Domingo tercero de Cuaresma Ciclo B
Antífona de entrada
Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él saca mis pies de la red. Mírame, oh Dios, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido (Sal 24,15-16).
El salmista, al mirarse a sí mismo, se da cuenta de que no puede moverse. Por eso levanta los ojos hacia el Señor, confiando que lo sacará de la red que sus enemigos le han tendido a sus pies. Estos enemigos son sus apegos a las cosas materiales que, prometiéndole felicidad y compañía, lo mantienen en la más absoluta aflicción y soledad. Por eso demanda la mirada del Señor, del que espera que lo ilumine con su rostro radiante. Imitemos al primer testigo de nuestra fe, San Esteban, que, en el momento de su martirio, “miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a su derecha” (Hech 7,55).
Oración colecta
Oh, Dios, autor de toda misericordia y bondad, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados, mira con amor el reconocimiento de nuestra pequeñez y levanta con tu misericordia a los que nos sentimos abatidos por nuestra conciencia. Por nuestro Señor Jesucristo.
Para los filósofos antiguos, Dios era la máxima perfección y el Bien supremo, pero de este Dios no brotaba preocupación alguna por los problemas de los hombres. Sólo de un Dios que no se encierra en sí mismo, sino que, viendo los sufrimientos de los hombres, se lanza fuera de sí a liberarlos -así lo hizo con su pueblo esclavizado en Egipto-, podemos decir que ama con corazón de padre. A este Dios, de quien procede todo lo bueno que el hombre puede concebir, le pedimos que nuestras prácticas cuaresmales (ayunos, oraciones y limosnas) nos sirvan como remedio a nuestro egoísmo y a nuestra soberbia; y que, movidos por su amor, nos ayude a aceptar nuestra pequeñez y nos saque del desierto inhóspito al que nos han llevado nuestros falsos derroteros. Nos atrevemos a pedirlo, no porque tengamos derecho a ello, sino por los méritos de nuestro hermano mayor, Jesucristo.
Lectura del libro del Éxodo -20,1-17
(Se puede elegir una forma más breve de esta lectura: se omiten las partes del texto entre corchetes
En aquellos días, el Señor pronunció estas palabras: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. [No te fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo el pecado de los padres en los hijos, hasta la tercera y la cuarta generación de los que me odian. Pero tengo misericordia por mil generaciones de los que me aman y guardan mis preceptos.] No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso. Porque no dejará el Señor impune a quien pronuncie su nombre en falso. Recuerda el día del sábado para santificarlo. [Durante seis días trabajarás y harás todas tus tareas, pero el día séptimo es día de descanso, consagrado al Señor, tu Dios. No harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el emigrante que reside en tus ciudades. Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra, el mar y lo que hay en ellos; y el séptimo día descansó. Por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó.] Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días en la tierra, que el Señor, tu Dios, te va a dar. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás falso testimonio contra tu prójimo. No codiciarás los bienes de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo».
Con este texto del Éxodo asistimos a la solemne promulgación de “Los diez Mandamientos” o, al decir de nuestros hermanos judíos, “Las diez Palabras”. El primer versículo, que no tiene precisamente la forma de precepto, es el fundamento que da sentido a estos diez mandamientos o a estas diez palabras: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud”. Para Israel el hecho original de su historia es la liberación de la esclavitud de Egipto: en ella se funda la Ley o la Torá, que no es otra cosa que el modo de aprender a continuar la acción liberadora de Dios, es decir, a poner todo lo que esté de nuestra parte para ser libres. La Ley es para Israel el aprendizaje de la libertad. Todos los preceptos que siguen a este preámbulo tienen la función de enseñar al pueblo el camino de su liberación.
Es lo que constatamos en la prohibición de la idolatría (primer mandamiento): “No tendrás otros dioses frente a mí”. Esta prohibición recorre toda la historia de Israel, siendo los profetas los máximos luchadores en apartar al pueblo del peligro de adorar a otros dioses. El ídolo es algo que ocupa nuestras capacidades de tal forma, que nos hace sus esclavos. La prohibición nos afecta igualmente a nosotros, aunque nuestros ídolos no sean imágenes de piedra o de madera. Ídolos son todas aquellas cosas que ocupan nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes hasta hacernos olvidar todo lo demás: el dinero, el sexo, la droga, el uso desproporcionado de la televisión y otros medios tecnológicos, realidades que, al depender de ellas, nos esclavizan y nos impiden ser nosotros mismos.
“No te fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto”.
¿Cuál es la razón de esta seria advertencia por parte de Dios? La respuesta es clara: toda imagen fabricada por nosotros es absolutamente falsa; en ella adoramos algo que está interiormente vacío. Así lo expresan, entre otros muchos escritos bíblicos, los salmos: “Plata y oro son sus ídolos, obra de mano de hombre; tienen boca y no hablan; tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen, tienen nariz y no huelen; tienen manos y no palpan, tienen pies y no caminan, ni un solo susurro en su garganta. Como ellos serán los que los hacen, cuantos en ellos ponen su confianza” (Sal 115, 4-8).
“No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso”.
La prohibición de adorar a los ídolos brota del amor de Dios por su pueblo, un amor que no admite rivales. El celo por nuestra libertad le lleva a advertirnos de que irnos detrás de los ídolos es caminar por una senda que nos conduce a la esclavitud. Y este celo es tan grande que, muy a su pesar y como haría por amor cualquier padre, está dispuesto a atemorizar con el castigo, si ello puede inducirnos a no caer en la senda de la perdición idolátrica: “Castigo el pecado de los padres en los hijos, hasta la tercera y la cuarta generación de los que me odian”. Pero sobretodo, estimula con el premio de su amor absoluto a quienes se mantienen en sus caminos: “Pero tengo misericordia por mil generaciones de los que me aman y guardan mis preceptos”.
“No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso”.
Dios ha revelado su nombre para darse a conocer y permitir que el hombre trate amigablemente con Él. Sería algo monstruoso servirse de este don que nos ha regalado para satisfacer propios intereses egoístas, es decir, para el mal; ello sería la manera más certera de cortar con Dios, el Bien por excelencia. Éste es el significado de la expresión “no dejará el Señor impune a quien pronuncie su nombre en falso”.
“Recuerda el día del sábado para santificarlo”
El hombre ha sido creado a imagen de Dios. Por lo tanto, si Dios, después de crear el mundo en seis días, descansó, el hombre debe hacer lo mismo; el hombre debe descansar de las ocupaciones materiales y dedicar una jornada de la semana -en el mundo judío, el sábado; en el mundo cristiano, el domingo- al encuentro directo y continuado con el Señor: “Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra, el mar y lo que hay en ellos; y el séptimo día descansó. Por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó”.
Con el descanso semanal mantenemos viva la presencia de Dios y alimentamos nuestra vida espiritual. “No sólo de pan vive el hombre”, fueron las palabras con las que Jesús, citando una frase del Deuteronomio, rehuyó la tentación de convertir las piedras en pan (Mt 4,4; Lc 4,4). El precepto del descanso semanal es la manera que Dios nos propone para evitar la esclavitud del trabajo -el activismo desmedido-, un ídolo, por cierto, muy actual.
Los tres mandamientos que hemos comentado se refieren a nuestra relación con Dios. Los siete siguientes están referidos a nuestra relación con los demás, empezando por el amor a los padres: “Honra a tu padre y a tu madre”. Relación con Dios -amar a Dios- y relación con los demás -amar al prójimo- están íntimamente relacionados. Así nos lo confirma Jesús respondiendo al fariseo sobre cuál el mayor mandamiento de la Ley: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39).
Todas nuestras obligaciones con los demás que siguen a nuestras obligaciones con Dios y a la relación con nuestros progenitores están redactadas en forma negativa: “No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás falso testimonio contra tu prójimo. No codiciarás los bienes de tu prójimo…”. Ellas se hacen todavía más comprensibles para nosotros desde nuestra fe en Cristo, como queda confirmado en los evangelios de Mateo y de Marcos, los cuales muestran una versión evangélica de los preceptos de la segunda tabla: “Lo que brota del corazón es lo que hace impuro al hombre, porque del corazón salen los pensamientos perversos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, robos, difamaciones y blasfemias. Estas cosas son las que hacen impuro al hombre” (Mt 15,18-19). El evangelista Marcos, por su parte, menciona también “la codicia, la malicia, el fraude, el desenfreno, la envidia, el orgullo y la frivolidad” (7,21-22).
Repetimos. Los tres primeros preceptos se resumen en amar a Dios sobre todas los cosas y los siete siguientes en amar al prójimo como a uno mismo, ligados íntimamente el uno al otro como las dos caras de una misma moneda: “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1Jn 4,20-21)
Salmo responsorial- 18
Señor, tú tienes palabras de vida eterna.
La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye a los ignorantes. (1)
Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón;
la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. (2)
El temor del Señor es puro y eternamente estable;
los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.(3)
Más preciosos que el oro, más que el oro fino;
más dulces que la miel de un panal que destila. (4)
Con el salmista cantamos las excelencias de la Ley del Señor, una ley que no es como las leyes de este mundo. Éstas nos hablan de normas, reglas y prohibiciones que, por lo general, cumplimos para no ser penalizados y, aunque entendamos que son necesarias para garantizar la convivencia, en muchas ocasiones las consideramos como un intento de poner freno al ejercicio de la libertad; son leyes que cambian de acuerdo con las circunstancias, opiniones o intereses de los legisladores.
“La Ley del Señor, en cambio, es perfecta” e inalterable, pues procede de la lógica inmutable del pensamiento divino. Igual que el sol ilumina y da vida a todo con su beneficiosa presencia, la Ley del Señor ilumina nuestros caminos -“da luz a los ojos”- y nos proporciona inteligencia para entender los innumerables porqués de nuestra vida -“instruye a los ignorantes”-.
La Ley del Señor es la manifestación de su voluntad, una voluntad que busca nuestra felicidad por encima de todo: “Yo sé bien los proyectos que tengo sobre vosotros -dice el Señor-, proyectos de prosperidad y no de desgracia, de daros un porvenir lleno de esperanza” (Jer 29,11). La ley del Señor es, en definitiva, su misma Palabra, una palabra que es vida y alimento de nuestras almas: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).
La Biblia compara a veces la Ley de Dios a un camino del que no debemos apartarnos, pues es el único que nos conduce a la felicidad y a ser de verdad nosotros mismos: “Ten ánimo y cumple fielmente toda la Ley que te dio mi servidor Moisés; no te apartes de ella ni a la derecha ni a la izquierda y tendrás éxito donde quiera que vayas. Leerás continuamente el libro de esta Ley y lo meditarás para actuar en todo según lo que en él está escrito: así se cumplirán tus planes y tendrás éxito en todo” (Jos 1,7-8).
En el cumplimiento de la Ley del Señor encontraremos la paz y el reposo que necesita nuestra alma. “La Ley del Señor es descanso del alma”. Nos lo dirá el propio Jesús, la Palabra encarnada, en cuyo seguimiento experimentaremos la dulzura, el descanso y la fidelidad del Señor: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11,28).
La ley del Señor nos instruye internamente, siempre que no nos tengamos por sabios y doctores y nos dejemos moldear por Dios. Nos proporciona aquella sabiduría, centrada en lo que de verdad importa, en aquello que nuestro clásico, con palabras muy próximas al Evangelio, expresaba en estos versos:
“La ciencia más acabada / es que el hombre en gracia acabe, / pues al fin de la jornada, / aquél que se salva, sabe, / y el que no, no sabe nada”.
“El principio de esta ciencia y sabiduría es el temor del Señor” (Prov 9,10), un temor que no tiene que ver con el miedo y el desasosiego, sino con el cumplimiento de la voluntad de Dios y con el seguimiento de Cristo que, como buen Pastor, nos lleva por el camino recto a las verdes praderas de su Reino: “El temor del Señor es puro y eternamente estable”.
Lectura de la carta de san Pablo a los Colosenses - 1,15-20
Cristo Jesús es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y dominaciones, principados y potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.
Estos cinco versículos del capítulo primero de la carta a los Colosenses constituyen uno de los hermosos himnos cristológicos esparcidos en las cartas de San Pablo. En éste se ensalza la dignidad de Cristo frente a ciertas ideas del momento, que hablaban del Hijo de Dios como un ser importante, pero inferior a los ángeles, ideas que perturbaban la vida cristiana de los hermanos de la comunidad de Colosas.
En la primera parte (tres primeros versículos) se ensalza el señorío de Cristo con relación al Padre -“Cristo es la imagen del Dios invisible”- y con relación al universo creado -“Cristo es el primogénito de toda criatura”-.
“Cristo, imagen del Dios invisible”
La semejanza del hombre con Dios se basa en la voluntad del Creador que, al ponerlo en la existencia, imprime en él sus rasgos divinos: “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza” (Gén 1,27). La semejanza de Cristo con Dios, en cambio, se fundamenta en su filiación divina: el Hijo es igual al Padre y, al mismo tiempo, distinto del Padre, pues nadie puede ser imagen de sí mismo.
“Al Padre nadie lo ha visto jamás, pero el Hijo, que está en el seno del Padre es quien nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). “Felipe, quien me ve a mí, ve al Padre”, pues “yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14, 9.11). La misión de Cristo en la tierra no consistió en otra cosa que en mostrarnos al Padre, misión que culminó en la Cruz, en la que, de tal manera se muestra el rostro verdadero de Dios, que hasta los mismos que lo crucifican se percatan de ello: “Verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios” (Mc 15,39) -fueron las palabras del centurión romano, testigo directo de su pasión y su muerte, al verlo morir-.
“Cristo, primogénito de toda criatura”
Pablo, conocedor de la dignidad del primogénito entre los judíos -el cual tiene todos los derechos sobre los demás hermanos-, establece la superioridad de Cristo sobre las criaturas hasta tal punto, que llega, incluso, a considerarlo la razón y la causa de su existencia y de su subsistencia. En efecto: “En él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles; … todo fue creado por él -por medio de Él- y para Él” -Cristo es el fin último de todo-; todas las cosas desaparecerían si Él dejará de insuflarles su amoroso aliento: “Todo se mantiene en Él”.
“Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia”
San Pablo quiere con este versículo completar la dignidad y grandeza de Cristo. Si, en lo dicho hasta ahora, ha fundamentado esta grandeza en su íntima relación con Dios y en su primacía sobre el mundo creado, ahora, “para que sea el primero en todo”, lo pone como el primero y el cimiento de la nueva creación, de la Iglesia, su Cuerpo, de la cual es la cabeza y el primogénito de entre los muertos, es decir, el primero en resucitar y recibir como hombre la nueva vida a la que todos estamos destinados.
La grandeza de Cristo ya no puede llegar más alto, ya que “en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz”.
San Pablo compara la muerte de Cristo con los sacrificios habituales que se realizaban en el templo de Jerusalén, concretamente con los llamados “sacrificios de paz”. Es verdad que los que condenaron a muerte a Jesús no tenían intención ni conciencia alguna de estar ofreciendo a Dios un sacrificio -en el mundo judío no se realizaban sacrificios humanos y, además, a Jesús se le condena como malhechor y enemigo del pueblo-, pero en la cruz de Jesús Dios ha transformado el odio de los que lo condenaron en una obra de paz y de reconciliación. En efecto, en ella contemplamos a Dios tal como es, como puro amor y perdón, un Dios muy alejado del Dios justiciero y castigador que, en ocasiones, viene a nuestra mente por causa de una interpretación y una cultura bíblicas mal entendidas.
Este descubrimiento o conocimiento de un Dios que nos ama hasta dar por nosotros la última gota de su sangre puede transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne; en corazones llenos de vida que amen con el amor con que Dios nos ama. Es este amor el que nos pacifica y concilia con nosotros mismos y con los demás.
Nos lo dice el mismo Jesús: “En esto consiste la vida eterna: en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3). En la Cruz hemos conocido al Padre y a su Enviado tal como ellos son, como puro Amor, y al conocerlos de esta manera y por influencia y ayuda del Espíritu Santo, nos hemos contagiado de este amor, entrando de lleno en la vida de los hijos de Dios.
Aclamación al Evangelio
Gloria y alabanza a ti, Cristo. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito; todo el que cree en él tiene vida eterna.
Lectura del santo evangelio según san Juan - 2,13-25
Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora». Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús. Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
El contexto en el que se desarrolla este conocido episodio de la vida de Jesús es la celebración de la principal pascua judía: Jesús, como otros muchos israelitas, sube en peregrinación a Jerusalén, Sin dilación alguna, el cuarto evangelista sitúa a Jesús en la explanada del templo que, casi siempre, pero mucho más en este momento del año, estaba repleta de puestos de animales para los sacrificios y de mesas de cambistas que ofrecían dinero judío a cambio de monedas romanas que, por llevar impresas la imagen del emperador, no eran aptas para entregarlas en el templo como ofrendas.
Ante este espectáculo de profanación del templo, lugar sagrado de la presencia de Dios, Jesús monta en cólera y, con un látigo hecho con las cuerdas esparcidas por el suelo, echó fuera del templo a los vendedores con sus animales, tiró por el suelo las mesas de los cambistas y ordenó a los vendedores de palomas que sacasen fuera sus jaulas. Esta actuación de Jesús fue acompañada de estas reprobatorias palabras, dirigidas a los vendedores de palomas: “Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”.
Ante esta actuación colérica e inesperada, encontramos dos tipos de reacciones. Los discípulos, conocedores del mensaje de Jesús, de sus milagros y de su afable comportamiento con la gente, y temerosos, además, de la violenta persecución de la que podía ser objeto, buscaron una explicación en éstas palabras del salmo 69: “El celo de tu casa me devora”, palabras de un perseguido por defender la dignidad del lugar de la presencia de Dios, como vemos en la segunda parte del versículo: “y caen sobre mí los insultos de los que te insultan” (Sal 69,10).
Los judíos, en cambio (el evangelista no se refiere a todos los judíos, sino más bien a los más influyentes y conservadores de la tradición religiosa), plantan cara a Jesús pidiéndole señales que justifiquen su brutal actuación. “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”, fue la respuesta de Jesús. Una respuesta que sus adversarios interpretaron al pie de la letra. Lo inesperado y desconcertante del suceso y, dada su animadversión a Jesús, no daba lugar a otra interpretación, por lo que la contrarréplica era absolutamente lógica: “Cómo vas a levantar en tres días lo que se tardó en construir cuarenta y seis años”.
El evangelista, que escribe muchos años después de los hechos, nos aclara que Jesús se refería al templo de su cuerpo el cual, como así ocurrirá, fue destruido hasta la muerte y vuelto a la vida a los tres días. Los discípulos entendieron sus palabras cuando “resucitó de entre los muertos”.
Oración sobre las ofrendas
Señor, por la celebración de este sacrificio concédenos, en tu bondad, que, al pedirte el perdón de nuestras ofensas, nos esforcemos en perdonar las de nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Junto a las ofrendas del pan y el vino que el sacerdote presenta en el altar ponemos nuestro ser de pecadores (nuestra autosuficiencia, nuestra indiferencia ante el sufrimiento de los demás, nuestra falta de compromiso en la construcción de un mundo más fraterno) y, sintiéndonos realmente arrepentidos, suplicamos al Padre que infunda en nosotros un vivo deseo de abrir nuestro corazón a todos aquellos hermanos que, por su debilidad o nuestra culpa, nos hayan ofendido. “Si, al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24).
Antífona de comunión
Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor del universo, Rey mío y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre (Sal 83,4-5).
El salmista observa los nidos que los pájaros han fabricado en las rendijas de la fachada del templo. Ellos han encontrado una casa muy cerca de los altares del Señor; estos huéspedes son un símbolo de la seguridad y protección de que disfrutan los que viven permanentemente en la casa del Señor, en el templo del Dios vivo. Este templo es para nosotros el mismo Cristo que, al introducirse en nuestro interior, nos introduce en su corazón, haciéndonos vivir de sus propios latidos. ¿Podemos imaginar una dicha más grande?
Oración después de la comunión
Alimentados ya en la tierra con el Pan del cielo, prenda de eterna salvación, te suplicamos, Señor, que se haga realidad en nuestra vida lo que hemos recibido en este sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.
De pequeño aprendimos a prepararnos espiritualmente para comulgar y a dar gracias por haber recibido a Cristo en nuestro corazón, considerando un desdén el no hacerlo. Hoy día, parece que no están de moda estas prácticas de piedad. Con el “Podéis ir en paz” nos despedimos hasta la próxima Eucaristía, dejando que la gracia actúe por sí sola. ¿Será ésta la causa de que no nos aprovechemos a fondo de los frutos del sacramento eucarístico y de que, debido a ello, no crezcamos en las virtudes cristianas? Yo -aunque ´doctores tiene la Iglesia´- así lo creo. Habrá que volver, por tanto, a estas ¿antiguas? prácticas de piedad. Conscientes de que el alimento que hemos recibido es un anticipo de la Vida eterna, pedimos al Padre que nos haga captar la inmensa importancia que tiene alimentarse de Cristo para, de esta forma, convertirnos realmente en Él, puesto que, al comulgar, hemos sido “asimilado” a Él.
Oración sobre el pueblo
Te pedimos, Señor, que dirijas los corazones de tus fieles y les concedas benigno la gracia de permanecer firmes en el amor a ti y al prójimo, y de cumplir plenamente tus mandamientos. Por Jesucristo, nuestro Señor.