtudes, pues el trato con el amigo nos hace semejantes a él. Si Dios es mi más íntimo amigo porque mora en mí, necesariamente me contagiaré de su santidad. El pecado como ofensa a Dios y a los hermanos no tendrá ya cabida en mí: “Habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). La presencia de Dios en alma nos introduce en el mismo cielo ya desde ahora: “He encontrado el cielo en la tierra, porque el cielo es Dios, y Dios está en mi alma” (Sor Isabel de la Trinidad).

          “Enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido”.

          Ya lo había anunciado Isaías casi con estas mismas palabras: “Yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva y el pasado no se volverá a recordar más, ni vendrá más a la memoria... Yo quedaré contento con Jerusalén y estaré feliz con mi pueblo. Ya no se oirán, en adelante, sollozos ni gritos de angustia ni habrá recién nacidos que vivan apenas algunos días, o viejos que no vivan largos años” … “El lobo pastará junto con el cordero; el león comerá paja como el buey y la culebra se alimentará de tierra. No harán más daño ni perjuicio en todo mi monte santo” (Is 65, 17. 19-20. 25). Todo esto es ya realidad para el cristiano, realidad todavía en esperanza, pero una esperanza tan real, que cambia nuestra vida presente, haciendo que vivamos y disfrutemos ya desde ahora del mundo futuro que esperamos: “El cristianismo no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. Para el cristiano, la puerta oscura del tiempo ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera, pues se le ha dado una vida nueva  (Benedicto XVI, Spe salvi, n. 2).

          El cristiano vive realmente en un mundo nuevo en el que el futuro se ha hecho presente: “Mira, hago nuevas todas las cosas”

Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Os doy un mandamiento nuevo –dice el Señor–: que os améis unos a otros, como yo os he amado.

Lectura del santo evangelio según san Juan -13,31-33a. 34-35

          Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros».

          En el versículo inmediatamente anterior a esta lectura, el evangelista, es decir, San Juan, nos informa con una brevedad pasmosa la salida de Judas del cenáculo: “En cuanto Judas tomó el bocado, salió. Era de noche” (Jn 13, 30). “Judas sale fuera -comenta Benedicto XVI- y, en un sentido más profundo, sale para entrar en la noche, se marcha de la Luz a la oscuridad, el poder de las tinieblas se ha apoderado de él” (Jesús de Nazaret Segunda Parte, 3). 

          Ha llegado la hora de las tinieblas para Judas y, al mismo tiempo, para Jesús ha llegado la hora del poder del sufrimiento con el que va a glorificar al Padre y con el cual el Padre le va glorificar a Jesús. Las palabras con que comienza esta lectura revelan la unión íntima entre Jesús y el Padre: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en Él”Ahora se expresa esta reciprocidad entre Uno y Otro, no sólo en la divinidad, sino también en la humanidad del Dios hecho hombre: “Quien me ve a mí ve al Padre”. Es en este momento de la marcha de Judas al mundo de las tinieblas cuando Jesús comienza a cumplir definitivamente su vocación de ser un reflejo del Padre, la hora determinada por el Padre para manifestar al mundo su gloria, para proclamar ante todos los hombres su amor.

          En los versículos que siguen, Jesús, consciente del poco tiempo que le queda para estar con sus discípulos en esta vida, les da su última y más tierna exhortación, con la que también ellos podrán dar gloria a Dios y ser igualmente glorificados por Él: el mandato nuevo del amor: “Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros”. El mandamiento del amor lo conocían bien los discípulos a través de la enseñanza de los rabinos y expertos en la Ley. “Lo nuevo” consiste en amar como Jesús nos ha amado, y Jesús, cuyo amor ha llegado hasta dar la vida por los amigos, nos ha amado de esta forma porque en su amor es guiado por el Espíritu Santo. Es este amor entre nosotros, nacido de la fuerza del Espíritu, la constatación fehaciente de que somos sus discípulos, pues amar día a día hasta dar la vida por el hermano sólo es posible si quien ama en nosotros es el mismo Espíritu de Cristo.

          Jesús es consciente de esta imposibilidad de amar a los demás de esta forma, de amar al que me cae bien y al que me cae amar, al que me molesta y humilla y al que se declara mi enemigo. Al decir a los discípulos que se amen mutuamente como Él los amado -y en los discípulos estamos todos nosotros- recordamos aquellas otras palabras de Jesús, que forman parte del sermón de la montaña: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 44-45). 

          “Lo más importante en nuestras comunidades cristianas -nos dice Marie-Noëlle Thabut- no es la calidad de nuestros discursos, la profundidad de nuestros conocimientos teológicos o la belleza de nuestras ceremonias litúrgicas: lo que verdaderamente importa es la calidad del amor que nos tenemos los unos a los otros” (Comentario al Quinto Domingo de Pascua).

Oración sobre las ofrendas

           Oh, Dios, que nos haces partícipes de tu única y suprema divinidad por el admirable intercambio de este sacrificio, concédenos alcanzar en una vida santa la realidad que hemos conocido en ti. Por Jesucristo, nuestro Señor. 

           Al pan y al vino que ofrece el sacerdote unimos nuestras alegrías, nuestros sufrimientos y nuestros criterios, para que, así como aquéllos (el pan y el vino) se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, seamos nosotros igualmente transformados en Él. Obedientes a la exhortación de Jesús, ofrecemos todo lo que somos y tenemos para alcanzar la vida verdadera: “Quien quiera ganar su vida la perderá y quien pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16,25). Pedimos al Padre que nos conceda alcanzar, en una vida consagrada a su servicio, ser como Él es (Dios es amor) y actuar como Él actúa (Dios pone en práctica este amor dándonos a su Hijo para demostrar que nos ama hasta el extremo): “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

 Antífona de comunión

           Yo soy la verdadera vid, y vosotros los sarmientos, dice el Señor; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante. Aleluya (cf. Jn 15,1. 5).

 Oración después de la comunión

           Asiste, Señor, a tu pueblo y haz que pasemos del antiguo pecado a la vida nueva los que hemos sido alimentados con los sacramentos del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Nuestras comuniones son ineficaces, sí no nos preparamos espiritualmente y si no damos gracias por el don recibido. Pensemos que es uno de los momentos privilegiados para recibir la savia de Cristo, la vid verdadera, que hará que abandonemos el pecado y nos revistamos del hombre nuevo, es decir, de Cristo.