Domingo 5 Cuaresma C

Quinto Domingo de Cuaresma Ciclo C

Antífona de entrada

         Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa contra gente sin piedad; sálvame del hombre traidor y malvado, porque tú eres Dios y mi fortaleza (cf. Sal 42,1-2).

         Un hombre perseguido encomienda su causa a Dios, el único que puede liberarlo de la impiedad y venganza de sus enemigos y hacer resplandecer su inocencia. Como el salmista, ponemos toda nuestra confianza en el Señor, pues sin su ayuda no podemos escapar de nuestras actitudes autosuficientes y egoístas, que son los verdaderos enemigos que nos alejan a pasos agigantados de Dios y de la felicidad a la que estamos destinados; felicidad que podemos ya disfrutar en esta vida, si bien todavía en fe y esperanza.

Oración colecta

         Te pedimos, Señor Dios nuestro, que, con tu ayuda, avancemos animosamente hacia aquel mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo. Por nuestro Señor Jesucristo.

         “La esperanza no nos defrauda, porque Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Rm 5,5). Nuestra vida aquí en la tierra es un caminar hacia el desarrollo perfecto de este amor, sembrado en nuestros corazones en el momento de nuestro bautismo. En este camino no vamos solos: nos acompaña Jesús, el Buen Pastor, que con su cayado nos conduce al lugar donde reinan la concordia y la verdadera fraternidad. Que el Padre nos conceda dejarnos ayudar por este Guía, que, si lo escuchamos, nos contagiará de su amor a los hombres hasta dar la vida por ellos: “Amaos unos a otros; como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros” (Jn 13,34). Este mandato de Jesús no debe quedarse en una mera contemplación de sus palabras: debe traducirse en una actitud permanente de servicio a los que nos necesitan, una actitud que brotará de nuestro contacto con Él en la oración y en nuestras tareas de cada día.

Lectura del libro de Isaías 43, 16-21

         Así dice el Señor, que abrió camino en el mar y senda en las aguas impetuosas; que sacó a batalla carros y caballos, tropa con sus valientes; caían para no levantarse, se apagaron como mecha que se extingue. «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo. Me glorificarán las bestias del campo, chacales y avestruces, porque ofreceré agua en el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo, de mi escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza»

 

         El fragmento bíblico que acabamos de leer pertenece al llamado ‘segundo Isaías’, cuya predicación abarca los capítulos 40 a 55 del libro que lleva por título Isaías, un libro que no es obra de un solo autor, sino de, al menos, tres y que fue redactado entre los siglos ocho a seis a. C.). Estos capítulos, de los que está extraída esta lectura han recibido el nombre de ‘Libro de Consolación’, debido a la intención de su autor:  animar a los exiliados en Babilonia a mantenerse en la fidelidad al Dios de la Alianza y en la esperanza de un futuro prometedor.

 

         La situación de los deportados estaba muy lejos de ser esperanzadora no sólo por la imposibilidad de rebelarse contra la omnipotencia de Nabucodonosor, sino también por las enormes dificultades y peligros que suponían la huida a través de cientos de kilómetros de desierto camino de Jerusalén. En estas circunstancias, el profeta se esfuerza por levantar la moral de sus paisanos haciéndoles ver que Dios no les ha abandonado, que el “Yo soy vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” sigue teniendo la misma actualidad. Para ello les recuerda cómo Dios les liberó del poder del Faraón, les abrió las aguas del mar para que pudieran atravesarlo, sepultó al poderoso ejército de los egipcios hundiendo en el mar sus carros y ahogando a sus soldados. Todo ello para avivar su confianza en que Dios les sigue ayudando y les seguirá ayudando en el futuro. Aunque las circunstancias leshagan ver lo contrario, Dios sigue a su lado y seguirá estando a su lado cumpliendo sus promesas, pues Él es siempre fiel a su palabra: “Has de saber, pues, que Yahvé tu Dios es Dios, el Dios fiel que guarda su alianza y su favor por mil generaciones con los que le aman y guardan sus mandamientos” (Deut 7,9). 

 

         Las palabras que hoy lanza el profeta a los exiliados, en lugar de amilanarles en las tristes experiencias del pasado, rezuman entusiasmo y energía ante el futuro dichoso que les espera, un futuro precedido por una vuelta a la patria repleta de las maravillas que el Señor realizó siempre con su pueblo: No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo”.

 

         A nosotros, que vivimos inmersos en el desierto de un mundo marcado por el sinsentido y la sequedad espiritual, un mundo en el que la presencia y la voz de Dios parecen eclipsadas, nos promete ese mismo Dios que nos llevará por oasis en los que se harán realidad nuestros más profundos deseos de libertad, de fraternidad y de gusto por las cosas que de verdad nos importan; los “ríos en el yermo que apagarían la sed de los exiliados camino de Jerusalén” son para nosotros “las corrientes de agua viva que brotarán del seno de los que crean en Jesús” (Jn 7,38). Estas corrientes de agua, no sólo inundarán el alma del creyente, haciendo de él una nueva criatura, sino que salpicarán en su derredor, convirtiendo al seguido de Cristo en “luz del mundo y sal de la tierra”

Salmo  reponsorial - 125

 El Señor ha estado grande con nosotros, estamos alegres.

 Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sion, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

           Probablemente el salmista recuerda el momento en que el Señor decidió la vuelta del exilio, a través del rey Ciro, el cual anuló todas las deportaciones llevadas a cabo por su antecesor Nabucodonosor. Visto desde el recuerdo, el salmista debió pensar en las penalidades y sufrimientos que tuvieron que soportar los exiliados, además del peligro de la desaparición como pueblo, debido al olvido de las raíces y de las tradiciones y a las contaminaciones idolátricas. Es normal que la vuelta a la patria les pareciese un sueño. El inmenso y profundo gozo que sentían por dentro hacía que su rostro brillase con la alegría de la risa y que su lengua no parase de cantar. 

 Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos». El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

           Los que antes les oprimían tienen que reconocer, en un extraño acto de fe, que el Dios de Israel es un Dios grande, poderoso y bondadoso, que realiza obras grandes en su favor. Y este reconocimiento de los enemigos les da aún más fuerzas para publicar a los cuatro vientos su inmenso gozo: “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres”.

 Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

           El salmo se convierte en súplica. El salmista abandona aquel primer momento de júbilo y mira al presente: la efusión de los primeros tiempos exiliados da paso a la vida normal en la que vuelven a aparecer las infidelidades al Señor y la falta de confianza en sus promesas. El salmista pide al Señor que se comporte con ellos como entonces. Es necesario seguir actualizando aquellos tiempos de la vuelta del destierro, ahora en un contexto más espiritual; es preciso que el pueblo, todavía cautivo de sus infidelidades, siga caminando hacia la casa del Señor y esperando la plena realización de sus promesas. 

           Los torrentes del desierto de Negueb, secos durante el verano, se convertían durante la primavera en ríos que alegraban y embellecían con flores el paisaje, produciendo cosechas y frutas abundantes. Con el salmo se pide al Señor que les dé la gracia de aquellos torrentes, haciéndoles pasar de la sequedad de sus pecados a la alegría del perdón, de la misericordia y de la hermandad.

“Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas”

         Después de esta súplica, el salmista, en un momento de tranquilidad, reflexiona sobre el modo de actuar del Señor. Dios permite que pasemos por momentos de desilusión, de trabajo y de pruebas, pero, al mismo tiempo, nos invita a confiar en el momento cierto y esperanzador de la cosecha.

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 3, 8-14

Hermanos: Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él, no con una justicia mía, la de la Ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe. Para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos. No es que ya haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta: yo sigo corriendo a ver si lo obtengo, pues Cristo Jesús lo obtuvo para mí. Hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio. Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba me llama en Cristo Jesús.

Desde el momento en que San Pablo se encontró con el Señor en el camino de Damasco, su vida cambió radicalmente: desde ese mismo instante su único interés fue conocer a Cristo, relegando todo lo demás a pura basura. El conocimiento de Cristo era para San Pablo como el tesoro escondido o la perla preciosa con que Jesús compara el Reino de Dios: quien los encuentra se deshace de todos sus pertenencias para poseerlos (Mt 13, 44-46). El verdadero tesoro de la existencia cristiana es haber descubierto a Cristo y haberlo conocido. 

Este conocimiento de Cristo no es para San Pablo de orden intelectual, sino de orden vital: conocer en sentido bíblico a alguien es participar de su intimidad y del amor de ese alguien que, para San Pablo y para nosotros, es Cristo. Esta íntima relación de conocimiento y amor con Cristo es el fundamento de la vida de todo cristiano, el cual puede aplicarse estas palabras de San Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Y en Jesucristo el Padre me reconocerá como ‘justo’, con una justicia que no procede de la ‘obediencia’ a la ley ni de nuestros méritos, sino de la ‘fe en Jesucristo’: Doy gracias al que me da la fuerza, a Cristo Jesús, nuestro Señor, por la confianza que tuvo al hacer de mí su encargado (1 Tm 1,12)

El conocimiento de Cristo es para nosotros un hecho por la fuerza de la resurrección de Cristo y por nuestra adhesión voluntaria a esa fuerza, es decir, el cristiano, como Pablo, ya ha sido alcanzado por el Señor. Pero, dada nuestra condición humana limitada, sujeta a las adaptaciones a las circunstancias cambiantes de nuestra vida, y puesto que nuestra unión con Cristo puede y debe ser cada vez más íntima, es también una tarea. Hemos sido alcanzados por Cristo ciertamente, pero nosotros no lo hemos alcanzado todavía en plenitud. Por eso, tenemos que seguir luchando con los ojos puestos en la meta definitiva, en ganar a Cristo con todo nuestro ser y para siempre: “olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba me llama en Cristo Jesús”. Éste es el único curso de nuestra vida: todos las demás tareas deben quedarse en un plano, ciertamente importante y necesario, pero secundario y siempre condicionadas por nuestra tarea principal y dirigidas a ella, a hacer brillar a Cristo en nuestras vidas y en las vidas de los demás: Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”

Aclamación al Evangelio

         Ahora —oráculo del Señor— convertíos a mí de todo corazón porque soy compasivo y misericordioso.

Lectura del santo evangelio según san Juan 8, 1-11

         En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: —«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: —«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó sólo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: —«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?»Ella contestó: —«Ninguno, Señor»Jesús dijo: —«Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».

         Con el fragmento evangélico de hoy nos situamos ya en el contexto de los días de la pasión y muerte del Señor. Ello lo apreciamos en la mención, por primera vez, del “monte de los olivos” y en la obsesión de los fariseos en poner una trampa a Jesús para hacerle caer en alguna afirmación que diese pie a detenerlo y condenarlo.

         Hoy vemos a Jesús en su papel de ‘maestro’, que se sienta para enseñar en el pórtico del templo, y a los fariseos acudiendo a Él para que, como juez, opine sobre un caso de infidelidad matrimonial. Con aparentes buenos modales, llevan a una mujer pillada en flagrante adulterio para conocer de su boca si habría que aplicarle la Ley de Moisés de apedrearla hasta la muerte: “Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, será muerto tanto el adúltero como la adúltera” (Lv 20,10). El apego de los denunciantes a la Ley mosaica es innegable, aunque, en este caso, olvidan que el legislador preveía también la pena capital para el hombre adúltero (una aplicación ciertamente tramposa y discriminatoria de la ley, producto de la mentalidad, absolutamente machista, de aquella época). 

         “Tú, ¿qué dices?, le preguntan a Jesús para comprometerlo y poder acusarla”. Cualquiera de las respuestas era comprometedora para Jesús. En efecto, si está de acuerdo en la aplicación de la Ley, contradice el mensaje del Dios misericordioso y perdonador que, alto y claro, predicaba. En el caso contrario, escandalizaría al pueblo por oponerse a la ley mosaica. Jesús, en lugar de responder de inmediato, inclina su cabeza hacia el suelo en el que escribe unos trazos con el dedo. Al parecer, esta actitud de Jesús significa que, de entrada, no quiere humillar a nadie, ni a la mujer adúltera ni a los representantes religiosos, una actitud coherente con su mensaje de la presencia en nuestras vidas de un Dios misericordioso. 

         Después de unos instantes de silencio y, ante la insistencia de los acusadores, Jesús se incorpora y lanza estas palabras, que han quedado para la posteridad como advertencia para no acusar sin antes reconocer la propia culpa: El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra. No hubo ni era posible una contrarréplica. Jesús vuelve a inclinarse y los denunciantes se fueron marchando uno a uno, empezando por los más viejos”, probablemente porque estos últimos, al haber vivido más, eran más conscientes de las veces que habían sido infieles a la ley y al propio Dios.

         Se quedan solos, cara a cara, la mujer y Jesús, la miseria y la misericordia. “¿Ninguno te ha condenado? Ninguno -respondió la mujer-. Pues yo tampoco te condeno”. En este momento se está poniendo de manifiesto, una vez más, el sentido de la misión de Jesús: “Yo no he venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo” (Jn 12,47).

¿Ignoró Jesús la justicia para quedarse con el perdón en este caso? En absoluto. Por ser la imagen viviente de Dios en la tierra, para Jesús la misericordia va siempre ligada a la justicia: Dios no puede contradecir a su propia naturaleza de ser misericordioso y, al mismo tiempo, justo.  Cuando consideramos el precio que él pagó por el pecado de esta mujer, y por el de todos los hombres, está completamente fuera de lugar decir que Jesús era indiferente ante las culpabilidades humanas. Lo vemos en el último párrafo de la lectura: “Anda, y en adelante no peques más”.  

 

Aunque este pasaje no se diga explícitamente, en el “Yo tampoco te condeno” Jesús es consciente de su misión de ser el cordero de Dios “que viene a quitar el pecado del mundo” (Jn 1,29), una misión que llevó a cabo cargando sobre sus hombros las infidelidades de todos los hombres y pagando por ellas en su vida y en su pasión y muerte. Así nos lo cuenta San Pedro en la primera de sus cartas: El que no cometió pecado, y en cuya boca no se halló engaño; el que, al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia; el mismo que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados (1 Pe 2,22-24).

 

Las tres lecturas de hoy terminan con una invitación a mirar hacia delante. En la primera, el Señor alienta a los judíos exiliados a que sigan confiando en Él: No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo”. San Pablo, por su parte, “olvidándose de lo que está detrás, corre hacia la meta de ganar a Cristo Jesús”. En el evangelio, Jesús lanza a la mujer a un futuro en el que el pecado no vuelva a esclavizarla: “Anda, y en adelante no peques más”. Lo mismo nos advierte a nosotros.

Oración sobre las ofrendas

         Escúchanos, Dios todopoderoso, y, por la acción de este sacrificio, purifica a tus siervos, a quienes has iluminado con las enseñanzas de la fe cristiana. Por Jesucristo, nuestro Señor.

         Dos cosas pedimos al Padre en esta oración del ofertorio: que, por el poder del sacrificio eucarístico, nos escuche y nos purifique a todos los que, por su gracia, hemos sido iluminados con la verdad de la fe. Y se lo pedimos, eliminando todo temor malsano, con la confianza de un hijo con su padre. Sabemos que Dios siempre nos escucha -Esta es la confianza que tenemos al acercarnos a Dios: que, si pedimos conforme a su voluntad, él nos oye” (1 Jn 5,14)y que está siempre dispuesto a liberarnos de todo lo que es contrario a nuestra verdadera felicidad, pues para ello murió Cristo por nosotros -“Él (Cristo) se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y purificar para sí un pueblo elegido, dedicado a hacer el bien” (Tito 2,14)-.

Antífona de comunión

         El que está vivo y cree en mí no morirá para siempre, dice el Señor (cf. Jn 11,26).

         “Yo he venido al mundo para que tengáis vida y la tengáis en abundancia (Jn 20,10). Esta vida es la misma vida de Dios, una vida para siempre, pues Dios es eterno. El amor con el que Dios nos ama es un amor absoluto, un amor, por tanto, más fuerte que cualquier otra realidad, incluida la muerte. “Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,38-39).

Oración después de la comunión

         Te pedimos, Dios todopoderoso, que nos cuentes siempre entre los miembros de Cristo, cuyo Cuerpo y Sangre hemos recibido. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos

         Formar parte del círculo de los amigos de Cristo es un motivo de gloria, pero no porque lo hayamos merecido, sino por el despliegue de amor divino que supone elegir a unas pobres criaturas para acompañarle y ser sus amigos: “Instituyó Doce, para que estuvieran con él” (Mc 3,14). El permanecer en todo momento como amigos de Cristo es lo que, al concluir esta Eucaristía, pedimos al Padre. Que nuestra unión a Cristo y a los hermanos, que acabamos de vivir sacramentalmente, se convierta en el motivo central y habitual de nuestra existencia.

Oración sobre el pueblo

         Señor, bendice a tu pueblo que espera siempre el don de tu misericordia, y concédele, inspirado por ti, recibir lo que desea de tu generosidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.