Solemnidad de todos los Santos

Solemnidad de todos los Santos

Antífona de entrada

Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de todos los santos. Los ángeles se alegran de esta solemnidad y alaban a una al Hijo de Dios.

          “Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo, alegraos”, dice San Pablo a los Filipenses, preparándolos para la pronta venida del Señor. Hoy nosotros nos invitamos unos a otros a alegrarnos en la celebración de la memoria de los discípulos de Cristo que han llegado ya a la Casa del Padre. Los ángeles se solidarizan con nosotros y, uniéndose a nuestro gozo, alaban y dan gracias a Dios por la victoria de Cristo, el Cordero inmolado, sobre el pecado y sobre la muerte.

 Oración colecta

 Dios todopoderoso y eterno, que nos has otorgado venerar en una misma celebración los méritos de todos los santos, concédenos, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo.

 La Iglesia, nuestra madre, ha querido que veneremos hoy en una única celebración los méritos de todos los Santos. Al Dios, que todo lo puede y que es el mismo ayer, hoy y por los siglos, le pedimos que, ante tantos intercesores, nos colme de su amor misericordioso para que, por los méritos de Jesucristo (en su victoria sobre la muerte y sobre el pecado), alcancemos, como ellos, la santidad y la perfección a las que estamos llamados.

 Lectura del libro del Apocalipsis 7,2-4. 9-14

 Yo, Juan, vi a otro ángel que subía del oriente llevando el sello del Dios vivo. Gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar, diciéndoles: «No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles hasta que sellemos en la frente a los siervos de nuestro Dios». Oí también el número de los sellados, ciento cuarenta y cuatro mil, de todas las tribus de Israel. Después de esto vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con voz potente: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!» Y todos los ángeles que estaban de pie alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron rostro a tierra ante el trono, y adoraron a Dios, diciendo: «Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén». Y uno de los ancianos me dijo: «Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás». Él me respondió: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero».

Un ángel sube al cielo desde el lugar en que nace el sol. Lleva un sello en la mano y grita con fuerza a los cuatro ángeles, situados en los cuatro horizontes del mundo, que no dañen a la tierra ni al mar hasta que él no haya marcado en la frente “a los siervos de nuestro Dios”. [En la antigüedad los marcados con un sello pasan a ser propiedad del dueño del mismo]. La escena se parece a otra que nos cuenta el profeta Ezequiel, en la que mandan grabar la letra hebrea “tau” en la frente de los buenos israelitas para librarles del castigo reservado a los israelitas infieles. San Juan no ve la forma como fueron marcados, pero oye que fueron ciento cuarenta mil, un número representativo de las doce tribus de Israel, doce mil por cada tribu -así se detalla en los cuatro siguientes versículos, omitidos en esta lectura-. 

Seguidamente, una multitud inmensa de personas de todos los pueblos, razas y naciones, todas vestidas de blanco, como corresponde a la santidad que transparentan, y todas con palmas en las manos, proclaman con fuertes gritos que han sido salvadas por el que está sentado en el trono y por el Cordero.

Al momento, todos los ángeles del cielo, uniéndose a la multitud, postrados en tierra alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro vivientes, alaban, honran, glorifican y dan gracias al Señor que, con su sabiduría, su poder y su fuerza, les ha conseguido la victoria.

Uno de los ancianos informa a Juan que todos los que visten de blanco acaban de llegar de la gran tribulación, en la que han sido purificados por la sangre del Cordero al unir sus sufrimientos a los padecimientos de Cristo. Todos han muerto con Él y ya viven con Él (Rm 6,8); todos han sufrido con Él y ya reinan con Él (2 Tm 2,12).

Sin duda, la Iglesia pone este pasaje bíblico a nuestra consideración para nuestro aprovechamiento espiritual. Los que, en la primera visión, fueron sellados podemos ser nosotros, que formamos el nuevo pueblo de Dios y que, al ser injertados a Cristo en el bautismo, hemos sido marcados con el Espíritu Santo para ser propiedad del Señor. “En él (en Cristo) también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa" (Ef 1,13). Desde ese momento, ya no nos pertenecemos; nuestra vida no es nuestra, sino de Aquel que nos amó y murió por nosotros; a partir de ahora, mis criterios, planes y deseos son los criterios, los planes y los deseos de Dios sobre mí. “Quien ama su vida la perderá y quien aborrece su vida en este mundo la guardará para la vida eterna” (Jn 12,15) .

Como proclamaba aquella multitud enfervorizada delante del trono de Dios, también nosotros, que estamos llamados a ser santos, gritamos que nuestra salvación no viene de nuestros méritos, sino de los méritos del Señor, que sufrió y murió por nosotros. “¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!”.

Quizá tenemos asumido que la santidad plena no va con nosotros, sino con los obispos, los sacerdotes, los frailes, las monjas y los misioneros; que a nosotros nos basta y nos sobra con ser buenas personas y limitarnos a cumplir el precepto dominical y los mandamientos más básicos de la Iglesia; que eso de ser santos es para otros, no para mí. Ello es rotundamente falso. Todos estamos llamados a ser santos y a ser perfectos, cada uno desde la situación, circunstancias y lugar en que le ha tocado vivir. A todos se nos concede la gracia de tener intimidad con el Señor a través de la oración, aunque el modo de llevarlo a la práctica pueda ser distinto del de los sacerdotes o las personas de vida consagrada; a todos nos concierne la propagación del Evangelio que, en cualquier caso, debemos llevar a cabo desde nuestro compromiso y testimonio cristianos, sin tener necesariamente que marchar a tierra de misión; a todos nos apremia el mandato del amor, que debemos de practicarlo en el servicio desinteresado a los más necesitados, aunque, por distintas circunstancias, no militemos en ninguna organización caritativa; todos tenemos que dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza, aunque no estemos dedicados al apostolado de manera oficial. Todos estamos llamados a la perfección y a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”  (Mt 5,48); “Sed santos porque yo soy santo” (1 Pedro 1,16).

 Salmo responsorial - Salmo 23

Esta es la generación que busca tu rostro, Señor.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

          El salmista proclama el señorío de Dios sobre el universo, señorío del que goza con todo derecho, pues todo ha sido creado por Él: Él ha asentado la tierra sobre los mares y sobre los ríos, es decir, sobre el agua, un hecho que, al pensar de los antiguos, demuestran la existencia de pozos subterráneos y los manantiales que brotan del interior de tierra. Lo entendían como una manifestación más de la sabiduría y el poder de Dios, que hace flotar la tierra sobre un elemento tan móvil y tan poco resistente como el agua. Ante este poder y sabiduría de Dios, al hombre no le queda más que reconocer su soberanía sobre “la tierra y todo cuanto la llena”. Mientras los demás pueblos y religiones atribuían a distintas divinidades las diversas manifestaciones de la naturaleza, el salmista proclama la soberanía total del único Dios sobre todas ellas, una señal inequívoca del monoteísmo de Israel.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.

          La santidad del templo exige una pureza moral, en consonancia con la santidad del Señor que lo habita. Tres condiciones deben darse, según el salmista, para acercarse al santuario y permanecer en él: a) tener las manos limpias y libres de toda acción violenta y atropello, b) vivir con un corazón exento de turbias intenciones y c) rechazar todo contacto con los ídolos, un rechazo de la complicidad con las vanidades de este mundo, las cuales, como los ídolos, prometen y no dan, tienen un aspecto agradable por fuera y están vacías en su interior.

Ese recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Esta es la generación que busca al Señor, que busca tu rostro, Dios de Jacob.

          El que se acerque al Señor en estas condiciones conseguirá su bendición y su salvación (justicia), será colmado con todas las riquezas que el Señor promete a los que le buscan con sincero corazón y formará parte de esa muchedumbre ingente que, vestidos con la blancura de la santidad y portando en sus manos la palma de la victoria, contemplan el rostro radiante de Dios y gritan con voz atronadora: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!». Los fieles que se acerquen al Señor en estas condiciones morales forman parte de la generación de los que verdaderamente le buscan y aspiran a ver su rostro que es la manifestación radiante de su benevolencia.

 Lectura de la primera carta del apóstol sanJuan 3,1-3

Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro.

Fuertemente impresionado, San Juan manifiesta su asombro ante la gran verdad de que Dios, no sólo nos ha salvado, sino que nos hecho de su misma familia. Ha tenido ciertamente un rasgo de deferencia con nosotros, llamándonos sus hijos, pero la realidad supera todo lo demás: nos ha hecho realmente sus hijos. Es verdad que el mundo no nos ve como tales, pero ya nos advirtió Jesús: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo, al elegiros, os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo" (Jn 15,19).

Es Dios mismo, en su trinidad de personas, quien nos confirma nuestra filiación divina: El Padre: “Yo seré para vosotros Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso”(2 Cor 6,18); 

el Hijo: “Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos cuando dice ‘Anunciaré tu nombre a mis hermanos’” (Heb 2,11-12); 

el Espíritu Santo: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos De Dios” (Rm 8,16).

          San Juan sigue sorprendiéndonos: somos realmente hijos de Dios y, aunque no conocemos con exactitud las últimas consecuencias de esta grandiosa verdad, nos descubre algo muy importante sobre nuestro futuro: seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es, es decir -digámoslo sin rodeos-, seremos Dios como Él, pues, al contemplar cara a cara su rostro, que es la Luz, quedaremos iluminados de tal manera, que nos convertiremos, como Él, en luz. “Contemplad su rostro y quedaréis radiantes” (Salmo 34). Esta semejanza con Dios pertenece al plan providencial que, desde siempre, Dios tiene sobre nosotros: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que ‘El sea el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,29).

          Aunque todavía en esperanza, ya contemplamos en esta vida el rostro de Dios y, por tanto, ya participamos del ser de Dios en calidad de hijos suyos: somos hijos en el Hijo, en Cristo, y, como Cristo, somos puros y limpios de corazón, y santos como Él. Esta realidad cambia de raíz nuestra vida, pues que el pecado ya no cabe en nosotros: “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios” (1 Jn 3,9).

 Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados –dice el Señor–, y yo os aliviaré.

En los momentos de desánimo, oscuridad o desasosiego, acudimos a los amigos y con ello estamos obedeciendo al Señor que quiere que nos ayudemos unos a otros: “Confortaos mutuamente y edificaos los unos a otros, como ya lo hacéis” (1Tes 5,11). Pero no olvidemos que es el Señor el que realmente nos ayuda, ya sea directamente, ya sea a través de nuestros hermanos. Es Dios el que nos reconforta en los momentos de debilidad y el que nos anima cuando nos hundimos en la tristeza o el pesimismo. “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con nadie ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo.”(Benedicto XVI, Spe salvi, 32).

 Lectura del santo evangelio según san Mateo - (Mt 5,1-12a)

En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».

Estos primeros versículos del capítulo 5 del Evangelio de San Mateo -las bienaventuranzas- constituyen el exordio o la introducción del Sermón de la Montaña, recogido también, aunque con ligeras variantes, en el Evangelio de San Lucas. Se trata de la Carta Magna del Reino mesiánico y la culminación de la Ley antigua, dada por Dios a Moisés en el Monte Sinaí. Si en ésta, escrita en tablas de piedra, Dios se sirvió de intermediarios -de Moisés-, ahora es el mismo Hijo de Dios el que, como supremo legislador, se comunica directamente con los hombres para hablarles de un Dios amoroso y cercano, de un Dios que se desvive por todos sus hijos, especialmente por los pobres, los humildes y los atribulados.

La profunda enseñanza que encierran las bienaventuranzas no es solo para los discípulos más próximos a Jesús, sino para todos los hombres que quieran formar parte de su Reino. Este es el motivo por el que la Iglesia las ha puesto en la lectura evangélica de la Festividad de Todos los Santos: para indicarnos que este es el camino que han seguido todos ellos, los canonizados y los no canonizados, a lo largo de los siglos, y este es el camino que debemos seguir todos los cristianos, que, como ellos hemos sido llamados a la santidad.

San Gregorio de Nisa compara las bienaventuranzas a una escalera que sube hasta el cielo. Las tres primeras, que llaman felices a los pobres, a los mansos y a los humildes, son los tres primeros escalones. El mundo pone la felicidad en las riquezas, en los honores y en los placeres; Cristo nos dice que estas cosas pueden ser un obstáculo para la verdadera felicidad: a las riquezas opone la pobreza y la confianza en un Dios Padre, que cuida de nosotros, como cuida de los lirios del campo y alimenta a las aves del cielo (Mt 6,26-27); a los honores que nos ofrece el mundo opone la humildad y la mansedumbre; a los placeres mundanos, “las lágrimas del sufrimiento y la penitencia”. Las tres siguientes son tres principios para nuestra relación con Dios, con los demás y con nosotros mismos: tienen hambre de justicia y, por ello, serán saciados, quienes se esfuerzan con todo su ser para que se cumpla en todo la voluntad de Dios; son acogidos en el regazo amoroso de Dios los que se ejercitan en amar a los demás como a sí mismos; contemplan el rostro de Dios quienes no entretienen su corazón en cosas vacías, sino en Dios y en su mensaje, viendo el mundo y los hombres desde la óptica del Evangelio. La cima de la escalera son las dos últimas. Serán llamados hijos de Dios quienes se esfuercen por el establecimiento de la paz en nuestras relaciones con Él, mediante la recepción de su perdón y la vida de la gracia, y en nuestras relaciones con los demás, a través del ejercicio de la caridad y de la fraternidad en Cristo; disfrutarán, por último, de una alegría indescriptible quienes, por defender la causa de Cristo, son perseguidos, insultados y calumniados en este mundo. 

[Estas ideas, referidas al pensamiento de San Gregorio de Nisa, han sido extraídas de forma libre del Comentario a la Sagrada Escritura de los profesores de la Compañía de Jesús, BAC, Tomo 1 del Nuevo Testamento, págs. 53-54).

 “Quien las lee atentamente descubre que las Bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8, 20), es el auténtico pobre; Él, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquél que sufre por amor de Dios: en las Bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con El” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, cap. IV, Ap. 1)

 Oración sobre las ofrendas

Sean agradables a tus ojos, Señor, los dones que te ofrecemos en honor de todos los santos, y haz que sintamos interceder por nuestra salvación a los que creemos ya seguros en la vida eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

En la oración del ofertorio manifestamos nuestro deseo de que nuestras ofrendas -nuestras preocupaciones, ilusiones, deseos y sufrimientos-, unidas al pan y al vino, preparados para convertirse en el cuerpo y la sangre de Cristo, sean del agrado del Señor. Con estas ofrendas honramos hoy la memoria de todos los que, habiendo vivido esta vida en la fe y en la esperanza del Reino, se encuentran ya en la Casa del Padre, ejercitando por toda la eternidad la virtud que siempre permanece, el amor. De todos ellos pedimos al Señor su intercesión para que también nosotros lleguemos al lugar en el que ellos se encuentran, donde, como ellos, estaremos al resguardo de todo peligro que pueda apartarnos de Dios. 

Antífona de comunión

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.  

Oración después de la comunión

Te adoramos y admiramos, oh, Dios, el solo Santo entre todos los santos, e imploramos tu gracia para que, realizando nuestra santidad en la plenitud de tu amor, pasemos de esta mesa de los que peregrinamos, al banquete de la patria celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Nos hemos alimentado de Cristo, el verdadero maná que nos fortalece en nuestro camino hacia la verdadera tierra prometida. Asombrados por las maravillas que ha realizado y sigue realizando con los hombres, pedimos devotamente al Señor que la fuerza de su gracia nos santifique plenamente en el amor: de esta forma, esta Eucaristía en la que, como peregrinos, hemos convivido fraternalmente, será realmente un anticipo del banquete que disfrutaremos en nuestra patria definitiva.

 

Domingo 30 Tiempo Ordinario B

  Trigésimo domingo del tiempo ordinario B

Antífona de entrada

 Que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro (Sal 104,3-4).

  En la antífona de entrada el salmista nos invita a) a buscar nuestro gozo en el Señor, el gozo que, en medio de las persecuciones, privaciones e insultos por Cristo, le hacía decir a San Pablo: “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10); b) a no apoyarnos en nuestras propias fuerzas, sino en la fuerza y el poder del Señor que, a través de su Espíritu, acude siempre en ayuda de nuestra debilidad (Rm 8,26): “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4,13); c) y a no distraernos en los enredos de este mundo, sino a procurar estar en todo momento en la presencia del Señor, mirándole sólo a Él: “Contemplad su rostro y quedaréis radiantes” (Salmo 34).

Oración colecta

             Dios todopoderoso y eterno, aumenta nuestra fe, esperanza y caridad, y, para que merezcamos conseguir lo que prometes, concédenos amar tus preceptos. Por nuestro Señor Jesucristo.

          Al que todo lo puede, y está por encima de todo tiempo y lugar, suplicamos con humildad que nuestra manera de ver y entender las cosas se conformen cada vez a su entendimiento divino (fe), que acreciente nuestro deseo de estar en su presencia para empezar a gozar ya desde ahora de los bienes del cielo (esperanza) y que ensanche nuestra capacidad de amarle sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos (caridad). Desde nuestro interés por vivir estas virtudes, pedimos al Señor que “incline nuestro corazón a sus preceptos” (Salmo 119,36) para poder merecer el gozo de disfrutar en plenitud de la vida eterna que nos tiene prometida. 

Lectura del libro de Jeremías - 31,7-9

           Esto dice el Señor: «Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por la flor de los pueblos; proclamad, alabad y decid: “¡El Señor ha salvado a su pueblo, ha salvado al resto de Israel!”. Los traeré del país del norte, los reuniré de los confines de la tierra. Entre ellos habrá ciegos y cojos, lo mismo preñadas que paridas: volverá una enorme multitud. Vendrán todos llorando y yo los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por camino llano, sin tropiezos. Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito».

           Este texto fue escrito por el profeta Jeremías desde Jerusalén. El profeta, pudiendo elegir marchar al destierro de Babilonia o quedarse en Jerusalén, prefirió esto último con el fin de mantener la fe y la esperanza de los israelitas que permanecieron en la ciudad. Lo que Jeremías les dice no es una ocurrencia suya: como todo profeta, es un hombre de profunda fe y es desde esa fe en el Dios que se revela para salvar al hombre desde la que se dirige al pueblo. No es él el que habla, es el Señor el que habla por su boca: “Esto dice el Señor. En este caso, el profeta anuncia y predica a los israelitas -a los que permanecieron en la patria- la ya próxima vuelta a Jerusalén de los compatriotas exiliados en Babilonia y de todos aquéllos que se encuentran en los más alejados confines de la tierra. “Gritad de alegría por Jacob -por Israel- ... “¡El Señor ha salvado a su pueblo!”. Todos ellos volverán a la patria, incluidos los débiles y los que tienen dificultades para moverse -ciegos, cojos, embarazadas y las que acaban de dar a luz-. Las penalidades que conlleva este retorno se compensarán con los consuelos del Señor, de los que nunca quedarán privados: el Señor hará que transiten por caminos llanos, caminos que, en pleno desierto, estarán bordeados por torrentes de aguas claras. En su peregrinar a Jerusalén experimentarán en todo momento el amor paternal del Señor: “Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito”Tanto  Israel como Efraín, términos que designan el reino del Norte, se refieren al pueblo elegido en su conjunto, al que el Señor considera su hijo predilecto. Así lo apreciamos en estas palabras del profeta Oseas, que vivió dos siglos antes que Jeremías: “Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Con cuerdas de cariño los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer” (Os 11, 1.4).

           El retorno de los exiliados a Jerusalén prefigura nuestra vuelta permanente hacia Cristo que, desde la Cruz, atrae a todos los hombres hacia Él. En Jerusalén, como su nombre indica -ciudad de la paz-, los exiliados encuentran la tranquilidad y el reposo por saberse alojados en la Casa de Dios; en Cristo encontramos el verdadero y definitivo sosiego, aquél que, sin darnos muchas veces cuenta, anhela nuestro corazón: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso.

 Salmo  reponsorial - 125

 El Señor ha estado grande con nosotros, estamos alegres.

 Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sion, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

           Probablemente el salmista recuerda el momento en que el Señor decidió la vuelta del exilio, a través del rey Ciro, el cual anuló todas las deportaciones llevadas a cabo por su antecesor Nabucodonosor. Visto desde el recuerdo, el salmista debió pensar en las penalidades y sufrimientos que tuvieron que soportar los exiliados, además del peligro de la desaparición como pueblo, debido al olvido de las raíces y de las tradiciones y a las contaminaciones idolátricas. Es normal que la vuelta a la patria les pareciese un sueño. El inmenso y profundo gozo que sentían por dentro hacía que su rostro brillase con la alegría de la risa y que su lengua no parase de cantar. 

 Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos». El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

           Los que antes les oprimían tienen que reconocer, en un extraño acto de fe, que el Dios de Israel es un Dios grande, poderoso y bondadoso, que realiza obras grandes en su favor. Y este reconocimiento de los hasta entonces enemigos les da aún más fuerzas para publicar a los cuatro vientos su inmenso gozo: “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres”.

 Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

           El salmo, en giro un tanto radical, se convierte en súplica. El salmista abandona aquel primer momento de júbilo y mira al presente: la efusión de los primeros tiempos exiliados da paso a la vida normal en la que vuelven a aparecer las infidelidades al Señor y la falta de confianza en sus promesas. El salmista pide al Señor que se comporte con ellos como entonces. Es necesario seguir actualizando aquellos tiempos de la vuelta del destierro, ahora en un contexto más espiritual; es preciso que el pueblo, todavía cautivo de sus infidelidades, siga caminando hacia la casa del Señor y esperando la plena realización de sus promesas. 

           Los torrentes del desierto de Negueb, secos durante el verano, se convertían en la primavera en ríos que alegraban y embellecían con flores el paisaje, produciendo cosechas y frutas abundantes. Con el salmo se pide al Señor que les dé la gracia de aquéllos torrentes, haciéndoles pasar de la sequedad de sus pecados a la alegría del perdón, de la misericordia y de la hermandad.

           Después de esta súplica, el salmista, en un momento de tranquilidad, reflexiona sobre el modo de actuar del Señor. Dios permite que pasemos por momentos de desilusión, de trabajo y de pruebas, pero, al mismo tiempo, nos invita a confiar en el momento cierto y esperanzador de la cosecha: “Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

 Lectura de la carta a los Hebreos - 5,1-6

           Todo sumo sacerdote, escogido de entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, porque tambiéél está sujeto a debilidad. A causa de ella, tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo. Nadie puede arrogarse este honor sino el que es llamado por Dios, como en el caso de Aarón. Tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote, sino que la recibió de aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy»; o, como dice en otro pasaje: «Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec».

           En la primera parte de esta lectura el autor de la carta a los Hebreos nos describe las características que deben adornar a todo Sumo Sacerdote. Lo hace con la terminología del Antiguo Testamento, muy conocida por los cristianos procedentes del judaísmo, a quienes, por cierto, va dirigido el escrito. Entre estas características sobresale las siguientes: 1) Todo Sumo Sacerdote es “escogido de entre los hombres; 2) con el fin de representar a “los hombres en el culto a Dios; 3) culto que se lleva a cabo principalmente en el ofrecimiento de “dones y sacrificios por los pecados de los hombres; 4) pecados de los que es conocedor, al “al estar sujeto  a debilidad”, como hombre que es; 5) por este conocimiento experimental puede compadecerse de los hombres y conseguir para ellos el perdón del Señor; 6) a esta cargo sagrado no se accede por méritos propios, sino por elección directa o indirecta del Señor“Nadie puede arrogarse este honor sino el que es llamado por Dios”.

           Estas cualidades, propias de todo sumo sacerdote, se dan en Jesucristo, el definitivo representante de Dios ante los hombres y de los hombres ante Dios:

           Jesucristo, además de ser Dios, pertenece con toda propiedad a la raza humana desde el momento de su concepción virginal: “concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo” (Lc 1,31-32), el Hijo del Altísimo que, siendo Dios, es igualmente hombre: perfecto en su divinidad y perfecto en su humanidad. 

           Nuestro Sumo Sacerdote Jesucristo supera infinitamente al Sacerdocio antiguo en lo que al culto de Dios se refiere, ya que su tarea de intercesor por los hombres ante Dios se realiza por toda la eternidad: “¿Quién podrá condenarnos? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, intercediendo por nosotros? (Rm 8, 34). 

           Si el Sumo Sacerdote de la Antigua Alianza ofrece cada año sacrificios por los propios pecados y por los del pueblo, Jesús se entregó por nosotros -una vez para siempre- para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, fervoroso en buenas obras” (Tit 2, 14)

           Nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, se hizo solidario con la humanidad hasta el punto de “despojarse de su rango y tomar la condición de siervo y, de esta manera, haciéndose semejante a los hombres, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fil 2,7-8). Un hombre así, que experimentó todas las debilidades humanas, menos el pecado, no podía “no compadecerse de nuestras debilidades” (Heb 4,15) ni dejar de lado a sus hermanos. Al contrario. Siendo también Dios, los amó con amor infinito: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo -en los suyos estamos incluidos todos-, los amó hasta el extremo” (Jn 25,13), hasta el extremo de dar la vida por todos nosotros. “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8).

           Por último. Nadie tiene el honor al Sacerdocio, si nos es llamado por Dios. Así sucedía en el Antiguo Testamento: Dios, a través de Moisés, determinó que fuesen los descendientes de Leví los que se dedicasen al mantenimiento del culto y que el cargo de Sumo Sacerdocio recayese en una persona de la casa de Aarón, el hermano mayor de Moisés. Jesús no reunía estas condiciones, al ser por línea paterna -que era la que contaba legalmente- descendiente de Judá. Pero fue Dios mismo, cuyos planes no son nuestros planes ni sus caminos son los nuestros, el que eligió a Jesús, el descendiente de David, como su hijo predilecto“Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy”, y fue a este Hijo al que en otra ocasión le confirmó en el Sacerdocio de la Nueva Alianza: “Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec. Melquisedec, contemporáneo de Abraham, era rey de Salem y, sin pertenecer al orden establecido por Moisés en el Sinaí, pues vivió varios siglos antes, ejerció como sacerdote del Altísimo, ofreciendo un sacrificio con pan y vino en acción de gracias por una victoria de Abraham sobre sus enemigos. Y es que Dios puede ejercer la libertad de actuar al margen de la economía de la salvación establecida con Israel: “El Espíritu actúa donde quiere y cuando quiere” (Jn 3,8)  

 Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Nuestro Salvador, Cristo Jesús, destruyó la muerte, e hizo brillar la vida por medio del evangelio.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 10,46-52

           En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí». Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí». Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo». Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama». Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: «¿Qué quieres que te haga?» El ciego le contestó: «Rabbuní”, que recobre la vista». Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado». Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

           El evangelio de hoy se inscribe, junto con el de los dos domingos precedentes, en la última subida de Jesús a Jerusalén, donde acabará su vida como hombre mortal. Unos momentos antes de este relato, Jesús les ha vuelto a anunciar -ahora por tercera y última vez- su pasión, su muerte y su resurrección: “Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, se burlarán de él, lo escupirán, lo azotarán y lo matarán, y a los tres días resucitará” (Mc 10, 32-33). En este ambiente de tensa espera nos encontramos con el ciego Bartimeo, el protagonista de este relato. Sentado al borde del camino, se da cuenta de que pasaba Jesús. De su boca brota con fuerza este grito: “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí. Algunos de los que iban con Jesús lo reprendían y mandaban callar, pero él gritaba todavía con más fuerza. Jesús se detiene y lo manda llamar. Los que antes le reñían ahora lo animan para que se presente ante el Señor.

           “Rabbuní” -Maestro- que recobre la vista” -contestó a Jesús, que le preguntaba qué quería que hiciese con él. Todo sucedió rápidamente: “Anda, tu fe te ha salvado”. Bartimeo comienza a ver y, llevado por su fe, se une a los que acompañaban a Jesús, probablemente para encontrar la otra Luz, la que nunca se apaga, la Luz que era el mismo Jesús: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).

           Dos cosas se me ocurre comentar a partir de este breve fragmento evangélico: la manera como Bartimeo se dirige a Jesús, utilizando uno de sus títulos mesiánicos: “Jesús, Hijo de David”, y la importancia que Jesús da a la fe de Bartimeo: “tu fe te ha salvado. Si hasta ahora Jesús era muy reacio a que se le llamase Mesías, en esta ocasión parece ser que no le molesta en absoluto, siendo también la primera vez que no prohíbe que se dé publicidad del milagro que acaba de operar. Esta circunstancia se explica por la muy próxima cercanía de su pasión, muerte y Resurrección, acontecimientos en los que ya no es posible confundir su reinado con los reinos de este mundo.

           En cuanto al tema de la fe, viene a propósito recordar las incontables ocasiones en las que Jesús, a lo largo de su vida pública, alaba la fe en su persona, como el medio seguro para recibir las gracias que el Padre nos tiene reservadas: 

           “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande”, dijo Jesús a propósito de la fe del Centurión cuyo criado estaba enfermo de muerte; 

           “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al llama, se le abrirá” (Mt 7, 7-8), exhorta Jesús a propósito de la confianza que hemos de tener en la oración; 

           “Si tuvieseis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17, 20), esta vez recriminando a sus discípulos su poca fe al no poder expulsar un demonio. 

           “Todo es posible para el que cree” (Mc 9, 23). Y ese fue el caso de Bartimeo que, al llamarle “Hijo de David”, tenía fe en Cristo como el Mesías, aquél a quien el Padre le daría todo el poder sobre el cielo y sobre la tierra. Y también el de la mujer que tenía la seguridad de que, con tocar simplemente el manto del Señor, sería curada de su enfermedad (Mt 9, 20-22). De esta fe de Bartimeo, y de la mujer que padecía flujos de sangre, estaba convencido Jesús, que conoce todo lo que se esconde en el corazón humano (Mt 9, 4). Por eso a uno y a otra les despide de esta forma: “Vete. (Ánimo) Tu fe te ha salvado (sanado)”

           Con aquel padre del muchacho, que estaba poseído por un espíritu mudo, nos atrevemos a pedir desde nuestra mucha o poca fe: “Creo, Señor, pero ayuda a mi incredulidad!” ( Mc 9, 24). 

Oración sobre las ofrendas

 Mira, Señor, los dones que ofrecemos a tu majestad, para que redunde en tu mayor gloria cuanto se cumple con nuestro ministerio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

  En esta petición no podemos pretender que el Señor va a mirar los dones que le ofrecemos sólo porque nosotros se lo pidamos: el Señor siempre tiene en cuenta nuestras ofrendas, pero únicamente nos aprovechamos de su benevolencia cuando deseamos realmente que así sea. Siendo conscientes de que, sin su ayuda no podemos hacer nada -ni siquiera pedir lo que nos conviene- hacemos nuestras las palabras de esta oración y, con la intensidad que Él nos conceda, le suplicamos que aprecie los dones que, junto con el pan y el vino, le presentamos, para que el milagro que se va a producir en la Consagración contribuya al reconocimiento de su grandeza por parte de todos los hombres, un reconocimiento que favorece a todos sus hijos, creyentes y no creyentes, pues “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen a la inteligencia de la Verdad” (1 Tm 2,4).

Antífona de comunión

 Que nos alegremos en tu salvación y glorifiquemos el nombre de nuestro Dios (cf. Sal 19,6).

Al acercarnos a la comunión activamos nuestro deseo de sentir la verdadera alegría, aquella que brota de sentirnos salvados y liberados de todo lo que nos ata a los ofrecimientos, muchas veces, engañosos de este mundo, y, prometiendo no volver a nuestros pequeños o grandes ídolos, nos proponemos glorificar el Santo Nombre de nuestro Dios con una vida volcada en el cumplimiento de su voluntad y en la realización del mandato del amor. “Ya sea que comáis, que bebáis, o que hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Cor 10,31).

 Oración después de la comunión

 Que tus sacramentos, Señor, efectúen en nosotros lo que expresan, para que obtengamos en la realidad lo que celebramos ahora sacramentalmente. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Muchas veces sacamos la impresión de que nuestro trato con el Señor en la Eucaristía no repercute en nuestra vida o repercute escasamente. Que esta impresión no sea el termómetro de nuestro progreso espiritual. Dejémoslo todo en sus manos y habituémonos a actualizar, antes, en y después de la celebración eucarística, nuestra fe, nuestrasesperanza y nuestro amor, deseando que se haga realidad en nuestra vida el contenido expresado en el Sacramento que hemos recibido. Podemos no ser conscientes de los frutos de nuestras oraciones, comuniones y actos de piedad, pero sabemos, con la certeza que nos da la fe, que el Espíritu Santo actúa en nuestro interior y que esta actuación se traduce siempre en las obras buenas que Dios quiere que llevemos a cabo. Dejemos que sea Dios el que, a su manera, nos transforme en los hombres y mujeres que, desde siempre, ha diseñado sobre cada uno de nosotros. “Bendito sea el Padre por cuanto nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia en el amor” (Ef 1,3-4).