Domingo 5 Ordinario C

Quinto domingo del tiempo ordinario C

Antífona de entrada

Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios (Sal 94,6-7).

Son muchos los ídolos que reclaman nuestra adoración: el dinero, el placer, el prestigio, el qué dirán, el tener un alto concepto de uno mismo. Todos ellos son realidades vacías por las que nos dejamos engañar y esclavizar. La culpa la tiene nuestra soberbia y nuestro miedo a salir de nosotros mismos. Sólo adorando al Dios Padre de Jesucristo pisotearemos nuestro orgullo y adquiriremos la verdadera autoestima, la que de verdad desea nuestro corazón.

 Oración colecta

Protege, Señor, con amor continuo a tu familia, para que, al apoyarse en la sola esperanza de tu gracia del cielo, se sienta siempre fortalecida con tu protección. Por nuestro Señor Jesucristo.

Al pedir a Dios que proteja con amor continuo a sus hijos, no tratamos de forzar su voluntad, como si estuviera en su mano el no protegernos. Dios es amor y, como Amor, entra dentro de su ser el amar, el bendecir y el cuidar de sus criaturas. Somos nosotros los que podemos decir ‘no’ a esta protección de Dios. Lo que en el fondo pedimos en esta oración es que nos dejemos proteger por Él, que no nos falte el deseo de recibir esta protección, que no nos cobijemos bajo un paraguas que nos impida recibir la gracia del cielo. Sabemos que, cuando apoyamos nuestra vida, no en las seguridades de este mundo, sino en la “esperanza de la gracia del cielo”, (en la certeza de que Dios se ocupa de nosotros), nos sentimos realmente fuertes. Que esta fortaleza alcance a toda la familia de Dios, de la que forman parte todos los seres humanos, pues -lo decimos muchas veces en estos comentarios- “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4).

Lectura del libro de Isaías - 6,1-2a. 3-

El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Junto a él estaban los serafines, y se gritaban uno a otro diciendo: «¡Santo, santo, santo es el Señor del universo, llena está la tierra de su gloria!» Temblaban las jambas y los umbrales al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo. Yo dije: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de gente de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Señor del universo». Uno de los seres de fuego voló hacia mí con un ascua en la mano, que había tomado del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: «Al tocar esto tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado». Entonces escuché la voz del Señor, que decía: «¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros?» Contesté: «Aquí estoy, mándame».

El pasado domingo contemplábamos la vocación del profeta Jeremías. Hoy la Iglesia quiere que meditemos en la vocación del otro gran profeta, Isaías. El primero no detalla el momento en que tuvo lugar la llamada de Dios: nos dice simplemente que sucedió durante el reinado de Ozías (648-609 a.C). Isaías, en cambio, se molesta en darnos el dato histórico de la misma: “el de la muerte del rey Ozías” (740 a.C.), así como el escenario en que tuvo lugar: el templo de Jerusalén. Tanto el uno como el otro subrayan la iniciativa de Dios que, precisamente por la desconfianza en sí mismo de ambos, decide llevar a cabo su voluntad, manifestando una vez más que sus caminos no son nuestros caminos: “¡Ah Señor, Yahvé! He aquí que no sé hablar, pues soy un niño”, dijo Jeremías a la invitación del Señor; “¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de gente de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Señor del universo”, fueron las palabras de Isaías. En ambos casos, el Señor acepta al que reconoce que no es nada ante Él, al que es consciente de que todo lo que tiene y lo que es a Él se lo debe. Sólo cuando nos vaciamos de nosotros mismos, reconociendo nuestra nada, estaremos capacitados para llenarnos de las riquezas abundantes del Señor.

En una visión en el templo, Isaías contempla al Señor que, sentado en su trono y rodeado de serafines, exterioriza su poder y su gloria a la vista de los hombres: las paredes y las puertas del templo, lleno de humo e incienso, se tambalean cuando los serafines proclaman ‘tres veces Santo’ al Señor de los ejércitos. Uno de ellos, acercándose al altar, recoge con pinzas un carbón encendido y lo pone en la boca de Isaías, mientras le susurra estas palabras: “Al tocar esto tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado”Y, al instante, purificado ya de sus faltas. escucha al Señor, que le dice: “A quién enviaré”.  Isaías -lo mismo que respondió aquel otro gran profeta, Samuel- contesta: “Aquí estoy. Mándame”. 

Salmo responsorial – 137 

Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor. 

        Te doy gracias, Señor, de todo corazón, porque escuchaste las palabras de mi boca; delante de los ángeles tañeré para ti;me postraré hacia tu santuario.

       Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera tu fama. Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma. 

       Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra, al escuchar el oráculo de tu boca; canten los caminos del Señor, porque la gloria del Señor es grande.

       Tu derecha me salva. El Señor completará sus favores conmigo. Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.

 

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 15,1-11 

          Os recuerdo, hermanos, el evangelio que os anuncié y que vosotros aceptasteis, en el que además estáis fundados, y que os está salvando, si os mantenéis en la palabra que os anunciamos; de lo contrario, creísteis en vano. Porque yo os transmití en primer lugar, lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales vive todavía, otros han muerto; después se apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí. Porque yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de ser llamado apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo. Pues bien; tanto yo como ellos predicamos así, y así lo creísteis vosotros.

Recordar el fundamento de nuestra vida cristiana nunca viene mal: es hasta necesario, dada nuestra inclinación -ciertamente pecaminosa- a perdernos y distraernos en las ocupaciones de este mundo. San Pablo, conociendo los peligros de los corintios de dejarse influir por las ofertas que un ambiente, ajeno a la fe en el Dios verdadero, les mete por los ojos, juzga como algo absolutamente imperioso hacerles pisar en el cimiento de la nueva vida que han adquirido en el bautismo, es decir, en la revelación que nos ha traído Jesucristo y que él (San Pablo), recibiéndolo de otros, se lo ha transmitido. ¿Por qué esta insistencia en revivir el momento de su llamada a estar con Cristo? San Pablo lo justifica en estas razones: a) El Evangelio es algo que aceptaron en aquel momento y esta aceptación debe ser renovada en todos los momentos de nuestra vida; b) la creencia en el Evangelio -“en el que estáis fundados”- es el suelo en que vivimos, actuamos y proyectamos todo nuestra existencia; c) el Evangelio, que hemos aceptado y creído, les está salvando, liberándoles de las propuestas del mundo, que no nos llevan por el camino recto, iluminándoles con la Luz de la Verdad y dándoles una esperanza en la vida verdadera, que contrasta con la ‘no-vida’ que nos ofrece el mundo.

El contenido del Evangelio queda sintetizado en estas palabras: El Señor vive. Y esta firme creencia, ante las probables dudas de los corintios, rodeados de unas circunstancias adversas a la misma, la quiere fundamentar con estos datos históricos que él ha recibido de testigos oculares: “que Cristo murió por nuestros pecados según las escrituras, que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las escrituras”. ‘El según las escrituras’ no se refiere tanto a que estos hechos se cumplieron según lo que estaba escrito en los libros del Antiguo Testamento, sino a que el acontecimiento de salvación, llevado a cabo en la Muerte y Resurrección de Cristo, estaba previsto desde toda la eternidad como la suprema manifestación del amor de Dios a la humanidad.

A continuación, recuerda la aparición de Jesús a Pedro, a los demás apóstoles, a Santiago, a más de quinientos hermanos juntos, (“la mayoría de los cuales viven todavía) y, en último lugar, a él mismo, testimonios que verifican que el cristianismo no se fundamenta en verdades fuera del tiempo, sino en la vivencia histórica de Señor resucitado. Ello constituye el fundamento de nuestra vida cristiana: de nuestro encuentro con Cristo en la Eucaristía, de nuestra oración, de la relación con nuestros semejantes en los acontecimientos de cada día. En todas estas situaciones entablamos un contacto real con el hombre-Dios que un día caminó sobre nuestra tierra, que murió realmente y que, a raíz de su Resurrección, sigue vivo entre nosotros, aunque no tenga una apariencia visible.

Aclamación al Evangelio 

          Aleluya, aleluya, aleluya. Venid en pos de mí –dice el Señor–, y os haré pescadores de hombres.

Lectura del santo evangelio según san Lucas - 5,1-11 

          En aquel tiempo, la gente se agolpaba en torno a Jesús para oír la palabra de Dios. Estando él de pie junto al lago de Genesaret, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que habían desembarcado, estaban lavando las redes. Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca». Respondió Simón y dijo: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse. Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Y Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres». Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.  

 

Oración sobre las ofrendas

Señor y Dios nuestro, que has creado estos dones como remedio eficaz de nuestra debilidad, concédenos que sean también para nosotros sacramento de vida eterna.  Por Jesucristo, nuestro Señor.

En esta oración sobre las ofrendas la Iglesia nos hace estimar el valor nutricional y saludable para nuestro cuerpo del pan y el vino: ellos representan todos los alimentos y medios que Dios nos ha concede para nuestro desarrollo y salud naturales. Pero el cristiano va más allá y suplica a Dios que sean como un trampolín para, a través de ellos, gustar el alimento que da la vida eterna. Es lo que recitamos cuando damos gracias a Dios antes de nuestras comidas: “Bendice, Señor estos alimentos que por tu bondad vamos a tomar; así el Rey de la gloria eterna nos haga partícipes de la mesa celestial” 

Antífona de comunión

         Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados (Mt 5,5-6).

El llanto del que habla Jesús es el dolor de haber ofendido a Dios o el de no preferirlo a todas las cosas. Dios acoge este dolor y, consolándonos con su perdón, nos lleva a la paz de su hogar. 

Tienen hambre y sed de justicia quienes desean estar con Dios. Cuando el deseo de Dios se convierte en ansia de Dios, Él nos regala su gracia que supera todo lo que esperamos alcanzar, pues Dios reparte sus dones en la medida de nuestros deseos: “Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia” (Jn 20,10).

Oración después de la comunión

           Oh Dios, que has querido hacernos partícipes de un mismo pan y de un mismo cáliz, concédenos vivir de tal modo que, unidos en Cristo, fructifiquemos con gozo para la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Al alimentarnos todos de un mismo pan y de un mismo vino, no sólo nos hacemos una sola cosa con Cristo, también nos unimos a todos los que se han alimentado del mismo pan eucarístico. Nutridos con este alimento, podemos decir con verdad “ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” y, por lo mismo ´ya no vivo solo, vivo en mis hermanos y mis hermanos en mí´

“En la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados (por Dios) y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor (a los demás) es fragmentaria en sí misma” (Benedicto XVI, Deus caritas est).

Sólo unidos todos los que participamos de la misma fe y del mismo alimento espiritual encontraremos la alegría del amor y acercaremos la salvación de Cristo a nuestros hermanos, los hombres: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,35).