Vigesimoséptimo domingo del tiempo ordinario B
Antífona de entrada
A tu poder, Señor, está sometido el mundo entero; nadie puede oponerse a ti. Tú creaste el cielo y la tierra y las maravillas todas que existen bajo el cielo. Tú eres Señor del universo (cf. Est 4,17).
Tomada del libro de Ester, la antífona recoge las primeras palabras con las que Mardoqueo invoca a Dios para que libre a su pueblo de la amenaza de Amán, lugarteniente del rey de Persia. En ellas manifiesta la confianza en la grandeza creadora del Señor, al que nada ni nadie puede oponerse. Convencidos plenamente de esta verdad, fundamento básico de nuestra fe, nos ponemos en las manos del Padre con la certeza de que, en medio de.nuestras debilidades y sufrimientos, nos hará partícipes de su fuerza y su poder. “Me deleito en mis debilidades, y en los insultos, en privaciones, persecuciones y dificultades que sufro por Cristo. Pues, cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co 12,10)..
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, que desbordas con la abundancia de tu amor los méritos y los deseos de los que te suplican, derrama sobre nosotros tu misericordia, para que perdones lo que pesa en la conciencia y nos concedas aún aquello que la oración no menciona. Por nuestro Señor Jesucristo.
Reconociendo que el amor con el que Dios nos ama supera infinitamente, y de manera incomprensible para nosotros, todo lo que podamos merecer y desear, le pedimos que este amor llene nuestro ser de tal manera, que, quedando limpia nuestra conciencia de todo aquello que nos remuerde, recibamos las bendiciones y los dones que, por nuestra condición de pecadores, no merecemos ni imaginamos. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
Lectura del libro del Génesis - 2,18-24
El Señor Dios se dijo: «No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle a alguien como él, que le ayude». Entonces el Señor Dios modeló de la tierra todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo, y se los presentó a Adán, para ver qué nombre les ponía. Y cada ser vivo llevaría el nombre que Adán le pusiera. Así Adán puso nombre a todos los ganados, a los pájaros del cielo y a las bestias del campo; pero no encontró ninguno como él, que le ayudase. Entonces el Señor Dios hizo caer un letargo sobre Adán, que se durmió; le sacó una costilla, y le cerró el sitio con carne. Y el Señor Dios formó, de la costilla que había sacado de Adán, una mujer, y se la presentó a Adán. Adán dijo: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre ser" mujer”, porque ha salido del varón». Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.
Después de haber creado los animales del campo y las aves del cielo y, una vez presentados a Adán para que les pusiese un nombre, a Dios le pareció que éste no era completamente feliz.
Fue entonces cuando, haciéndole entrar en un sueño profundo, le saca una costilla y con ella modeló a la mujer. Cuando Adán despertó -ya le había cubierto Dios con carne el hueco que ocupaba la costilla-, y vio a la mujer, reaccionó de esta manera: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!”.
Este relato puede confundirnos, si lo consideramos como un hecho histórico. En realidad fue redactado sólo diez siglos antes de Cristo, y no por un historiador o un científico, sino por un creyente, que intenta transmitirnos y aclararnos el significado humano y religioso de la unión conyugal, como parte del proyecto benevolente de Dios para la humanidad. El texto sagrado no pretende ilustrarnos sobre el origen histórico de la pareja humana, sino, como hemos dicho, mostrarnos el pensamiento de Dios sobre la relación marital entre el hombre y la mujer.
Como una parábola evangélica en acción, la lectura nos aporta importantes mensajes, válidos para todos los hombres de todos los tiempos, y muy beneficiosos como alimento espiritual de la vida del cristiano.
Nos llena de satisfacción saber que el motivo por el que Dios se decidió a crear el mundo no es otro que el bien y la felicidad del hombre. Esta convicción, que para nosotros, creyentes, es evidente, no lo era tanto para el hombre bíblico ni lo es en la actualidad para las personas que se confiesan ateos. Los relatos de otras culturas sobre la creación del mundo y de la humanidad, son muy diferentes a los de la fe de Israel: los dioses de la región de Mesopotamia, muy cercana geográficamente al mundo de la Biblia, deciden crear a la humanidad, no para hacer felices a los hombres, sino para servirse de ellos como sirvientes y esclavos. El Dios bíblico, en cambio, después de crear al hombre, lo colocó en un jardín al oriente “con toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer”, para que fuese feliz “cuidándolos y labrándolos” (Gén 2, 8. 15). Y, cayendo en la cuenta de que el hombre necesitaba de alguien que lo ayudara, se decidió crear a los animales del campo, a las aves del cielo y, principalmente, a quien sería su perfecta compañera, a la mujer: “No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle a alguien como él, que le ayude”.
Y, centrándonos en la creación de la mujer, apreciamos que es ella la que hace realmente feliz al hombre. Ello no significa en modo alguno una primacía de éste sobre aquélla. El autor sagrado se expresa -no podía hacerlo de otra manera- con la mentalidad de su tiempo, en el que, ciertamente, la mujer ocupaba un lugar secundario en la sociedad y en la familia. Pero, como escribe San Juan Pablo II, en su encíclica Mulieris dignitatem, la mujer, creada por Dios «de la costilla» del hombre, es puesta como otro «yo», igual y distinto al mismo tiempo, es decir, como un interlocutor junto al hombre, el cual encuentra en ella la ayuda adecuada a él porque la reconoce como «carne de su carne y hueso de sus huesos» (Gén 2, 25). Por eso la llama Isaah (mujer), el femenino de Is (hombre), lo que demuestra una identidad esencial entre ambos, algo que nuestras lenguas modernas no logran expresar. Es necesario afirmar, por tanto, que la felicidad que proporciona la mujer al hombre es la misma que la que proporciona el hombre a la mujer. Ambos, hombre y mujer -varón y ‘varona’, como se ha traducido en algunas versiones españolas de la Biblia- se complementan recíprocamente.
En el primer relato de la creación se dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Esta semejanza con Dios no se queda en el campo del pensamiento o del sentido moral, del que ciertamente carecen los animales. La semejanza con el Creador se muestra también en nuestras relaciones personales: cuando los hombres viven en paz y en concordia están imitando la paz y armonía que, por esencia, existen en Dios y, cuando el hombre y la mujer son el uno para el otros, hacen, de algún modo visible, la entrega mutua que realizan entre sí las tres divinas personas.
Además de este parecido con Dios, que se lleva a cabo en el amor de la pareja humana, el texto profundiza y potencia -si así puede decirse- este amor, dando una razón más para su realización y fortalecimiento a lo largo de la vida: “abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”. Cuando el hombre ama a su mujer, se está amando a sí mismo, y cuando la mujer ama a su marido, se está amando a sí misma; igual que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se aman a sí mismos al amarse mutuamente.
En el Nuevo Testamento la relación entre el hombre y la mujer adquiere un nivel teológico aún más elevado. Si para la Antigua Alianza el amor entre el hombre y la mujer refleja el amor que Dios, en su Trinidad, se tiene a sí mismo, ahora este amor tiene una referencia aún más cercana: el amor de Cristo a la Iglesia, que, a su vez, es un reflejo del amor de Dios por la humanidad. Todo lo que Cristo ha hecho y hace por su Iglesia es lo que debe hacer el esposo por su esposa y la esposa por su esposo. “La medida de un verdadero amor esponsal encuentra su fuente más profunda en Cristo, que es el Esposo de la Iglesia, su Esposa” (San Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, 24). “Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y harán los dos una sola carne”, “un gran misterio” que San Pablo “refiere a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 32)
Salmo responsorial – 127
Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
“Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comomerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien”.
El temor de Dios es el principio de la sabiduría” (Prov. 1,7). No se trata de sentir miedo como cuando entramos en un lugar oscuro y desconocido ni temer a Dios sólo porque nos pueda castigar. El temor de Dios es una actitud de respeto, admiración y sumisión ante el que ha creado todas las cosas y tiene la soberanía sobre todo el universo y, particularmente, sobre nosotros, pobres siervos, que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Él. Al que teme al Señor el salmista lo llama dichoso, a éste todo le saldrá bien; no tendrá que mendigar para subsistir, sino que vivirá “del fruto de su trabajo”. Nosotros, que hemos conocido el amor del Dios encarnado y hemos creído en él, además de disfrutar ya en esta vida de la paz y de los bienes celestiales, aunque todavía en esperanza, aguardamos una felicidad libre de cualquier amenaza, incluida la amenaza de la muerte, una felicidad que es más grande que todo lo que podamos desear e imaginar. Jesús, cuyo seguimiento es la medida y norma del temor de Dios, nos asegura: “Nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno en esta vida (...) y en el mundo venidero, la vida eterna” (Mc 10,29-30).
“Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa”
El salmista proyecta la dicha del que teme al Señor a la vida familiar, una vida de concordia alrededor de la madre de familia que, como “parra fecunda” y adornada con las virtudes que la Biblia pone en ella, derrochará alegría y vitalidad entre sus hijos, los cuales, como retoños de olivo, se sentarán en torno a la mesa del hogar. Nosotros, peregrinos hacia la patria celestial y miembros de la Iglesia, nuestra madre, nos sentamos alrededor de la mesa eucarística para compartir el mismo alimento espiritual. Unidos, además, a los santos de todos los tiempos, anticipamos el banquete de las bodas del Cordero y disfrutamos, en esperanza, de las alegrías de la casa del Padre.
“Esta es la bendición del hombre que teme al Señor. Que el Señor te bendiga desde Sion, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida”.
El salmista ha descrito en los versículos anteriores las bendiciones de que será objeto el hombre temeroso de Dios. Pero ahora da un paso más y liga esta felicidad familiar -con la que ha sido premiado- a la prosperidad de Jerusalén, donde habita Yahvé, y a la prosperidad del pueblo de Israel. Nosotros somos miembros del nuevo pueblo de Dios, formado por la Iglesia peregrinante y por la Iglesia que disfruta ya, de forma permanente, de los bienes prometidos. El cristiano no se entiende a sí mismo de forma aislada: es todo el pueblo de Dios, en el cada uno de nosotros está incluido, el que peregrina a la Casa del Padre y el que se sentará a la mesa del banquete mesiánico. Una espiritualidad exclusivamente individual no es una espiritualidad cristiana.
Lectura de la carta a los Hebreos - 2,9-11
Hermanos: Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte. Pues, por la gracia de Dios, gustó la muerte por todos. Convenía que aquel, para quien y por quien existe todo, llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al jefe que iba a guiarlos a la salvación. El santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos.
En el versículo anterior a la lectura que la Iglesia nos propone hoy, el autor sagrado, citando el salmo 8, exalta al hombre -“al que Dios creó un poco inferior a los ángeles”- por encima de todos los seres creados: “Todo lo sometiste bajo sus pies”. No obstante, como podemos comprobar, esta sentencia bíblica no se ha cumplido todavía, pues no es el caso que los seres humanos tengamos un dominio sobre el resto de las cosas creadas.
Sin embargo -continúa la lectura- vemos a uno de los nuestros, a Jesús, coronado de gloria y honor por sus padecimientos y su muerte. La promesa hecha al hombre se ha cumplido, por tanto, en Jesús, el hombre perfecto, y, a través de Él, nosotros podemos recuperar el dominio sobre todas las cosas que fue previsto por el Creador para Adán.
A este Jesús, al que Dios colocó por un tiempo por debajo de los ángeles -se está refiriendo al misterio de la Encarnación- lo vemos ahora coronado de gloria y honor, al haberle concedido Dios sufrir y morir por todos los hombres, algo que estaba previsto en el plan eterno del Padre, el cual quiso salvar a los hombres mediante la revelación de su verdadero nombre y de su auténtico rostro, el rostro del amor. Ahora bien. No hay mejor manera de demostrar Dios su amor a los hombres que muriendo por ellos: “Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por los amigos” (Jn 15,13). Pero para morir por los hombres tenía que hacerse hombre. Y es para esto, para morir por los hombres y revelarnos de esta forma su amor sin medida, para lo que se hizo hombre en su Hijo: “Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta extremo” (Jn 13, 1).
La razón de la muerte de Jesús se refuerza aún más, si cabe, con estas palabras: “Convenía que aquel, para quien y por quien existe todo, llevara a muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al jefe que iba a guiarlos a la salvación”. ¿A quién convenía realmente perfeccionar al autor de nuestra salvación, es decir, a Jesús? Ciertamente, al Dios Creador, que al crear todas las cosas, proyectó un plan benevolente de salvación para todos los hombres mediante la participación en su vida divina y en su mismo ser.
Dios quiso salvar al hombre a través del mismo hombre. Este hombre es Cristo que, por ser también Dios, el solo Santo, puede santificarnos a nosotros pecadores, pero llamados a ser santos y perfectos como Él, como Cristo: “Dios nos escogió en Cristo, antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de El en el amor” (Ef 1,4).
Igual que el hombre y la mujer son dos en una sola carne (primera lectura), por nuestro ser corre la misma savia vital, humana y divina, que corre por el ser de Cristo. Un hermano nuestro ha escalado las altas cumbres de la divinidad y nosotros, mediante la fe en Él, las hemos alcanzado con Él, aunque todavía en esperanza: “Si con Él morimos, viviremos con Él; si con Él sufrimos, reinaremos con Él” (2 Tim 2, 11-12).
Jesús no se avergüenza de llamarnos hermanos. ¿No sentimos nosotros orgullos de ser los hermanos de Jesús?
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud.
Lectura del santo evangelio según san Marcos -10,2-16
[En aquel tiempo, acercándose unos fariseos, preguntaban a Jesús para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?» Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?» Contestaron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio».] Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos los regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él». Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos.
La pregunta que los fariseos hacen a Jesús sobre el divorcio demuestra que este asunto era un tema frecuente de conversación entre los judíos. Dando por sentado que el divorcio era una realidad, se daban distintas posiciones sobre su moralidad: los que lo admitían sin ningún problema, de acuerdo con Deut 24,1 -donde se afirma que el marido puede repudiar a su mujer, si ve en ella algo que le desagrada-, y los llamados rigoristas, para los cuales el divorcio iba contra la voluntad de Dios, expresada en su Palabra..
La pregunta era, por tanto, procedente, aunque en este caso se trataba de “poner a prueba a Jesús” y comprometerle: “¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?”. Jesús, como acostumbrara en sus disputas con los fariseos, no responde directamente, sino que les lleva a que sean ellos los que descubran la respuesta. “¿Qué os ha mandado Moisés?”. “Moisés -respondieron ellos- permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla”. En realidad en la Ley del Sinaí no existe ninguna prescripción sobre el divorcio. Ellos se apoyan en el fragmento a que antes se ha aludido (Deut 24,1), en el que se dice que el hombre puede repudiar a su mujer en el caso de que descubra en ella algo desagradable. Jesús, después de justificar esta prescripción como un mal menor debido a la dureza de su corazón, les lleva al primer proyecto de Dios sobre la pareja humana, en el que claramente aparece su indisolubilidad (primera lectura): “al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”.Por tanto: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.
Cuando los discípulos, ya en casa, le piden una aclaración de lo que ha dicho a los fariseos. Jesús sigue insistiendo en la inmoralidad del divorcio, al mismo tiempo que declara la esencial igualdad entre el hombre y la mujer, algo absolutamente novedoso en el mundo judío y en el mundo greco-romano, donde la mujer era considerada como un ser inferior: “Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”.
La última parte del Evangelio -debió ocurrir en otra ocasión y San Marcos lo pone aquí- describe la famosa escena de Jesús con los niños que, posiblemente llevados por sus padres, se acercaban a Jesús para que los tocase. Al intentar impedírselo los discípulos, Jesús pronuncia esta frase, desde siempre muy conocida por los creyentes cristianos: “Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios”.
La finalidad de tener a su lado a los niños es bendecirlos, igual que hacía con los enfermos. La reacción de los discípulos de apartarlos de Jesús no estaba motivada por el hecho de que podían molestar al maestro, sino porque Jesús no perdiera el tiempo con unas personas tan poco importantes en la sociedad, como los niños. De aquí la afirmación de Jesús de que “de los que son como ellos es el reino de Dios”, y en ellos están incluidos los que, como los niños, lo necesitan todo, los pobres, los marginados, los que nada cuentan en la sociedad. A ser como ellos es a lo que nos invita Jesús: “quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Dios rehúsa el Reino a los orgullosos y prepotentes, a los que se creen con derecho al mismo, y se los concede a los que lo reciben como un don totalmente gratuito. Estas palabras de Jesús nos llevan a aquellas otras de María, que cantan las alabanzas de Dios ante su prima Isabel: “Desplegó el poder de su brazo, destruyendo los planes de los soberbios; derribó a los poderosos de sus tronos y encumbró a los humildes; colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías” (Lc 1,51-53).
Oración sobre las ofrendas
Acepta, Señor, el sacrificio establecido por ti y, por estos santos misterios que celebramos en razón de nuestro ministerio, perfecciona en nosotros como conviene la obra santificadora de tu redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.
En la víspera de su pasión, Jesús estableció el Sacramento de la Eucaristía, en el que anticipó y perpetuó el Sacrificio de su pasión y muerte, la cual tendría lugar al día siguiente. El Padre aceptó desde toda la eternidad el sacrificio de su Hijo como revelación suprema de su amor a los hombres. En el momento de actualizarlo en esta Eucaristía, pedimos al Padre que nuestros pequeños o grandes sacrificios y sufrimientos por el establecimiento definitivo del reinado de Dios se unan a la ofrenda personal de Jesús para que podamos aprovechar los frutos de su redención. Manifestamos al Padre nuestro deseo de que la obra salvadora de Cristo llegue a su culminación en todos los que, de una forma o de otra, participan en la celebración de este Sacramento. “De tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que crea en él no se pierda, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16).
Antífona de comunión
Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan y participamos del mismo cáliz (cf. 1 Cor 10,17).
“En la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan (...). La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que Él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él y, por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 14).
Oración después de la comunión
Concédenos, Dios todopoderoso, que nos alimentemos y saciemos en los sacramentos recibidos, hasta que nos transformemos en lo que hemos tomado. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Cuando comulgamos no asimilamos el cuerpo de Cristo a nosotros, como hacemos con los alimentos materiales, sino al revés: es Cristo quien nos asimila a Él. Siendo esto así, manifestamos al Padre nuestro deseo de que el sacramento con el que hemos sido alimentados haya nutrido nuestro ser de tal manera, que “nos transformemos realmente en aquello que hemos recibido”, es decir, en Cristo y que, como Cristo, hagamos que el amor a Dios y a los hombres sea la principal fuerza que mueva nuestra existencia. “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1Jn 4,7)