Trigesimosegundo domingo del tiempo ordinario B
Antífona de entrada
Llegue hasta ti mi súplica, inclina tu oído a mi clamor, Señor (cf. Sal 87,3).
Iniciamos nuestra celebración dominical manifestando al Señor nuestro deseo de que sean acogidos en su presencia nuestras plegarias y nuestros lamentos, conscientes y gozosos de que Él está cerca de los que le buscan e invocan con sinceridad.
Oración colecta
Dios de poder y misericordia, aparta, propicio, de nosotros toda adversidad, para que, bien dispuestos cuerpo y espíritu, podamos aspirar libremente a lo que te pertenece. Por nuestro Señor Jesucristo.
En esta oración colecta pedimos al Señor, no por nuestros méritos, sino por los méritos de su Hijo y hermano nuestro, Jesucristo, que nos libre, no sólo de los contratiempos materiales, sino además y principalmente de todo aquello que pueda obstaculizar la realización de su voluntad en nosotros. De esta forma estaremos bien preparados y dispuestos en nuestra realidad corporal y espiritual para que, con un corazón libre de vanas intenciones, podamos aspirar a disfrutar de lo que sólo a Ėl pertenece en propiedad: su vida divina. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
Lectura del primer libro de los Reyes - 17,10-16
En aquellos días, se alzó el profeta Elías y fue a Sarepta. Traspasaba la puerta de la ciudad en el momento en el que una mujer viuda recogía por allí leña. Elías la llamó y le dijo: «Tráeme un poco de agua en el jarro, por favor, y beberé». Cuando ella fue a traérsela, él volvió a gritarle: «Tráeme, por favor, en tú mano un trozo de pan». Ella respondió: «Vive el Señor, tu Dios, que no me queda pan cocido; solo un puñado de harina en la orza y un poco de aceite en la alcuza. Estoy recogiendo un par de palos, entraré y prepararé el pan para mí y mi hijo, lo comeremos y luego moriremos». Pero Elías le dijo: «No temas. Entra, y haz como has dicho, pero antes prepárame con la harina una pequeña torta y tráemela. Para ti y tu hijo la harás después. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: “La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará hasta el día en que el Señor conceda lluvias sobre la tierra”». Ella se fue y obró según la palabra de Elías, y comieron él, ella y su familia. Por mucho tiempo la orza de harina no se vació ni la alcuza de aceite se agotó, según la palabra que había pronunciado el Señor por boca de Elías.
Elías es profeta en Israel, el reino del Norte, pero la acción que se cuenta en este relato se desarrolla en Sarepta, una pequeña población de la costa fenicia, perteneciente al reino de Sidón. Ha abandonado su patria, el lugar en el que debería ejercer su misión, y se ha refugiado en el extranjero. Sabemos que en Israel reina Acab, casado con la extranjera Jezabel, la cual, por su influencia sobre el rey, ha conseguido introducir en el reino la religión de su patria, la religión de Baal, dios de la fertilidad y la lluvia, con todas sus costumbres, ritos, estatuas y sacerdotes. Más aún. El rey, presionado por su esposa, ha traicionado la religión de Yahvé, construyendo un templo a Baal, un claro signo de que se está incitando a la apostasía.
Para Elías y para los israelitas que permanecen fieles a la Alianza ésta es la más grande de las vergüenzas, pues con ello se viola el primero y principal mandamiento del Señor, el fundamento de la religión de Israel: “No tendrás otros dioses que yo”. Elías, que tiene muy claro cuál debe ser su posición ante este descalabro nacional, a saber, la oposición frontal a la reina Jezabel, principal responsable de la introducción de una religión extranjera, trata de demostrar que Baal y todos los demás ídolos eran sólo estatuas o imágenes que, como tales, no tenían ningún poder sobre los elementos de la naturaleza. La prolongada sequía que en aquellos momentos sacude a Israel es la ocasión que aprovecha Elías para demostrar que Baal, dios de la lluvia, es incapaz de cambiar la situación; que el único Dios que existe es el Dios de Israel, de quien todo depende, incluidas la lluvia y la sequía.
Es en este contexto en el que se desarrolla el relato que la Iglesia nos propone hoy como primera lectura. Huyendo de los ejecutores de las órdenes de la reina, es dirigido por Dios, primero al torrente Carit, un lugar con abundancia de agua en el que era alimentado por cuervos (1 Re 17,3) y, después, cuando se secó el torrente, a Sarepta, donde una pobre viuda será la encargada de su sostenimiento material.
Al entrar en la población se encuentra con esta viuda, que iba a buscar leña para hacer pan con el que alimentarse ella y su hijo. Aquella mujer, que vivía en la más extrema pobreza, oye la voz del profeta pidiéndole agua y pan: “Vive el Señor, tu Dios, que no me queda pan cocido; solo un puñado de harina en la orza y un poco de aceite en la alcuza. Estoy recogiendo un par de palos, entraré y prepararé el pan para mí y mi hijo, lo comeremos y luego moriremos”. Sin pertenecer al pueblo elegido, cree en Yahvé como el Dios de la vida, poniéndolo como testigo de su precaria situación. Elías le hace saber que el Señor cumple siempre sus promesas: “La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará hasta el día en que el Señor conceda lluvias sobre la tierra”. Sin pensárselo dos veces, obedece la orden del profeta. En efecto. La orza de harina no se vació ni el aceite se agotó y, de esta forma, pudieron alimentarse el profeta, la mujer y su hijo hasta que llegaron las ansiadas lluvias.
Otra vez apreciamos que la acción del verdadero y único Dios no se circunscribe a los estrechos límites que nos marcamos los hombres, ni siquiera, a los límites del pueblo elegido, sino que, de acuerdo con su voluntad de salvar a la humanidad entera, se sirve de realidades y personas ajenas al plan que había establecido con el pueblo elegido, en este caso de esta pobre viuda extranjera: “El Espíritu sopla donde quiere” (Jn 3,8). Y es el mismo Cristo el que, cuando no es aceptado como enviado de Dios en su pueblo, invoca el pasaje bíblico que acabamos de escuchar para manifestar que los planes y caminos de Dios no son los nuestros: “Muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón” (Lc 4, 25-26).
Pero quizá el mensaje central de esta lectura sea concienciarnos sobre el cuidado de Dios por los que ponen en Él su confianza: Elías, que lucha con toda su fuerza e inteligencia contra la política opuesta al Dios de Israel, llevada a cabo por el Rey Acab y su esposa Jezabel, y esta viuda a la que, como la otra viuda, la del evangelio de hoy, no le importa desprenderse de lo único que posee para ayudar al profeta. Tanto el uno como la otra se han puesto en las manos de Dios con la certeza de que nunca les faltará lo necesario para vivir y para gozar de la paz que les proporciona su amistad.
Elías continuó defendiendo la causa del Dios de Israel en un momento en que peligraba la religión de la Alianza por la imposición del culto a Baal. Le importaba más que nada demostrar su poder absoluto sobre los elementos de la naturaleza y la absoluta impotencia de todos los ídolos. El Señor le irá poco a poco cambiando esta obsesión por el poder de su Dios hasta hacerle ver, en una cueva junto al monte Horeb, que su rostro no se manifiesta de modo principal en la fuerza, en lo grande y aparatoso -en el huracán, en el terremoto, en el rayo”-, sino más bien en lo pequeño e insignificante, en el “murmullo de una brisa suave” (1 Re 19,12).
Salmo responsorial – 145 (146)
Alaba, alma mía, al Señor.
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos. El Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sion, de edad en edad.
Los versículos con los que la Iglesia quiere que correspondamos a la primera lectura pertenecen a la segunda parte del salmo 145. El salmista está convencido de la verdad de las promesas de Dios, manifestadas por boca de los profetas. En unos versículos omitidos el salmista reafirma la inutilidad de confiar en poderes ajenos a Dios -por muy fuertes que nos parezcan-, pues más temprano que tarde dejan de existir: “No confiéis en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar; exhalan el espíritu y vuelven al polvo, ese día perecen sus planes”.
Sólo el Dios de Jacob puede inspirar verdadera confianza, pues, además de haber creado el cielo y la tierra (v. 6) es fiel a sus promesas y siempre protege y libera de sus padecimientos a los que siguen sus caminos -“el Señor ama a los justos”- y a los que se encuentran en situación de desvalimiento: a los oprimidos, a los que pasan hambre, a los privados de libertad, a los que no tienen hogar, a los ciegos, a los que no pueden sostenerse en pie, al huérfano, a la viuda... Ésta es nuestra gran seguridad: podemos confiar en el Señor, “que reina eternamente, nuestro Dios, de edad en edad”.
Nosotros, después de haber conocido y creído en el amor de Dios tenemos muchos más motivos que el hombre del Antiguo Testamento para confiar en el Señor. “El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?” (Rm 8, 32). Cristo nos ha amado hasta el extremo de dar la vida por nosotros y de este amor nada ni nadie podrá separarnos. Nuestra confianza en el Señor es absoluta: “Si Dios está con nosotros, quién estará contra nosotros” (Rm 8,31).
De esta forma versionó Carlos de Foucaud este salmo: “Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea, te doy las gracias”. “Te confío mi alma, te la doy con todo mi amor, porque te amo y necesito darme a ti, ponerme en tus manos sin limitación, sin medida con una confianza infinita. Porque tú eres mi Padre”
Lectura de la carta a los Hebreos - 9,24-28
Cristo entró no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces como el sumo sacerdote, que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena. Si hubiese sido así, tendría que haber padecido muchas veces, desde la fundación del mundo. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, al final de los tiempos, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo. Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez; y después de la muerte, el juicio. De la misma manera, Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, para salvar a los que lo esperan.
La carta a los hebreos -lo venimos diciendo durante estos domingos- está dirigida a cristianos que, por proceder del judaísmo, tienen quizá cierta nostalgia de la grandeza del culto antiguo. Añoraban de alguna manera el templo y los ritos que en él tenían lugar. El autor sagrado examina cada una de las realidades de la liturgia judía, demostrando, al contrastarlas con el sacerdocio de Jesucristo, que han perdido todo su sentido y valor.
El fragmento bíblico que la Iglesia nos propone hoy pone el acento en la realidad del templo, el lugar sagrado, junto con la tienda del encuentro durante la etapa del desierto, de la presencia de Dios. Desde siempre el pueblo fue consciente de que tanto la tienda de la Alianza, en la que se guardaban las tablas de la Ley, como el propio templo de Jerusalén, eran una magnífica señal de la presencia de Dios en el pueblo, pero sólo eso -que ya era mucho-. Con otras palabras. Eran sólo una pálida copia del cielo, el verdadero santuario en el que reside el Altísimo. Así lo expresó Salomón el día de la inauguración del templo que él había mandado construir: “¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta casa que yo te he construido!” (1Re 8,27). Este templo perderá todo su sentido en el momento en que Cristo se ofrezca por nosotros en la cruz. “Destruid este templo y en tres días lo levantaré” (Jn 3,29), respondió Jesús a quienes le pedían una justificación por la acción de expulsar a los mercaderes del lugar sagrado, una respuesta que sólo entendieron los discípulos después de la Resurrección: Jesús se refería al templo de su propio cuerpo (Jn 2,21-22), al templo de su persona, el verdadero lugar del encuentro entre Dios y el hombre desde el momento de la Encarnación.
Y centrándonos ya en la lectura, nos preguntamos: ¿en qué momento entró Jesús en el santuario del cielo? La respuesta es clara: en el momento de su muerte en la cruz, muerte que es la conclusión de toda una vida entregada a la voluntad de Dios y al servicio de los hombres. Esta entrada en el santuario celeste se realizó una sola vez. El autor sagrado lo razona de la siguiente manera: “Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez, y después de la muerte, el juicio. De la misma manera, Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos”. El Sumo Sacerdote de la Antigua Alianza tenía que entrar cada año en el lugar más sagrado del templo -Sancta Sanctorum- a rociar el altar con la sangre de un toro, para expiar sus propios pecados, y de un cordero, para expiar los del pueblo. Estos sacrificios, como no lograban erradicar el pecado del pueblo, debían repetirse cada año en “el día del perdón” -Yom Kipur-. Sin embargo, a Cristo le bastó una sola vez rociar el verdadero altar con su propia sangre y con ello destruyó para siempre el pecado. En el rostro de Cristo en la cruz los creyentes descubren el verdadero rostro de Dios que, amándolos hasta el extremo, les ofrece el perdón definitivo. Desde este momento el juicio de Dios al final de los tiempos no es sinónimo de condenación, sino de salvación: “Cristo, que se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos, aparecerá, sin ninguna relación al pecado, para salvar a los que lo esperan”.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Lectura del santo evangelio según san Marcos - 12,38-44
En aquel tiempo, Jesús, instruyendo al gentío, les decía: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa». [Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante. Llamando a sus discípulos, les dijo: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».]
En el evangelio del pasado domingo se da una sana coincidencia entre Jesús y el escriba que le preguntó por el mandamiento más importante. “No estás lejos del reino de Dios” -así lo elogió Jesús por el comentario sensato que hizo a su respuesta-. La lectura de hoy nos trae a la memoria las veces que los escribas y demás jefes religiosos se han acercado a Jesús para tenderle una trampa, los improperios que a lo largo de su vida pública les ha dirigido-“raza de víboras”, “sepulcros blanqueados”- o el deseo de éstos de quitárselo de en medio por poner en entredicho una religión en la que primaba el culto sobre una vida según la voluntad de Dios. Es lógico que ahora, que se acerca su fin, aleccione a sus discípulos por última vez para poner a estos representantes religiosos del pueblo como ejemplo de lo que no se debe hacer.
Jesús, “que conocía lo que hay en el corazón del hombre” (Jn 2,24), advierte a los discípulos para que no se dejen engañar por estos especialistas en vivir de las apariencias, a los que sólo les preocupa ser bien vistos por la gente sencilla: ir vestidos con ropajes especiales para garantizar el respeto que, por su puesto en la sociedad, se les debe; sentarse en los primeros puestos en las sinagogas y en los banquetes para que queden bien claros ante todos su poder y su influencia; mostrar ante el pueblo su profunda religiosidad mediante prolongadas oraciones. Y lo que es peor, enriquecerse con los escasos bienes de las personas más desprotegidas de la sociedad, como eran las mujeres viudas, probablemente debido a que les asesoraban jurídicamente a cambio de dinero.
En la segunda parte de la lectura, el evangelista nos cuenta cómo Jesús, sentado en el salón del tesoro, observa a los que echaban dinero en los cepillos para el sostenimiento del templo. La lección que San Marcos nos quiere dar en esta segunda parte de la lectura se centra en el comentario de Jesús sobre los que echaban dinero en los cepillos: “Esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.
El Evangelio termina con este episodio, pero en este comentario, Jesús deja entender que la confianza en el Señor de esta mujer será recompensada, como también fue recompensada la viuda de Sarepta de la primera lectura, la cual, al desprenderse de lo único que le quedaba para vivir, pudo alimentarse junto con su hijo y el profeta hasta que llegaron las lluvias:“ni la orza de harina se vació ni la alcuza de aceite se agotó”. Al desprenderse esta viuda de las pocas monedas que le quedaban, no sólo da todo lo que tiene, sino que se da a sí misma y, al darse toda entera lo encontrará todo: “El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16,25). Es esta confianza en el Señor la clave para tener una auténtica vivencia evangélica, una vivencia basada en la certeza de que “Dios ordena todas las cosas para el bien de los que aman” (Rm 8, 28). En esto consiste la santidad, a la que todos estamos llamados. Así nos lo dice Santa Teresa de Calcuta:?“Quiero ser santo» significa: quiero despojarme de todo lo que no es Dios; quiero exprimir mi corazón y vaciarlo de toda cosa creada; quiero vivir en pobreza y desapego”.
Oración sobre las ofrendas
Mira con bondad, Señor, los sacrificios que te presentamos, para que alcancemos con piadoso afecto lo que actualizamos sacramentalmente de la pasión de tu Hijo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Las acciones de Jesucristo, al ser no sólo hombre, sino también Dios, tienen dimensión de eternidad, es decir, traspasan las fronteras del espacio y del tiempo. En el sacrificio de la misa se hacen presente aquí y ahora -aunque sin derramamiento de sangre- la pasión y muerte del Señor, ya glorioso en el cielo. Con esta oración, que abre el ofertorio, pedimos al Padre que derrame su mirada bondadosa sobre el pan y el vino que van a ser consagrados, deseando con fervor que los frutos saludables del Sacramento se hagan realidad en nuestra vida.
Antífona de comunión
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas (Sal 22,1-2).
Nos preparamos para el momento de la comunión con estos versículos del salmo 22. En ellos nos confiamos al Señor como al pastor de nuestras almas, conscientes de que, bajo su guía, desaparece toda preocupación por nuestra subsistencia: con Él lo tenemos todo y sin Él carecemos de todo. Sólo Él nos tranquiliza. Es Él el que nos conduce al manantial de agua viva, donde saciaremos nuestra sed de eternidad.
Oración después de la comunión
Alimentados con este don sagrado, te damos gracias, Señor, invocando tu misericordia, para que, mediante la acción de tu Espíritu, permanezca la gracia de la verdad en quienes penetró la fuerza del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Agradecemos al Señor el haber sido alimentados con el Pan eucarístico, y confiamos en su amor misericordioso, para que, con la fuerza del Espíritu Santo, que habita en nosotros, y por los méritos que nos adquirió Jesucristo en su victoria sobre el pecado, nos mantengamos siempre en la Verdad quienes hemos sido reconfortados con la fuerza de Jesucristo, la verdadera Sabiduría. “Dijo Jesús a los judíos que habían creído en Él: Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).