Domingo 33 Tiempo Ordinario B

Trigesimotercer domingo del tiempo ordinario

 

Antífona

          Dice el Señor: «Tengo designios de paz y no de aflicción, me invocaréis y yo os escucharé; os congregaré sacándoos de los países y comarcas por donde os dispersé» (cf. Jer 29,11-12.14).

 Estas palabras del profeta Jeremías, con las que abrimos la liturgia del penúltimo domingo del año litúrgico, nos insuflan tranquilidad y optimismo. Los propósitos del Señor no provocan en nosotros conflicto alguno y, menos aún, infelicidad. Al contrario. Su voluntad busca siempre nuestro bien, nuestro bien particular y el bien para toda la humanidad; nuestra paz interior y la paz que procede de la unión de las personas. “Entra en el gozo de tu señor”, nos dice el único Señor de nuestras vidas (Mt 25,21).

El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo(Romanos 14:17)

 Oración colecta

 Concédenos, Señor, Dios nuestro, alegrarnos siempre en tu servicio, porque en dedicarnos a ti, autor de todos los bienes, consiste la felicidad completa y verdadera. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Nuestra vida como seres humanos sólo tiene sentido si está volcada en Dios que, como autor de todos los bienes” y fuente de toda felicidad, sacia con creces los deseos de nuestro corazón. ¿Nos creemos de verdad que Dios colma nuestros anhelos más profundos y que, como cantábamos en la antífona de entrada, tiene sobre nosotros designios de paz? Esto es lo que pedimos al Señor en esta oración: que nos conceda disfrutar en el cumplimiento de su voluntad y que, por los méritos de Jesucristo, que nos amó hasta el extremo, sigamos con todas nuestras fuerzas los caminos del Señor y sus planes sobre nosotros. Que nos creamos de verdad que servir a Dios es reinar”.

Lectura de la profecía de Danielm12,1-3

 

Por aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que se ocupa de los hijos de tu pueblo; serán tiempos difíciles como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los que se encuentran inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para vida eterna, otros para vergüenza e ignominia perpetua. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad.

 

El profeta Daniel, exiliado en Babilonia, habla a sus compatriotas de un tiempo futuro de tribulación, en el que se salvará el pueblo. Pero, no nos engañemos. El libro del que está extraído este texto fue escrito cuatro siglos después de la muerte del profeta Daniel (hacia el año 171 a.C.). Su autor, situándose literariamente en la época del exilio en Babilonia, hace hablar a Daniel anunciando un futuro de extraordinaria tribulación, un futuro que para los que leen el libro es el presente que están viviendo, un presente en el que están sufriendo todo tipo de vejaciones por parte del dictador griego de turno, Antioco Epífanes. Este déspota les prohíbe la práctica de su religión y les obliga a adorarlo como a un Dios. A estos pobres judíos no les queda otra solución que someterse a los dictados de este déspota o afrontar la tortura e incluso la muerte, si quieren permanecer fieles a la Alianza. Muchos se doblegaban ante el dictador, pero otros sufrieron grandes torturas y murieron por la defensa de su fe. 

 

Es a los judíos supervivientes y decididos a permanecer fieles a la fe de sus padres a los que se dirige el autor sagrado. Con sus palabras intenta reconfortarlos y darles un sentido grandioso a las penalidades de las que están siendo objeto.

 

El autor sagrado retrocede cuatro siglos y nos presenta a Daniel anunciando a los judíos exiliados en Babilonia un tiempo futuro de gran tribulación. Sus lectores saben -ya lo hemos dicho- que ese futuro de tribulación es su presente. En este fragmento bíblico aparecen dos claros mensajes: uno de ánimo y esperanza ante la horrible situación de persecución que están atravesando, y otro de gozo por la certeza del premio que han recibido los que han muerto como testigos - ‘mártires’- de la fe en las promesas del Señor. 

 

Daniel les hace saber que el ángel que tiene la misión de proteger al pueblo está realmente de su lado. Este ángel es Miguel que “por aquel tiempo se levantará como el gran príncipe que se ocupa de los hijos de tu pueblo”. Viene a decirles que en el cielo se libra una gran batalla para defender a los oprimidos por el mal, batalla en la que vence Miguel y sus partidarios. Es decir: todos los que, a lo largo del tiempo luchan por el reinado del bien -en este caso los judíos que han hecho frente al rey usurpador- tienen por la fe la certeza de que ya han vencido. Aparentemente, aquí en la tierra, el mal campa a sus anchas y parece como si viviésemos en un permanente fracaso, pero la realidad es muy distinta, pues el ángel Miguel, es decir, Dios, está a nuestro lado y, como dirá más tarde San Pablo a los Romanos, “Sabemos que Dios ordena todas las cosas para bien de los que le aman” (Rm 8,28).

 

El segundo mensaje es el anuncio de una buena noticia sobre aquéllos que han han hecho el sacrificio de la propia vida para no traicionar al Dios de la Alianza. Para Daniel es algo evidente que Dios no puede abandonar eternamente a los que han muerto por Él. Los que se han dejado guiar en esta vida por la sabiduría y los que han enseñado a otros el ejercicio de esta virtud no morirán para siempre, sino que brillarán “como el fulgor del firmamento”. Y aquéllos otros que han seguido las huellas del mal también resucitarán, pero “para vergüenza e ignominia perpetua”. El autor nos está hablando ciertamente de la una vida feliz después de la muerte para los que han llevado una vida en fidelidad a Dios y a sus promesas y de un estado eterno de condenación para los que han vivido al margen de Dios y de sus caminos. Es hasta aquí, dentro de la pedagogía de Dios, hasta donde llega la revelación de Dios respecto al más allá. Pero Dios no ha dicho su última palabra sobre la resurrección de los muertos. Los que hemos oído la definitiva palabra de Dios, que es Cristo, tenemos la certeza de que su voluntad es que todos los hombres se salven (1Tm 2,4) y que Dios salvará todo lo bueno que existe en el corazón humano. Ello nos aleja de una concepción maniquea del ser humano, según la cual la humanidad se divide en dos grupos, los buenos y los malos. Sabemos que el bien y el mal, el trigo y la cizaña, se encuentran mezclados en el corazón del hombre: nadie es completamente bueno ni nadie completamente malo. La salvación o condenación de unos o de otros sigue quedando para nosotros en el misterio de los designios de Dios.

 

Dicho esto, estamos ante una auténtica novedad en el proceso de la Revelación. Hasta este momento -siglo segundo antes de Cristo- cuando la Biblia (los profetas, los salmos, los libros históricos) hablaba de pervivencia después de la muerte, se refería siempre a la pervivencia del pueblo en su conjunto. El individuo sólo se entendía como miembro de la comunidad en la que había nacido. Pero ahora, se habla ya de inmortalidad individual, es decir, de resurrección de los muertos. Es a partir de los sufrimientos personales que tuvieron lugar en el destierro babilónico cuando comienza a abrirse paso la creencia de que Dios está siempre de parte, no sólo del pueblo como tal, sino de la persona concreta.

 

Salmo responsorial - 15

 

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti

 

Sabiendo que los otros dioses, o, por hablar con propiedad, los ídolos, son artilugios de madera, de barro o de metal, cuya boca no puede hablar, ni sus oídos oír, ni sus ojos ver, el salmista se pone en las manos del único y verdadero Dios, aquél que ha sacado a su pueblo de situaciones humanamente imposibles. A este único Dios le suplica protección y seguridad, una seguridad que sólo de Él puede venir. Una y otra vez resuena en los salmos esta plegaria, muy apropiada para un pueblo que, rodeado de culturas politeístas, es tentado por la seguridad que, aparentemente, proporcionan los diosesvecinos. Perfectamente podemos hacer nuestra esta plegaria en nuestro mundo, que también busca la seguridad en ídolos como el bienestar material, el dinero, el poder o el prestigio, a pesar de que sabemos, muchas veces por experiencia, que ninguna de estas cosas nos soluciona los problemas que de verdad nos acucian. Con esta súplica manifestamos nuestra confianza ciega en Dios, única fuente de felicidad, en medio de los peligros y obstáculos que entorpecen nuestro camino hacia la unión con Él

 

El Señor es el lote de mi heredad y mi, mi suerte está en tu mano. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré

 

El salmista se pone en el lugar de la tribu de Leví que, por mandato expreso del Señor, no recibió ninguna extensión territorial para, de este modo, estar libre para dedicarse exclusivamente a mantener vivo el culto, es decir, el contacto directo con el Señor en representación de todo el pueblo. Es por esta razón por la que las otras once tribus tenían la obligación de sostener económicamente a los sacerdotes y levitas. Por extensión, el propio Israel como pueblo y las almas piadosas, pertenezcan o no a la tribu de Levíconsideran, por encima de aspectos territoriales, que su verdadera herencia es el Señor. El salmista es una de estas almas piadosas para quien el único bien que le hace vivir es el Señor. Con Él se siente seguro y animoso en todo lo que emprende: “Con el Señor a mi derecha no vacilaré.

 

Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa esperanzada. Porque no me abandonarás en la región de los muertos ni dejarás a tu fiel ver la corrupción 

 

De los aspectos más íntimos y profundos del salmista - “de su corazón y sus entrañas” - brotan el gozo y la alegría, una alegría y gozo que en nada se parecen a la euforia pasajera que nace del contacto con los ídolos y los caducos placeres que ofrecen. Se trata para nosotros de la alegría que promete Jesús a sus discípulos la víspera de su pasión y muerte: “También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar(Jn 16,22). Esta alegría es perfectamente compatible con las debilidades de los seguidores de Cristo cuando por su causa son perseguidos, pues con ellas se unen más al Señor y sacan fuerzas para seguir comprometidos con el Evangelio: “Por eso me complazco en las debilidades, en los insultos, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias por amor a Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor 12,10). 

 

“Mi carne descansa esperanzada”. Así revela el salmista la quietud que siente en su interior, ante la confianza de que el Señor no lo abandonará. Una confianza que salpica todo el Antiguo Testamento y que se hace especialmente presente en los salmos: -“Sólo en Dios descansa mi alma”(Sal 61)-. Esta confianza será la clave principal para entender la predicación de Jesús sobre el Padre y sobre sí mismo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). La tranquilidad del salmista se apoya en la seguridad en el amor que Dios le tiene, un amor que traspasa las fronteras de la misma muerte:“No me abandonarás en la región de los muertos ni dejarás a tu fiel ver la corrupción”. San Pedro utiliza este salmo, y concretamente este pasaje, para demostrar a los judíos la Resurrección de Cristo: el Padre no podía retener a su Hijo en el mundo de los muertos. Nosotros que hemos creído en el amor de Diosmanifestado en su Hijo por su entrega por nosotros a la muerte, tenemos la certeza de que, igual que hizo con Cristo, tampoco nosotros conoceremos la corrupción de la muerte“Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos ¿cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó” (1Cor 15,12-13).

 

Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha

 

El salmista, en íntimidad con Señor, le manifiesta su sentimiento de seguridad por estar en su presencia. Nada tiene que temer: es el Amado el que se encargará de llevarle hacia la felicidad que ansía su corazón, y de hacerle comprender y gustar el camino que conduce a la vida verdadera. Este último versículo nos lleva al conocido salmo que presenta al Señor como el pastor de nuestras almas; El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre (Sal 22). Hagamos nuestra la oración de Jesús en la Cruz “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. En todos los momentos de nuestra vida, pero de modo especial en aquéllos en que nos azota el sufrimiento o la oscuridaddejémonos abrazar por el Señor, pues Él, que nos conoce y nos ama más que nosotros a nosotros mismos, nos guiará, e incluso nos llevará sobre sus hombres, al lugar de nuestra verdadera felicidad: Pon en manos del Señor todas tus obras y tus proyectos se cumplirán”(Prov 16,3).

 

Lectura de la carta a los Hebreos 10,11-14. 18

 

Todo sacerdote ejerce su ministerio diariamente ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, porque de ningún modo pueden borrar los pecados. Pero Cristo, después de haber ofrecido por los pecados un único sacrificio, está sentado para siempre jamás a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies. Con una sola ofrenda ha perfeccionado definitivamente a los que van siendo santificados. Ahora bien, donde hay perdón, no hay ya ofrenda por los pecados.

 

Continuamos con la carta a los Hebreos insistiendo una vez más en la excelencia del sacerdocio de Jesucristo. Como venimos oyendo estos domingos, el autor sagrado resalta esta excelencia, señalando las deficiencias del sacerdocio levítico. Intentando hacerse entender por los cristianos procedentes del judaísmo, a quienes va dirigida la carta, presenta a Cristo como el Mesías Sacerdote que ellos esperaban. Los sacerdotes de la Antigua Alianza tenían necesidad de ofrecer cada día los mismos sacrificios que, aún así, resultaban ineficaces, pues de ellos no emanaba una fuerza que les apartarse de sus continuos pecados. Jesús, sin embargo, en lugar de ofrecer la sangre de animales, ofreció de una vez por todas su propia sangre y, con ello, quitó realmente el pecado del mundo. Ello no quiere decir que, después de la Muerte y Resurrección de Cristo, haya desaparecido el pecado de nuestras vidas: nosotros seguimos siendo pecadores, y así lo confesamos cuando rezamos el Padrenuestro: “perdónanos nuestras ofensas.  Pero el pecado ha dejado de ser una fatalidad. Desde que hemos sido injertados en Cristo en el bautismo, hemos recibido su mismo Espíritu y, con Él, la fuerza para seguir luchando contra el mal para llegar, de este modo, a la perfección a la que estamos destinados desde toda la eternidad: “ser santos en su presencia por el amor”. Y ser santos significa que somos hijos de Dios, hombres libres para no volver a caer en la violencia, el odio y la envidia, libres para vivir como tales hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Es por eso que en el momento de la comunión en la celebración eucarística el sacerdote nos presenta a Jesucristo como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El Espíritu que habita en nuestro interior nos da la fuerza para convertirnos en hombres que aman a Dios con todas sus fuerzas y al prójimo como a si mismos.

 

El Padre lo premió. sentándolo a su derecha desde donde, como Sacerdote eterno, intercede permanentemente por nosotros hasta que el pecado sea definitivamente vencido en el mundo: “hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies”. Y esta intercesión hace que el Espíritu actúe en nuestro interior, dándonos la fuerza para luchar contra el mal. Vienen a nuestra mente aquellas palabras de Jeremías: “Pondré mi Ley en su interior y la escribiré en sus corazones” ( Jer 31,33), o aquellas otras del profeta se Ezequiel: Os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras inmundicias y de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36,25-26). Un corazón que sea capaz de amar como Cristo nos amó.

 

Aclamación al Evangelio

 

Aleluya, aleluya, aleluya. Estad despiertos en todo tiempo, pidiendo manteneros en pie ante el Hijo del hombre.

 

Lectura del santo evangelio según san Marcos 13,24-32

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «En aquellos días, después de la gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria; enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. Aprended de esta parábola de la higuera: cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros que esto sucede, sabed que él está cerca, a la puerta. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre».

 

Jesús, que se dirigía habitualmente a sus oyentes en un lenguaje llano y adaptado a sus vidas, utiliza ahora una forma de hablar -muy corriente en los ámbitos intelectuales del momento- con la que se pretende anunciar, mediante cataclismos cósmicos, grandes intervenciones de Dios en el mundo yen la humanidad. Es el llamado género apocalíptico que, aunque lo asociamos normalmente a catástrofes cósmicas y humanas, en la mentalidad del judaísmo y del primer cristianismo se utiliza para descubrir definitivamente la voluntad de Dios, ligada en este caso al triunfo del bien sobre el mal. Las imágenes de terremotos, de oscurecimiento del sol o de la caída en picado de las estrellas indican que las fuerzas del mal se están derrumbando ante la aparición definitiva de Dios. Más que temor, estos acontecimientos intentan transmitir esperanza por la inmediata venida del Señor del universo y de la historia: “Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque se acerca vuestra liberación”, nos dice Jesús en el evangelio de San Lucas (Lc 21,28). Se trata, no tanto de la desaparición de este mundo, cuanto del nacimiento de un mundo nuevo que, como todo nacimiento, está precedido por los dolores del parto. 

 

En el Evangelio de hoy, Jesús nos anuncia su regreso al final de los tiempos - “verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria”- con el fin de reunir a todos los miembros del pueblo de Dios y reinar definitivamente sobre toda la creación -reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo”-

 

Jesús, utilizando el ejemplo de la higuera, cuyas ramas tiernas y llenas de hojas anuncian el verano, no exhorta a estar atentos y vigilantes, esperando la próxima y definitiva venida del Señor. Con ello, en lugar de alimentar la pasividad, el conformismo y el miedo, esperando la destrucción del mundo o el juicio final, el Señor nos invita a discernir los signos de los tiempos, a leer la voluntad de Dios en todos los momentos de nuestra vida y a estar vigilantes para asumir responsable y creativamente la construcción del Reino de Dios. Se trata, por tanto, de vivir en plenitud el tiempo presente, esperando con gozo la aparición definitiva del Señor.

 

No es que Jesús vuelva desde el cielo, pues el Señor, una vez resucitado, vive entre nosotros. Lo que esperamos es su manifestación gloriosa, la cual tendrá lugar cuando el Reino de Dios irrumpa definitivamente en la historia y en toda la creación. Nuestra tarea, hasta que esto suceda, es anunciar la Buena Nueva del Evangelio, viviendo en el mundo desde los valores que regirán en el mundo futuro. Galileos, ¿qué hacéis allí parados, mirando al cielo? Ese mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como lo habéis visto alejarse” (He 1,11).

 

Oración sobre las ofrendas

         Concédenos, Señor, que estos dones, ofrecidos ante la mirada de tu majestad, nos consigan la gracia de servirte y nos obtengan el fruto de una eternidad dichosa. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Presentamos al Padre todo lo que, recibido de Él, somos y tenemos para que, así como el pan y el vino se convertirán en el cuerpo y en la sangre del Señor, también nosotros nos convirtamos en verdaderos hijos suyos. Así, unidos a Cristo, el Hijo por excelencia, daremos frutos de buenas obras, en el servicio a Dios y a los hermanos, y alcanzaremos, con la ayuda de su gracia, la felicidad que nunca acaba. “Hiciste bien, siervo bueno y fiel! En lo poco has sido fiel; te pondré a cargo de mucho más. ¡Ven a compartir la felicidad de tu Señor! (Mt 25,21).

 Antífona de comunión

 En verdad os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que os lo han concedido y lo obtendréis, dice el Señor (cf. Mc 11,23. 24).

 Son palabras del Señor en un momento de su vida en la tierra, pero que, por haber sido pronunciadas por el Dios encarnado, participan de su eternidad y, por tanto, son perfectamente actuales. La eficacia de la oración es tan cierta, que, si lo que pedimos es concorde con su voluntad, tenemos la seguridad de que ya ha sido concedido. Nos lo ha dicho el Señor, el cual tiene palabras de vida eterna”Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

 Oración después de la comunión

 Señor, después de recibir el don sagrado del sacramento, te pedimos humildemente que nos haga crecer en el amor lo que tu Hijo nos mandó realizar en memoria suya. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

 Concluimos la celebración pidiendo al Padre, desde una actitud de humildad y reconocimiento de su poder, que el mandato de realizar en su memoria el sacramento de su pasión y muerte, que Jesús dio a los discípulos y, por los discípulos, a la Iglesia, nos haga crecer a todos en el amor y en el servicio real a nuestros hermanos, los hombres, particularmente a aquéllos que Dios ha puesto a nuestro lado para que les ayudemos.“Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, y especialmente a los de casa, que son nuestros hermanos en la fe” (Gál 6,10) o están llamados a recibirla a través de nuestro testimonio -añado yo-.