Domingo 6 Ordinario C

Sexto domingo del tiempo ordinario Ciclo C

 Antífona de entrada

           Sé la roca de mi refugio, oh, Dios, un baluarte donde me salve, tú que eres mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y aliméntame (cf. Sal 30,3-4).

 Al iniciar esta eucaristía nos ponemos en los brazos del Padre y le pedimos que no permita que nos separemos de Él, que sea siempre Él la roca en cuyas hendiduras nos refugiemos, la fortaleza que nos salve de los peligros de irnos detrás de otros dioses, el maestro que nos guíe por el recto camino y el pastor que nos lleve a las praderas del amor, del amor que nos alimenta y en el que encontramos el verdadero reposo de nuestras almas.

 Oración colecta

           Oh, Dios, que prometiste permanecer en los rectos y sencillos de corazón, concédenos, por tu gracia, vivir de tal manera que te dignes habitar en nosotros. Por nuestro Señor Jesucristo.

           Los rectos y sencillos de corazón son aquéllos que deciden cumplir el primer mandamiento de la biblia: amar a Dios sobre todas las cosas. Es a éstos a los que se dirige Jesús con estas palabras: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Deseando que el Padre nos haga dignos de establecer su morada entre nosotros, le pedimos en esta primera oración de la Misa que nos conceda conformar nuestros pensamientos, sentimientos y acciones al proyecto que tiene con cada uno de nosotros. De esta forma, con las tres Personas divinas habitando en nuestro interior, daremos frutos de vida eterna: “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).

 Lectura del libro de Jeremías - 17,5-8

           Esto dice el Señor: «Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor. Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto».

          “Esto dice el Señor”, una manera de invitar a los oyentes a poner atención en la Palabra que se va a proclamar.. Es el mismo Dios el que, a través del escritor sagrado, va a manifestar su voluntad sobre un asunto que afecta de modo importante a los fieles. Nuestra mente, poniéndose en blanco, debe dejarse llevar por el recorrido de esta Palabra, leída o escuchada, para llenarse del pensamiento de Dios, una actitud que se debe actualizar, no sólo en la lectura de la Sagrada Escritura, sino también en las celebraciones litúrgicas y en la oración oficial de la Iglesia.

 

 “Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor”.

 

          Estas duras expresiones del profeta necesitan una aclaración. ¿Podemos imaginarnos a Dios, que sólo busca nuestra felicidad y cuyo principal deseo es “que todos los hombres se salven”, maldiciendo al hombre? ¿Cómo compaginar esta actitud con su ser misericordioso y perdonador, tantas veces recordado en los salmos? ¿Cómo casar esta condena de Dios con aquella otra manifestación bíblica:“Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva" (Ez 18, 23)? O ¿las continuas intervenciones de Jesús en las parábolas y en los discursos, que hablan continuamente del plan benevolente de Dios con los hombres?: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10); “No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo” (Jn 12,47). 

Pero ‘el no apoyarse en las criaturas’ ¿significa que prescindamos los unos de los demás en nuestro caminar cristiano? De ningún modo. Ello choca con la voluntad de Dios, cuyo deseo principal es salvar al hombre, no individualmente, sino en pueblo, y en este caminar como pueblo, Dios quiere que nos apoyemos los unos a los otros, como nos aconseja el apóstol San Pablo: “Confortaos mutuamente y edificaos los unos a los otros” (1 Tes 5,11), siempre, por supuesto, que no nos apartemos del Señor, la roca segura a la que nos agarramos y en la que nos refugiamos. 

          Dicho esto, sí que podemos decir con Jeremías que el hombre que no pone en el Señor su confianza, que renuncia a alimentarse de la savia de la vida de Dios, “será como un cardo en la estepa”; será un hombre sin entusiasmo y sin proyectos que espera el momento de la muerte como un mal menor, un hombre  que ”habitará en un árido desierto” en el que la vida brilla por su ausencia.

          En cambio, el hombre que pone su confianza en el Señor “será como un árbol plantado junto al agua”, cuyas raíces, estimuladas por la humedad, se alargan buscando el agua de la vida. Este hombre no tendrá miedo cuando lleguen los momentos de sequedad, pues siempre podrá soportarlos e, incluso, sacará fuerzas de flaqueza para seguir dando frutos de buenas obras incluso en los momentos de crisis e incertidumbre. Recordamos aquellas palabras de Jesús al final de la fiesta de Las Tiendas: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba; el que crea en mí. Como dice la Escritura: de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37-39). “El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y las hará mayores aún, porque yo voy al Padre” (Jn 14,12); obras como las suyas, y aún mayores,  porque no somos nosotros los que las hacemos, sino el Espíritu Santo que obra en nosotros. Para ser árbol bueno que dé frutos buenos hemos de estar siempre junto a las corrientes del Agua de la Vida, bebiéndola en la Eucaristía y en el trato con el Señor en la oración y en nuestra constante relación con Él a través de nuestras tareas cotidianas (oración continua).

Salmo responsorial - 1

Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.

          La antífona con la que respondemos a las estrofas de este salmo, el primero del Salterio, resume todo lo que sigue a continuación y es como una síntesis de la vida cristiana: la única actitud importante, que incluye todo lo que debemos hacer como cristianos, es apoyarnos siempre en el Señor. Así lo reza este otro salmo: “El Señor es mi roca, mi amparo, mi libertador; es mi Dios, el peñasco en que me refugio. Es mi escudo, el poder que me salva, ¡mi más alto escondite!” (Sal 18,2).  

Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche.

          El salmista llama feliz al hombre que no se deja influir por el modo de pensar de los que viven sumergidos en el mal, es decir, no se aparta del camino que conduce a la unión con Dios; ni participa en las actividades perversas de los que caminan al margen de la voluntad de Dios; ni se reúne con los que disfrutan de sus triunfos malvados, sino que su único gozo lo pone en meditar “día y noche” la Palabra del Señor, en rumiar internamente la Revelación del Señor, como María, “que conservaba en su corazón todo lo que iba sucediendo en torno a su Hijo”. El salmista nos pone en la encrucijada de las dos direcciones que nos es dado elegir en nuestra vida: la que conduce a la felicidad y la que nos arrastra a nuestra perdición. Si elegimos el camino de la felicidad, tendremos el éxito desde el principio: cuantos más pasos demos en este camino, más nos acercaremos a ella. En cambio. Cuanto más recorrido hagamos en el camino de la perdición, cada vez tendremos más cerca la sensación de que hemos vivido una vida inútil y sin sentido, una vida que, llegada a su final, ya no tiene remedio.

Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin.

          Otra vez aparece en la liturgia la comparación del hombre que marcha por el camino de Dios con el árbol que crece junto a las corrientes de agua. Como el árbol que “da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas”, así el hombre que es conducido por el Espíritu Santo producirá en todo momento frutos de vida eterna, frutos que se concretarán en obras de amor hacia sus semejantes, según el mandamiento nuevo que Cristo nos dio la víspera de su pasión: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13 34). 

No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal.

Frente al árbol frondoso, plantado al borde de la acequia, encontramos el plantado en tierra seca, en la que apenas hay humedad. Un árbol cuyas ramas y hojas son tan débiles, que el más mínimo vendaval las arranca, esparciéndolas por doquier. Así son los impíos, personas que, al no estar asentadas en el fundamento de la Palabra de Dios, viven al vaivén de sus caprichos y de los intereses egoístas que le sirve este mundo. Y es que la vida del hombre fiel es protegida por el Señor que, como buen Pastor, lo conduce  por el camino seguro y recto. En cambio. El hombre que no escucha la voz del Señor ni hace caso a los golpes de su cayado va de oscuridad en oscuridad hasta que se desorienta totalmente.

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 15,12. 16-20 

          Hermanos: Si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos de entre vosotros que no hay Resurrección. Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados; de modo que incluso los que murieron en Cristo han perecido. Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad. Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto.  

          Pablo se queda sin palabras cuando se entera de que algunos hermanos de la comunidad de Corintio dicen que “no hay resurrección de los muertos”, un error gravísimo, ya que, de ser así, se viene abajo toda la fe cristiana. Y es que, si los muertos no resucitan, tampoco resucitó Cristo, y si Cristo no resucitó, es falso que sea nuestro Salvador y liberador del pecado y no es verdad que haya dado un sentido a nuestra vida. Como digo, nuestra vida de fe se tambalea y cae como un castillo de naipes: “Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados e incluso los que han muerto en Cristo han perecido”. Aún más: “Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres”. Es, por tanto, un absurdo anunciar que Cristo ha resucitado y, al mismo tiempo, afirmar que los muertos no resucitan.

Los corintios no dudan de la fe en Cristo resucitado, pero, al parecer, algunos de ellos no han sacado las lógicas consecuencias de la resurrección de Cristo. En nuestras comunidades cristianas nadie pone en duda que Jesús padeció, murió, fue sepultado y resucitó al tercer día, pero nos acosan serias dudas sobre nuestra propia resurrección, algo que atenta contra la meta a la que estamos destinados: vivir eternamente con Cristo en el cielo. Se trata del mismo núcleo de la predicación apostólica: Si Cristo ha resucitado, también los que nos hemos incorporados a Él por el bautismo resucitaremos. Por el contrario. Si Cristo no ha resucitado, habría sido un pobre desgraciado, condenado a muerte y ejecutado como tantos otros, habría muerto para nada y de nada nos hubiera salvado y todas sus promesas quedarían reducidas a piadosos deseos.

En cambio, si Cristo ha resucitado (y así lo creemos firmemente por el testimonio de quienes lo han visto vivo), entonces podemos afirmar que Él es nuestro Salvador, el Enviado de Dios; que todo lo que nos prometió es verdadero, en concreto, la promesa del Espíritu Santo que daría a los que creyeran en Él; que gracias a este Espíritu somos una sola cosa con Él y, en consecuencia, que todo lo que le pase a Él nos pasará igualmente a nosotros: “Si hemos muerto con él, también viviremos con él; si sufrimos con Él, también reinaremos con Él” (2Tm 2,11-12).

Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Alegraos y saltad de gozo –dice el Señor–, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.

Lectura del santo evangelio según san Lucas - 6,17. 20-26

          En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas».

El evangelio de hoy es como la culminación del texto de Jeremías de la primera lectura. El profeta nos hablaba de la maldición de que será objeto el hombre que busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor” -será como un cardo en la estepa- y de la bendición de quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza” -será como un árbol plantado junto al agua-. Es de lo mismo de lo que nos habla Jesús en el relato de las bienaventuranzas, en esta ocasión en la versión de San Lucas,

          Son cuatro las bendiciones que el Señor regala a los que, renunciando a su propia voluntad, deciden seguir en todo momento el querer de Dios. A éstas les sigue cuatro maldiciones dirigidas a los que se aferran a una vida cerrada en sí misma en la que Dios no cuenta.

Las buenaventuras, tanto en la versión de Lucas como en la versión de a san Mateo son como la Carta Magna del Reino mesiánico y también la culminación de la Ley antigua, dada por Dios a Moisés en el Monte Sinaí. Si en ésta, escrita en tablas de piedra, Dios se sirvió de intermediarios -de Moisés-, ahora es el mismo Hijo de Dios el que, como supremo legislador, se comunica directamente con los hombres para hablarles de un Dios amoroso y cercano, de un Dios que se desvive por todos sus hijos, especialmente por los pobres, los humildes y los atribulados.

“Felices los pobres” 

          Felices los que, por carecer de todo, y no sólo de lo material, tienen puesta toda su esperanza y confianza en el Dios “que alimenta a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo” (Mt 6,26.28). Con los “pobres” Jesús se está refiriendo a aquellas personas que, pertenecientes o no al pueblo elegido, han puesto toda su esperanza en Dios porque han comprendido que Dios es su única riqueza. Una riqueza que se encierra en la promesa del Reino de Dios,  el cual “no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14,17). Con esta justicia. paz y gozo seremos premiados, no sólo en la otra vida, sino ya en nuestra realidad presente, siempre que pongamos toda nuestra confianza en el Señor. 

Bienaventurados los que ahora tenéis hambre”

        El hambre de la que habla Jesús es el hambre de Dios, el deseo de que sea Dios quien dirija nuestra vida para que reinen en ella la justicia, la paz y el amor. San Mateo aclara el correcto significado de esta bienaventuranza, formulándola de esta manera: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mt 5,6). 

Hambre de Dios - Deseo de Dios: la segunda bienaventuranza de San Lucas podría ser formulada de esta otra manera: Bienaventurados los que desean a Dios, porque serán agraciados con su presencia.

          “Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis”

          El llanto al que se refiere Jesús, y que lleva aparejado el consuelo del cielo, no es la aflicción propia de este mundo. Se trata de un vivir afligido por el pecado -por el propio y por el ajeno-, de sufrir por una sociedad que prescinde de la existencia de Dios, de padecer por las injusticias y las escandalosas desigualdades de nuestro mundo. Es ésta la aflicción que dará lugar a la paz y a la alegría por la certeza en la promesa de Dios de que el mal será definitivamente vencido. El consuelo que nos proporciona este mundo no hace dichoso al hombre; el que le pacifica el corazón es el consuelo eterno que nos prometió el Padre desde el principio de los tiempos. Y, en este sentido, hay que deplorar más la actitud del que obra el mal que la situación del que tiene que sufrir por causa del malvado. Y es que al injusto su malicia le hunde en el castigo, mientras que al justo su paciencia lo lleva a la gloria. 

Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, os excluyan, y os insulten (…) por causa del Hijo del hombre”

Son felices también los que son odiados, insultados, excluidos e infamados por defender con sus palabras y sus obras la persona y la causa de Jesús. Éstos disfrutarán de una alegría indescriptible y así nos lo asegura el Señor en este fragmento bíblico: “Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. Los mártires, testigos hasta la muerte de la causa de Cristo, soportaban con gozo todo tipo de vejaciones y sufrimientos porque en los mismos experimentaban la fuerza de quien les había liberado de las cadenas opresoras de este mundo: “Por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10) 

Se podría decir que las Bienaventuranzas, como parte del sermón del monte, o del llano según Lucas, son la carta magna del Reino de Dios, la buena noticia que Jesús anuncia a los pobres, la síntesis de las promesas de Dios a Israel y a la humanidad y, por eso, la clave de nuestra auténtica felicidad. Son asimismo los criterios con los que Dios juzga y actúa, criterios que rompen completamente nuestra lógica mundana, criterios según los cuales son “dichosos” aquéllos a los que el mundo considera “desgraciados”.

          Las bienaventuranzas deben ser aplicadas en primer lugar a Jesús, el pobre por excelencia que muere en la indigencia y el abandono. Así nos lo comenta Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret:  “Quien las lee atentamente descubre que las Bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8, 20), es el auténtico pobre; Él, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquél que sufre por amor de Dios: en las Bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con El” (Jesús de Nazaret I, cap. IV, Ap. 1). 

¡Ay de vosotros, los ricos”

Para terminar, y como contrapunto a las bendiciones que Dios hace a los pobres, hambrientos, satisfechos y sufridos, Jesús considera desgraciados a los que viven apegados a las riquezas. a los que no necesitan que Dios alimente sus vidas, a quienes viven en un permanente estado de satisfacción y alegría y a aquéllos que buscan el prestigio social a costa de no comprometerse con la verdad del Evangelio.

-        Los que viven apoyados en los bienes materiales quedarán -y quedan ya- en el ‘vacío’ y en el sinsentido más absoluto, pues estos bienes son como los ídolos del salmista: “Tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven” (Sal 115,5). El consuelo que de ellos reciben es pasajero, engañoso y fraudulento. 

-        Los que no necesitan del sustento de Dios viven en la permanente mentira de creerse llenos de todo, cuando, en realidad, se encuentran sin ilusiones y sin ningún tipo de proyecto que valga la pena. Éstos están realmente muertos a la verdadera vida: “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. El que permanece en mí, como yo en él, dará mucho fruto; separados de mí no pueden ustedes hacer nada”(Jn 15,5).

-        Lo mismo hay que decir de los satisfechos. Su alegría es sólo aparente e inconstante, pues, al no brotar de fundamentos sólidos, está al vaivén de las circunstancias cambiantes del vivir mundano: “Son como la paja que arrebata el viento” (Sal 1,4). Muy pronto su risa se cambia en llanto.

-        Y están, por último, aquellos cuyo principal empeño en la vida es tener buena fama, que todos hablen bien de ellos, a costa de no comprometerse con la verdad del Evangelio. Éstos se pierden la alegría que Jesús prometió a quienes sufren la incomprensión por parte de los enemigos de la Palabra de Dios:: “Vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22).

Jesús hace estas cuatro advertencias porque conoce bien la tendencia del ser humano a buscar su felicidad en los bienes materiales, en el reconocimiento social, en el poder, en la ausencia de compromisos. Con ellas, que recorren de una u otra forma el Evangelio de San Lucas, nos advierte del peligro de asentar nuestra felicidad en caminos que no llegan a ninguna parte.

Oración sobre las ofrendas

          Señor, que esta oblación nos purifique y nos renueve, y sea causa de eterna recompensa para los que cumplen tu voluntad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

El cumplimiento de la voluntad en Dios en todo es el alimento que sostiene nuestra vida: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34). Pero la tentación de actuar según nuestros gustos y caprichos se empeña en llevarnos por un camino alejado de los planes de Dios. En esta oración de ofertorio pedimos al Padre que el pan y el vino que el sacerdote ofrece a Dios en nombre de toda la Iglesia nos dispongan espiritualmente para abandonar definitivamente nuestra vida de pecado y para vivir la santidad que corresponde a los hijos de Dios, regenerados por Cristo en el bautismo. Esa será nuestra recompensa y la de todos los que no tienen otro deseo en su vida que aceptar y llevar a cabo la voluntad de Dios sobre la humanidad.

Antífona de comunión

          Comieron y se hartaron, así el Señor satisfizo su avidez; no los defraudó según su deseo (cf. Sal 77,29-30).

          O bien: 

          Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3,16). 

Oración después de la comunión 

          Alimentados con las delicias del cielo, te pedimos, Señor, que procuremos siempre aquello que nos asegura la vida verdadera. Por Jesucristo, nuestro Señor

“Éste es mi Hijo amado en quien he puesto todas mis complacencias” (Mt 17,5). Así habló el Padre desde la nube para presentar al mundo a su Enviado Jesucristo y así habló también mientras nuestro Señor emergía de las aguas del Jordán (Mt 3,17). Jesús no sólo hace las delicias del Padre, sino también las de los hombres, particularmente las de sus seguidores: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (Jn -5,11). La víspera de su pasión y muerte quiso convertirse en alimento y manjar que cura nuestras dolencias y nos hace participar de su misma vida. Una vez que nos hemos alimentado de este sabroso manjar y, después de darle gracias, le pedimos al Señor que no permita que nos separemos de Él, la Vida y la Luz del mundo.