Domingo 17 Ordinario C

 Decimoséptimo domingo del tiempo ordinario C

Antífona de entrada

Dios, el que vive en su santa morada, da calor de hogar al solitario y fuerza y poder a su pueblo.

Cuando nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando no puedo hablar con nadie, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si no hay nadie que pueda ayudarme, Él puede ayudarme. La soledad no existe para el cristiano, pues puede escuchar a Dios, hablar con Él, dejarse ayudar por Él: el que reza nunca está totalmente solo. (Meditación sobre sobre un pequeño fragmento de la encíclica de Benedicto  XVI Spe salvi -Salvados por la esperanza-).

Oración colecta

Oh, Dios, protector de los que en ti esperan y sin el que nada es fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros tu misericordia, para que, instruidos y guiados por ti, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros que podamos  adherirnos ya a los eternos. Por nuestro Señor Jesucristo.

Nuestra petición se adapta al sentir de la Iglesia que hoy pone el acento en la aspiración a los bienes del cielo. “Buscad los bienes de arriba”, nos dice San Pablo en la carta a los Colosenses (Col, 4, 2). En esta sociedad del bienestar, en la que tan difícil nos resulta desprendernos del desmedido consumismo, tiene mucho sentido pedir al Señor, de quien todo lo esperamos y sin el cual nada tiene sentido ni valor, que nos ayude a valorar en su justa medida los bienes materiales y nos enseñe a transcenderlos y a usarlos como peldaños que nos encaminen hacia los bienes definitivos. “Habéis sido rescatados a buen precio; no os hagáis esclavos de realidades humanas;... ...los que disfrutan de este mundo (vivan) como si no disfrutaran”, nos dice también San Pablo en la primera carta a los Corintios (1 Cor 7, 22.31)

Lectura del libro del Génesis 18,20-32

En aquellos días, el Señor dijo: «El clamor contra Sodoma y Gomorra es fuerte y su pecado es grave: voy a bajar, a ver si realmente sus acciones responden a la queja llegada a mí; y si no, lo sabré». Los hombres se volvieron de allí y se dirigieron a Sodoma, mientras Abrahán seguía en pie ante el Señor. Abrahán se acercó y le dijo: «¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?» El Señor contestó: «Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos». Abrahán respondió: «¡Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza! Y si faltan cinco para el número de cincuenta inocentes, ¿destruirás, por cinco, toda la ciudad?» Respondió el Señor: «No la destruiré, si es que encuentro allí cuarenta y cinco». Abrahán insistió: «Quizá no se encuentren más que cuarenta». Él dijo: «En atención a los cuarenta, no lo haré». Abrahán siguió hablando: «Que no se enfade mi Señor si sigo hablando. ¿Y si se encuentran treinta?» Él contestó: «No lo haré, si encuentro allí treinta». Insistió Abrahán: «Ya que me he atrevido a hablar a mi Señor, ¿y si se encuentran allí veinte?» Respondió el Señor: «En atención a los veinte, no la destruiré». Abrahán continuó: «Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más: ¿Y si se encuentran diez?» Contestó el Señor: «En atención a los diez, no la destruiré».

La primera lectura es una continuación de la del pasado domingo. Los tres hombres -es decir, Dios- una vez terminada la visita a Abraham para anunciarle el ya próximo nacimiento de Isaac orientan sus miradas hacia las ciudades de Sodoma y Gomorra y hacía ellas dirigen sus pasos. Abraham les acompaña una parte del camino con el fin de despedirse de ellos. Es en ese momento cuando el Señor, preocupado por las voces que le habían llegado de las maldades cometidas en estas dos ciudades, decide hacerse presente en las mismas para comprobar “in situ” la gravedad de los pecados de que se les acusa. Aquí comienza la lectura de hoy. Abraham, después de oír estas palabras, se dirige al Señor con el fin de interceder  en la salvación de las ciudades pecadoras: es la primera vez en la historia que un hombre se atreve a intervenir en los planes de Dios. 

En este pasaje asistimos al primer mercadeo -regateo- entre dos seres tan desiguales: entre el Dios Altísimo, Creador del cielo y de la tierra, y un ser humano, que se considera a sí mismo “polvo y ceniza”. Abraham se atreve a hablar a Dios con estas palabras: “¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? (…) ¡lejos de ti hacer tal cosa! El juez de toda la tierra, ¿no va a hacer justicia?“.

Abraham pretende que Dios salve a toda la ciudad por gracia de las personas justas que vivan en ella. Empezando por cincuenta justos, Abraham, fiado de la bondad del Dios que ha aceptado hospedarse en su casa, y le ha hecho la gran promesa de una descendencia numerosa, va poco a poco rebajando la cuantía de las personas justas para evitar el castigo: cuarenta y cinco, cuarenta, treinta, veinte, diez… El Señor no se impacienta en absoluto y hasta por diez justos que existiesen en la ciudad perdonaría a todos los demás. La alta idea de justicia que demuestra Abraham, así como su actitud intercesora y solidaria con los hombres, agradan al Señor que ve que su forma de pensar sobre la justicia se acerca al pensamiento de Dios que, como sabemos, por encima de la justicia, quiere siempre el bien del hombre, incluso del hombre pecador: “Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva” (Ez 18, 23). Esta solidaridad con los demás lo vemos también en el caso de Moisés, que intercede ante el Señor para que no castigue al pueblo por haber caído en la idolatría, adorando al becerro de oro.

El texto que nos ocupa está redactado después del destierro en Babilonia, en un momento en el que ya estaba en la conciencia social la idea de la responsabilidad individual: queda ya lejos aquella forma de pensar que justifica el castigo de todos por el pecado de uno o de unos pocos, se decir, que el pecado de uno lo paguen todos. En el texto se trata de lo contrario, a saber, de que la bondad de unos pocos pueda servir para salvar al resto, una forma de entender la solidaridad humana que quedará desarrollada en el profeta Ezequiel, para quien Dios se goza en que el hombre interceda por sus hermanos. Ello constituye un primer paso hacia el corazón de la ley del amor, que recorre todo el Evangelio y, que hoy especialmente nos mostrará Jesús en la enseñanza del Padrenuestro: las peticiones que conforman nuestra principal oración no son sólo para mí, sino para todos los hombres: “perdona nuestros pecados … danos el pan cotidiano”.

Este texto es, ciertamente, un paso adelante en el descubrimiento de Dios, aunque todavía permanezcamos en la idea de un Dios enmarcado en la lógica de nuestra manera de entender la justicia, una justicia en la que se necesita un número determinado de personas buenas para salvar por ellos a todos. Esta idea de justicia aplicada a Dios está llamada a romperse en favor de una justicia que no tenga nada que ver con un balance cuyos dos platos estén perfectamente equilibrados: es exactamente lo que San Pablo nos hará comprender cuando nos presenta a un Dios que, por su infinito amor hacia nosotros, y siendo todavía pecadores, nos perdona todos nuestros pecados, clavando en la Cruz el documento que lo justificaba (segunda lectura).

Salmo respondorial - 137

Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste 

Te doy gracias, Señor, de todo corazón, porque escuchaste las palabras de mi boca; delante de los ángeles tañeré para ti; me postraré hacia tu santuario.

Profunda e intensamente, el salmista se muestra agradecido a Dios porque ha escuchado su súplica en un momento de peligro. La experiencia de que Dios oye siempre las oraciones de sus fieles y se hace cargo de sus sufrimientos es una característica del orante israelita. En su experiencia como miembro del pueblo elegido, alberga en su mente  aquellas palabras del Señor a Moisés en la zarza ardiente: “Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos” (Éx 3,7). Esta certeza de la cercanía de Dios de quienes acuden a Él recorre toda la historia del pueblo elegido: lo vemos en los escritos de los profetas, en los salmos, en los fieles a la Alianza de Israel, y, sobre todo, en la oración del orante por excelencia, Jesucristo, que mantenía una continua intimidad con el Padre en la conciencia de que en todo momento atendía a sus plegarias. Recordamos sus palabras dirigidas al Padre ante la tumba de su amigo Lázaro: “Yo sé que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado” (Jn 11,42). Además de darle gracias, el salmista promete cantar y tañer la cítara delante de los ángeles. ¿A qué ángeles se refiere? Hay dos interpretaciones posibles, la de la Biblia hebrea habla de ‘dioses’, mientras que la Biblia griega (de los Setenta) habla de ‘ángeles’. Según la primera, cabe interpretar ‘dioses’ por ‘ídolos” y, este caso, el salmista, al alabar con la cítara al Señor, se estaría burlando delante de los dioses de los pueblos vecinos que, como reza otro salmo, “tienen ojos y no ven, boca y no hablan, orejas y no oyen” (Sal 115). Nuestro texto, tomado de la Biblia griega, habla de ‘ángeles’, con lo que había que interpretar que el salmista se ve a sí mismo alabando a Dios, rodeado de toda su Corte celestial (ángeles, arcángeles, serafines…), al modo de la visión de Isaías cuando fue llamado por Dios al ejercicio del profetismo. Ambas interpretaciones tienen sentido, pudiéndose utilizar una u otra (o las dos) en nuestra oración.

Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera tu fama. Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma

Se continúa la acción de gracias al Señor -al nombre del Señor- por haberse mostrado misericordioso y leal, y porque lo que promete siempre lo cumple. Es una convicción que se muestra en todas las vivencias históricas del pueblo elegido: “Reconoce que el Señor tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel, que cumple su pacto generación tras generación, y muestra su fiel amor a quienes lo aman y obedecen sus mandamientos” (Deut 7,9). Estas promesas se han cumplido completamente en Cristo, en quien, de forma inaudita, se ha hecho presente el amor del Padre, yendo en busca de la oveja perdida -la humanidad- y llevándola al redil, montada sobre sus hombres, abrazando al hijo que vuelve a Él arrepentido y –lo que nos resulta escandaloso- entregando su vida por nosotros en la cruz: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo -los suyos somos todos nosotros- los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).

El Señor es sublime, se fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio. Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus  manos 

El salmista se complace contemplando al Señor “que se fija en el humilde y de lejos conoce al soberbio”. Se alegra, y nosotros con Él, de que el Señor se acerque al hombre que pone toda su esperanza en Él, al humilde, al pobre y al desamparado, a aquél que nadie considera, y, respetando su libertad, mantenga a distancia al prepotente y orgulloso, no porque no quiera acercarlo a Él para salvarlo, sino porque, cerrándose en banda a recibir su ayuda, prefiere alejarse de su amor. Consciente de que la misericordia del Señor es para siempre, pide a Dios que no abandone el plan que ha decidido realizar con su pueblo. Nosotros, que hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene, le pedimos que no permita que retrocedamos en nuestro caminar hacia nuestra completa realización en Cristo. “Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos”

Tu derecha me salva; el Señor completará sus favores conmigo; Señor, tú misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.


Lectura de la carta  del apóstol san Pablo a los Colosenses 2,12-14

Hermanos: Por el bautismo fuisteis sepultados con Cristo y habéis resucitado con él, por la fe en la fuerza de Dios que lo resucitó de los muertos. Y a vosotros, que estabais muertos por vuestros pecados y la incircuncisión de vuestra carne, os vivificó con él. Canceló la nota de cargo que nos condenaba con sus cláusulas contrarias a nosotros; la quitó de en medio, clavándola en la cruz.


El discípulo de Cristo, no sólo está llamado a compartir su destino, sino que de hecho ya lo comparte desde el momento de su  bautismo, en el que ha muerto espiritualmente al hombre viejo, marcado por el pecado, y ha renacido con Él a la nueva vida de resucitado. El bautismo en la primitiva comunidad se hacía por inmersión en el agua de una pequeña piscina, normalmente excavada en el suelo. El nuevo creyente era sumergido en el agua, como signo de que es sepultado con Cristo, de la que ascendía para renacer con Cristo a la nueva vida de resucitado.

Hemos resucitado con Cristo Y ello, no por voluntad y obra nuestra -para que no caigamos en el orgullo de la autosuficiencia-, sino por la fe en el poder del Padre, que ejerció de forma eficaz al resucitar a Cristo de entre los muertos.

Dirigiéndose a los colosenses que, hasta que conocieron a Cristo, vivían esclavos de sus egoísmos, de sus superficialidades y de una vida carente de futuro, y ajenos, además, a las promesas de Israel, les dice que han encontrado la Vida, aquella vida que, resistente a todas las amenazas de este mundo, nos hace libres y nos ayuda eficientemente a ser nosotros mismos: “Estabais muertos por vuestros pecados y por la incircuncisión (ajenos a las promesas de Israel) y (Cristo) os vivificó con él”. San Pablo se dirige a cristianos procedentes del paganismo que, por no ser judíos, no tienen otro punto de referencia en su vida cristiana que la nueva vida que han adquirido en Cristo en el bautismo. 

¿Cómo Dios llevó a cabo esta obra de vivificación? Cancelando “la nota de cargo que nos condenaba” y “clavándola en la Cruz”

San Pablo, utilizando el lenguaje de su tiempo, considera  el pecado como una deuda que hemos contraído con Dios. Sucedía en ocasiones que un prestamista cancelaba la deuda, rompiendo el documento escrito que la justificaba. Eso es justamente lo que hizo Dios con nosotros. Las palabras de Cristo clavado en la cruz, “perdónalos porque no saben lo que hacen”, deben ser igualmente atribuidas al Padre, pues el Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30): “Quien me ve a mí ve al Padre” (Jn 14,9).


Aclamación al Evangelio 


Aleluya, aleluya, aleluya. Habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡“Abba”, Padre!»


Lectura del  santo evangelio según san Lucas 11,1-13

Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación”». Y les dijo: «Suponed que alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”; y, desde dentro, aquel le responde: “No me molestes; la puerta ya está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”; os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espí­ritu Santo a los que le piden?»


“Señor, enséñanos a orar, a hablar con nuestro Padre Dios”: así comienza una canción que tiene como contenido esta petición de los discípulos a Jesús. Para hablar con Dios, debemos utilizar su mismo lenguaje y este lenguaje sólo podemos aprenderlo si es el mismo Dios el que no lo enseña. Ésta fue la tarea de Jesús (la Palabra del Padre hecha carne) en esta tierra: enseñarnos a tratar con Dios, a entender sus palabras y a manifestarle nuestros deseos.

De modo, si cabe, más explícito, Jesús se centra en este evangelio en la enseñanza de la oración principal con la que deben dirigirse al Padre sus seguidores, la oración en la que quedan resumidas todas las demás oraciones del cristiano. El Padrenuestro nos hace entrar en el lenguaje de Dios y nos contagia de la actitud de esperarlo todo de Él.

Aprendemos, en primer lugar, a dirigirnos a Dios como quienes realmente somos respecto de Él, es decir, como sus hijos queridos: Dios, además de habernos puesto en la existencia, nos ha incorporado, por la fe en su poder resucitador, a su propio Hijo, haciéndonos participar de su misma vida divina. Nuestra relación con Dios como hijos difiere de la relación que tenemos con nuestros padres terrenos: de éstos somos hijos hasta el momento en que, al no necesitar ya de sus cuidados, nos valemos por nosotros mismos; de Dios, en cambio, somos hijos en todo momento, pues en todo momento necesitamos de su ayuda para vivir la vida de la gracia. Nuestro crecimiento en la fe consiste en progresar en la conciencia de que cada vez somos más hijos suyos, más dependientes de Él y, por tanto, más niños: “Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18,3). 

Y ya nos centramos en las peticiones que componen la oración del Señor. Las dos primeras se refieren a nuestra correcta relación con Dios: se trata de hacer nuestros sus deseos y sus planes. Cuando pedimos que sea santificado su Nombre” y que “venga su reino”, deseamos con todas nuestras fuerzas que Dios se manifieste tal como Él es, que sea reconocido, ensalzado y adorado por todos los hombres como el único Dios, Creador y Rey del cielo y de la tierra. Una y otra petición nos van convirtiendo en personas apasionadas de Dios y obsesionadas por la realización de su voluntad en el mundo. El Reino de Dios no es otra cosa que el cumplimiento de su designio benevolente de hacer partícipes a todos los hombres de su propia santidad: “Sed santos porque yo soy santo” (1Pe 1,16) y, como lo que hace santo a Dios es el amor, el reino que deseamos que venga a nosotros es una humanidad unida en la que han desaparecido los conflictos, el odio y las desavenencias, y en la que existe como única ley el amor: “Nos ha elegido para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1,4). 

Al repetir una y otra vez el deseo de que Dios sea reconocido como Dios y de que su reino inunde la vida de la humanidad nos estamos convirtiendo en defensores a ultranza de la soberanía Dios en el mundo. Esta soberanía de Dios se ha hecho efectiva y visible en Cristo: cuando Jesús nos dice que “El reino de Dios está dentro de nosotros” (Lc 17,21), se está refiriendo a Él mismo: Cristo hace presente al Padre, Él es el tesoro escondido y la perla preciosa de las parábolas sobre el Reino, Él -su propia persona- es este Reino de Dios. “Rezar por la venida del Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos, Señor! Empápanos, vive en nosotros; reúne en tu cuerpo a la humanidad dispersa para que en ti todo quede sometido a Dios y Tú puedas entregar el universo al Padre, para que Dios sea todo para todos (2 Co 15, 28)” Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, T. 1). 

Las siguientes peticiones conciernen a nuestra vida cotidiana. “Danos cada día nuestro pan cotidiano”, una petición que nos enseña a no inquietarnos por el mañana y a esperar cada día el alimento, material y espiritual, como un regalo de Dios: “No andéis preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Bien sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso” (Mt 6,31-32). El que hablemos de “nuestro pan” nos enseña a compartir con nuestro Padre del cielo el cuidado que tiene de alimentar a todos sus hijos, nuestros hermanos: “Si alguno, que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (1Jn 3,1

“Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe”. Podía dar la impresión de que el perdón de Dios está condicionado por nuestro comportamiento compasivo con los demás. No es así. Dios nos perdona incondicionalmente y antes de que nosotros se lo pidamos: “Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,8). El perdón fraternal -eso sí- es el único camino para que nosotros podamos introducirnos en la órbita del perdón de Dios y disfrutar de este perdón: quien cierra su corazón al hermano queda incapacitado para recibir los dones de Dios.

“No nos dejes caer en tentación”. Así comenta Benedicto XVI esta última petición: «Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si —como en el caso de Job— das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, T. 1, cap. 5).

Observamos que todas las peticiones vienen formuladas en plural: ello nos aleja de nuestro individualismo y nos solidariza con los demás, con todos los hombres. En realidad, cuando pedimos a Dios que remedie nuestras necesidades, lo hacemos representando a la humanidad entera.

A continuación, Jesús nos insta a ser constantes y hasta pesados en pedir al Padre todo aquello que necesitamos, como hizo aquel amigo inoportuno, que no dejó de insistir hasta que el amigo accedió a abrirle la puerta y prestarle la ayuda requerida: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”. La oración de petición es, en todo momento recomendada: ella es, además de todo lo dicho hasta ahora, el mejor aprendizaje de humildad y de confianza en el Señor. Son muchas las citas bíblicas del Antiguo y del Nuevo Testamento en las que se nos exhorta a demandar con insistencia la ayuda del Señor: en los profetas, en los salmos, en Jesús mismo, en los apóstoles. La lectura de las mismas, unidos a Jesús, nos ayudará a crecer en la correcta relación de amistad con nuestro Padre del cielo, a confiar plenamente en Él y a esperarlo todo de Él, aunque a veces no tengamos motivos humanos para la esperanza. Veamos algunas de estas citas:

  • “En mi angustia llegué a pensar que me habías apartado de tu vista, pero tú escuchaste mi voz suplicante en el momento en que a ti clamé” (Sal 31:22).
  • “Clama a mí, y yo te responderé; te daré a conocer cosas grandes y maravillosas que tú no conoces” (Jr 33:3). 
  • “Si permanecen en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queráis y se os concederá” (Jn 15:7).
  • “Orad en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y manténganse atentos, siempre orando por todos Los Santos” (Ef 6:18) 
  • “Ésta es la confianza que tenemos en él: si pedimos algo según su voluntad, él nos oye” (1 Jn 5:14).

Terminemos comentando la última frase de la lectura: “Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espí­ritu Santo a los que le piden?”. Dios no se contenta con darnos cosas, con solucionarnos este o aquel problema: Dios se nos da a sí mismo para que seamos como Él, para que disfrutemos de su vida divina, para que podamos hacer las cosas que hizo el mismo Cristo en su etapa terrena. Con el Espíritu Santo en nuestro interior ya no somos nosotros los que actuamos: es Cristo quien actúa y vive en nosotros. El Espíritu Santo, que mora en nosotros, hará que desaparezca de nuestra vida toda rastro de temor, nos convertirá en hombres y mujeres cuyo único gozo es vivir para los demás, nos dará fuerza en nuestro cansancio y nos llevará a la verdadera libertad, a la libertad de ser -cada vez más- nosotros mismos.


Oración sobre las ofrendas

Recibe, Señor, las ofrendas que te presentamos gracias a tu generosidad, para que estos santos misterios, donde tu poder actúa eficazmente, santifiquen los días de nuestra vida y nos conduzcan a las alegrías eternas. Por Jesucristo, nuestro Señor.

En este ofertorio te pedimos, Señor, que acojas el pan y el vino que, frutos de la tierra y del trabajo del hombre, hemos recibido de ti. Tú permites ahora que te los devolvamos como ofrendas que, convertidas en tu cuerpo y en tu sangre, serán nuestro verdadero alimento. La unión tan estrecha contigo a través de este sacramento hará que abundemos en buenas obras y que caminemos decididamente hacia el cielo, donde disfrutaremos permanentemente de tu amistad.

Antífona de comunión

Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,7-8) 

La Iglesia pone ahora a nuestra consideración la quinta y la sexta bienaventuranza: Felices los misericordiosos porque de ellos Dios tendrá misericordia, y felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Dios ha puesto en el corazón del hombre y de la mujer un profundo anhelo de felicidad y de plenitud. Cuando somos compasivos con los demás participamos de la felicidad de Dios, pues estamos imitando su comportamiento: “Sed misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,3). Cuando actuamos con un corazón limpio nos comportamos como niños que lo necesitan todo de su padre y participamos de la felicidad de Jesús que, como Hijo, es totalmente dependiente del Padre del cielo: “Si no os volvéis cono niños no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3)

Oración después de la comunión

Hemos recibido, Señor, el santo sacramento, memorial perpetuo de la pasión de tu Hijo; concédenos que este don, que él mismo nos entregó con amor inefable, sea provechoso para nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

En la oración final de esta misa pedimos a Dios que se hagan realidad en nosotros los frutos de la celebración eucarística. En este domingo pedimos que el don que hemos recibido al comulgar nos aproveche para nuestra salvación, es decir, para nuestra unión con Cristo. Que esta unión se haga extensiva a todas las circunstancias y momentos de nuestra vida. Que la conciencia de la presencia del Señor sea una constante plegaria y un permanente canto de alabanza. Que el amor con el que Cristo nos entregó este sacramento se traduzca en una entrega permanente al servicio y cuidado de nuestros hermanos.


Domingo 16 Ordinario C

 Decimosexto domingo del tiempo ordinario C  

Antífona de entrada

Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno (Sal 53,6. 8).

A pesar de las persecuciones de sus enemigos, David, autor del este salmo, no dudó de la bondad de Dios para con él: “el Señor sostiene mi vida”. Como respuesta a su ayuda, le ofrece un sacrificio de acción de gracias. Nosotros, sostenidos también por la bondad y el amor de Dios, celebramos la acción de gracias por antonomasia, la Eucaristía. En ella nos unimos a Jesucristo en su ofrenda sacrificial al Padre.

  Oración colecta

Muéstrate propicio con tus siervos, Señor, y multiplica compasivo los dones de tu gracia sobre ellos, para que, encendidos de fe, esperanza y caridad, perseveren siempre, con observancia atenta, en tus mandatos. Por nuestro Señor Jesucristo

Deseamos y suplicamos a Dios que se nos muestre cercano y nos conceda, no por nuestros méritos, sino por su compasión, una fe luminosa, una esperanza a prueba de dificultades y una caridad eficiente. La posesión y vivencia de estas virtudes teologales hará que no nos cansemos en el cumplimiento de los mandatos del Señor. De las mismas surgirán espontáneamente las buenas obras para con Dios, para con nosotros y para con nuestros hermanos. En ellas radica el secreto de la santidad a la que todos estamos llamados: los santos no son superhéroes, sino pobres vasijas de barro repletas de Dios.

Lectura del libro del Génesis - 18,1-10

En aquellos días, el Señor se apareció a Abrahán junto a la encina de Mambré, mientras él estaba sentado a la puerta de la tienda, en lo más caluroso del día. Alzó la vista y vio tres hombres frente a él. Al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de la tienda, se postró en tierra y dijo: «Señor mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis junto al árbol. Mientras, traeré un bocado de pan para que recobréis fuerzas antes de seguir, ya que habéis pasado junto a la casa de vuestro siervo». Contestaron: «Bien, haz lo que dices». Abrahán entró corriendo en la tienda donde estaba Sara y le dijo: «Aprisa, prepara tres cuartillos de flor de harina, amásalos y haz unas tortas». Abrahán corrió enseguida a la vacada, escogió un ternero hermoso y se lo dio a un criado para que lo guisase de inmediato. Tomó también cuajada, leche y el ternero guisado y se lo sirvió. Mientras él estaba bajo el árbol, ellos comían. Después le dijeron: «¿Dónde está Sara, tu mujer?» Contestó: «Aquí, en la tienda». Y uno añadió: «Cuando yo vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo».

Mambré, un habitante del país de Canaán, había ofrecido en varias ocasiones hospitalidad a Abraham en el bosque de encinas que tenía en propiedad. Es allí, en el campamento que había puesto a la sombra de una de las encinas donde tiene lugar la aparición de Dios que se narra en la lectura de hoy. 

No es ésta la primera vez que Dios se aparece y habla directamente con Abraham. En capítulos anteriores de este mismo libro sagrado contemplamos otras apariciones en las que la promesa de una descendencia numerosa ocupa un lugar importante. En una de ellas, Dios insta a Abraham a ponerse completamente en sus manos en la esperanza de un futuro feliz para sus descendientes: “Yahveh dijo a Abram: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré (…) Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra” (Gén 12,1-3). En otra ocasión, cuando Abraham propone la solución de que le herede su criado preferido, dado que, debido a su ancianidad y a la esterilidad de Sara, las posibilidades de engendrar un hijo eran prácticamente nulas, Dios se le vuelve a aparecer para decirle: “No te heredará ése, sino que te heredará uno que saldrá de tus entrañas” (Gén 15,4). Y una vez más, cuando Abraham propone a Dios que le herede Ismael, un hijo, éste sí, salido de sus entrañas, pero engendrado en el seno de una de las criadas de Sara, Dios vuelve a hablar con él: “Será Sara, tu mujer, la que te dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Isaac. Yo estableceré mi alianza con él, una alianza eterna, de ser el Dios suyo y el de su posteridad” (Gén 17,19).

El relato de la lectura de hoy supone toda esta larga historia de relaciones de Dios con Abraham. Como dijimos al principio, el acontecimiento que hoy oímos tiene lugar en el encinar de Mambré. Son tres hombres los que, de pie, frente a la tienda de Abraham, aceptan su hospitalidad. No hay duda entre los intérpretes que los tres hombres simbolizan a Dios. Abraham, que estaba en la puerta, corre a su encuentro y, postrándose ante ellos, les dice: “Señor mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo”. Como vemos, aunque en el texto se habla de tres personajes, Abraham los trata como si fuesen uno solo. No podemos interpretar este juego entre uno y tres como un pre-anuncio de la Santísima Trinidad: en aquellos primeros momentos de la historia de la salvación era prioritario resaltar la unicidad de Dios frente al politeísmo general del que estaba rodeado nuestro padre en la fe.

La primera parte del relato está centrada en el modo como Abraham agasaja a sus ilustres huéspedes: Dios se rebaja al hombre para recibir de él hospitalidad, algo que contemplaremos también en el evangelio de este día, en el que Jesús acepta convertirse en huésped de Marta y María. En ambos casos, es Dios quien agasaja de verdad al hombre, regalándole el tesoro de su gracia: a Abraham, la reafirmación de la promesa; a Marta y María, el don de su palabra bienhechora.

Es, después de celebrado el banquete, cuándo da comienzo el breve diálogo que establece Dios con Abraham, cuya conclusión es la reafirmación de la promesa del nacimiento de Isaac, en este ocasión, determinando hasta el tiempo de su cumplimiento: “Cuando yo vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo”. Al oír esto, a Sara, que estaba escondida detrás de la puerta, se le soltó la risa. ¡Cómo un vientre anciano y estéril puede gestar un hijo, engendrado por un vejestorio! El texto continúa cuatro versículos siguientes: “¿Hay algo difícil para Dios?” (Gén 18,14). Lo imposible a los ojos del hombre se hizo realidad: Isaac, el primero de una descendencia más numerosa que las estrellas del cielo, nació en el tiempo que señalaron los tres hombres, es decir, Dios.

Esta lectura me lleva a la consideración de que la verdadera salvación del hombre sólo puede provenir de Dios, de sus modos de proceder, que son muy distintos a los nuestros. Así lo vemos en el caso del nacimiento de Isaac, fruto de un milagro de Dios, que da fecundidad a un seno prácticamente muerto; en el de Juan Bautista, fruto también milagroso de unos padres de avanzada edad; y, por supuesto, en la entrada en nuestra tierra del Hijo de Dios, Jesucristo, nacido de una joven virgen, sin concurso de varón. Se cumple la verdad bíblica de que los caminos de Dios y los pensamientos no son los nuestros: “Como se alza el cielo por encima de la tierra se elevan mis caminos sobre vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos” (Is 55,8-9). Una consideración que nos invita a permanecer siempre en la órbita de Dios, en la escucha de su Palabra, conscientes de que Él, que está siempre pendiente de nosotros, nos lleva, por caminos insospechados, a la felicidad que anhela nuestro corazón -“Dios dispone todas las cosas para el bien de los que le aman” (Rm 8,28)- y a la conciencia de que para Él nada hay imposible.

 Salmo responsorial -  14 (15)

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?

El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua. (1)

 El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino. El que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor. (2)

El que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará. (3)

El salmo 14, como otros muchos, parece ser una liturgia de entrada en el templo. Los fieles se acercan en procesión, respondiendo al salmista que canta esta plegaria en forma de pregunta: “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?”. Una oración similar a la del salmo 24, de similares características -“¿Quién subirá al monte del Señor?, ¿quién podrá estar en su recinto santo?- y unas respuestas parecidas -“el hombre de manos inocentes y puro corazón”. Se trata, en uno y otro caso, de entrar en la presencia de Dios, de vivir con Él, participando de su intimidad, y para ello es necesario un ejercicio de pureza interior.

En las puertas o fachadas de los templos egipcios y babilónicos se podían leer las condiciones que debían cumplir los fieles antes de entrar en el recinto sagrado, condiciones casi siempre referidas a la pureza exterior (abluciones, determinados gestos o movimiento del cuerpo, utilización de una vestimenta especial...). En el salmo 14, en cambio, se exige la purificación interior de la conciencia. Sus versículos recuerdan el espíritu de denuncia de los grandes profetas sobre la separación que se daba entre el culto y la vida, entre la oración litúrgica y el compromiso social: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. La verdadera adoración a Dios está necesariamente unida a la integridad moral, a la práctica de la justicia y a la sinceridad del corazón: sólo le está permitido vivir junto al Señor a “quien procede honradamente, práctica la justicia y tiene intenciones leales”.

Esta integridad moral debe traducirse en actitudes concretas de cercanía a los demás, huyendo de todo lo que les pueda hacer daño, “no calumniando, ni difamando, ni sobornando al vecino”. Nos vienen a la mente aquellas palabras de San Juan: “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20).

“La condición para llegar a Dios -afirma Benedicto XVI sobre el salmo 14- es simplemente el contenido esencial del Decálogo, poniendo el acento en la búsqueda interior de Dios, en el caminar hacia Él (primera tabla) y en el amor al prójimo, en la justicia para con el individuo y para con la comunidad (segunda tabla)” (Jesús de Nazaret, Las bienaventuranzas).

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses -  1,24-28

Hermanos: Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia, de la cual Dios me ha nombrado servidor, conforme al encargo que me ha sido encomendado en orden a vosotros: llevar a plenitud la palabra de Dios, el misterio escondido desde siglos y generaciones y revelado ahora a sus santos, a quienes Dios ha querido dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria. Nosotros anunciamos a ese Cristo; amonestamos a todos, enseñamos a todos, con todos los recursos de la sabiduría, para presentarlos a todos perfectos en Cristo.

“El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día” (Lc 9,22) -anunciaba Jesús a sus discípulos poco antes de su pasión-. Estos sufrimientos formaban parte del plan de Dios para revelar a los hombres su amor infinito: “Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Y lo que fue la suerte del maestro será también la de sus discípulos. Así lo advirtió Jesús en varias ocasiones: “Si esto hacen en el leño verde, ¿qué no se hará en el seco?” (Lc 23,31). Y de modo más explícito: “Os entregarán a los tribunales, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa, para que deis testimonio ante ellos” (Mc 13,9).

Hace unos domingos San Pablo se gloriaba “en sus tribulaciones (sufrimientos), sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, una esperanza que no falla, pues el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5). 

En la lectura de hoy, San Pablo se alegra en sus sufrimientos, alegando esta vez que “en ellos completa en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo”. Ello no significa que Cristo, para salvar al hombre, sufriese sólo parcial e insuficientemente, dejando a sus seguidores continuar su obra salvadora a lo largo de los siglos. No. Los sufrimientos de Pablo y los de todos los que, como él, ejercen la tarea de anunciar a Cristo, completan los de Cristo, no añadiendo nada a su valor, que es infinito, sino prolongándolos, por así decirlo, para que, a través de los nuestros, los hombres de todos los tiempos accedan a la salvación traída por Él. San Pablo ve en sus propios sufrimientos la íntima comunión que existe entre Jesucristo y el cristiano, el cual participa del ser de Cristo, tanto en su padecer y morir, como en su vivir y reinar: “Si morimos con Cristo, viviremos con Él; si sufrimos con Cristo, reinaremos con Él” (2Tm 2,11-12). 

Esta unión con Cristo se lleva a cabo en el seno de su Cuerpo, que es la Iglesia. De la misma San Pablo ha sido constituido, por encomienda de Dios, servidor de la Palabra del Evangelio, del “gran misterio escondido durante siglos” a los gentiles, los cuales, con la aceptación de esta Palabra, quedan incorporados de pleno derecho al Cuerpo de Cristo y experimentan la esperanza de la gloria a la que Cristo se ha hecho acreedor a partir de su Resurrección. 

Pero la tarea de San Pablo, como la de todo misionero, no se limita a anunciar a Cristo: evangelizar conlleva seguir luchando para que los nuevos cristianos sean debidamente instruidos en el conocimiento de Cristo, “en quien están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,3), procurando que no se desvíen del camino correcto, hasta que Cristo esté perfectamente formado en ellos.

 Aclamación al Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya. Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia.

 Lectura del  santo evangelio según san Lucas - 10,38-42

En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios; hasta que, acercándose, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir?». Respondiendo, le dijo el Señor: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada».

El relato evangélico que pone hoy la Iglesia a nuestra consideración sigue directamente a la parábola del Buen Samaritano, que escuchábamos el pasado domingo. Jesús que, unos versículos anteriores, aleccionaba a sus discípulos a aceptar la hospitalidad (Lc 9,4; 10,5-9), acepta la invitación de una mujer, llamada Marta, a hospedarse con sus discípulos en su casa, en la que también vivía su hermana María. Las dos hermanas adoptan una postura diferente ante el Señor: Marta se afana en la preparación de lo necesario para servir a los huéspedes; María, en cambio, se sienta a los pies del Señor para no perderse nada de sus palabras. 

Lo que nos interesa de este pasaje evangélico son las palabras que Jesús dirige a Marta, cuando ésta protesta por la conducta, nada cooperativa, de su hermana y solicita la intervención del maestro para que le ayude: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir?. Jesús le responde con estas palabras cuya interpretación ha hecho correr ríos de tinta a lo largo de la historia cristiana: “Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada”.

Una de estas interpretaciones ha sido la de pensar que Jesús exaltaba la vida de unión con Dios (vida contemplativa) respecto a  la vida dedicada a ocuparse de las necesidades materiales de los demás (vida activa). Una interpretación no correcta, pues Jesús no pretende en modo alguno quitarle valor a nuestra dedicación a los demás: ello iría en contra de las palabras que dirigió a los discípulos (y también a nosotros) después de lavarles los pies: “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros”(Jn 13,14). 

La interpretación correcta hay que buscarla en las mismas palabras de Jesús “María, ha escogido la parte mejor”. No se trata de juzgar el comportamiento de las dos hermanas de acuerdo con los criterios habituales de buena o mala conducta: Jesús pretende en sus oyentes -en este caso sus discípulos, testigos del acontecimiento- una llamada al descendimiento de lo que es lo mejor, es decir, potenciar la actitud más esencial que deben adoptar sus seguidores. Las dos mujeres acogen al Señor, una, proporcionándole todos sus servicios, la otra, escuchándole atentamente. Jesús aprovecha esta circunstancia para dar una recomendación a sus discípulos, y también a nosotros. A saber: que en nuestro vivir nuestra vida de fe no debemos olvidar lo esencial, y lo esencial es que “busquemos primero el Reino y su justicia” (Mt 6,33). En nuestra vida desempeñaremos, según nuestra personalidad y la vocación personal a la que Dios nos llame, el papel de Marta o el de María o, unas veces uno y otras otro, según las circunstancias, pero sin olvidar poner el acento en lo que es prioritario. 

Pero, dejemos que sea el mismo Señor el que nos explique las palabras dichas a Marta. Lo hacemos transcribiendo estos fragmentos del  discurso de Jesús sobre la confianza en la providencia: “No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis porque la vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido; fijaos en los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves! (…) Fijaos en los lirios del campo, cómo ni hilan ni tejen. Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al horno, Dios así la viste ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! (…) Así pues, vosotros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos. (…) Ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de eso. Buscad más bien su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura. (Lc 12,22-32).

Con estas palabras Jesús nos pone en guardia para que las cosas de este mundo no nos impidan ocuparnos de lo esencial, de la escucha de su Palabra. Así nos lo dice el mismo Jesús, como conclusión de la parábola del sembrador, y así nos pone en el camino correcto: Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído (la Palabra), pero a lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llegan a madurez. Lo que (cae) en buena tierra, son los que, después de haber oído (la Palabra), la conservan con corazón bueno y recto, y dan fruto con perseverancia” (Lc 8,14-15).

Las palabras de Jesús a Marta podían traducirse de esta otra forma: “Marta, no estés tan preocupada por servirme, tú limítate a acogerme y a escuchar: soy yo el que te serviré y haré todo por ti”.

          [En el comentario a esta lectura he seguido la explicación que de la misma hace la biblista y teóloga francesa Marie Noël Thabut].

Oración sobre las ofrendas

Oh, Dios, que has llevado a la perfección del sacrificio único los diferentes sacrificios de la ley antigua, recibe la ofrenda de tus fieles siervos y santifica estos dones como bendijiste los de Abel, para que la oblación que ofrece cada uno de nosotros en alabanza de tu gloria, beneficie a la salvación de todos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

En el sacrificio la cruz Cristo lleva a la perfección todos los sacrificios de la Antigua Alianza y todas las ofrendas que nosotros podamos hacer a Dios. Las dones principales que en este momento de la misa ofrecemos al Padre son el pan y el vino, que van a ser consagrados y convertidos en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Juntamente con ellos, ofrecemos a Dios nuestra propia vida, representada en nuestras aportaciones particulares, espirituales y materiales. Deseamos que nuestras ofrendas sean bendecidas y santificadas por Dios para nuestra santificación y la santificación de los demás.

Antífona de comunión

 Mira, estoy a la puerta y llamo, dice el Señor. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Ap 3,20).

¿Abrimos al Señor la puerta de nuestro corazón o dejamos que pasen los días y las noches solo, en el umbral de nuestra casa, sin querer saber nada de él? 

“¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!” 

(Lope de Vega)

 Oración después de la comunión

          Asiste, Señor, a tu pueblo y haz que pasemos del antiguo pecado a la vida nueva los que hemos sido alimentados con los sacramentos del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 “.., despojaos del viejo hombre… … y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad verdadera” (Efesios 4, 22-24). El paso de nuestra vida de pecado a la vida de hijos de Dios es la continua tarea del cristiano que debe estar siempre en proceso de conversión. Es para la realización de esta tarea por lo que pedimos a nuestro Padre, Dios, que ayude a quienes acabamos de recibir el sacramento eucarístico.