Cuarto domingo del tiempo ordinario - Ciclo B
Antífona de entrada
Sálvanos, Señor, Dios nuestro, reúnenos de entre los gentiles: daremos gracias a tu santo nombre, y alabarte será nuestra gloria (Sal 105,
El salmista suplica al Señor que salve a su pueblo, salvación que, en el momento de la composición del salmo, se concreta en la vuelta a Jerusalén para celebrar la victoria sobre los enemigos con acciones de gracias y con cantos de alabanza. Esta súplica supone que gran parte de Israel se encuentra fuera de la Tierra prometida, bien en la cautividad de Babilonia, bien en la dispersión de los israelitas fuera de Palestina.
Nuestra oración eucarística se inicia pidiéndole al Señor que nos saque de los territorios inhóspitos de la vanidad y el egoísmo y nos conduzca a la alegría de su presencia. Entonces podremos celebrar su poder, su fuerza y su amor con canciones de agradecimiento y reconocimiento de su infinita bondad.
Oración colecta
Señor, Dios nuestro, concédenos adorarte con toda el alma y amar a todos los hombres con afecto espiritual. Por nuestro Señor Jesucristo.
Lectura del libro del Deuteronomio - 18,15-20
Moisés habló al pueblo, diciendo: «El Señor, tu Dios, te suscitará de entre los tuyos, de entre tus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharéis. Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb el día de la asamblea: “No quiero volver a escuchar la voz del Señor mi Dios, ni quiero ver más ese gran fuego, para no morir”. El Señor me respondió: “Está bien lo que han dicho. Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá todo lo que yo le mande. Yo mismo pediré cuentas a quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre. Y el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá”».
El terror provocado por los truenos, relámpagos y fulgores, en los que se manifestaba la voz de Dios en el Sinaí, hizo que los israelitas protestasen de esta manera: “No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese gran fuego, para no morir”. El Señor entiende este protesta y, por eso, les promete un profeta, salido del mismo pueblo, que les hablará en su nombre. Este profeta será, semejante a Moisés, un fiel intermediario entre ellos y Dios; hablará con Dios directamente y comunicará al pueblo lo que Dios le dicte. Cualquier otro que diga que habla en nombre de Dios, y no sea sea así, será castigado, lo mismo que aquél que hable en nombre de un dios extranjero.
Este fragmento del libro del Deuteronomio contiene, según Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret -del que me sirvo para elaborar este comentario- una de las promesas mesiánicas más importantes del Antiguo Testamento y, por ello, es clave para comprender la persona y el comportamiento de Jesús. En él no se promete un nuevo David, sino un nuevo Moisés, alguien que hablará cara a cara con Dios y transmitirá fielmente su mensaje. Esto era lo característico de Moisés: el hecho de que trataba directamente con Dios, de que mantenía con Dios un diálogo, del cual brotaban los hechos prodigiosos, que de él se cuentan, sus palabras al pueblo y el establecimiento de la Ley -el camino que había que seguir para ser fiel a los planes de Dios-. Este trato con el Altísimo es lo que hacía que Moisés fuese el mediador de la alianza de Dios con Israel.
Pero esta mediación no era completa, pues a Moisés, aunque se le permitía estar muy cerca de Dios, le estaba vetado ver su rostro. Lo vemos en este texto del Éxodo: “Dijo el Señor a Moisés: al pasar mi Gloria, te pondré en el hueco de la roca y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Después sacaré mi mano y tú entonces verás mis espaldas; pero mi rostro no lo puedes ver” (Ex 33,21-23). Ésta es la diferencia entre Jesús y Moisés. Jesús es ese profeta que ve directamente a Dios -no su espalda, sino su mismo rostro- y puede por ello hablar plenamente de lo que ha visto: ello hace que sea el Mediador de una alianza superior a la primera.
“En este contexto -escribe Benedicto XVI- hay que leer el final del Prólogo del Evangelio de Juan: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). En Jesús se cumple la promesa del nuevo profeta. En Él se ha hecho plenamente realidad lo que en Moisés era sólo imperfecto: Él vive ante el rostro de Dios no sólo como amigo, sino como Hijo; vive en la más íntima unidad con el Padre. Sólo partiendo de esta afirmación se puede entender verdaderamente la figura de Jesús, tal como se nos muestra en el Nuevo Testamento; en ella se fundamenta todo lo que se nos dice sobre las palabras, las obras, los sufrimientos y la gloria de Jesús” (Jesús de Nazaret, Introducción: una primera mirada al misterio de Jesús).
Salmo responsorial - 94
Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón».
Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos.
Entrad, postrémenos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras».
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 7,32-35
Hermanos: Quiero que os ahorréis preocupaciones: el no casado se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor; en cambio, el casado se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer, y anda dividido. También la mujer sin marido y la soltera se preocupan de los asuntos del Señor, de ser santa en cuerpo y alma; en cambio, la casada se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su marido. Os digo todo esto para vuestro bien; no para poneros una trampa, sino para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones.
Este texto de la primera carta de San Pablo a los corintios es la continuación de lo leído en los pasados domingos de la misma carta. Siguen sonando en nuestros oídos expresiones como: “el cuerpo no está para la fornicación, sino para el Señor”, “¿no sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo” y “... templos del Espíritu Santo?”, “glorificad a Dios con vuestro cuerpo”, “el que tenga mujer viva como si no la tuviese, el que compra como si careciese de todo”, expresiones todas ellas referidas al uso que debemos dar a nuestro cuerpo y a las cosas de este mundo, dado que “El tiempo apremia” y lo que importa de verdad es “vivir para el Señor”.
En esta perspectiva, la lectura de este domingo nos invita a eliminar cualquier desasosiego que disminuya la intensidad y el fervor de nuestra continua dedicación al Señor. San Pablo quiere que vivamos sin inquietudes, arropados por la paz que proviene de Aquél en quien hemos puesto nuestra confianza: “Quiero que os ahorréis preocupaciones”. Es en esta línea, y refiriéndose al terreno afectivo, en la que San Pablo enaltece el estado de virginidad o celibato, en el que todas las dimensiones de nuestra existencia pueden contribuir a vivir en Cristo, a estar apegados a lo único que importa: los asuntos del Señor. En efecto. Las personas célibes pueden consagrar enteramente al Señor su amor, su fuerza y sus intereses; es, en cambio, natural que las personas casadas se apliquen -así lo quiere el Señor- a complacer a su pareja. Esta distinción podría llevarnos a pensar que San Pablo desprecia, o acepta como un mal menor, el estado matrimonial, -y a ello nos llevaría una lectura precipitada de este texto-. Pero no es así. En la carta a los Efesios defiende y ensalza el matrimonio por ser un signo de la unión de Cristo con la Iglesia: “amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia” (Ef 5,25) y en la dirigida a su discípulo Timoteo condena la opinión de quienes lo rechazan, arguyendo que todo lo que procede de Dios es bueno (1Tm 4,3-4). Es cierto que en este texto San Pablo hace especial hincapié en el celibato, pero es sólo con el fin de ensalzar su nobleza en un momento en que aún no estaba establecido oficialmente por las primeras comunidades cristianas. Así se deduce de las recomendaciones que el mismo San Pablo da al propio Timoteo sobre las cualidades que deben adornar al obispo: “que sea marido de una sola mujer” (1 Tm 3,2).
San Pablo no tiene intención alguna en establecer prescripciones humanas, prescripciones que se convertirían en una trampa. Su único interés es ayudar a vivir en cristiano, a que todos, solteros o casados, puedan dedicarse al servicio del Señor, sin ningún tipo de distracción, si bien, y siempre según nuestra manera de ver las cosas, algunos, por su situación de solteros, parezcan que tengan, a nuestros ojos, más facilidades para ello. Se trata, por tanto, de la realización del plan de Dios: unos son llamados a realizarlo en el estado de casados, mientras otros viven las alegrías del Reino en situación de virginidad.
Estar apegados al Señor: ésta es nuestra vocación, la vocación de todos, vocación que cada uno realiza desde la situación en que se encuentra en la vida: unos desde el matrimonio, viviendo la unión con el Señor en la compañía del esposo o la esposa, y comprometidos en el trabajo y en la educación cristiana de los hijos; otros, viviendo de forma más directa esa unión en la actividad contemplativa; otros, dedicados de forma más directa al apostolado con responsabilidades oficiales; otros, comprometidos, aquí y ahora, en el servicio a las personas necesitadas. Pero todos, desde la amistad y el trato con Cristo, la Luz que ilumina nuestros caminos, la Roca en que nos apoyamos y en cuyas hendiduras nos refugiamos, y la Vid de la que tomamos la savia que nos alimenta y fortalece.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló.
Lectura del santo evangelio según san Marcos - 1,21b-28
En la ciudad de Cafarnaún, el sábado entró Jesús en la sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Jesús lo increpó: «¡Cállate y sal de él!» El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un grito muy fuerte, salió de él. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y leobedecen». Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
Esta escena evangélica tuvo lugar la mañana del sábado siguiente de la llamada a los cuatro discípulos, que leíamos el pasado domingo. Lugar: la sinagoga de Cafarnaum, a donde fue acompañado, con toda probabilidad, por Andrés, Pedro, Juan y Santiago. Allí, aprovechando probablemente la invitación a comentar la lectura de la Escritura -los dos protocolos de que constaba el acto-, se puso a enseñar. El evangelista no dice nada del contenido de su enseñanza, pero sí rubrica que todos quedaron asombrados de la autoridad con la que hablaba, distinguiéndola de la enseñanza de los escribas que, para explicar y comentar los textos sagrados, no solían aportar nada personal, sino la doctrina que sobre los mismos habían enseñado rabinos famosos.
Esta autoridad queda aún más reforzada con la expulsión de un demonio del que estaba poseído uno de los presentes. Todos los asistentes al acto quedaron estupefactos: un hombre que explica las escrituras con autoridad y, además, se impone a los espíritus inmundos. Este hecho, unido a las enseñanzas y milagros, que tendrán lugar esos primeros días, hizo que se extendiese rápidamente la fama de Jesús por toda la comarca de Galilea. El asombro en la sinagoga ante la autoridad y novedad de la enseñanza de Cristo se acrecienta por el milagro de la expulsión del demonio. Ello manifiesta la victoria de Cristo sobre el mal y que el Reino de Dios ha llegado con Él a Israel. Así lo remarcará posteriormente a los judíos: “Si expulso los demonios por el Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12,28). El tiempo de espera ha concluido, la época mesiánica está en marcha.
La tarde de aquel sábado la pasaron en casa de Simón, donde tuvo lugar el milagro de la curación de la suegra de éste, además de otros acontecimientos y curaciones, sucedidos a la caída del sol. Pero ello, que está muy relacionado con el evangelio de hoy, será el contenido de la lectura del próximo domingo.
El significado de estas lecturas evangélicas dominicales tiene un alto contenido teológico. En el momento en el que Jesús se puso a enseñar en la sinagoga se está cumpliendo la promesa que Dios hizo a Moisés -1ª lectura- de suscitar un profeta que hablaría las palabras que Él le dictase: “Pondré mis palabras en su boca y les dirá todo lo que yo les mandé”. Jesús es ese profeta, que habla directamente, no con las palabras de otros, sino con las palabras que le dicta el mismo Dios. Esta autoridad de Jesús, que se va haciendo cada vez más explícita a lo largo de su actividad pública, la apreciaremos más intensamente en el Sermón de la Montaña, donde Jesús equipara sus palabras a la misma Escritura: con su “pero yo os digo” -al recordar al auditorio lo que se dijo a los antiguos- Jesús se pone en el mismo lugar de la Ley, y los que le acusan de violar el sábado tienen que oír de su boca que Él está por encima del templo y del mismo sábado: “aquí hay alguien mayor que el templo” ... “el Hijo del hombre es señor del sábado” (Mt 12, 6.8). Los evangelistas nos informan, además, de las largas noches de oración que pasaba Jesús en el Monte. En ellas mantenía un diálogo directo con el Padre a través del cual Jesús hacía suyas, como hombre, las palabras del mismo Dios. “Pondré mis palabras en su boca”, le dijo Dios a Moisés, al anunciar al profeta que había de venir.
Presentamos, Señor, estas ofrendas en tu altar como signo de nuestro reconocimiento; concédenos, al aceptarlas con bondad, transformarlas en sacramento de nuestra redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia. Señor, no quede yo defraudado tras haber acudido a ti (Sal 30,17-18).
O bien:
Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra (Mt 5,3-4).
Oración después de la comunión
Alimentados por estos dones de nuestra redención, te suplicamos, Señor, que, con este auxilio de salvación eterna, crezca continuamente la fe verdadera. Por Jesucristo, nuestro Señor.