Domingo decimotercero del
tiempo ordinario Ciclo B
Antífona de entrada
Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo (Sal 46,2).
Oración colecta
Oh, Dios,que por la gracia de la adopción has querido hacernos hijos de la luz, concédenos que no nos veamos envueltos por las tinieblas del error, sino que nos mantengamos siempre en el esplendor de la verdad.Por nuestro Señor Jesucristo.
Lectura del libro de la Sabiduría - 1,13-15; 2,23-24
Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para que subsistiera y las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo reina en la tierra. Porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los de su bando.
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“Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para que subsistiera”.
En otros muchos pasajes de la Biblia encontramos esta misma declaración sobre Dios. “Mucho cuesta a los ojos de Yahveh la muerte de los que le aman” -así contempla al Señor el salmo 116-. Este Dios, que nos ha creado, aborrece todo tipo de muerte, incluida la del que vive apartado de sus caminos: Así nos lo hace ver el profeta Ezequiel: “Vivo yo -declara el Señor Dios- que no me complazco en la muerte del impío, sino en que el impío se aparte de su camino y viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos. ¿Por qué habéis de morir, oh casa de Israel?” (Ez 33,11). Y en el Nuevo Testamento son las mismas palabras de Jesús las que nos presentan al Dios de la vida: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Y esta vida que nos regala Cristo es para todos los seres humanos, pues “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos” (Mc 12, 27).
Obviamente, cuando estos textos bíblicos hablan de la muerte, no se refieren a la muerte biológica, un episodio que tanto los justos como los pecadores han de atravesar como término de la vida terrena. Se trata de la verdadera muerte, aquella que nos priva de la vida verdadera, la vida para la que hemos sido creados, la misma vida de Dios que, aunque los autores sagrados no lo vislumbrasen, adquirimos en nuestra incorporación a Cristo.
“Las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte”.
Está afirmación bíblica nos recuerda aquella otra del libro del Génesis, referida a la complacencia de Dios en todo lo que salía de sus manos: “Dios vio que todo cuanto había hecho era muy bueno” (Gén 1,31). En todas las cosas creadas, Dios sembró, por tanto, la semilla del bien, y el bien es incompatible con su propia destrucción: “Dios lo creó todo para que subsistiera”. Esta inmortalidad conviene de modo especial al hombre, creado por Dios incorruptible, a imagen de su propio ser, una afirmación prácticamente idéntica a esta otra del Génesis: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios” (Gén 1,27). El hombre -podemos decir con propiedad-, por ser creado a imagen de Dios, participa, al modo como Dios ha querido, de todos los atributos de Dios, también del atributo de la eternidad.
“Mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los de su bando”.
Es evidente que la muerte, como odio a Dios y separación de Dios, existe en el mundo. Se trata de la muerte originada por el pecado, el cual se instaló desde el principio en nuestras vidas, conviviendo, tanto en la sociedad como en cada uno de nosotros, con el bien. La vida del hombre se convierte por ello en un permanente combate en el que los gérmenes de eternidad, es decir, las semillas del bien y de la justicia, luchan por imponerse a las semillas del mal y de la destrucción.
En este combate nosotros, que hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en este amor, tenemos la seguridad de la victoria, ya que Cristo, por su muerte y resurrección, ha vencido a la muerte para siempre en Él y en todos los que, fiados de Él, hemos decidido seguir sus pasos. El cristiano, en la medida que vive intensamente su fe, se encuentra en el bando de los amantes la vida. Éstos serán como “Aquel árbol plantado junto a corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto, y jamás se amustia su follaje. ¡No así los impíos, no así! Ellos son como paja que se lleva el viento” (Salmo 1,3-4).
Todos los hombres hemos sido puestos en la existencia para vivir, para vivir la misma vida de Dios y para encaminarnos a ella a través de nuestra vida terrena. Por eso, todo desprecio de esta nuestra vida de aquí y de ahora es un desprecio a la vida que aguardamos. Nuestra tarea como cristianos es favorecer en el mundo una verdadera cultura de la vida desde su inicio hasta su final, pasando por el vivir de cada día de todos nuestros hermanos.
“Toda vida humana, en cuanto tal, merece y exige que se la defienda y promueva siempre. Sabemos bien que a menudo esta verdad corre el riesgo de ser rechazada por el hedonismo difundido en las llamadas "sociedades del bienestar": la vida se exalta mientras es placentera, pero se tiende a dejar de respetarla cuando está enferma o disminuida. En cambio, partiendo del amor profundo a toda persona, es posible realizar formas eficaces de servicio a la vida: tanto a la que nace como a la que está marcada por la marginación o el sufrimiento, especialmente en su fase terminal” (Benedicto XVI, Angelus del 5 de febrero de 2006).
Salmo responsorial - 29
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. (1)
Tañed para el Señor, fieles suyos, celebrad el recuerdo de su nombre santo;
su cólera dura un instante; su bondad, de por vida;
al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo. (2)
Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas.
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre. (3)
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 8,7. 9. 13-15
Hermanos: Lo mismo que sobresalís en todo –en fe, en la palabra, en conocimiento, en empeño y en el amor que os hemos comunicado–, sobresalid también en esta obra de caridad. Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza. Pues no se trata de aliviar a otros, pasando vosotros estrecheces; se trata de igualar. En este momento, vuestra abundancia remedia su carencia, para que la abundancia de ellos remedie vuestra carencia; así habrá igualdad. Como está escrito: «Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba».
Los capítulos ocho y nueve de la segunda carta del apóstol San Pablo a los Corintios están dedicados al tema de la colecta en favor de los hermanos cristianos de Jerusalén, una tarea en la que el apóstol tomó con gran empeño a raíz del llamado concilio de Jerusalén. Al concluir esta reunión se le encomendó a él y a Bernabé la predicación a los gentiles y, al mismo tiempo, que no olvidase a los hermanos de Jerusalén. Está confirmado históricamente que entre los años 46 y 48, Judea y, especialmente Jerusalén, sufrieron una gran crisis económica que hacía que muchos quedasen en la indigencia más absoluta. De esta penuria se hizo eco el historiador judío Flavio Josefo, que cuenta cómo la reina Helena de Adiabene, un pequeño reino a las orillas del Tigris, destacó por su generosidad, mandando traer a Jerusalén trigo de Alejandría e higos secos de la isla de Chipre.
En los primeros siete versículos del capítulo octavo de esta segunda carta -ellos no pertenecen a esta lectura- San Pablo retoma el tema de la colecta que ya había tratado en la primera carta. En ellos trata de motivar a los corintios con el ejemplo de la generosidad mostrada por otras iglesias, especialmente por la iglesia de Macedonia. En la lectura de hoy, que comienza en el versículo 8, San Pablo, exalta las múltiples virtudes cristianas en las que sobresalen los corintios: su fe ardiente, su claridad a la hora de exponer el misterio de Cristo, su celo por el Evangelio, y su implicación en la ayuda a los necesitados. Es esta implicación y esta solidaridad la que deben acrecentar en estos momentos con los hermanos de la comunidad de Jerusalén, que atraviesan momentos críticos en cuanto a la subsistencia material. El móvil que debe presidir su actuación es el vivo ejemplo de Jesucristo, el cual se despojó voluntariamente de los privilegios de la gloria externa de su divinidad para participar al cien por cien de nuestras miserias y, de esta forma, asociarnos a sus riquezas infinitas: “conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza”. Si el Señor se privó de tantas cosas en beneficio nuestro ¿no es justo que también nosotros nos privemos de alguna en beneficio de nuestros hermanos? La vida de Cristo pobre y humilde era, al parecer, un tema recurrente en la catequesis apostólica a los catecúmenos y a los recién bautizados, presentándola como modelo perfecto de la caridad fraterna.
A continuación San Pablo concreta el sentido de la colecta. No se trata en este caso de renunciar a todos los bienes materiales y quedarse en la indigencia, sino de igualar, es decir, de compartir con los demás, en este caso con los hermanos pobres de Jerusalén, sus riquezas materiales. La generosidad de la comunidad de Corinto debe establecer un equilibrio entre ella y las iglesias de Judea, mediante una distribución equitativa de los bienes, tanto de aquéllos que sustentan nuestra vida biológica, como de los bienes espirituales. Así es como tradicionalmente, y según la mayor parte de los exégetas católicos modernos, se ha interpretado la afirmación de San Pablo que se recoge casi al final de la lectura: “vuestra abundancia remedia su carencia, para que la abundancia de ellos remedie vuestra carencia”.
El último versículo de la lectura compara esta igualdad entre las distintas comunidades cristianas a la que de hecho se llevaba a cabo en la etapa del desierto en la recolección del maná: “Al que recogía mucho no le sobraba y al que recogía poco no le faltaba”.
Es el principio de igualdad que se aplicaba en la iglesia primitiva: “Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hech 2,44-45).
Es el principio que debe presidir nuestra vida cristiana: “Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad” (1 Jn 3,17-18). Y todos sabemos -hoy más que nunca- de las necesidades materiales que sufren nuestros hermanos los hombres, no sólo los que físicamente están lejos, sino los muchos con los que nos cruzamos cada día en la calle. Nuestra indiferencia ante los problemas de las personas necesitadas choca frontalmente con nuestro ser cristianos. Aquí no vale ningún tipo de justificación que sea capaz de acallar nuestra conciencia.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Nuestro Salvador, Cristo Jesús, destruyó la muerte, e hizo brillar la vida por medio del evangelio.
Lectura del santo evangelio según san Marcos - 5,21-43
[En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al mar. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva». Se fue con él y lo seguía mucha gente] que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando: «Con solo tocarle el manto curaré». Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: «¿Quién me ha tocado el manto?» Los discípulos le contestaban: «Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: “¿Quién me ha tocado?”» Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. Él le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad». Todavía estaba hablando, cuando [llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?» Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe». No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida». Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: «Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»). La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.]
Estos dos milagros, que se relatan en la lectura evangélica de hoy, aparecen también en San Lucas y en San Mateo. Los tres sinópticos los cuentan en el mismo orden: petición por parte de Jairo de la curación de su hija -“mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva”-, sanación de la mujer que padecía flujos de sangre -“inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado”- y resurrección de la hija del jefe de la sinagoga -“Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate”.
San Marcos resalta en estos dos milagros el poder de Cristo, un poder que emana de él hasta tal punto que, a veces, como es el caso de esta mujer, se le escapa -“notando que había salido fuerza de él”-; un poder no sólo sobre las enfermedad, sino sobre la misma muerte - “La niña no está muerta; está dormida”-; un poder que, a diferencia del de los profetas del Antiguo Testamento -debían invocar a Dios para que se produjese el milagro- pertenecía por derecho propio a Jesús, como autor de la vida: “Si yo expulsó los demonios …” (Lc 19).
La única condición que pone Jesús para que se opere el milagro es la fe en su poder: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad” -le dijo a la mujer que se curó al tocar su manto-; “Impón las manos sobre ella, para que se cure y viva” -con estas palabras manifestaba Jairo a Jesús su confianza en él-.
Igual que con otros milagros, Jesús manifiesta su deseo de que su actividad sanadora -quizá para evitar el malentendido de un falso mesianismo o para huir de la tentación de gloria humana- no se difundiera entre la gente: “Les insistió en que nadie se enterase”. “Dad de comer a la niña”, les dijo a los padres -probablemente para desviar la atención de los oyentes en el hecho del milagro-.
Importantes consecuencias para nuestra vida cristiana se desprenden de esta lectura evangélica.
La primera es la consideración del poder de Jesús sobre la enfermedad y la muerte. El domingo pasado se insistía en las tres lecturas y el salmo en la confianza en el Señor que, como el Padre, es capaz de imponerse sobre el viento y las olas del mar, lo que significa que activa su poder sobre cualquier circunstancia que ponga en peligro nuestra vida de fe. Como reza la primera lectura, en las realidades creadas por Dios y, en el hombre, de forma más especial, “no hay veneno de muerte, ni el abismo reina en la tierra”, afirmación que se cumple de manera definitiva en la obra de salvación realizada por Jesucristo: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley. Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!” (1Cor 15,55-57). Más que otra cosa, el cristiano debe cuidar de que no disminuya, más bien que aumente, su confianza en el poder del Señor. Ello le hará, sin duda alguna, cada vez más fuerte ante las adversidades de la vida, será capaz sin miedos ni complejos de proclamar con su palabra y con sus hechos la gran noticia de Jesús, que ha venido “a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos” (Lc 4,18).
Y esta confianza en el poder de Jesús nos lleva directamente a la actitud de fe que Jesús pone como condición para que se opere el milagro. “Si tuviereis fe como este grano de mostaza, diréis a este monte: Desplázate de aquí allá, y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17,20). Nada será imposible para nosotros, si tenemos fe. Hay que ser realistas, una afirmación muy sensata que nos tiene aprisionados en el ámbito de lo razonable, del no pasarse de rosca. Pero, aunque nos pese, éste no es el pensamiento de Jesús, que nos manda amar a nuestros enemigos, dar también la túnica cuando sólo nos piden el manto, acompañar al prójimo dos millas cuando sólo nos demanda una; en definitiva, practicar el amor con los hermanos a imitación suya: “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13,14). Pues bien, todas estas cosas haremos y muchas más, si, en lugar de confiar en los medios de este mundo, nos lanzamos al agua de la fe y de la confianza en el Señor. “Rema mar adentro” (Lc 5,4) -hacia las aguas profundas- dice Jesús a sus discípulos y también a nosotros.
Oración sobre las ofrendas
Oh, Dios, que actúas con la eficacia de tus sacramentos, concédenos que nuestro ministerio sea digno de estos dones sagrados Por Jesucristo, nuestro Señor.
Antífona de comunión
Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre (Sal 102,1).
O bien:
Padre, por ellos ruego; para que todos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado, dice el Señor (cf. Jn 17,20-21).
Oración después de la comunión
La ofrenda divina que hemos presentado y recibido nos vivifique, Señor, para que, unidos a ti en amor continuo, demos frutos que siempre permanezcan. Por Jesucristo, nuestro Señor.