Domingo 8 Ordinario C

                            Domingo octavo Tiempo Ordinario C      

Antífona de entrada (Sal 17,19-20)

El señor fue mi apoyo: me sacó a un lugar espacioso, me libró porque me amaba.

David, sintiéndose en deuda con el Señor, le declara directamente su amor por la clemencia que ya tenido con él, por haber sido su “apoyo” en la lucha contra sus enemigos, por haberle liberado de la angostura de sus pecados, llevándole al “espacioso” lugar de la libertad y por haberle demostrado tantas veces su amor de predilección. Como a David, también para nosotros es el amor que Dios nos tiene el que nos sostiene en la existencia, la fuerza que nos levanta en nuestras caídas, la roca a la que nos asimos para no naufragar en el egoísmo y lo que nos hace ser en verdad nosotros mismos.)

Oración Colecta

Concédenos, Señor, que el mundo progrese según tu designio de paz para nosotros, y que tu Iglesia se alegre en su confiada entrega. Por nuestro Señor Jesucristo.

El mundo, quizá porque nosotros no vemos las realidades terrenas a la luz de la fe, no siempre progresa según el plan pensado por Dios. Es para que nuestra sociedad se vaya perfeccionando según este plan divino para lo que le pedimos que nos ayude para que nuestros trabajos y las obras que Él nos conceda realizar se encaminen siempre a la construcción de un mundo a su medida, un mundo presidido por la fraternidad y por la paz que Cristo nos dejó, un mundo en el que la Iglesia pueda gozarse en su tarea de servicio a todos los hombres.

Lectura del libro de Sirácida 27, 4-7

Se agita la criba y queda el desecho, así el desperdicio del hombre cuando es examinado. El horno prueba la vasija del alfarero, el hombre se prueba en su razonar. El fruto muestra el cultivo de un árbol, la palabra, la mentalidad del hombre. No alabes a nadie antes de que razone, porque esa es la prueba del hombre.

El libro del Eclesiástico, también llamado Sirácida o de Ben Sira, fue escrito en hebreo en torno al año 180 a.C. y traducido al griego treinta años después. En el momento de determinar el canon de los libros religiosos, sólo se conocía la traducción griega, por lo que no fue incluido en el canon de la Biblia judía. 

Fue escrito cuando Judea estaba bajo ocupación y dominación griegas, una ocupación pacífica y bastante tolerante que estuvo vigente hasta el año 165 a.C., en que comienza el terrible y sangriento reinado de Antioco Epífanes. Este ambiente de tolerancia daba pábulo a una situación social, política y religiosa propicia a mezclarlo todo y, en consecuencia, a relativizarlo todo, incluso las propias creencias religiosas.

En este ambiente de sincretismo moral y religioso, el autor, al parecer un maestro de religiosidad que regentaba su propia escuela en Jerusalén, pretende preservar la fe de la Alianza en su integridad, insistiendo en el cumplimiento correcto de la Ley. Su estilo literario se desarrolla en forma de proverbios o sentencias, en los que expresa la sabiduría humana y religiosa.

En el texto que hoy escuchamos aparecen tres imágenes familiares en las que se vierte una certera dosis de sabiduría para llevarla a cabo en la vida cotidiana  Estas imágenes son la ‘criba’, el ‘horno del alfarero’ y el ‘árbol’. 

Igual que la criba retiene las adherencias del trigo o de otro grano, la reflexión racional sobre el comportamiento de si mismo o de los demás saca a la luz las propias fragilidades, apegos y adicciones, aunque también las virtudes y maneras positivas de afrontar las circunstancias. Aunque, el texto no lo diga directamente, habría que añadir que este examen racional debería ser llevado a cabo por varias personas: así se evitarían lo más posible la falta de objetividad y el autoengaño. 

Algo parecido hay que decir sobre la imagen del horno del alfarero. Al pasar por el fuego una vasija, se perciben sus imperfecciones, pero también su color y su brillo. Cuando escuchamos el hablar o manifestarse de una persona, descubrimos lo que se esconde en su interior, es decir, lo que esa persona es en realidad en sus metas o intenciones más profundas.

Y por último y adelantándose al hablar de Jesús -por cierto, en el evangelio de hoy-, el autor sagrado, reconociendo que la bondad de un árbol se conoce por sus frutos, la calidad y condición de un ser humano se hacen patentes en sus palabras y en sus obras. Es por su manera de hablar, por su forma de pensar y por su comportamiento en la vida por lo que podemos conocer el fondo de una persona. 

En una época como la nuestra, en la que no es fácil discernir nuestro verdadero fondo humano y religioso, estas enseñanzas del autor sagrado nos invitan a la realización de constantes exámenes de conciencia para calibrar si los caminos por los que atravesamos la vida son los caminos de Dios o los caminos del mundo. La reflexión de uno mismo a través de la Palabra de Dios hará de criba para clarificar cuánto de auténtico tienen nuestros pensamientos y nuestras actitudes; los sufrimientos que la vida nos acarrea serán el fuego que purificará el mundo de nuestras intenciones; nuestras obras con los demás serán el termómetro que nos indicará la calidad de nuestro corazón. Lo escucharemos en la lectura evangélica de hoy: El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”.

Salmo responsorial: Salmo 91, 2-3. 13-14. 15-16 (R.: cf. 2a)

Es bueno darte gracias, Señor.

El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano: 
plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios.

En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso,
para proclamar que el Señor es justo, que en mi Roca no existe la maldad.

Es bueno dar gracias al Señor y tocar para tu nombre, oh Altísimo,
proclamar por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad.

“Este salmo celebra la confianza en Dios, que es fuente de serenidad y paz, incluso cuando se asiste al éxito aparente del malvado. Una paz que se mantiene intacta también en la vejez, edad vivida aún con fecundidad y seguridad” (Juan Pablo II, Audiencia general, 3 septiembre 2003).

Efectivamente. Es bueno dar gracias a Dios, no tanto para beneficiarle a Ėl -que no lo necesita-, sino para nuestro propia salvación y enriquecimiento. La Iglesia lo hace en nuestro nombre cada día en el prefacio de la Misa: “En verdad, es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar”. Es bueno dar continuas gracias a Dios por la bondad para con nosotros, y hacerlo continuamente -“proclamar por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad”- porque, al hacerlo, aumenta nuestra confianza en su fidelidad y en su amor, que son los grandes pilares que sostienen nuestra vida cristiana. En cambio, la desconfianza y la sospecha de que estamos solos, sin un Dios que nos cuide, generan incertidumbre, angustia y desasosiego en nuestro vivir. Una palabra de aliento para todos los que tienen esta sospecha: “En mi roca -que es el Señor- no existe la maldad” y de ello ha dado pruebas fehacientes el Padre al enviar a su Hijo al mundo para nuestra salvación.

 “El justo crecerá como una palmera y se alzará como un cedro del Líbano”

 La pequeña rama de cedro, plantada en lo alto de Sión, se convierte en un árbol que sobresale majestuoso sobre todos los árboles del bosque; la pequeñísima semilla de mostaza del Evangelio, que se siembra en el campo, se hace la más grande de las hortalizas. El que practica la justicia y el derecho, no buscando la propia gloria y el propio provecho, sino el agrado del Señor, realiza obras propias de Dios: “Si tuvieseis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17,20).

 “En la vejez seguirá dando fruto”

 El que anda en los caminos del Señor y está unido a Él como el sarmiento a la vid, fructificará en obras cada vez más grandes, en obras de vida eterna, aunque externamente no las veamos. La vida descendente -la vejez y la ancianidad- se convierte con toda propiedad en Vida ascendente, pues en esta etapa final, al ser más consciente de su debilidad, el hombre no pone impedimento alguno al hacer de Dios. San Pablo hace esta reflexión a propósito de Abraham: “Aunque se daba cuenta de que su cuerpo estaba ya medio muerto -tenía unos cien años- y de que el seno de Sara era estéril, no cedió a la incredulidad, sino que se fortaleció en la fe, dando gloria a Dios, pues estaba persuadido de que Dios es capaz de hacer lo que promete” (Rom 4,19-21). Abrahán “murió en buena vejez, anciano y colmado de años” (Gn 25,8).

Y esto vale para todas las edades: cuánto más débiles e impotentes nos sintamos, más libertad damos al Señor para construir en nosotros el hombre nuevo a imagen de Cristo Jesús.

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios 15, 5458

Hermanos: Cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: «La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?». El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la Ley. ¡Demos gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo! Así, pues, hermanos míos queridos, manteneos firmes y constantes. Trabajad siempre por el Señor, sin reservas, convencidos de que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga.

En los dos versículos anteriores a esta lectura, San Pablo, con la seguridad y claridad que le da la fe, proclama la resurrección de los muertos y nuestro revestimiento futuro de incorruptibilidad e inmortalidad: “En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final (…), los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados” (52-53).

Y ante esta futura realidad -“Cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad”- el apóstol lanza una grito de victoria  de la vida sobre la muerte, victoria que ya había sido anunciada en el Antiguo Testamento por Isaías -“el Señor quitará en este monte el velo que envuelve a todos los pueblo y aniquilará definitivamente la muerte” (Is 25, 7-8)- y por Oseas -“De la garra del seol los libraré, de la muerte los rescataré. ¿Dónde están, muerte, tus pestes, dónde tu contagios?” (Os 13,14)-, profecías que se han hecho plena realidad en Cristo: “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde  está, muerte, tu aguijón?. El apóstol se refiere, por supuesto, a la muerte espiritual, es decir, a la separación de Dios, provocada por el aguijón del pecado. Pero el pecado, que tiene su fuerza en la ley, ha sido vencido definitivamente por Cristo: unidos a Cristo resucitado, ya no estamos bajo el imperio de la ley, que, por depender su cumplimiento de nuestras solas fuerzas, nos convierte en autosuficientes (por tanto, en pecadores), sino bajo el reinado de la gracia.

Todo ello significa que hemos perdido el temor a la muerte biológica, ya que ella en modo alguno nos separa de Dios ni de nuestros hermanos, pues todos resucitaremos. Todo lo contrario. La muerte física nos une definitivamente a Cristo y, por ello, podemos sentir, pensar y decir con San Pablo: para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia (Fil 1,21).

Aunque el pecado y la muerte espiritual campen a sus anchas en los ambientes en los que realizamos nuestra vida, aunque el odio fratricida siga teniendo su fuerza en nuestro mundo, podemos asegurar que la victoria del bien sobre el mal esta definitivamente ganada. Contrariamente a lo que nos dicen las apariencias, el pecado, que nos separa de Dios está irremediablemente condenado a desaparecer, pues Cristo, con su vida entregada a Dios y a los hombres, ha roto la cadena del odio y del egoísmo. El proyecto salvador de Dios en favor de la humanidad sigue adelante, los hombres podemos vivir el amor y la fraternidad para los que hemos sido creados. Ello da pie a San Pablo a lanzar este grito de agradecimiento: « ¡Demos gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo! » Por lo que a nosotros respecta no nos queda más que entregarnos en cuerpo y alma a la lucha por el triunfo definitivo del Bien: «Trabajad siempre por el Señor, sin reservas, convencidos de que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga». 

Aclamación al Evangelio Flp 2, 15d. 16a

Aleluya Brilláis como lumbreras del mundo, mostrando una razón para vivir. 

Lectura del santo evangelio según san Lucas 6, 39-45

En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: —«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: Hermano, déjame que te saque la mota del ojo", sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano. No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca».

«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?”

Todo el mundo comprende que para guiar a alguien hay que ver claro. El ejemplo que nos pone Jesús manifiesta la evidencia de este principio. Sin embargo, solemos olvidar este principio cuando tratamos de realidades espirituales. Y es que para ver claro en los demás debemos primero ver claro en nosotros mismos. Y no vemos claro en nosotros mismos cuando en nuestro corazón habitan la cólera, el odio, la envidia, la prepotencia o el creernos mejores que los demás. Nos resulta fácil ver los defectos de los demás y, como nos dice Jesús, estar ciegos para vernos a nosotros mismos, porque la viga de nuestro adorado ‘yo’ nos lo impide. Cuando nos disponemos, por tanto, a guiar a alguien tenemos que saber que todos, en lo que a las cosas de Dios se refiere, somos ciegos de nacimiento y, si nosotros sólo tenemos oscuridad, no hay posibilidad alguna de guiar a los demás por el camino que conduce a la Vida de verdad. En consecuencia, Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”.

Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro”.

San Lucas introduce a continuación esta frase que, de entrada, no parece tener relación con el tema de la ceguera, a no ser que interpretemos este aprendizaje como una curación de la misma, interpretación bastante coherente con toda esta perícopa evangélica. Como Jesús vino al mundo para dar la vista a los ciegos, sus discípulos, una vez curados de su ceguera, están capacitados para realizar las mismas obras que Él hizo, es decir, la obras de llevar la luz de la revelación a todos los hombres: “Vosotros sois la luz del mundo” y dos versículos después: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,14.16). Una maravillosa misión que sólo podrán llevar a cabo si están en permanente oración y contacto con el maestro, es decir, con Aquél que es la Luz del mundo por excelencia, con Cristo.

Directamente, el evangelista pasa a la metáfora del árbol y de sus frutos: seguimos en el mismo tema, El buen discípulo de Cristo, es decir, aquél que se deja iluminar por Él, es como el árbol que proporciona buenos frutos y, al contrario, el que se cierra a que Cristo lo ilumine permanece en su ceguera y sus frutos no son buenos. Los frutos a que se refiere San Lucas son los que aparecen en los versículos anteriores a esta lectura: ‘amar a los enemigos’, ‘ejercitar la compasión con los demás’, ‘prestar desinteresadamente, ‘no juzgar ni condenar’, todo ello con el fin de parecernos a nuestro Padre del cielo, pues es para lo que Él nos ha puesto en la existencia; “amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos” (Lc 6, 35). Y así se comprende perfectamente la afirmación de Jesús “Un discípulo (…) cuando termine su aprendizaje, será como su maestro”

Efectivamente. Seremos como nuestro maestro Jesús y como el Padre -Jesús hace todo lo que ve hacer al Padre-, cuando nos parezcamos a Él y cuando realicemos las obras de Dios, a cuya imagen hemos sido creados: “Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,36). Si somos igual que el Padre, obrando como el Padre obra, ‘miraremos a los demás como el Padre los mira’, ‘no condenaremos’, ‘no nos alegraremos si nuestro hermano tiene una paja en el ojo’, ‘haremos nuestros los problemas de los demás’, en definitiva: convertiremos nuestra existencia en una proexistencia, esto es,  en una vida volcada en los demás. Y entonces, nuestras palabras, nuestros gestos y nuestras actitudes manifestarán de modo natural y espontáneo todas las vertientes del amor que Dios ha sembrado y fructificado en la profundidad de nuestro ser: lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”.

Oración sobre las ofrendas

Oh, Dios, que nos das lo que hemos de ofrecerte y vinculas esta ofrenda a nuestro devoto servicio, imploramos tu misericordia, para que cuanto nos concedes, redunde en mérito nuestro y nos alcance los premios eternos. Por Jesucristo, Nuestro Señor.

Es Dios quien nos ha regalado el pan y el vino que ahora le ofrecemos, esperando que nos los devuelva convertidos en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo para alimento de nuestra alma. Con el pan y el vino ponemos en el altar nuestros deseos de entender y ver las cosas como a Dios las ve y las entiende, nuestra pobre aspiración a los bienes que nos ha prometido y nuestras ganas de crecer en el amor hasta desvivirnos por los demás. Que estos deseos nos sean devueltos en obras intensas de fe, de esperanza y de entrega afectiva y efectiva a los demás.

 

Antífona de Comunión (Mt 28,20)

Saber que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos, dice el Señor.

La tarea de propagar la Buena Nueva del Evangelio no es, en modo alguno, una carga para los discípulos de Jesús. Al contrario. Es una muestra de confianza y consideración hacia nosotros por hacernos partícipes de la misión que el Padre le encomendó al venir a este mundo, misión en la que, según reza la antífona de comunión, no estamos solos: Él nos acompaña hasta el final de nuestros días y acompañará a todos los que, después de nosotros, continúen llevando a Cristo y su mensaje hasta el final de los tiempos”.

Oración para después de la Comunión 

Saciados con los dones de la salvación, invocamos, Señor, tu misericordia, para que, mediante este sacramento que nos alimenta en nuestra vida temporal, nos hagas participar, en tu bondad, de la vida eterna. Porque Jesucristo Nuestro Señor.

Quizá la manera, muchas veces rutinaria, con la que vamos a comulgar provoque en nosotros una cierta desafección y falta de fervor en la recepción del sacramento. ¿Sentimos de verdad y saboreamos con el paladar de nuestra alma el alimento que el Padre nos regala en la mesa de la Eucaristía? Seguramente la respuesta no es todo lo positiva que debería ser. Y es bueno que así sea, pues de este modo nos damos cuenta de que todo nuestro obrar y querer es siempre una gracia del Señor. Por eso pedimos al Padre, rico en misericordia con todos y, de modo especial, con los que le invocan, que nos haga gozar y gustar del Cuerpo de su Hijo amado, que sintamos el gozo y la energía que nos proporciona este sacramento en nuestro paso por esta vida y que, a través de nuestra participación en el mismo, vivamos ya, aquí y ahora, de las realidades del cielo, manifestándolas en nuestras obras de amor, entrega y servicio a nuestros hermanos, los hombres.