Domingo de Ramos - Ciclo B

 

Domingo de Ramos

 Oración colecta

           Dios todopoderoso y eterno, que hiciste que nuestro Salvador se encarnase y soportara la cruz para que imitemos su ejemplo de humildad, concédenos, propicio,  aprender las enseñanzas de la pasión y participar de la resurrección gloriosa. Por nuestro Señor Jesucristo.

        De tal manera amó Dios al mundo, que nos dio a su Hijo único, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Las intervenciones de Dios con Israel fueron una progresiva preparación de la manifestación de sí mismo, manifestación que culminó en Jesucristo, la Palabra de Dios encarnada, quien nos dijo con total claridad que quien le ve a Él, ve al Padre. Todas las actuaciones de Jesús en su vida terrena tenían como finalidad enseñarnos a ser y a comportarnos como Él: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 19). Y la manifestación más patente de esta humildad la tenemos en el acontecimiento de su pasión y muerte en la cruz. Es por eso que la Iglesia nos regala hoy el relato íntegro de la pasión -este año en la versión de San Marcos- con el fin de que aprendamos la humildad y la confianza de Aquél que, siendo Dios, se hizo uno de nosotros.

        En el inicio de la Semana Grande para los seguidores de Cristo, pedimos al Padre que nos conceda empaparnos de las verdades que nos enseña Jesús, nuestro Salvador, a través de los acontecimientos dolorosos de su pasión y su muerte, siempre con la vista puesta en el triunfo de su Resurrección y en nuestra participación en el mismo: “Tened los sentimientos de Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, ... se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo ... humillándose y obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz, por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre” (Fil 2, 6-9).

 Lectura del libro de Isaías - 50,4-7

          El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.

          El texto bíblico que ha elegido la Iglesia como primera lectura es el tercer canto del Libro de la Consolación de Isaías. Es verdad que estos textos fueron redactados seiscientos años a.C. y que, aunque el profeta no está pensando directamente en Jesús, en su mensaje retrata perfectamente la vida y la obra del Siervo de Dios por excelencia. Así lo entendieron los primeros cristianos cuando meditaban en la pasión y muerte del Señor. Este texto bíblico es muy apropiado para alimentar la espiritualidad de los discípulos de Cristo, cuyos sentimientos, de acuerdo con el himno a los filipenses de la segunda lectura, debemos imitar.

           Sobre este texto se han hecho infinidad de estudios exegéticos y se han dado multitud de interpretaciones, sobre todo a la hora de determinar el sujeto al que se atribuyen las afirmaciones del mismo: ¿Es el propio profeta el que habla en nombre propio? ¿Se trata del pueblo de Israel que, en estos momentos, se encuentra desterrado en Babilonia? Damos, ciertamente, por supuesto que el profeta escribe para que este pueblo, que atraviesa momentos muy difíciles lejos de su patria, no caiga en el desánimo ni en la desesperanza. 

           En cualquier caso, de este texto podemos sacar interesantes aplicaciones para nuestra vida espiritual. Lo haremos siguiendo los principales puntos del mismo.

        “El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento”. 

          Me vienen a la memoria aquellas palabras de San Pablo en su segunda carta a los Corintios: Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren” (2 Cor 1,3-4). Y ello me lleva a la conclusión de que, en mi permanente tarea de servicio a los demás, tengoque pensar que la ayuda que pueda prestarles no puede proceder de mí mismo, sino del Señor que, a través de mi persona, obra el bien que el prójimo necesita: “Sin él –sin el contacto permanente con el Señor- no podemos hacer nada (Jn 15,5).

           “Cada mañana me espabila el oído…” 

          El Señor requiere mi atención continuamente, ya sea en los momentos de oración, en la liturgia, en el fiel espejo de su rostro en las personas necesitadas, en cualquier circunstancia, positiva o adversa, de la vida. Mi actitud debe ser siempre la del discípulo que, dócilmente, no desea otra cosa que aprender de su maestro: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón” (Sal 94,7).

“Yo no resistí ni me eché atrás”.

Y no sólo eso. El que habla está dispuesto a dejarse castigar, ofreciendo “su espalda” y “su mejilla” a los que lo golpean. Y todo ello, no por resignación o masoquismo, sino porque, con ello, está ejercitando, varios siglos antes que lo dijera Cristo, las bienaventuranzas: “Felices los mansos, porque serán consolados” y “Felices los perseguidos por causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5,5; 5,7).

        ¿De dónde le viene al profeta, o a aquél a quien el profeta se refiera, esta resistencia y esta fuerza? Muy claro lo dice el texto: del Señor que “me ayuda”. Es la ayuda del Señor y la certeza de que no quedaré defraudado” las que hacen que no sienta los desprecios y ultrajes que puedan hacerme: “Por eso endurecí el rostro como pedernal”. Inevitablemente. Esta sentencia de Isaías nos transporta a la carta de San Pablo a los Filipenses: Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4, 13). 

          En este magnífico y sugerente texto los primeros seguidores de Cristo, muy fieles en la meditación de su pasión y muerte, veían un vivo retrato del Maestro. Jesús es ese Discípulo con mayúscula que, en contacto directo y permanente con el Padre -pensemos en las largas noches de oración en la soledad del monte-, dialogaba cara a cara con Él, diálogo que se prolongaba en una permanente conciencia de estar a su lado. Ello evitaba apartarse lo más mínimo de la voluntad de quien le encomendó la tarea de salvar y consolar a la humanidad con el verdadero consuelo, aquél que viene de Dios: “He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día” (Jn 6,38-49).

Jesús es el manso y humilde de corazón por excelencia, el que hizo realmente suyo el “no me resistí ni me eché atrás”, aconsejando a sus seguidores la no violencia y la no resistencia -si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra”; “y si alguien te quita la capa, déjale que se lleve también tu túnica” (Lc 6,29)- y recibiendo pacientemente los insultos y los ultrajes de la multitud, aleccionada por los sacerdotes del templo, y de los soldados encargados de su ejecución que, en un ejercicio deburla, “le golpeaban la cabeza con una caña, lo escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante él”.

Salmo responsorial - 21

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere».

 Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. 

Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos;  fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

 Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré.«Los que teméis al Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel».

         La primera frase del salmo que la Iglesia nos propone en respuesta a la primera lectura ha dado lugar a incontables comentarios y a hermosas piezas musicales. Esta frase, tomada aisladamente -y al encontrarse al principio da lugar a ello- puede desviarnos del verdadero sentido del salmo en su conjunto. El que grita al comienzo del salmo “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” da gracias y alaba a Dios por su salvación unas estrofas más abajo:Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Los que teméis al Señor, alabadlo”. Ello quiere decir que el Señor le ha librado de la situación angustiosa en la que se encontraba.

        A primera vista podríamos creer que el salmo habría sido compuesto para Jesucristo, pues retrata perfectamente la situación de un crucificado -“me taladran las manos y los pies” ... “se reparten mi ropa y echan a suerte mi túnica”-, pero hay que de decir que la crucifixión era ya, en tiempos del salmista, una condena a muerte muy extendida. En realidad, el salmo fue concebido como una oración de acción de gracias por el retorno del destierro de Babilonia, un retorno que el salmista compara a la liberación de un condenado a muerte. Es por esto por lo que se han elegido como ejemplo las torturas propias de una crucifixión, las mismas que infligieron al Señor y que oiremos en el relato de la pasión en la lectura evangélica, un crucificado que, al final, escapa de la muerte o, en la mente del salmista, un pueblo que celebra la vuelta del exilio. El tema del justo sufriente no es, por tanto, el centro del salmo, sino la acción de gracias de Israel que acaba de escapar de los sufrimientos por los que ha pasado. En el fondo de su angustia, el pueblo desterrado no ha cesado de implorar el auxilio del Señor sin dudar, por un instante, de que el Señor le escuchaba. El gran grito “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? es, ciertamente, un grito de angustia ante el incomprensible silencio de Dios, que parece no escuchar, pero no es un grito de desesperación y, menos aún, de duda o sospecha de que el Señor lo ha abandonado. Todo lo contrario: es la oración de alguien que sufre y que se atreve a gritar su sufrimiento, una oración que ilumina el sentido de nuestras oraciones en momentos de angustia e incertidumbre: en esos momentos tenemos el derecho de gritar, algo a lo que la Sagrada Escritura invita una y otra vez a través de este salmo y de otros muchos, un grito hecho oración que demuestra que al orante no le ha faltado la esperanza en el Dios que le ha sido fiel a lo largo de su propia historia y de la historia de su pueblo, un Dios que ha prometido estar siempre al lado del pueblo elegido y le ha dado eficientes pruebas de ello. 

        [En el comentario del salmo he seguido el planteamiento que del mismo hace la biblista y teóloga francesa Marie Noëlle Thabut]

    Termino con estas consideraciones de Benedicto XVI:

    “Este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia también nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza (Benedicto XVI, Audiencia General, 11/09/2013)

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses - 2,6-11

           Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. 

        En los versículos inmediatamente anteriores al fragmento que la Iglesia nos propone como primera lectura, San Pablo pide a sus queridos filipenses que, como discípulos de Cristo, se mantengan unidos -probablemente existían disensiones en la comunidad cristiana de Filipo-. Para ello cada uno debe considerar superiores a los demás, se debe desterrar todo tipo de rivalidad entre ellos, potenciar la humildad y no buscar el propio interés, sino el de los demás (Fil 2,3-4).

        Para hacerles más fácil el cumplimiento de estas exhortaciones apela al fundamento de su ser cristianos, a la unión con Jesucristo, al que deben imitar en todo. “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5). De esta forma introduce el conocido Himno de Filipenses, una reflexión que, con toda probabilidad, se utilizaba ya en la liturgia de algunas de las primeras comunidades cristianas y que sintetiza maravillosamente el ser y el obrar de Cristo. “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús”, el cual -y aquí comienza el himno-, “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios…”.

En efecto. Jesús, que podía haber exigido en su existencia terrestre los honores que, como a Dios, le correspondían, no sólo renunció a ellos, despojándose de su categoría divina, sino que, tomando nuestra condición humana, se hizo uno de nosotros, asumiendo todas nuestras debilidades y, rebajándose en todo menos en el pecado, se convirtió en esclavo y servidor de todos, un servicio que le llevó a dejarse clavar en una cruz, la forma como solían morir los malhechores.

        Acostumbrados desde niños a ver pinturas de Cristo lavando los pies de sus apóstoles, recibiendo la mofa de los soldados que tenían la misión de ejecutar su sentencia de muerte, cargado con el madero en el que sería clavado, y agonizando y muriendo entre dos bandidos, no nos percatamos del todo de las barbaridades que se cometieron con el Hijo del Dios, algo que impactó con fuerza a los primeros cristianos  -como apreciamos  en los relatos pormenorizados de la pasión de los cuatro evangelistas- y siguió y sigue impactando a todas las personas que, a lo largo de la historia y en nuestros días, han entregado su vida a la causa por la que sufrió y murió Cristo, “sufriendo y muriendo con Él” y, como Él, amando “hasta el extremo”.

        El Dios que nos revela Jesucristo no casa con los valores de nuestro mundo, centrados en el poder, en la riqueza, en el placer y en la egolatría; un Dios que sí resultó novedoso para sus primeros seguidores que, cuando esperaban un Mesías que se impondría en todo el mundo con la fuerza de su sabiduría y su poder, resultó un escándalo para los judíos y una necedad para los gentiles (1Cor 1,23), Un Dios -lo decimos una vez  más- radicalmente contrario al modo de pensar de este mundo: el que de vosotros quiera ser el primero, que sea el servidor de todos; de la misma manera que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 27-28). En Jesús vemos el verdadero rostro de Dios, un Dios manso y humilde de corazón, que se fija en el indigente, que levanta del polvo al desvalido y alza de la basura al pobre, haciéndose Él pobre. Tener los sentimientos de Cristo Jesús es imitar su humildad, una humildad que es la humildad de Dios, que no se define sólo por acoger al pobre y al inferior, sino por hacerme yo pobre e inferior. Es este comportamiento de Cristo el que nos salva de nuestra soberbia y de la mentira de creernos autosuficientes. La humildad es la verdad -decía nuestra Santa Teresa-, pero la Verdad es Dios y no nosotros, que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Dios: nosotros somos también verdad, sí, pero cuando aceptamos con agrado nuestra total dependencia de Dios. Entonces de verdad somos humildes. 

         “El que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11). Cristo, el máximo humillado, es, por ello, el máximo enaltecido: “Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. 

Aclamación a la lectura evangélica

Gloria y alabanza a tu, Cristo. Cristo se ha hecho por nosotros obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre.

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos (14,1-15,47)

          [Considero que los textos de las oraciones de la Misa, del salmo responsorial y de las dos primeras lecturas son en sí mismos un excelente comentario del relato de la Pasión en cualquiera de las cuatro versiones evangélicas del mismo].

Oración sobre las ofrendas

        Señor, que por la pasión de tu Unigénito se extienda sobre nosotros tu misericordia y, aunque no la merecen nuestras obras, que con la ayuda de tu compasión podamos recibirla en este sacrificio único. Por Jesucristo, nuestro Señor.

        La pasión del Señor no se queda en el recuerdo de unos acontecimientos que sucedieron hace más de veinte siglos: es una realidad que, como todo lo que aconteció a Jesucristo, posee la característica de la eternidad, ya que nuestro Salvador es al mismo tiempo hombre y Dios, y Dios está por encima de todo tiempo y lugar. Por eso podemos aprovecharnos de sus beneficios saludables como si hubiéramos estado físicamente presentes en aquel momento. Es, por ello, completamente lógico pedir al Padre que, por la pasión y muerte de Jesucristo, que se va a actualizar en el momento litúrgico de la Consagración, nos haga partícipes del amor misericordioso de Dios, puesto de manifiesto en Cristo muriendo en la cruz. Somos conscientes de que nosotros no merecemos este inmenso regalo, ya que sin la ayuda del Señor “no podemos hacer nada”, pero contamos con la misericordia de Dios, que nunca nos fallará. Dios quiere, por encima de todo, nuestra felicidad y nuestro bien, y ello antes de que estuviésemos en la existencia: “Dios nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo para que seamos santos e inmaculados en su presencia y para ser sus hijos adoptivos” (Ef 1, 4-5).

 Antífona de comunión

           Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt 26,42).

Oración después de la comunión

           Saciados con los dones santos, te pedimos, Señor, que, así como nos has hecho esperar lo que creemos por la muerte de tu Hijo, podamos alcanzar, por su resurrección, la plena posesión de lo que anhelamos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           Nos hemos alimentado del Cuerpo de Cristo y, al contrario de lo que ocurre con la alimentación natural en la que asimilamos el alimento a nuestro cuerpo, cuando comulgamos es Cristo quien nos asimila a Él, convirtiéndonos en Él. Ya es Cristo el que piensa en nosotros, el que siente en nosotros y el que actúa en nosotros. Desde esta nueva vida que, todavía en esperanza, se nos ha regalado -“has hecho esperar (anhelar) lo que creemos”-, pedimos al Padre que, habiendo resucitado con Cristo, lleguemos a poseer los bienes cuyo deseo ha puesto en nuestros corazones.

 Oración sobre el pueblo

           Dirige tu mirada, Señor, sobre esta familia tuya por la que nuestro Señor Jesucristo no dudó en entregarse a los verdugos y padecer el tormento de la cruz. Por Jesucristo, nuestro Señor.