Domingo 17 Ordinario C

 Decimoséptimo domingo del tiempo ordinario C

Antífona de entrada

Dios, el que vive en su santa morada, da calor de hogar al solitario y fuerza y poder a su pueblo.

Cuando nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando no puedo hablar con nadie, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si no hay nadie que pueda ayudarme, Él puede ayudarme. La soledad no existe para el cristiano, pues puede escuchar a Dios, hablar con Él, dejarse ayudar por Él: el que reza nunca está totalmente solo. (Meditación sobre sobre un pequeño fragmento de la encíclica de Benedicto  XVI Spe salvi -Salvados por la esperanza-).

Oración colecta

Oh, Dios, protector de los que en ti esperan y sin el que nada es fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros tu misericordia, para que, instruidos y guiados por ti, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros que podamos  adherirnos ya a los eternos. Por nuestro Señor Jesucristo.

Nuestra petición se adapta al sentir de la Iglesia que hoy pone el acento en la aspiración a los bienes del cielo. “Buscad los bienes de arriba”, nos dice San Pablo en la carta a los Colosenses (Col, 4, 2). En esta sociedad del bienestar, en la que tan difícil nos resulta desprendernos del desmedido consumismo, tiene mucho sentido pedir al Señor, de quien todo lo esperamos y sin el cual nada tiene sentido ni valor, que nos ayude a valorar en su justa medida los bienes materiales y nos enseñe a transcenderlos y a usarlos como peldaños que nos encaminen hacia los bienes definitivos. “Habéis sido rescatados a buen precio; no os hagáis esclavos de realidades humanas;... ...los que disfrutan de este mundo (vivan) como si no disfrutaran”, nos dice también San Pablo en la primera carta a los Corintios (1 Cor 7, 22.31)

Lectura del libro del Génesis 18,20-32

En aquellos días, el Señor dijo: «El clamor contra Sodoma y Gomorra es fuerte y su pecado es grave: voy a bajar, a ver si realmente sus acciones responden a la queja llegada a mí; y si no, lo sabré». Los hombres se volvieron de allí y se dirigieron a Sodoma, mientras Abrahán seguía en pie ante el Señor. Abrahán se acercó y le dijo: «¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?» El Señor contestó: «Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos». Abrahán respondió: «¡Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza! Y si faltan cinco para el número de cincuenta inocentes, ¿destruirás, por cinco, toda la ciudad?» Respondió el Señor: «No la destruiré, si es que encuentro allí cuarenta y cinco». Abrahán insistió: «Quizá no se encuentren más que cuarenta». Él dijo: «En atención a los cuarenta, no lo haré». Abrahán siguió hablando: «Que no se enfade mi Señor si sigo hablando. ¿Y si se encuentran treinta?» Él contestó: «No lo haré, si encuentro allí treinta». Insistió Abrahán: «Ya que me he atrevido a hablar a mi Señor, ¿y si se encuentran allí veinte?» Respondió el Señor: «En atención a los veinte, no la destruiré». Abrahán continuó: «Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más: ¿Y si se encuentran diez?» Contestó el Señor: «En atención a los diez, no la destruiré».

La primera lectura es una continuación de la del pasado domingo. Los tres hombres -es decir, Dios- una vez terminada la visita a Abraham para anunciarle el ya próximo nacimiento de Isaac orientan sus miradas hacia las ciudades de Sodoma y Gomorra y hacía ellas dirigen sus pasos. Abraham les acompaña una parte del camino con el fin de despedirse de ellos. Es en ese momento cuando el Señor, preocupado por las voces que le habían llegado de las maldades cometidas en estas dos ciudades, decide hacerse presente en las mismas para comprobar “in situ” la gravedad de los pecados de que se les acusa. Aquí comienza la lectura de hoy. Abraham, después de oír estas palabras, se dirige al Señor con el fin de interceder  en la salvación de las ciudades pecadoras: es la primera vez en la historia que un hombre se atreve a intervenir en los planes de Dios. 

En este pasaje asistimos al primer mercadeo -regateo- entre dos seres tan desiguales: entre el Dios Altísimo, Creador del cielo y de la tierra, y un ser humano, que se considera a sí mismo “polvo y ceniza”. Abraham se atreve a hablar a Dios con estas palabras: “¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? (…) ¡lejos de ti hacer tal cosa! El juez de toda la tierra, ¿no va a hacer justicia?“.

Abraham pretende que Dios salve a toda la ciudad por gracia de las personas justas que vivan en ella. Empezando por cincuenta justos, Abraham, fiado de la bondad del Dios que ha aceptado hospedarse en su casa, y le ha hecho la gran promesa de una descendencia numerosa, va poco a poco rebajando la cuantía de las personas justas para evitar el castigo: cuarenta y cinco, cuarenta, treinta, veinte, diez… El Señor no se impacienta en absoluto y hasta por diez justos que existiesen en la ciudad perdonaría a todos los demás. La alta idea de justicia que demuestra Abraham, así como su actitud intercesora y solidaria con los hombres, agradan al Señor que ve que su forma de pensar sobre la justicia se acerca al pensamiento de Dios que, como sabemos, por encima de la justicia, quiere siempre el bien del hombre, incluso del hombre pecador: “Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva” (Ez 18, 23). Esta solidaridad con los demás lo vemos también en el caso de Moisés, que intercede ante el Señor para que no castigue al pueblo por haber caído en la idolatría, adorando al becerro de oro.

El texto que nos ocupa está redactado después del destierro en Babilonia, en un momento en el que ya estaba en la conciencia social la idea de la responsabilidad individual: queda ya lejos aquella forma de pensar que justifica el castigo de todos por el pecado de uno o de unos pocos, se decir, que el pecado de uno lo paguen todos. En el texto se trata de lo contrario, a saber, de que la bondad de unos pocos pueda servir para salvar al resto, una forma de entender la solidaridad humana que quedará desarrollada en el profeta Ezequiel, para quien Dios se goza en que el hombre interceda por sus hermanos. Ello constituye un primer paso hacia el corazón de la ley del amor, que recorre todo el Evangelio y, que hoy especialmente nos mostrará Jesús en la enseñanza del Padrenuestro: las peticiones que conforman nuestra principal oración no son sólo para mí, sino para todos los hombres: “perdona nuestros pecados … danos el pan cotidiano”.

Este texto es, ciertamente, un paso adelante en el descubrimiento de Dios, aunque todavía permanezcamos en la idea de un Dios enmarcado en la lógica de nuestra manera de entender la justicia, una justicia en la que se necesita un número determinado de personas buenas para salvar por ellos a todos. Esta idea de justicia aplicada a Dios está llamada a romperse en favor de una justicia que no tenga nada que ver con un balance cuyos dos platos estén perfectamente equilibrados: es exactamente lo que San Pablo nos hará comprender cuando nos presenta a un Dios que, por su infinito amor hacia nosotros, y siendo todavía pecadores, nos perdona todos nuestros pecados, clavando en la Cruz el documento que lo justificaba (segunda lectura).

Salmo respondorial - 137

Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste 

Te doy gracias, Señor, de todo corazón, porque escuchaste las palabras de mi boca; delante de los ángeles tañeré para ti; me postraré hacia tu santuario.

Profunda e intensamente, el salmista se muestra agradecido a Dios porque ha escuchado su súplica en un momento de peligro. La experiencia de que Dios oye siempre las oraciones de sus fieles y se hace cargo de sus sufrimientos es una característica del orante israelita. En su experiencia como miembro del pueblo elegido, alberga en su mente  aquellas palabras del Señor a Moisés en la zarza ardiente: “Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos” (Éx 3,7). Esta certeza de la cercanía de Dios de quienes acuden a Él recorre toda la historia del pueblo elegido: lo vemos en los escritos de los profetas, en los salmos, en los fieles a la Alianza de Israel, y, sobre todo, en la oración del orante por excelencia, Jesucristo, que mantenía una continua intimidad con el Padre en la conciencia de que en todo momento atendía a sus plegarias. Recordamos sus palabras dirigidas al Padre ante la tumba de su amigo Lázaro: “Yo sé que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado” (Jn 11,42). Además de darle gracias, el salmista promete cantar y tañer la cítara delante de los ángeles. ¿A qué ángeles se refiere? Hay dos interpretaciones posibles, la de la Biblia hebrea habla de ‘dioses’, mientras que la Biblia griega (de los Setenta) habla de ‘ángeles’. Según la primera, cabe interpretar ‘dioses’ por ‘ídolos” y, este caso, el salmista, al alabar con la cítara al Señor, se estaría burlando delante de los dioses de los pueblos vecinos que, como reza otro salmo, “tienen ojos y no ven, boca y no hablan, orejas y no oyen” (Sal 115). Nuestro texto, tomado de la Biblia griega, habla de ‘ángeles’, con lo que había que interpretar que el salmista se ve a sí mismo alabando a Dios, rodeado de toda su Corte celestial (ángeles, arcángeles, serafines…), al modo de la visión de Isaías cuando fue llamado por Dios al ejercicio del profetismo. Ambas interpretaciones tienen sentido, pudiéndose utilizar una u otra (o las dos) en nuestra oración.

Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera tu fama. Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma

Se continúa la acción de gracias al Señor -al nombre del Señor- por haberse mostrado misericordioso y leal, y porque lo que promete siempre lo cumple. Es una convicción que se muestra en todas las vivencias históricas del pueblo elegido: “Reconoce que el Señor tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel, que cumple su pacto generación tras generación, y muestra su fiel amor a quienes lo aman y obedecen sus mandamientos” (Deut 7,9). Estas promesas se han cumplido completamente en Cristo, en quien, de forma inaudita, se ha hecho presente el amor del Padre, yendo en busca de la oveja perdida -la humanidad- y llevándola al redil, montada sobre sus hombres, abrazando al hijo que vuelve a Él arrepentido y –lo que nos resulta escandaloso- entregando su vida por nosotros en la cruz: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo -los suyos somos todos nosotros- los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).

El Señor es sublime, se fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio. Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus  manos 

El salmista se complace contemplando al Señor “que se fija en el humilde y de lejos conoce al soberbio”. Se alegra, y nosotros con Él, de que el Señor se acerque al hombre que pone toda su esperanza en Él, al humilde, al pobre y al desamparado, a aquél que nadie considera, y, respetando su libertad, mantenga a distancia al prepotente y orgulloso, no porque no quiera acercarlo a Él para salvarlo, sino porque, cerrándose en banda a recibir su ayuda, prefiere alejarse de su amor. Consciente de que la misericordia del Señor es para siempre, pide a Dios que no abandone el plan que ha decidido realizar con su pueblo. Nosotros, que hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene, le pedimos que no permita que retrocedamos en nuestro caminar hacia nuestra completa realización en Cristo. “Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos”

Tu derecha me salva; el Señor completará sus favores conmigo; Señor, tú misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.


Lectura de la carta  del apóstol san Pablo a los Colosenses 2,12-14

Hermanos: Por el bautismo fuisteis sepultados con Cristo y habéis resucitado con él, por la fe en la fuerza de Dios que lo resucitó de los muertos. Y a vosotros, que estabais muertos por vuestros pecados y la incircuncisión de vuestra carne, os vivificó con él. Canceló la nota de cargo que nos condenaba con sus cláusulas contrarias a nosotros; la quitó de en medio, clavándola en la cruz.


El discípulo de Cristo, no sólo está llamado a compartir su destino, sino que de hecho ya lo comparte desde el momento de su  bautismo, en el que ha muerto espiritualmente al hombre viejo, marcado por el pecado, y ha renacido con Él a la nueva vida de resucitado. El bautismo en la primitiva comunidad se hacía por inmersión en el agua de una pequeña piscina, normalmente excavada en el suelo. El nuevo creyente era sumergido en el agua, como signo de que es sepultado con Cristo, de la que ascendía para renacer con Cristo a la nueva vida de resucitado.

Hemos resucitado con Cristo Y ello, no por voluntad y obra nuestra -para que no caigamos en el orgullo de la autosuficiencia-, sino por la fe en el poder del Padre, que ejerció de forma eficaz al resucitar a Cristo de entre los muertos.

Dirigiéndose a los colosenses que, hasta que conocieron a Cristo, vivían esclavos de sus egoísmos, de sus superficialidades y de una vida carente de futuro, y ajenos, además, a las promesas de Israel, les dice que han encontrado la Vida, aquella vida que, resistente a todas las amenazas de este mundo, nos hace libres y nos ayuda eficientemente a ser nosotros mismos: “Estabais muertos por vuestros pecados y por la incircuncisión (ajenos a las promesas de Israel) y (Cristo) os vivificó con él”. San Pablo se dirige a cristianos procedentes del paganismo que, por no ser judíos, no tienen otro punto de referencia en su vida cristiana que la nueva vida que han adquirido en Cristo en el bautismo. 

¿Cómo Dios llevó a cabo esta obra de vivificación? Cancelando “la nota de cargo que nos condenaba” y “clavándola en la Cruz”

San Pablo, utilizando el lenguaje de su tiempo, considera  el pecado como una deuda que hemos contraído con Dios. Sucedía en ocasiones que un prestamista cancelaba la deuda, rompiendo el documento escrito que la justificaba. Eso es justamente lo que hizo Dios con nosotros. Las palabras de Cristo clavado en la cruz, “perdónalos porque no saben lo que hacen”, deben ser igualmente atribuidas al Padre, pues el Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30): “Quien me ve a mí ve al Padre” (Jn 14,9).


Aclamación al Evangelio 


Aleluya, aleluya, aleluya. Habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡“Abba”, Padre!»


Lectura del  santo evangelio según san Lucas 11,1-13

Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación”». Y les dijo: «Suponed que alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”; y, desde dentro, aquel le responde: “No me molestes; la puerta ya está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”; os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espí­ritu Santo a los que le piden?»


“Señor, enséñanos a orar, a hablar con nuestro Padre Dios”: así comienza una canción que tiene como contenido esta petición de los discípulos a Jesús. Para hablar con Dios, debemos utilizar su mismo lenguaje y este lenguaje sólo podemos aprenderlo si es el mismo Dios el que no lo enseña. Ésta fue la tarea de Jesús (la Palabra del Padre hecha carne) en esta tierra: enseñarnos a tratar con Dios, a entender sus palabras y a manifestarle nuestros deseos.

De modo, si cabe, más explícito, Jesús se centra en este evangelio en la enseñanza de la oración principal con la que deben dirigirse al Padre sus seguidores, la oración en la que quedan resumidas todas las demás oraciones del cristiano. El Padrenuestro nos hace entrar en el lenguaje de Dios y nos contagia de la actitud de esperarlo todo de Él.

Aprendemos, en primer lugar, a dirigirnos a Dios como quienes realmente somos respecto de Él, es decir, como sus hijos queridos: Dios, además de habernos puesto en la existencia, nos ha incorporado, por la fe en su poder resucitador, a su propio Hijo, haciéndonos participar de su misma vida divina. Nuestra relación con Dios como hijos difiere de la relación que tenemos con nuestros padres terrenos: de éstos somos hijos hasta el momento en que, al no necesitar ya de sus cuidados, nos valemos por nosotros mismos; de Dios, en cambio, somos hijos en todo momento, pues en todo momento necesitamos de su ayuda para vivir la vida de la gracia. Nuestro crecimiento en la fe consiste en progresar en la conciencia de que cada vez somos más hijos suyos, más dependientes de Él y, por tanto, más niños: “Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18,3). 

Y ya nos centramos en las peticiones que componen la oración del Señor. Las dos primeras se refieren a nuestra correcta relación con Dios: se trata de hacer nuestros sus deseos y sus planes. Cuando pedimos que sea santificado su Nombre” y que “venga su reino”, deseamos con todas nuestras fuerzas que Dios se manifieste tal como Él es, que sea reconocido, ensalzado y adorado por todos los hombres como el único Dios, Creador y Rey del cielo y de la tierra. Una y otra petición nos van convirtiendo en personas apasionadas de Dios y obsesionadas por la realización de su voluntad en el mundo. El Reino de Dios no es otra cosa que el cumplimiento de su designio benevolente de hacer partícipes a todos los hombres de su propia santidad: “Sed santos porque yo soy santo” (1Pe 1,16) y, como lo que hace santo a Dios es el amor, el reino que deseamos que venga a nosotros es una humanidad unida en la que han desaparecido los conflictos, el odio y las desavenencias, y en la que existe como única ley el amor: “Nos ha elegido para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1,4). 

Al repetir una y otra vez el deseo de que Dios sea reconocido como Dios y de que su reino inunde la vida de la humanidad nos estamos convirtiendo en defensores a ultranza de la soberanía Dios en el mundo. Esta soberanía de Dios se ha hecho efectiva y visible en Cristo: cuando Jesús nos dice que “El reino de Dios está dentro de nosotros” (Lc 17,21), se está refiriendo a Él mismo: Cristo hace presente al Padre, Él es el tesoro escondido y la perla preciosa de las parábolas sobre el Reino, Él -su propia persona- es este Reino de Dios. “Rezar por la venida del Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos, Señor! Empápanos, vive en nosotros; reúne en tu cuerpo a la humanidad dispersa para que en ti todo quede sometido a Dios y Tú puedas entregar el universo al Padre, para que Dios sea todo para todos (2 Co 15, 28)” Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, T. 1). 

Las siguientes peticiones conciernen a nuestra vida cotidiana. “Danos cada día nuestro pan cotidiano”, una petición que nos enseña a no inquietarnos por el mañana y a esperar cada día el alimento, material y espiritual, como un regalo de Dios: “No andéis preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Bien sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso” (Mt 6,31-32). El que hablemos de “nuestro pan” nos enseña a compartir con nuestro Padre del cielo el cuidado que tiene de alimentar a todos sus hijos, nuestros hermanos: “Si alguno, que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (1Jn 3,1

“Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe”. Podía dar la impresión de que el perdón de Dios está condicionado por nuestro comportamiento compasivo con los demás. No es así. Dios nos perdona incondicionalmente y antes de que nosotros se lo pidamos: “Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,8). El perdón fraternal -eso sí- es el único camino para que nosotros podamos introducirnos en la órbita del perdón de Dios y disfrutar de este perdón: quien cierra su corazón al hermano queda incapacitado para recibir los dones de Dios.

“No nos dejes caer en tentación”. Así comenta Benedicto XVI esta última petición: «Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si —como en el caso de Job— das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, T. 1, cap. 5).

Observamos que todas las peticiones vienen formuladas en plural: ello nos aleja de nuestro individualismo y nos solidariza con los demás, con todos los hombres. En realidad, cuando pedimos a Dios que remedie nuestras necesidades, lo hacemos representando a la humanidad entera.

A continuación, Jesús nos insta a ser constantes y hasta pesados en pedir al Padre todo aquello que necesitamos, como hizo aquel amigo inoportuno, que no dejó de insistir hasta que el amigo accedió a abrirle la puerta y prestarle la ayuda requerida: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”. La oración de petición es, en todo momento recomendada: ella es, además de todo lo dicho hasta ahora, el mejor aprendizaje de humildad y de confianza en el Señor. Son muchas las citas bíblicas del Antiguo y del Nuevo Testamento en las que se nos exhorta a demandar con insistencia la ayuda del Señor: en los profetas, en los salmos, en Jesús mismo, en los apóstoles. La lectura de las mismas, unidos a Jesús, nos ayudará a crecer en la correcta relación de amistad con nuestro Padre del cielo, a confiar plenamente en Él y a esperarlo todo de Él, aunque a veces no tengamos motivos humanos para la esperanza. Veamos algunas de estas citas:

  • “En mi angustia llegué a pensar que me habías apartado de tu vista, pero tú escuchaste mi voz suplicante en el momento en que a ti clamé” (Sal 31:22).
  • “Clama a mí, y yo te responderé; te daré a conocer cosas grandes y maravillosas que tú no conoces” (Jr 33:3). 
  • “Si permanecen en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queráis y se os concederá” (Jn 15:7).
  • “Orad en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y manténganse atentos, siempre orando por todos Los Santos” (Ef 6:18) 
  • “Ésta es la confianza que tenemos en él: si pedimos algo según su voluntad, él nos oye” (1 Jn 5:14).

Terminemos comentando la última frase de la lectura: “Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espí­ritu Santo a los que le piden?”. Dios no se contenta con darnos cosas, con solucionarnos este o aquel problema: Dios se nos da a sí mismo para que seamos como Él, para que disfrutemos de su vida divina, para que podamos hacer las cosas que hizo el mismo Cristo en su etapa terrena. Con el Espíritu Santo en nuestro interior ya no somos nosotros los que actuamos: es Cristo quien actúa y vive en nosotros. El Espíritu Santo, que mora en nosotros, hará que desaparezca de nuestra vida toda rastro de temor, nos convertirá en hombres y mujeres cuyo único gozo es vivir para los demás, nos dará fuerza en nuestro cansancio y nos llevará a la verdadera libertad, a la libertad de ser -cada vez más- nosotros mismos.


Oración sobre las ofrendas

Recibe, Señor, las ofrendas que te presentamos gracias a tu generosidad, para que estos santos misterios, donde tu poder actúa eficazmente, santifiquen los días de nuestra vida y nos conduzcan a las alegrías eternas. Por Jesucristo, nuestro Señor.

En este ofertorio te pedimos, Señor, que acojas el pan y el vino que, frutos de la tierra y del trabajo del hombre, hemos recibido de ti. Tú permites ahora que te los devolvamos como ofrendas que, convertidas en tu cuerpo y en tu sangre, serán nuestro verdadero alimento. La unión tan estrecha contigo a través de este sacramento hará que abundemos en buenas obras y que caminemos decididamente hacia el cielo, donde disfrutaremos permanentemente de tu amistad.

Antífona de comunión

Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,7-8) 

La Iglesia pone ahora a nuestra consideración la quinta y la sexta bienaventuranza: Felices los misericordiosos porque de ellos Dios tendrá misericordia, y felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Dios ha puesto en el corazón del hombre y de la mujer un profundo anhelo de felicidad y de plenitud. Cuando somos compasivos con los demás participamos de la felicidad de Dios, pues estamos imitando su comportamiento: “Sed misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,3). Cuando actuamos con un corazón limpio nos comportamos como niños que lo necesitan todo de su padre y participamos de la felicidad de Jesús que, como Hijo, es totalmente dependiente del Padre del cielo: “Si no os volvéis cono niños no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3)

Oración después de la comunión

Hemos recibido, Señor, el santo sacramento, memorial perpetuo de la pasión de tu Hijo; concédenos que este don, que él mismo nos entregó con amor inefable, sea provechoso para nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

En la oración final de esta misa pedimos a Dios que se hagan realidad en nosotros los frutos de la celebración eucarística. En este domingo pedimos que el don que hemos recibido al comulgar nos aproveche para nuestra salvación, es decir, para nuestra unión con Cristo. Que esta unión se haga extensiva a todas las circunstancias y momentos de nuestra vida. Que la conciencia de la presencia del Señor sea una constante plegaria y un permanente canto de alabanza. Que el amor con el que Cristo nos entregó este sacramento se traduzca en una entrega permanente al servicio y cuidado de nuestros hermanos.