Domingo 2 Pascua C

Domingo 2 Pascua C

 Antífona de entrada

           Como niños recién nacidos, ansiad la leche espiritual, no adulterada, para que con ella vayáis progresando en la salvación. Aleluya (1 Pe 2,2).

           O bien:

           Alegraos en vuestra gloria, dando gracias a Dios, que os ha llamado al reino celestial. Aleluya (4 Esd 2,36-37).

 Oración colecta

                    Dios de misericordia infinita, que reanimas, con el retorno anual de las fiestas de Pascua, la fe del pueblo a ti consagrado, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia, para que todos comprendan mejor qué bautismo nos ha purificado, qué Espíritu nos ha hecho renacer y qué sangre nos ha redimido. Por nuestro Señor Jesucristo.

           Después de cuarenta días en los que nos hemos ejercitado en la conversión mediante la oración, el ayuno y la limosna, el tiempo litúrgico de Pascua de Resurrección es una entrada de aire fresco que despeja nuestra mente y ablanda nuestro corazón para crecer en el conocimiento de la gracia que se nos regaló en el bautismo en nuestras vidas, del Espíritu Santo, que anima y fortalece nuestros hábitos y actitudes, y del Amor incondicional de Cristo al dar su vida por nosotros. Es esto lo que le pedimos al Padre en esta oración colecta, una petición que San Pablo desea para los hermanos de la comunidad de Filipo con estas palabras: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios” (Ef  3, 17-19)

  Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 5,12-16

           Por la mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres, que se adherían al Señor. La gente sacaba los enfermos a las plazas, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno. Acudía incluso mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran curados.

           Nada podía impedir el desarrollo de la Iglesia naciente. Se empezaba a cumplir la promesa de Cristo en el momento de ascender al cielo: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta en los confines de la tierra”. La lectura nos sitúa por el momento en Jerusalén. Asistimos al primer momento de expansión de la Iglesia. 

           En el pórtico de Salomón, el lugar del templo que daba acceso al Atrio de los Gentiles, se reunían diariamente, “movidos por un mismo espíritu”, los primeros seguidores de Jesús. Éstos seguían frecuentando el lugar sagrado, sin ser todavía conscientes de que formaban un nuevo grupo religioso; más aún, pensaban que su fe judía se había fortalecido aún más, pues, a sus ojos, las promesas del Antiguo Testamento se habían cumplido definitivamente en Jesús. El proceso de separación entre una y otra fe se llevará a cabo poco a poco. Las personas que les veían se admiraban de su comportamiento y, aunque en un principio no se atrevían a juntarse con ellos, iba creciendo el número de los creyentes, siendo muchas personas las que se adherían al camino del Señor.

          En segunda parte de la lectura se incide en lo dicho al principio de la misma: “Por la mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo”. San Lucas pone en paralelo las primeras actuaciones de los apóstoles con los inicios de la predicación de Jesús en Galilea. En efecto. Acabamos de oír que mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevaba (ante los apóstoles) enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran curados”. Algo parecido a lo que el mismo Lucas nos contaba sobre el inicio de la predicación de Jesús en el capítulo cuarto de su evangelio: “A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba” (Lc 4, 40). Parece que San Lucas pretende hacernos ver que los apóstoles han tomado el relevo de Jesús, y así era realmente. Pero el motivo principal del aumento de los creyentes no eran los milagros que se realizaban por medio de los apóstoles, sino el hecho de que los hermanos estaban unidos por un mismo espíritu -“Todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón”cumpliéndose las palabras del Señor en la última cena: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,35). 

           La pregunta cae por su peso, ya que el mandamiento de la unidad nos incumbe tanto a ellos -a los primeros cristianos- como a nosotros: ¿Damos los cristianos de hoy este testimonio de unidad para que el mundo crea que Cristo es el Enviado de Dios y, por tanto, la verdadera y única respuesta a la salvación y a los problemas que afligen a la humanidad? 

            En la realización de esta unidad entre los discípulos de Cristo, todos y cada uno tenemos nuestra parte de responsabilidad: desde la pequeña comunidad en la que vivo mi fe en Cristo hasta el conjunto de la Iglesia universal, a la que estoy realmente estoy unido, debo, con la ayuda de la gracia, esforzarme por destruir todos los elementos de desunión y potenciar lo que nos une a Cristo, la Vid verdadera. Ello requiere por parte de cada uno una gran dosis de humildad y la actitud de tomar muy en serio a los hermanos en la fe. San Pablo, como apreciamos en esta exhortación a los  cristianos de Filipo, lo tenía muy claro: “Colmad mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a uno mismo, buscando cada cual, no su propio interés, sino el de los demás”. (Fil 2, 2-4)

 

Salmo responsorial - 117

 

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

       

(1) Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.Digan los que temen al Señor:eterna es su misericordia.

                 

(2) «La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa». No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor. Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte.

                   

(3) La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.  Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.

 (4) Señor, danos la salvación; Señor, danos prosperidad. Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor.  El Señor es Dios, él nos ilumina

      (1) El salmista invita al pueblo, reunido en asamblea, a alabar a Dios por los beneficios recibidos. “Eterna es su misericordia”responde el pueblo una y otra vez. El salmista reclama la acción de gracias de los distintos estratos sociales, representados en la Casa de Israel -el estamento laico- y la Casa de Aarón -el estamento religioso-, y de todos aquéllos que temen al Señor, es decir, de todos los que, sean de la nación que sean, tienen puesta en el Señor su única esperanza. Todos ellos testifican el amor misericordioso de Dios, puesto a prueba en la creación y en la historia entera del pueblo elegido. 

 

Con una conciencia todavía más viva, nosotros, que hemos hemos sido agraciados con el inmenso don de la participación en la vida divina por nuestra fe en Jesucristo, reconocemos con nuestra voz, con nuestro corazón y con nuestras obras, este amor de Dios, llevado al límite en la persona de Jesús que, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).

 

(2) El salmo continúa celebrando el triunfo de Dios sobre los enemigos del pueblo, ensalzando su poder indiscutible: “La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa”. Con razones más contundentes, si cabe, nosotros manifestamos nuestra inmensa alegría por el triunfo de Jesús sobre la muerte y el pecado. De ello se hacía eco la liturgia de la Noche Pascual: “Ésta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo”. Así lo cantamos también en la secuencia de Pascua: “¡Lucharon vida y muerte en singular batalla, y muerto el que es la Vida, triunfante se levanta!”. Esta victoria de Cristo nos da la certeza de que la muerte -la muerte que es el pecado-, no nos tocará, pues tenemos la esperanza fiable de que disfrutaremos para siempre de la vida verdadera y de la vocación de dar gloria a Dios para la que fuimos creados: “No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor”. 

 

          El pueblo se acuerda de las humillaciones y sufrimientos causados por sus pecados, sufrimientos que Dios permitió con el fin de ponerlo en el camino que conduce hacia la realización de sus promesas, un castigo, ciertamente, duro, pero que no le llevó a su destrucción: “Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte”. Olvidamos con frecuencia que los planes de Dios no son nuestros planes y que sus caminos no son nuestros caminos, y este olvido nos lleva a no aceptar la voluntad de Dios y, en consecuencia, a perdernos en un mundo sin rumbo. Dios permite esos momentos de crisis y sufrimiento para que, reconociendo con humildad nuestras rebeldías, nos acerquemos a su perdón con la confianza cierta de que no nos abandonará ni permitirá que nadie ni nada nos separe de Él, pues “nadie ni nada podrá apartarme del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8,39).

 

          (3) Otro motivo para alabar a Dios: Israel, un minúsculo pueblo, continuamente menospreciado por los grandes imperios, se ha convertido, según los planes de Dios, en la piedra angular del edificio espiritual de todas las naciones, en el vehículo de transmisión de los designios salvadores de Dios en la historia. 

 

Jesucristo se aplicó este texto a sí mismo, al recriminar a las clases religiosas dirigentes el no haber querido reconocerlo como Mesías (Lc 20,17). También los Hechos de los Apóstoles, San Pablo y San Pedro recogen este versículo de nuestro salmo: “El es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (He 4,11-12). Ha sido la Resurrección de Jesucristo la que ha operado el milagro de construir la comunidad de fieles con un solo corazón y una sola alma en la que Cristo es el punto de unión y el cimiento de la misma. Sobradas razones tenemos los cristianos para estar alegres y gozosos por vivir esta fiesta permanente: “Éste es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.

 Lectura del libro del Apocalipsis 1,9-11a. 12-13. 17-19

        Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la perseverencia en Jesús, estaba desterrado en la isla llamada Patmos a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús. El día del Señor fui arrebatado en espíritu y escuché detrás de mí una voz potente como de trompeta que decía: «Lo que estás viendo, escríbelo en un libro, y envíalo a las siete Iglesias». Me volví para ver la voz que hablaba conmigo, y, vuelto, vi siete candelabros de oro, y en medio de los candelabros como un Hijo del hombre, vestido de una túnica talar, y ceñido el pecho con un cinturón de oro. Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Pero él puso su mano derecha sobre mí, diciéndome: «No temas; yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Escribe, pues, lo que estás viendo: lo que es y lo que ha de suceder después de esto».

           La segunda lectura está tomada del libro del Apocalipsis, un término griego que ha adquirido para nosotros una acepción negativa, al entenderlo como el final del mundo, con todos los desastres que, en ese momento, caerán sobre la tierra. Hablamos de ‘un escenario apocalíptico’ y espontáneamente vienen a nuestra mente catástrofes, devastación, ruina, adversidades, caos. Pero el verdadero significado de ‘Apocalipsis’ es ‘Revelación’. Fue un género religioso-literario frecuente entre los siglos II a. de Cristo y II después de Cristo. El mensaje que transmiten es siempre el mensaje del amor de Dios y la victoria de Dios sobre todas las formas del mal; es un lenguaje encriptado, comprensible para los destinatarios inmediatos, pero difícil para nosotros que no vivimos en las circunstancias que se vivían en aquellos momentos. Los libros apocalípticos están escritos en tiempo de persecución, como queda de manifiesto en las primeras palabras de esta lectura: “Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la perseverencia en Jesús, estaba desterrado en la isla llamada Patmos”.  

           Por esta razón el lenguaje no puede ser demasiado explícito: está de por medio el temor al perseguidor, que no cesa de acechar. En el capítulo 18 de este libro menciona quién es este perseguidor: “Gritó con potente voz diciendo: «¡Cayó, cayó la Gran Babilonia! Se ha convertido en morada de demonios, en guarida de toda clase de espíritus inmundos, y detestables”. En realidad -los destinatarios del libro lo sabían bien- se está refiriendo al Imperio Romano, que ha empezado su proceso de persecución a la comunidad cristiana.

           En esta situación de acosamiento por los poderes imperiales tiene lugar la visión que hoy relata la lectura: “Fui arrebatado en espíritu y escuché detrás de mí una voz potente como de trompeta que decía: Lo que estás viendo, escríbelo en un libro, y envíalo a las siete Iglesias”. Era evidente para el autor sagrado que está voz era la voz de Jesucristo, que se le aparece como “un hijo de hombre, título con el que los destinatarios, y también nosotros, sabemos que se refería al Señor. San Juan, aturdido como cualquiera que se encuentra de repente ante la presencia del Señor, “cae a sus pies como muerto”De la boca del Señor escucha estas palabras que pretenden tranquilizarlo: “No temas”Seguidamente la voz le recuerda a) el señorío absoluto de Cristo sobre todos los poderes de este mundo -“Yo soy el primero y el último”, o, en otras palabras, todo lo que existe comienza y termina en mi, y fuera de mí no hay otro Dios-, b) su victoria sobre la muerte y el pecado -“yo soy el que estuvo muerto, pero que vivo por los siglos”-, c) su autoridad sobre la vida y la muerte -“tengo las llaves de la muerte y el abismo”una autoridad, no para destruir, sino para salvar, como ya lo manifestó Jesús en su vida mortal: “Yo soy la Resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”(Jn 11,25). Ésta es la manera como el Señor infunde ánimos y esperanza en la victoria final en los momentos de persecución, de crisis de fe y debilitamiento ante las dificultades.

            “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”, dijo Jesús a sus discípulos, y también a nosotros, antes de ascender al cielo. Y si Jesús ha vencido al mundo, también nosotros venceremos con Él: “Si hemos muerto con él, también viviremos con él, y si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él”  (2 Tm 2, 11-12). Y su promesa no fallará, ya que Él estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20).

           En un mundo en el que apenas vemos señales de este triunfo de Cristo -guerras, olvido de Dios, desigualdades sociales y económicas sangrantes, políticas que sólo miran hacia el triunfo de los poderosos-, siguen siendo actuales y completamente válidas estas palabras del libro del Apocalipsis, que señalan a Cristo como el verdadero referente de la historia, como el camino que conduce al auténtico progreso de la humanidad, como la verdad que nos hace libres, como la fuente de vida que da plenamente sentido a la existencia humana. Las palabras de Cristo en esta visión del apóstol San Juan nos invitan a fiarnos de Él, a pesar de que con los ojos de la carne nos parezca que el mundo camina en la dirección contraria; a tener esperanza en que el Reino de Dios llegará a su cumplimiento: “Los caminos de Dios no son nuestros caminos y sus planes no son nuestros planes”.

 Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Porque me has visto, Tomás, has creído –dice el Señor–; bienaventurados los que crean sin haber visto.

 Lectura delsanto evangelio según san Juan - 20,19-31

           Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Esta aparición tuvo lugar en la tarde noche del Domingo de Resurrección, muy probablemente en la casa en la que tuvo lugar la última cena. Allí se habrían refugiado los once por miedo a los judíos -se había corrido la voz de que habían robado el cadáver de Cristo y, obviamente, podían pensar que sospecharían de ellos-. Con los diez apóstoles -no estaba Tomás entre ellos- se encontraban otros discípulos, entre ellos, según nos cuenta San Lucas en su Evangelio, los dos de Emaús, que habrían vuelto a Jerusalén a informar a los demás de que habían visto al Señor.

El que Jesús apareciese en medio de ellos, estando las puertas cerradas, manifiesta por parte del evangelista una intención de afirmar el poder y la gloria del Señor, que ya no estaba sometido a las leyes del mundo físico. Las primeras palabras de Jesús son el saludo de la paz, algo habitual en el mundo oriental, pero que en Él adquiere un significado absolutamente distinto. A continuación, les muestra las manos y el costado, un gesto con el que el Maestro pretende disipar la desconfianza de que no estaban viendo un espíritu. La primera reacción de los discípulos es la alegría: “... se llenaron de alegría al ver al Señor”. Con ello se empezaba a cumplir la promesa que les hizo Jesús en el cenáculo la víspera de su pasión: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22).

La repetición por segunda vez del saludo “paz a vosotros” de la paz , la paz que les prometió en la última Cena, la víspera de su muerte: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni se acobarde” (Jn 14,27). 

A continuación sopló sobre ellos, un gesto que nos lleva al momento de la creación en el que Dios insufló su aliento para dar vida a todas las cosas creadas. Con el soplo de su aliento sobre sus discípulos Jesús les regala la nueva vida, conseguida para ellos a través de su Muerte y Resurrección, y el poder de perdonar los pecados, es decir, la Vida que es Ėl mismo. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?, dijeron en una ocasión los fariseos a Jesús (Lc 5,21? Pues ahora, no sólo Jesús, que era Dios, sino también sus discípulos que, desde este momento, participaban de la misma vida y misión de Cristo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» 

La segunda parte de la lectura es el conocido episodio de Tomás que, al no estar presente en la primera aparición, se negaba a creer.  Hemos visto al Señor” -le repetían una y otra vez los compañeros-. Su respuesta era siempre la misma: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”Esta vez se encontraba Tomás en el grupo. Cuando Jesús aparece, se dirige directamente a él: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Tomás reacciona: “Señor mío y Dios mío”“¿Porque me has visto, Tomás, has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto”. 

Probablemente San Juan, al introducir el episodio de Tomás en su evangelio, tiene la intención de animar a la fe a todos aquéllos que no vieron al Señor en vida. “Bienaventurados los que crean sin haber visto”Son ellos, es decir, nosotros, los destinatarios directos, no sólo de esta narración, sino de todo el cuarto evangelio. Así lo escribe varias veces a lo largo del mismo, y así queda corroborado con las palabras finales de esta lectura: Estos (signos) han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Oración sobre las ofrendas

          Recibe, Señor, las ofrendas de tu pueblo [y de los recién bautizados], para que, renovados por la confesión de tu nombre y por el bautismo, consigamos la eterna bienaventuranza. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          El pueblo creyente y los nuevos cristianos, incorporados a Cristo la noche de la Pascua, ofrecen por mediación del sacerdote los dones del pan y el vino que, convertidos en el Cuerpo y la Sangre del Señor, serán el alimento que fortalecerá nuestra vida junto a Dios. Unidos al deseo de la Iglesia, ofrecemos estos dones con el sincero deseo de ser renovados por la fe en el Señor resucitado y por la gracia del bautismo y, de esta forma, hacernos dignos de recibir la Vida que no tiene fin y que consiste en el conocimiento del Padre y de Jesucristo: “En esto consiste la vida eterna: en que te conozcan a Ti, el Único Dios verdadero, y a tu Enviado Jesucristo” (Jn 17,3).

 Antífona de comunión

           Trae tu mano y métela en el agujero de los clavos: y no seas incrédulo, sino creyente. Aleluya (cf. Jn 20,27).

Oración después de la comunión

          Concédenos, Dios todopoderoso, que el sacramento pascual recibido permanezca siempre en nuestros corazones. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          El sacramento que hemos recibido en la comunión tiene, de por sí, una eficacia permanente que llega hasta la eternidad. Pero en la práctica, debido a las influencias externas que van en su contra, a nuestra natural inconstancia y a nuestra inclinación a las cosas de la tierra, vivimos en la práctica como si Cristo no permaneciese en nuestro corazón, arrojándonos, si no a los vicios del mundo, sí a una vida espiritualmente tibia. La Iglesia pretende con esta oración que no cesemos de implorar la gracia de Dios para que vivamos permanentemente en Cristo. “Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús. No apaguéis el Espíritu” (1 Tes 5 17-19)

 

Domingo de Ramos C

Domingo de Ramos - Ciclo C

Oración colecta

           Dios todopoderoso y eterno, que hiciste que nuestro Salvador se encarnase y soportara la cruz para que imitemos su ejemplo de humildad, concédenos, propicio, aprender las enseñanzas de la pasión y participar de la resurrección gloriosa. Por nuestro Señor Jesucristo.

           “De tal manera amó Dios al mundo, que nos dio a su Hijo único, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Las intervenciones de Dios con Israel fueron una progresiva preparación de la manifestación directa de sí mismo a través de su Hijo, Jesucristo, quien nos dijo con total claridad que quien le ve a Él, ve al Padre. Todas las actuaciones de Jesús en su vida terrena tenían como finalidad enseñarnos a ser y a comportarnos como Él: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 19). Y la manifestación más patente de esta humildad la tenemos en el acontecimiento de su pasión y muerte en la cruz. Es por eso que la Iglesia nos regala hoy el relato íntegro de la pasión -este año en la versión de San Lucas- con el fin de que aprendamos la virtud de la humildad de Aquél que, siendo Dios, se hizo uno de nosotros. 

           En el inicio de nuestra semana grande pedimos al Padre que nos conceda empaparnos de las verdades que nos enseña Jesús, nuestro Salvador a través de los acontecimientos dolorosos de su pasión y su muerte, siempre con la vista puesta en el triunfo de su Resurrección y en nuestra participación en el mismo: “Tened los sentimientos de Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, ... se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo ... humillándose y obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz, por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre.” (Fil 2, 6-9).

 Lectura del libro de Isaías - 50,4-7

          El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.

           El texto bíblico que ha elegido la Iglesia como primera lectura es el tercer canto del Libro de la Consolación de Isaías. Es verdad que estos textos fueron redactados seiscientos años a.C. y que, aunque el profeta no está pensando directamente en Jesús, en su mensaje retrata perfectamente la vida y la obra del Siervo de Dios por excelencia. Así lo entendieron los primeros cristianos cuando meditaban en la pasión y muerte del Señor. Este texto bíblico es muy apropiado para alimentar la espiritualidad de los discípulos de Cristo, cuyos sentimientos, de acuerdo con el himno a los filipenses de la segunda lectura, debemos imitar.

           Sobre este texto se han hecho infinidad de estudios exegéticos y se han dado multitud de interpretaciones, sobre todo a la hora de determinar el sujeto al que se atribuyen las afirmaciones del mismo: ¿Es el propio profeta el que habla en nombre propio? ¿Se trata del pueblo de Israel que, en estos momentos, se encuentra desterrado en Babilonia? Damos, ciertamente, por supuesto que el profeta escribe para que este pueblo, que atraviesa momentos muy difíciles lejos de su patria, no caiga en el desánimo ni en la desesperanza. 

           En cualquier caso, de este texto podemos sacar interesan-tes aplicaciones para nuestra vida espiritual. Lo haremos siguiendo los distintos puntos del mismo.

 “El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento”. 

           Me vienen a la memoria aquellas palabras de San Pablo en su segunda carta a los Corintios: “Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren” (2 Cor 1,3-4). Y ello me lleva a la conclusión de que, en mi permanente tarea de servicio a los demás, tengo, ante todo, que pensar que la ayuda que pueda prestarles no puede proceder de mí mismo, sino del Señor que, a través de mi persona, obra el bien que el prójimo necesita: “Sin él –sin el contacto permanente con el Señor- no podemos hacer nada” (Jn 15,5).

           “Cada mañana me espabila el oído…”  

           El Señor requiere mi atención continuamente, ya sea en los momentos de oración, en la liturgia, en la conteo de su rostro en las personas necesitadas, en cualquier circunstancia, positiva o adversa, de la vida. Mi actitud debe ser siempre la del discípulo que, dócilmente, no desea otra cosa que aprender de su maestro: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón” (Sal 94,7).

 “Yo no resistí ni me eché atrás”. Y no sólo eso. El que así habla está dispuesto a dejarse castigar, ofreciendo “su espalda” y “su mejilla” a los que lo golpean. Y todo ello, no por resignación o masoquismo, sino porque, con ello, está ejercitando, varios siglos antes que lo dijera Cristo, las bienaventuranzas: “Felices los mansos, porque serán consolados” “Felices los perseguidos por causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5,5; 5,7).

 ¿De dónde le viene al profeta, o a aquél a quien el profeta se refiera, esta resistencia y esta fuerza? Muy claro lo dice el texto: del Señor que “me ayuda”. Es la ayuda del Señor y la certeza de que no quedaré defraudado” las que hacen que no sienta los desprecios y ultrajes que puedan hacerme: “Por eso endurecí el rostro como pedernal”. Inevitablemente. Esta sentencia de Isaías nos transporta a la carta de San Pablo a los Filipenses: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4, 13). 

           En este magnífico y sugerente texto los primeros seguidores de Cristo, muy fieles en la meditación de su pasión y muerte, veían un vivo retrato del Maestro. Jesús es ese Discípulo con mayúscula que, en contacto directo y permanente con el Padre -pensemos en las largas noches de oración en la soledad del monte-, dialogaba cara a cara con Él, diálogo que se prolongaba en una permanente conciencia de estar a su lado. Ello evitaba apartarse lo más mínimo de la voluntad de quien le encomendó la tarea de salvar y consolar a la humanidad con el verdadero consuelo, aquél que viene de Dios: “He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día” (Jn 6,38-49).

Jesús es el manso y humilde de corazón por excelencia, el que hizo realmente suyo el “no me resistí ni me eché atrás”aconsejando a sus seguidores la no violencia y la no resistencia -“si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra; y si alguien te quita la capa, déjale que se lleve también tu camisa”- y recibiendo pacientemente los insultos y los ultrajes de la multitud, aleccionada por los sacerdotes del templo, y de los soldados encargados de su ejecución que, en un ejercicio de burla, “le golpeaban la cabeza con una caña, lo escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante él”. 

 Salmo responsorial - 21 

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere».

 Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.

Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos;  fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. «Los que teméis al Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel».

           La primera frase del salmo que la Iglesia nos propone en respuesta a la primera lectura ha dado lugar a incontables comentarios y a hermosas piezas musicales. Esta frase, tomada aisladamente, puede desviarnos del verdadero sentido del salmo en su conjunto. El que grita al comienzo del salmo “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” da gracias y alaba a Dios por su salvación unas estrofas más abajo: “Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Los que teméis al Señor, alabadlo”Ello quiere decir que el Señor le ha librado de la situación angustiosa en la que se encontraba.

           A primera vista podríamos creer que el salmo habría sido compuesto para Jesucristo, al retratar perfectamente la situación de un crucificado -“me taladran las manos y los pies” ... “se reparten mi ropa y echan a suerte mi túnica”-. Pero hay que decir que la crucifixión era ya, en tiempos del salmista, una condena a muerte muy extendida. En realidad, el salmo fue concebido como una oración de acción de gracias por el retorno del destierro de Babilonia, un retorno que el salmista compara a la liberación de un condenado a muerte. Ésta es la razón de que lo haya elegido la Iglesia como ejemplo de las torturas propias de una crucifixión, las mismas que infligieron al Señor y que oiremos en el relato de la pasión en la lectura evangélica, un crucificado que, al final, escapa de la muerte o, en la mente del salmista, un pueblo que celebra la vuelta del exilio.

           El tema del justo sufriente no es, por tanto, el asunto central del salmo, sino la acción de gracias de Israel que acaba de escapar de los sufrimientos por los que ha pasado. En el fondo de su angustia, el pueblo desterrado no ha cesado de implorar el auxilio del Señor, sin dudar un instante de que el Señor le escuchaba. El gran grito “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? es, ciertamente, un grito de angustia ante el incomprensible silencio de Dios, que parece no escuchar, pero no es un grito de desesperación y, menos aún, de duda o sospecha de que el Señor lo ha abandonado. Todo lo contrario: es la oración de alguien que sufre y que se atreve a gritar su sufrimiento, una oración que ilumina el sentido de nuestras oraciones en momentos de angustia e incertidumbre.

           En estos momentos tenemos el derecho de gritar, derecho al que la Sagrada Escritura nos invita una y otra vez a través de este salmo y de otros muchos, un grito hecho oración que demuestra que al orante no le ha faltado la esperanza en el Dios que le ha sido fiel y que le ha prometido estar siempre a su lado.

 [En el comentario del salmo he seguido el planteamiento que del mismo hace la biblista y teóloga francesa Marie Noëlle Thabut]

              Dejemos que concluya este comentario el Papa Benedicto XVI:  

          “Este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia también nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza (Benedicto XVI, Audiencia General, 11/09/2013)

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses - 2,6-11

           Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

          En los versículos inmediatamente anteriores al fragmento que la Iglesia nos propone como segunda lectura, San Pablo, quizá por la existencia de disensiones en la comunidad, pide a sus queridos filipenses que se mantengan unidos, como corresponde a los discípulos de Cristo. Para ello cada uno debe considerar superiores a los demás, se debe desterrar todo tipo de rivalidad entre ellos, potenciando la humildad y no buscando el propio interés, sino el de los demás (Fil 2,3-4). Para hacerles más fácil el cumplimiento de estas exhortaciones, apela al fundamento de su ser cristianos, a la unión con Jesucristo, al que deben imitar en todo. “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5).

           De esta forma introduce el conocido Himno de Filipenses, una reflexión que, con toda probabilidad, se utilizaba ya en la liturgia de algunas de las primeras comunidades cristianas y que sintetiza maravillosamente el ser y el obrar de Cristo. “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús”, el cual -y aquí comienza el himno-, “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres…”. En efecto. Jesús, que podía haber exigido en su existencia terrestre los honores que, como a Dios, le correspondían, no sólo renunció a ellos, despojándose de su categoría divina, sino que, tomando nuestra condición humana, se hizo uno de nosotros, asumiendo todas nuestras debilidades y, rebajándose en todo menos en el pecado, se convirtió en esclavo y servidor de todos, un servicio que le llevó a dejarse clavar en una cruz, la forma como solían morir los malhechores. 

           Acostumbrados desde niños a ver pinturas de Cristo lavando los pies de sus apóstoles, recibiendo la mofa de los soldados que tenían la misión de ejecutar su sentencia de muerte, cargado con el madero en el que sería clavado, y agonizando y muriendo entre dos bandidos, no nos percatamos del todo de las barbaridades que se cometieron con el Hijo del Dios, algo que impactó con fuerza a los primeros cristianos  -como apreciamos  en los relatos pormenorizados de la pasión de los cuatro evangelistas- y siguió y sigue impactando a todas las personas que, a lo largo de la historia y también en nuestros días, han entregado su vida a la causa por la que sufrió y murió Cristo, “sufriendo y muriendo con Él” y, como Él, amando “hasta el extremo”.

           El Dios que nos revela Jesucristo no casa con los valores de nuestro mundo, centrados en el poder, en la riqueza, en el placer y en la egolatría; un Dios que sí resultó novedoso para sus primeros seguidores que, cuando esperaban un Mesías que se impondría en todo el mundo con la fuerza de su sabiduría y su poder, resultó un escándalo para los judíos y una necedad para los gentiles (1Cor 1,23), un Dios -lo decimos una vez más- radicalmente contrario al modo de pensar de este mundo: el que de vosotros quiera ser el primero, que sea el servidor de todos; de la misma manera que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 27-28). En Jesús vemos el rostro de Dios manso y humilde de corazón, que se fija en el indigente, que levanta del polvo al desvalido y alza de la basura al pobre, haciéndose Él pobre. Tener los sentimientos de Cristo Jesús es imitar su humildad, una humildad que es la humildad de Dios, que no se define sólo por acoger al pobre y al inferior, sino por hacerme yo pobre e inferior. Es este comportamiento de Cristo el que nos salva de nuestra soberbia y de la mentira de creernos autosuficientes. La humildad es la verdad -decía nuestra Teresa de Ávila-, pero la Verdad es Dios y no nosotros, que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Dios; nosotros somos también verdad, ciertamente, pero sólo cuando aceptamos con agrado nuestra total dependencia de Dios. Entonces de verdad somos humildes.

 “El que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11). Cristo, el máximo humillado, es, por ello, el máximo enaltecido: “Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. 

 Aclamación a la lectura evangélica

Gloria y alabanza a tu, Cristo. Cristo se ha hecho por nosotros obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre.

 Comentario a la lectura de la pasión del Señor

           [El relato de la pasión del Señor – Lucas, 22,14—23,56- aparece al final del comentario de esta misa]

          El domingo de Ramos escuchamos el relato de la pasión que nos presentan los tres evangelistas sinópticos -este año (Ciclo C), la Iglesia nos propone el del evangelio de San Lucas-. Afirmamos de entrada que, en las grandes líneas, los tres sinópticos y el evangelio de San Juan mantienen una esencial coincidencia, pero, leyendo atentamente cada uno de ellos por separado, observamos detalles y acentos distintos, algo que no debe extrañarnos, ya que por experiencia sabemos que distintas personas que presencian un mismo acontecimiento lo transmiten cada una a su manera. Es lo que pasa con el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor: cuatro maneras diferentes que, coincidiendo en lo esencial, se complementan y, por ello, nos muestran en su conjunto un relato más rico en detalles y más aprovechable para nuestro crecimiento espiritual. 

           Como hace la biblista Marie Noëlle Thabut, cuyo comentario a esta lectura de la pasión me ha servido de inspiración, yo también me voy a fijar en algunas frases y en algunos episodios transmitidos solamente por el evangelista San Lucas.

           Después del relato de la institución de la Eucaristía y antes de anunciar a Pedro que aquella misma noche le negaría por tres veces antes de que, en la madrugada, cantara el gallo, Jesús se dirige a él con estas cariñosas y animosas palabras para concederle su perdón y animarle en el mantenimiento y en la fuerza de su fe: “Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos”Hasta ese punto llega el perdón de Dios: hasta borrar el pecado que todavía no se ha cometido. Dios conoce todas nuestras debilidades, nuestras inclinaciones y nuestra inconstancia y, ya antes de caer, nos promete que siempre estará a nuestro lado para no permitir que el desánimo y la desesperanza se apoderen de nosotros. Jesús hace suyas estas palabras de la primera lectura que, recibidas del Padre, las utiliza para confortar a Pedro ante el anuncio de que le negará por tres veces y el riesgo de caer en el desaliento: “El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento”.

          Otro acontecimiento de la pasión que sólo cuenta San Lucas es la comparecencia de Jesús ante Herodes, comparecencia ordenada por Pilato, dado que, como Jesús era galileo y Herodes reinaba en esa región de Palestina, podía él encargarse del juicio. (Este Herodes era hijo de Herodes el grande, el que, según nos cuenta San Mateo, reinaba en toda Judea, siendo el responsable de la matanza de los inocentes). En este pasaje contemplamos la serenidad de Jesús ante el desprecio y la mofa que le hacían tanto el rey y los soldados, como los escribas y fariseos que iban en la comitiva. Es de notar igualmente la dignidad de la que dio muestras Jesús, al no responder a las preguntas de Herodes por no provenir de una búsqueda sincera de la verdad, sino de una curiosidad malsana. Y es que Jesús -lo hemos visto en distintos pasajes evangélicos- conoce lo que hay en el interior del hombre: ¿Por qué pensáis así en vuestros corazones?” (Mt 9,4), increpó Jesús a los escribas que le acusaban de perdonar los pecados.

           Nos fijamos ahora en otro pasaje al que sólo Lucas hace referencia. Se trata de las conocidísimas palabras de Jesús, una vez clavado en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”En efecto. No sabían que habían expulsado de la Ciudad al Santo por excelencia; no sabían que estaban dando muerte al dueño de la vida; no sabían  -nos referimos ahora a los miembros del Sanedrín, es decir, al tribunal de Jerusalén- que habían condenado a Dios. ¿Y cómo responde Jesús a estas iniquidades? Llevando a la práctica la exhortación que en otra ocasión hizo a sus discípulos: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os ultrajan y persiguen” (Mt 5,44). En Cristo, perdonando a los que lo crucifican, encontramos el verdadero rostro de Dios, “que sale en busca de la oveja perdida” (Mt 15, 3-7), que espera con los brazos abiertos al hijo que se ha marchado de su lado (Lc 15, 11-33) y que cura nuestras heridas cuando somos asaltados por el mal en los caminos de la vida (Lc 10, 30-37). “Quien me ha visto a mí, Felipe, ha visto al Padre” (Jn 14,9).

           Me detengo, por último, en el diálogo que mantiene Jesús con su compañero de tormento. Ante las palabras soeces que le propinaban los soldados que estaban junto a la cruz y ante los insultos de uno de los bandidos que había sido crucificados con Él, el otro bandido, al que tradicionalmente conocemos como el “buen ladrón”, reprende a su compañero con estas palabras: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo”

           Todo un ejemplo de sinceridad en el reconocimiento de la propia culpa en unos momentos en que la situación anímica y física deberían inclinarle más bien a la rabia y a la desesperación. Todo un ejemplo para nosotros que, por nuestra autosuficiencia, podemos caer a veces en la tentación de creernos del grupo de los buenos, cuando en realidad “todos estamos bajo el pecado” (Rm 3,9). Ha entrado en escena para este hombre la gracia de Dios, que le mueve a dirigirse a Jesús en una plegaria válida para todos los hombres y todos los tiempos: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino: se ha producido, por obra de la gracia, la conversión de este hijo de Dios en el momento último de su vida. 

           Está claro que “los caminos de Dios no son nuestros caminos” (Is 55, 8) y que Él nos espera en todo momento con los brazos abiertos. La respuesta de Jesús, es decir, la respuesta de Dios, es instantánea; Dios no es un contable que nos exige pasar por una determinada etapa, como prueba, para concedernos su perdón; Dios nos perdona ya, aquí y ahora, porque, sencillamente, “Dios es amor”. “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”. 

 Oración sobre las ofrendas

           Señor, que por la pasión de tu Unigénito se extienda sobre nosotros tu misericordia y, aunque no la merecen nuestras obras, que con la ayuda de tu compasión podamos recibirla en este sacrificio único. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           La pasión del Señor no se queda en el recuerdo de unos acontecimientos que sucedieron hace veinte siglos: es una realidad que, como todo lo que aconteció en Jesucristo, posee la característica de la eternidad, ya que nuestro Salvador, por ser al mismo tiempo hombre y Dios, está, por ser Dios, por encima de todo tiempo y lugar. Por eso podemos aprovecharnos de sus beneficios saludables como si hubiéramos estado físicamente presentes en aquel momento. Es, por tanto, completamente lógico pedir al Padre que, por la pasión y muerte de Jesucristo, que se va a actualizar en el momento litúrgico de la Consagración, nos haga partícipes de su amor misericordioso, puesto de manifiesto en Cristo muriendo en la cruz. 

           Somos conscientes de que nosotros no merecemos este inmenso regalo, ya que sin la ayuda del Señor “no podemos hacer nada”, pero contamos con la misericordia de Dios, que nunca nos fallará. Dios quiere, por encima de todo, nuestra felicidad y nuestro bien, y ello antes de que viniésemos a la existencia: “Dios nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo para que seamos santos e inmaculados en su presencia y para ser sus hijos adoptivos” (Ef 1, 4-5).

 Antífona de comunión

           Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt 26,42).

 Oración después de la comunión

           Saciados con los dones santos, te pedimos, Señor, que, así como nos has hecho esperar lo que creemos por la muerte de tu Hijo, podamos alcanzar, por su resurrección, la plena posesión de lo que anhelamos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Nos hemos alimentado del Cuerpo de Cristo y, al contrario de lo que ocurre con la alimentación natural en la que asimilamos el alimento a nuestro cuerpo, cuando comulgamos, es Cristo quien nos asimila a Él, convirtiéndonos en Él. Ya es Cristo el que piensa en nosotros, el que siente en nosotros y el que actúa en nosotros. Desde esta nueva vida que, todavía en esperanza, se nos ha regalado, pedimos al Padre que, habiendo resucitado sacramentalmente con Cristo, lleguemos a poseer los bienes cuyo deseo ha puesto en nuestros corazones.