Undécimo domingo del tiempo ordinario Ciclo B

 

Undécimo domingo del tiempo ordinario Ciclo B

 Antífona de entrada

          Escúchame, Señor, que te llamo. Tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación (Sal 26,7. 9).

 Oración colecta

           Oh, Dios, fuerza de los que en ti esperan, escucha con bondad nuestras súplicas y, pues sin ti nada puede la fragilidad de nuestra naturaleza, concédenos siempre la ayuda de tu gracia, para que, al poner en práctica tus mandamientos, te agrademos con nuestros deseos y acciones. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Lectura de la profecía de Ezequiel - 17,22-24

           Esto dice el Señor Dios: «También yo había escogido una rama de la cima del alto cedro y la había plantado; de las más altas y jóvenes ramas arrancaré una tierna y la plantaré en la cumbre de un monte elevado; la plantaré en una montaña alta de Israel, echará brotes y dará fruto. Se hará un cedro magnífico. Aves de todas clases anidarán en él, anidarán al abrigo de sus ramas. Y reconocerán todos los árboles del campo que yo soy el Señor, que humillo al árbol elevado y exalto al humilde, hago secarse el árbol verde y florecer el árbol seco. Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré».

           La situación histórica que atravesaba Israel cuando Ezequiel escribe esta parábola es absolutamente desoladora. Jerusalén ha sido destruida por Nabucodonosor y una parte importante de la población, entre la que se encontraba el profeta y el propio rey, ha sido deportada a Babilonia. Israel lo da todo por perdido: la tierra, signo de la bendición de Dios; el rey, que ejercía de mediador entre Dios y el pueblo; el templo, lugar por excelencia de la presencia de Dios. Ante este deprimente estado de postración, es completamente lógico que, tanto los desterrados como los que quedaron en la maltrecha patria, se pregunten si en esta ocasión Dios ha decidido abandonarlos definitivamente y romper la relación de amistad que prometió a Abraham y el pacto que estableció con Moisés en el Sinaí.

           En estos momentos críticos no podía faltar la voz del profeta para recordar al pueblo que el Señor cumple siempre lo que promete y que, por tanto, también en esta ocasión, terminará con esta postración y esclavitud. Era necesario mantener viva la esperanza davídica ahora que los signos de la presencia de Dios brillaban por su ausencia; era casi obligado soñar, contra todo pronóstico, con un horizonte futuro en el que el reino de Israel siga siendo la esperanza de todas las naciones. Del cedro de Israel, desprovisto ahora de toda su fuerza y reducido a un simple árbol que en nada destaca sobre los demás, el Señor va a arrancar una pequeña rama y la va a plantar en lo más alto de Israel. Allí se desarrollará frondosamente y se convertirá en un árbol grandioso que será la envidia de todos los árboles del campo y acogerá en sus ramas a toda clase de aves del cielo.

           Esta acción, que llevará a cabo el Señor, será la continuación de la promesa, hecha al rey David: “Yo pondré en el trono a uno de tus propios descendientes, y afirmaré su reino. Tu casa y tu reino durarán para siempre delante de mí(2 Sam 7, 12.16). Los demás árboles del campo, es decir, todos los reyes del mundo, reconocerán el poder del Dios de Israel sobre el universo y sobre la historia, un poder que echa abajo la soberbia de este mundo y eleva la pequeñez y la insignificancia a la categoría de lo grande y de lo que de verdad importa.

           Así lo entendieron los pobres de Israel y así lo cantará María en su Magnificat: “Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, (…) porque derriba a los potentados de sus tronos y exalta a los humildes, porque colma de bienes a los hambrientos y a los ricos deja vacíos” (Lc 1,47-8; 52-5).

           En el momento en que el pueblo depositario de la promesa experimenta su mayor impotencia, el profeta le recuerda la fidelidad de Dios como la mayor fuente de confianza. “Fiel es Dios, -nos dirá San Pablo- que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor 10,13)

Salmo responsorial - , 91

 Es bueno darte gracias, Señor.

Es bueno dar gracias al Señor y tocar para tu nombre, oh Altísimo;

proclamar por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad (1)

 El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano:

plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios (2)

 En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso,

para proclamar que el Señor es justo, mi Roca, en quien no existe la maldad (3)

          Efectivamente. Es bueno dar gracias a Dios, no tanto para beneficiarle a Ėl -que no lo necesita- sino para nuestro propia salvación y enriquecimiento. La Iglesia lo hace en nuestro nombre cada día en el prefacio de la Misa: “En verdad, es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar”. Es bueno dar continuas gracias a Dios por la bondad para con nosotros, y hacerlo continuamente -“por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad”- porque, al hacerlo, aumenta nuestra confianza en su fidelidad y en su amor, que son los grandes pilares que sostienen nuestra vida cristiana, mientras que la desconfianza y la sospecha de que estamos solos, sin un Dios que nos cuide, generan incertidumbre, angustia y desasosiego en nuestro vivir. Una palabra de aliento para todos los que tienen esta sospecha: “En mi roca -que es el Señor- no existe la maldad” y de ello ha dado pruebas fehacientes el Padre al enviar a su Hijo al mundo para nuestra salvación.

           “El justo crecerá como una palmera y se alzará como un cedro del Líbano”

           La pequeña rama de cedro, plantada en lo alto de Sión, se convierte en un árbol que sobresale majestuoso sobre todos los árboles del bosque; la pequeñísima semilla de mostaza del Evangelio, que se siembra en el campo, se hace la más grande de las hortalizas. El que practica la justicia y el derecho, no buscando la propia gloria y el propio provecho, sino el agrado del Señor, realiza obras sólo propias de Dios: “Si tuvieseis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17,20).

           “En la vejez seguirá dando fruto

           El que anda en los caminos del Señor y está unido a Él como el sarmiento a la vid, seguirá fructificará en obras, cada vez más grandes, de vida eterna, aunque externamente no las veamos. La vida descendente -la vejez y la ancianidad- se convierte con toda propiedad en Vida ascendente, pues en esta etapa final, al ser más consciente de su debilidad, el hombre no pone impedimento alguno al hacer de Dios. San Pablo hace esta reflexión a propósito de Abraham: “Aunque se daba cuenta de que su cuerpo estaba ya medio muerto -tenía unos cien años- y de que el seno de Sara era estéril, no cedió a la incredulidad, sino que se fortaleció en la fe, dando gloria a Dios, pues estaba persuadido de que Dios es capaz de hacer lo que promete” (Rom 4,19-21). Abrahán “murió en buena vejez, anciano y colmado de años”  (Gn 25,8).

          Y esto vale para todas las edades: cuánto más débiles e impotentes nos sintamos, más libertad damos al Señor para construir en nosotros el hombre nuevo a imagen de Cristo Jesús.

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 5,6-10

          Hermanos: Siempre llenos de buen ánimo y sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, estamos desterrados lejos del Señor, caminamos en fe y no en visión. Pero estamos de buen ánimo y preferimos ser desterrados del cuerpo y vivir junto al Señor. Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarlo. Porque todos tenemos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir cada cual por lo que haya hecho mientras tenía este cuerpo, sea el bien o el mal.

          La Iglesia propone como segunda lectura para hoy este fragmento de la segunda carta a los Corintios, en el que se nos invita a meditar sobre el sentido cristiano de nuestra vida y de nuestra muerte. Como creyentes en Jesucristo, estamos seguros de nuestra salvación futura, que, aunque de forma incompleta, empieza ya en esta vida. No hay razón alguna para temer a la muerte, ya que, atravesado este umbral, viviremos para siempre al lado del Señor en el cielo.

          En el primer versículo de este capítulo, del que está sacado el texto de la lectura, San Pablo nos invita al optimismo con estas palabras: “Sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos” (2 Cor 5,1). Hacia esa morada “caminamos en fe y no en visión”.

          La fe, que en un sentido es oscura, en otro es una luz resplandeciente, que hace que recorramos el camino de la vida en un continuo mediodía: “Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no permanezca en tinieblas” (Jn 12,46). Es la fe la que nos da ya desde ahora algo de la realidad futura, realidad que constituye para nosotros una prueba de lo que aún no vemos y esperamos. El hecho de que ya poseamos de alguna manera esta realidad y empecemos a gustarla hace que deseemos intensamente el momento en el que nazcamos a la Vida  de verdad: “Estamos de buen ánimo y preferimos ser desterrados del cuerpo y vivir junto al Señor”.

          Pero, ¿qué hacer hasta que llegue ese momento? Pues preparar nuestro equipaje, un equipaje que debe llenarse con obras que agraden al Señor: “en destierro o en patria, nos esforzamos en agradar al Señor”. Agradamos al Señor cuando hacemos lo que el Señor quiere, y bien sabemos de sobra lo que quiere el Señor: llevar  a la práctica el precepto de amarnos unos a otros como Él nos amó (Jn 13,34). Es solamente del amor de lo que se nos va a examinar en la tarde de nuestra vida: “Todos tenemos que comparecer ante el tribunal de Cristo”. En ese momento aparecerá a plena luz la calidad de nuestras obras: “Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. (Mt 25,34-36).

          Para que estemos entre los benditos del Padre, esforcémonos en llevar a cabo esta exhortación de San Pablo: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley (Rm 13,8).

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. La semilla es la palabra de Dios, y el sembrador es Cristo; todo el que lo encuentra vive para siempre.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 4,26-34

           En aquel tiempo, Jesús decía al gentío: «El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega». Dijo también: «¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra». Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.

          Para hacerse entender por la gente Jesús exponía su doctrina en parábolas, si bien profundizaba su enseñanza con sus discípulos cuando se encontraba a solas con ellos. En este pasaje del evangelio de San Marcos Jesús desvela a sus oyentes dos facetas del Reino de Dios: su desarrollo en la sociedad y en el corazón del hombre al margen de la actividad humana y la identificación de la grandeza del Reino con la pequeñez y con lo que no cuenta. Lo hace con dos comparaciones que chocan frontalmente con la idea que del Reino de Dios tenían los contemporáneos de Jesús, una idea, aprendida en la familia y en las sinagogas, en la que la soberanía y el poder de Dios eran referidos a lo material, a lo político o a lo bélico.

          En los encuentros que mantenía con Moisés y con el pueblo durante la etapa del desierto, Dios aparece en medio de la tempestad, en el fuego, en el terremoto o, incluso, compitiendo con otros dioses con el fin de manifestar su poder sobre las elementos de la naturaleza. Quizá en un principio estas manifestaciones espectaculares de Dios eran pedagógicamente necesarias para que el pueblo tomase en serio la revelación que se iniciaba. Pero poco a poco el Señor va llevando a Israel al verdadero significado del señorío de Dios. Recordemos aquel episodio del profeta Elías a quien el Señor no se le aparece ni en el fuego, ni en el huracán, ni en el terremoto, sino en una brisa suave, o pensemos en la insignificante rama de cedro, que se convierte en un enorme árbol en el que anidan las aves del cielo.

          Esta manera de entender el reino de Dios y el poder de Dios, anunciada y vivida también por los grandes profetas, llega a su culminación en la persona y en la enseñanza de Jesucristo que, desde el inicio de su predicación, aborrece, como no perteneciente al plan de Dios sobre la misión que vino a cumplir en la tierra, todo lo que supone grandeza y poder al modo de este mundo. Recordemos, por poner sólo algunos ejemplos, las tentaciones del desierto; su huida de la gente, que quieren proclamarlo rey; la recriminación a San Pedro, que se opone a su pasión y su muerte; o aquella exhortación a los discípulos de que se convierta en el más pequeño de todos y en el servidor de todos quien quiera ser el más grande, imitando de este modo al Hijo de hombre, que “no vino a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate por muchos” (Mt 10,45).

          Es desde esta forma de mostrarse el Señor desde la que debemos entender estas dos parábolas evangélicas. En la primera, el labrador, aunque tenga que preparar la tierra y echar la simiente, no es el que da la fuerza a la semilla ni influye directamente en su crecimiento. Es ella misma la que se desarrolla sin hacer ruido, y sin saber cómo, hasta el momento de la siega, “mientras el labrador duerme de noche y se levanta de mañana”. El hombre no debe está preocupado por saber si la semilla del Reino de Dios crece o no crece en él: de lo único que debe ocuparse -ya nos lo decía San Pablo en la segunda lectura- es de agradar al Señor en todo, y siempre confiando en que el Señor, que nunca falla, hará todo lo demás. ¡Y vaya si lo hace! “Pon en manos del Señor todas tus obras, y tus proyectos se cumplirán”, nos aconseja el sabio autor sagrado del libro de los Proverbios (Prov 16:3).

          En la segunda parábola sobre el reino de los cielos -la parábola de la mostaza-, Jesús declara abiertamente -ya lo había hecho en otras ocasiones de su vida pública- que el más pequeño en el reino de Dios es en realidad el más grande, y es el más grande porque ha decidido hacerse el más pequeño y colocarse en el último puesto, algo de lo que nos dio ejemplo el propio Jesús, “el cual, siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario: se despojó de su rango y, tomando la condición de esclavo, se anonadó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de Cruz” (Fil 2,6-8).

          Con la parábola de la mostaza, que, siendo la semilla más pequeña de todas las hortalizas, adelanta a todas ellas en tamaño cuando se desarrolla, Jesús retoma el pasaje de Ezequiel, que leíamos en la primera lectura: de qué manera, gracias a la fuerza del Señor, la frágil rama del pueblo de Dios ha crecido hasta llegar a convertirse en el más poderoso de los árboles, de suerte que las aves del cielo pueden anidar al abrigo de sus ramas.

          Dios invierte radicalmente los valores del mundo: para Él lo más grande es lo más pequeño y lo más pequeño es lo más grande. “El que no cabe en la inmensidad del universo es abarcado por lo más insignificante”. Una apreciación que puede y debe hacer muy fácil nuestro caminar cristiano.

Oración sobre las ofrendas

           OhDios que, según la doble condición de los dones que presentamos, alimentas a los hombres y los renuevas sacramentalmente, concédenos, por tu bondad, que no nos falte su ayuda para el cuerpo y el espíritu. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión

          Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida (Sal 26,4).

O bien:

          Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros, dice el Señor (cf. Jn 17,11).

Oración después de la comunión

          Señor, esta santa comunión contigo que hemos recibido, anticipo de la unión de los fieles en ti, realice también la unidad en tu Iglesia. Por Jesucristo, nuestro Señor.