Domingo 7 Ordinario C

Domingo 7 Tiempo Ordinario C

Antífona de entrada

Yo confío en tu misericordia. Mi alma gozará con tu salvación, y cantaré al Señor por el bien me ha hecho.

Al comenzar nuestra celebración, actualizamos nuestra confianza en el amor misericordioso de Dios, abrimos nuestro corazón a la alegría de sentirnos salvados y nos disponemos con nuestras voces y cantos a darle gracias por la bondad que derrama sobre nosotros.

Oración colecta

Concédenos, Dios todopoderoso, que, meditando siempre las realidades espirituales, cumplamos, de palabra y de obra, lo que a ti te complace. Por nuestro Señor Jesucristo…

“Vaciedad sin sentido, dice el Predicador, vaciedad sin sentido; todo es vaciedad” (Ecl 1,2). Todo menos las cosas que realmente nos importan, aquéllas a las que según San Pablo debemos aspirar -“Buscad los bienes de arriba”-. En esta oración nos ponemos en la presencia del Padre para que, sosteniendo nuestra mente y nuestro corazón en la meditación de las realidades evangélicas, nuestro comportamiento, en lo que digamos y en lo que hagamos, se asemeje cada vez más al comportamiento de Cristo. Tenemos la seguridad de que, escuchando sus palabras e imitando su vida y costumbres, el Padre se complacerá en nosotros, igual que se complacía en Él durante su vida en la tierra: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo puestas mis complacencias” (Mt 3,17).

Lectura del primer libro de Samuel 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23

En aquellos días, Saúl emprendió la bajada hacia el páramo de Zif, con tres mil soldados israelitas, para dar una batida en busca de David. David y Abisay fueron de noche al campamento; Saúl estaba echado, durmiendo en medio del cercado de carros, la lanza hincada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa estaban echados alrededor. Entonces Abisay dijo a David: —«Dios te pone el enemigo en la mano. Voy a clavarlo en tierra de una lanzada; no hará falta repetir el golpe.» Pero David replicó: —«¡No lo mates!, que no se puede atentar impunemente contra el ungido del Señor.» David tomó la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se enteró, ni se despertó: estaban todos dormidos, porque el Señor les había enviado un sueño profundo. David cruzó a la otra parte, se plantó en la cima del monte, lejos, dejando mucho espacio en medio, y gritó: —«Aquí está la lanza del rey. Que venga uno de los mozos a recoger1a. El Señor pagará a cada uno su justicia y su lealtad. Porque él te puso hoy en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor.»

La comprensión de esta lectura requiere situarla en su contexto histórico. Lo que en ella se narra sucede en los primeros tiempos de la monarquía en Israel. Fue Saúl, un ganadero de la tribu de Benjamín -hombre grande y de buena planta-, el elegido por el Señor para ser ungido como primer rey de Israel. La unción se llevó a cabo a través de un hombre de Dios, el profeta Samuel, quien, a pesar de tener poca confianza en el régimen monárquico, no titubeó en cumplir la voluntad del Señor. Al principio, todo bien. Pero muy pronto comenzó a dar la cara el presagio de Samuel: la pasión por el placer, por el poder y por la guerra se apoderaron de Saúl, llevándolo, por caminos opuestos al proceder de Dios, a la infidelidad a la Alianza.

Su mal comportamiento como rey llegó a tal extremo, que Samuel, siempre en diálogo con el Señor, se vio en la necesidad de buscar un sucesor. La elección recayó en el hijo menor de un ganadero y agricultor de la aldea de Belén. La historia ya la conocemos. Samuel se presentó en la casa de Jesé con el fin de elegir rey a uno de sus ocho hijos. Después de presentar a cada uno de sus vástagos, la elección recayó sorpresivamente en David, el más pequeño de todos, que, en ese momento, se encontraba en el campo guardando el rebaño de su padre.

El joven, puesto al servicio de Saúl como su escudero, destacó rápidamente en el arte de la guerra. Ello despertó en el rey celos, envidia y la sospecha de que el joven pretendía destronarlo. Consciente David de las maniobras de Saúl para deshacerse de su persona, no tuvo más remedio que escapar de las manos sanguinarias del rey. 

El episodio que nos narra la lectura de hoy fue ideado por el propio Saúl. Acompañado de sus mejores soldados, se dirige al desierto de Zipf con el fin de poner una trampa a David y darle muerte. Pero el azar cambia la situación en favor de este último.

En la oscuridad de una noche, David penetra con sus soldados en el campo de Saúl y lo encuentra dormido al lado de su lanza, hincada en el suelo. Es el momento, dijo Abisay a David:“Dios te pone el enemigo en la mano. Voy a clavarlo en tierra de una lanzada”. La respuesta de David fue inmediata: «¡No lo mates!, que no se puede atentar impunemente contra el ungido del Señor». David y los suyos, cogiendo la lanza de Saúl, se retiraron a la cima del monte más próximo. Desde allí David gritó estas palabras: «Aquí está la lanza del rey. Que venga uno de los mozos a recoger1a. El Señor (…) te puso hoy en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor »

Hasta aquí el relato de lo sucedido. Con su decisión de perdonar la vida a su peor enemigo, David ha sorprendido a todos. La razón que le movió a comportarse benévolamente con Saúl  no fue ciertamente la obediencia al quinto mandamiento que dice ‘no matarás’, ni la consideración de que la venganza es algo moralmente reprobable. Lo que movió a David a respetar la vida de su enemigo fue el respeto a Dios, que eligió personalmente a Saúl como rey de Israel: “No se puede atentar contra el ungido por Dios”

El texto nos transmite un retrato de la persona de David, destacando su magnanimidad, su respeto a las decisiones de Dios y su convencimiento de que Dios no quiere la muerte de nadie, etc. 

Este pasaje bíblico refleja una etapa de la pedagogía de Dios sobre nuestras relaciones con los demás. Estas relaciones son verdaderamente auténticas cuando, implícita o explícitamente, tienen su referencia en Dios. En el caso que estamos examinando, el motivo principal y único de no hacer daño a Saúl es la presencia de Dios en su principal representante en este mundo. La siguiente etapa de la Revelación la protagonizará Jesús, al decirnos que todos hemos sido elegidos y amados por Dios, nuestro único Padre, que «hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Desde este momento, tenemos poderosas razones, no sólo para desterrar de nuestra vida todo tipo de venganza, sino para desvivirnos espiritual y materialmente por nuestros semejantes, pues todos ellos han sido elegidos para ser santos e inmaculados en el amor, y están habitados -o llamados a ello- por el Espíritu Santo que, desde nuestro interior, nos hace clamar “Abba, Padre”. Desde Cristo todas las relaciones humanas de en estar marcadas, por tanto, por la referencia a Dios, pues, como Saúl, todos hemos sido ungidos para ser reyes unos para otros. Al amar a los hombres por Dios es cuando realmente los amamos por ellos mismos, pues el hombre es una ‘nada absoluta’ si Dios no está en él. “¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Cristo mismo, en el último día, nos dirá si lo hemos identificado -o no- en cada uno de nuestros hermanos, los hombres, es decir, si en su persona hemos visto su propia persona divina: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

Salmo responsorial – 102

El Señor es compasivo y misericordioso.

Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre.  Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.

           Cuando Dios bendice a los hombres, éstos son fortalecidos y hecho mejores de lo que eran. Cuando los hombres bendecimos a Dios no estamos aumentando su poder ni su fuerza, sino expresando nuestra gratitud por todo lo que nos ha concedido, y en ese todo incluimos el regalo principal: Él mismo en la persona de Cristo que, de modo misterioso, se hace íntimamente presente en nuestras vidas. David quiere bendecir al Señor desde lo más profundo de su ser y con todo lo que es y tiene. Por eso, invita a su alma a que congregue a sus pensamientos, sentimientos, emociones, palabras, y hasta el mismo cuerpo, para que, a una sola voz, canten este himno de alabanza: “bendice, alma mía, al Señor y todo mi ser a su santo nombre”.

 

Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura.

           El salmista alude a las innumerables veces que el Señor no ha querido tener en cuenta sus muchos pecados; al cuidado que ha tenido de él, liberándole, con el bálsamo de su amor, de todas sus dolencias, físicas y espirituales; al empeño que ha puesto en no permitir su destrucción total, en la que, sin su ayuda, habría caído irremediablemente: “Él rescata tu vida de la fosa”

Pero el Señor no se conforma con liberarnos del pecado y de sus letales consecuencias. Esta liberación y purificación eran para disponernos a recibir a raudales su gracia y su amor misericordioso de Padre. Para nosotros, que hemos sido iluminados con la Luz de Cristo, esta gracia y este tierno amor cobran un sentido mucho más grandioso, pues son la misma vida divina de la que Dios nos colma: “Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia” (Jn 10,10)..

El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre los que lo temen. 

Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles.

           Las últimas estrofa son como un eco de las palabras de Dios a Moisés desde la zarza: Yo, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, soy quien está siempre a vuestro lado; el que se solidariza con vuestras quejas, el que desciende de su divinidad para liberaros de todos vuestros padecimientos y dolores; el que “aleja de nosotros nuestras culpas tanto cuanto dista el oriente del occidente”el que se apiada de sus amigos igual que un padre se apiada de sus hijos; Aquél cuya bondad y amor con nosotros son tan grandes cuanto se levanta el cielo sobre la tierra, es decir, una bondad y un amor sin límites: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”  (Jn 13,1).

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 15, 45-49

Hermanos: El primer hombre, Adán, se convirtió en ser viviente. El último Adán, en espíritu vivificante. Pero no fue primero lo espiritual, sino primero lo material y después lo espiritual. El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del cielo. Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.

Como en los pasados domingos, esta lectura de San Pablo a los Corintios se encuadra en el tema de la resurrección de Cristo y en la nuestra. Para el apóstol la piedra angular de la fe cristiana es la creencia de que Cristo ha resucitado y, si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Tanto es así que no tiene sentido alguno creer que Cristo ha resucitado y al mismo tiempo negar nuestra resurrección futura: si no hay resurrección de los muertos, Cristo tampoco resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, y vana es también vuestra fe (1 Co 15,13-14).

San Pablo no aclara la pregunta de cómo resucitan los muertos y con qué cuerpo resucitarán. Sólo nos dice que nuestro cuerpo resucitado será muy diferente a nuestro cuerpo actual, El propio Jesús resucitado se hace presente a los discípulos, pero de una manera diferente a como se manifestaba antes de su muerte. Por ello algunos no lo reconocen de inmediato, como sucedió a los discípulos de Emaús, a María Magdalena (que lo confundió con el jardinero), y a los apóstoles en su aparición junto al lago.

Probablemente esta experiencia del Señor resucitado fue lo que llevó a San Pablo a distinguir entre cuerpo terrestre y cuerpo espiritual, una distinción que no tiene nada que ver con la distinción griega entre cuerpo y alma, que, por desgracia, tanto ha influido en la espiritualidad cristiana posterior. No se trata de dos realidades, sino de dos comportamientos: el del hombre terrestre -representado en Adán- y el del hombre espiritual -representado en Cristo-. Dios, al crear al hombre, le insufla un soplo de vida que le hace capaz de comportarse espiritualmente, pero siempre en los límites del hombre terrestre, mientras que en Cristo el Espíritu de Dios, que habita en Él, le dicta una conducta a imagen de Dios.

Como Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, nuestra vocación es comportarnos como Él. Esta vocación se truncó por el primer pecado y, desde entonces, el comportamiento de los hombres quedó marcado por la desobediencia a Dios y por un tipo de vida al margen de la voluntad del Creador, un comportamiento que podríamos llamar ‘terrestre’. Jesucristo es el nuevo Adán que, en lugar de dejarse influir por la serpiente, apoya su comportamiento en el Espíritu de Dios.

El comportamiento de Adán lleva a la muerte, mientras que el de Cristo nos conduce a la vida. Nosotros estamos constantemente divididos entre estos dos comportamientos, de tal forma que, hasta que lleguemos a nuestra incorporación completa a Cristo, podemos hacer nuestra la afirmación de San Pablo de que “no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rm 7,19). Toda nuestra vida en la tierra, tanto a nivel individual como a nivel colectivo, es, o debe ser, un camino en el que nos dejamos habitar cada vez más por el Espíritu de Dios: “Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial”. Terminemos con estas palabras de San Juan en su primera carta: “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es”(1 Jn 3,2).

Aclamación al Evangelio

Alleluya. os doy un mandato nuevo -dice el señor-: que os améis unos a otros, como yo os he amado. Aleluya

 

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 6, 27-38

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros. “Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”.

Todo un programa que choca frontalmente con los criterios que rigen en nuestro mundo y en nuestra sociedad. Un programa, sin embargo. que hace realidad nuestra propia vocación como seres humanos. Así lo percibimos desde los primeros momentos de la revelación divina: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó y Dios es amor (1Jn 4, 16). 

A lo largo de la Biblia vemos cómo toda la intervención pedagógica de Dios con los hombres va encaminada a la realización de su vocación al amor, mediante el abandono progresivo de la violencia, sembrada en el corazón humano por la fuerza desnaturalizadora del pecado.

Nos fijamos en algunos pasajes de la Biblia en los que vamos viendo este intento de Dios por extirpar la violencia del ser humano. Tenemos, en primer lugar, el episodio entre Caín y Abel. Antes de cometer el fratricidio, viendo el Señor la envidia que recomía a Caín respecto de su hermano, formula estas palabras dirigidas a Caín en las que se reconoce que la violencia ha anidado en el corazón humano y urge, por parte del hombre, echarla fuera: “Si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar” (Gén 4,7). Los textos bíblicos acometen la empresa de extirpar la violencia del hombre. Una de los primeros es la ley del Talión, como medio de aminorar la venganza entre las personas: “El ojo por ojo y diente por diente”, aunque nos parezca todavía violento e inhumano, supone un cierto progreso en el camino hacia la paz social. 

Los profetas seguirán luchando contra el dominio de la violencia, atacando un aspecto poderoso de la misma, derivado del pecaminoso orgullo humano. Se trata del afán del hombre que ha sido ofendido por mantener a toda costa su honor y su autoestima: el no vengarse ante una ofensa está socialmente mal visto porque indica una pérdida del honor, Ellos -los profetas- tratarán de hacer ver al pueblo que el verdadero honor no se encuentra en la prepotencia humana, sino en parecerse a Dios que, como oímos en esta lectura “es bueno con los malvados y desagradecidos” y “hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45).

La última etapa de la educación sobre la no violencia la tenemos en el discurso de Jesús del evangelio de hoy: de las palabras del Señor a Caín, pasando por la ley del Talión pasamos a una invitación a la dulzura, al comportamiento desinteresado y a la gratuidad de nuestras acciones: “Amad a vuestros enemigos” (…) “haced el bien y prestad sin esperar recompensa”. Y todo con el fin de imitar el comportamiento de Dios, a cuya imagen y semejanza hemos sido creados.

Los últimos consejos del texto nos pueden dar pie a pensar en un comportamiento interesado: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará”. No es así. Con estas palabras Jesús no indica que este comportamiento es siempre tranquilizador para evitar el temor por nuestra parte a que nos juzguen o condenen. En realidad, estas últimos consejos han de ser relacionados con aquella otra afirmación de Jesús: “El que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida (desviviéndose por los demás) por causa de mí, la hallará” (Mt 16,25).

Oración sobre las ofrendas

Al celebrar tus misterios con la debida reverencia, te rogamos, Señor, que los dones ofrecidos en reconocimiento de tu gloria nos aprovechen para la salvación.  Por Jesucristo nuestro Señor.

Somos conscientes de que estamos celebrando y haciendo actuales los inescrutables designios de Dios con la humanidad, designios que convergen en la manifestación del amor divino en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Es este misterio, culmen y meta de todos los misterios, lo que se actualiza en la Eucaristía. Con el pan y el vino ponemos en el altar toda nuestra existencia: los logros que, con la ayuda de Dios, hemos alcanzado; los fracasos que, debido a nuestra debilidad, nos han llevado en ocasiones a alejarnos de Él; nuestras crisis y decepciones en nuestro peregrinar por la vida. Al hacerlo, reconocemos el poder y la gloria de Dios. En esta oración, previa a la Consagración, manifestamos ante el Padre nuestro deseo de que este ofrecimiento repercuta en favor de nuestra salvación. Estamos tranquilos de que así será, pues así nos lo prometió el Señor la víspera de su pasión: “Lo que pidáis al Padre en mi nombre lo haré para que por el Hijo (por mí) se manifieste la gloria del Padre” (Jn 14,13).

Antífona de comunión 

Proclamo todas tus maravillas, me alegro y exulto contigo, y toco en honor de tu nombre, oh Altísimo.

Con las mismas o parecidas palabras celebró María la gracia de albergar en su seno al Hijo de Dios. Pues ¡ánimo! Unámonos a María al recitar esta antífona: con estas palabras, inspiradas por el Espíritu santo, nos predisponemos a recibir en nuestro corazón al Huésped Divino.

Oración después de la comunión

Concédenos, Dios todopoderoso, alcanzar el fruto de la salvación, cuyo anticipo hemos recibido por estos sacramentos. Por Jesucristo nuestro Señor.

Terminamos esta Eucaristía suplicando al Padre, de quien procede toda dádiva y todo don perfecto (Sat 1,17), que nos conceda la felicidad verdadera, aquélla en la que la tristeza, la incertidumbre y el temor han desaparecido para siempre. Esta felicidad no podemos al alcanzarla con nuestras solas fuerzas: es el regalo que Dios pensó para nosotros al ponernos en la existencia y del que, según su promesa, podemos gozar en esperanza, al unirnos a Cristo por la fe. La comunión que hemos recibido es ese momento de unión real con nuestro Salvador y, en consecuencia, con todos los hombres, a los Él desea incorporarlos a su persona. Vivamos ya hace desde ahora sustentados por los bienes imperecederos que nos esperan, ejercitando la alegría, la hermandad y el servicio desinteresado a nuestros hermanos necesitados. “El fruto del Espíritu es amoralegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gál 5, 22-23).