Cuarto domingo del tiempo ordinario - Ciclo B

Cuarto domingo del tiempo ordinario - Ciclo B

 

Antífona de entrada

 

lvanos, Señor, Dios nuestro, reúnenos de entre los gentiles: daremos gracias a tu santo nombre, y alabarte será nuestra gloria (Sal 105, 


    El salmista suplica al Señor que salve a su pueblo, salvación que, en el momento de la composición del salmo, se concreta en la vuelta a Jerusalén para celebrar la victoria sobre los enemigos con acciones de gracias y con cantos de alabanza. Esta súplica supone que gran parte de Israel se encuentra fuera de la Tierra prometida, bien en la cautividad de Babilonia, bien en la dispersión de los israelitas fuera de Palestina. 

 

   Nuestra oración eucarística se inicia pidiéndole al Señor que nos saque de los territorios inhóspitos de la vanidad y el egoísmo y nos conduzca a la alegría de su presencia. Entonces podremos celebrar su poder, su fuerza y su amor con canciones de agradecimiento y reconocimiento de su infinita bondad.



Oración colecta

 

Señor, Dios nuestro, concédenos adorarte con toda el alma y amar a todos los hombres con afecto espiritual. Por nuestro Señor Jesucristo. 

 

Lectura del libro del Deuteronomio - 18,15-20

 

Moisés habló al pueblo, diciendo: «El Señor, tu Dios, te suscitará de entre los tuyos, de entre tus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharéis. Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb el día de la asamblea: No quiero volver a escuchar la voz del Señor mi Dios, ni quiero ver más ese gran fuego, para no morir. El Señor me respondió: Está bien lo que han dicho. Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá todo lo que yo le mande. Yo mismo pediré cuentas a quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre. Y el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá”».

 

El terror provocado por los truenos, relámpagos y fulgores, en los que se manifestaba la voz de Dios en el Sinaíhizo que los israelitas protestasen de esta manera: No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese gran fuego, para no morir. El Señor entiende este protesta y, por eso, les promete un profeta, salido del mismo pueblo, que les hablará en su nombre. Este profeta será, semejante a Moisés, un fiel intermediario entre ellos y Dios; hablará con Dios directamente y comunicará al pueblo lo que Dios le dicte. Cualquier otro que diga que habla en nombre de Dios, y no sea sea así, será castigado, lo mismo que aquél que hable en nombre de un dios extranjero.

 

Este fragmento del libro del Deuteronomio contiene, según Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret -del que me sirvo para elaborar este comentario- una de las promesas mesiánicas más importantes del Antiguo Testamento y, por ello, es clave para comprender la persona y el comportamiento de Jesús. En él no se promete un nuevo David, sino un nuevo Moisés, alguien que hablará cara a cara con Dios y transmitirá fielmente su mensaje. Esto era lo característico de Moisés: el hecho de que trataba directamente con Diosde que mantenía con Dios un diálogodel cual brotaban los hechos prodigiosos, que de él se cuentan, sus palabras al pueblo y el establecimiento de la Ley -el camino que había que seguir para ser fiel a los planes de Dios-. Este trato con el Altísimo es lo que hacía que Moisés fuese el mediador de la alianza de Dios con Israel.

 

Pero esta mediación no era completa, pues a Moisés, aunque se le permitía estar muy cerca de Dios, le estaba vetado ver su rostroLo vemos en este texto del Éxodo: “Dijo el Señor a Moisés: al pasar mi Gloria, te pondré en el hueco de la roca y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Después sacaré mi mano y tú entonces verás mis espaldas; pero mi rostro no lo puedes ver” (Ex 33,21-23). Ésta es la diferencia entre Jesús y Moisés. Jesús es ese profeta que ve directamente a Dios -no su espalda, sino su mismo rostro- y puede por ello hablar plenamente de lo que ha visto: ello hace que sea el Mediador de una alianza superior a la primera.

 

        “En este contexto -escribe Benedicto XVIhay que leer el final del Prólogo del Evangelio de Juan: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). En Jesús se cumple la promesa del nuevo profeta. En Él se ha hecho plenamente realidad lo que en Moisés era sólo imperfecto: Él vive ante el rostro de Dios no sólo como amigo, sino como Hijo; vive en la más íntima unidad con el Padre. Sólo partiendo de esta afirmación se puede entender verdaderamente la figura de Jesús, tal como se nos muestra en el Nuevo Testamento; en ella se fundamenta todo lo que se nos dice sobre las palabras, las obras, los sufrimientos y la gloria de Jesús” (Jesús de Nazaret, Introducción: una primera mirada al misterio de Jesús). 

 

Salmo responsorial - 94

 

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón».

 

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos.

 

Entrad, postrémenos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.

 

Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras».


Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 7,32-35

 

Hermanos: Quiero que os ahorréis preocupaciones: el no casado se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor; en cambio, el casado se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer, y anda dividido. También la mujer sin marido y la soltera se preocupan de los asuntos del Señor, de ser santa en cuerpo y alma; en cambio, la casada se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su marido. Os digo todo esto para vuestro bien; no para poneros una trampa, sino para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones. 


Este texto de la primera carta de San Pablo a los corintios es la continuación de lo leído en los pasados domingos de la misma carta. Siguen sonando en nuestros oídos expresiones como: “el cuerpo no está para la fornicación, sino para el Señor”,  “¿no sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo” y “... templos del Espíritu Santo?”, “glorificad a Dios con vuestro cuerpo”, “el que tenga mujer viva como si no la tuviese, el que compra como si careciese de todo”, expresiones todas ellas referidas al uso que debemos dar a nuestro cuerpo y a las cosas de este mundo, dado que “El tiempo apremia” y lo que importa de verdad es “vivir para el Señor”.

 

En esta perspectiva, la lectura de este domingo nos invita a eliminar cualquier desasosiego que disminuya la intensidad y el fervor de nuestra continua dedicación al Señor. San Pablo quiere que vivamos sin inquietudes, arropados por la paz que proviene de Aquél en quien hemos puesto nuestra confianza: “Quiero que os ahorréis preocupaciones”. Es en esta línea, y refiriéndose al terreno afectivo, en la que San Pablo enaltece el estado de virginidad o celibato, en el que todas las dimensiones de nuestra existencia pueden contribuir a vivir en Cristo, a estar apegados a lo único que importa: los asuntos del Señor. En efecto. Las personas célibes pueden consagrar enteramente al Señor su amor, su fuerza y sus intereses; es, en cambio, natural que las personas casadas se apliquen -así lo quiere el Señor- a complacer a su pareja. Esta distinción podría llevarnos a pensar que San Pablo despreciao acepta como un mal menor, el estado matrimonial, -y a ello nos llevaría una lectura precipitada de este texto-. Pero no es así. En la carta a los Efesios defiende y ensalza el matrimonio por ser un signo de la unión de Cristo con la Iglesia: “amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia” (Ef 5,25) y en la dirigida a su discípulo Timoteo condena la opinión de quienes lo rechazan, arguyendo que todo lo que procede de Dios es bueno (1Tm 4,3-4). Es cierto que en este texto San Pablo hace especial hincapié en el celibato, pero es sólo con el fin de ensalzar su nobleza en un momento en que aún no estaba establecido oficialmente por las primeras comunidades cristianas. Así se deduce de las recomendaciones que el mismo San Pablo da al propio Timoteo sobre las cualidades que deben adornar al obispo: “que sea marido de una sola mujer” (1 Tm 3,2). 


San Pablo no tiene intención alguna en establecer prescripciones humanas, prescripciones que se convertirían en una trampa. Su único interés es ayudar a vivir en cristiano, a que todos, solteros o casados, puedan dedicarse al servicio del Señor, sin ningún tipo de distracción, si bien, y siempre según nuestra manera de ver las cosas, algunos, por su situación de solteros, parezcan que tengan, a nuestros ojos, más facilidades para ello. Se trata, por tanto, de la realización del plan de Dios: unos son llamados a realizarlo en el estado de casados, mientras otros viven las alegrías del Reino en situación de virginidad.


Estar apegados al Señor: ésta es nuestra vocación, la vocación de todos, vocación que cada uno realiza desde la situación en que se encuentra en la vida: unos  desde el matrimonio, viviendo la unión con el Señor en la compañía del esposo o la esposa, y comprometidos en el trabajo y en la educación cristiana de los hijos; otros, viviendo de forma más directa esa unión en la actividad contemplativa; otros, dedicados de forma más directa al apostolado con responsabilidades oficiales; otros, comprometidos, aquí y ahora, en el servicio a las personas necesitadas. Pero todos, desde la amistad y el trato con Cristo, la Luz que ilumina nuestros caminos, la Roca en que nos apoyamos y en cuyas hendiduras nos refugiamos, y la Vid de la que tomamos la savia que nos alimenta y fortalece.

Aclamación al Evangelio


Aleluya, aleluya, aleluya. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló.

 

Lectura del santo evangelio según san Marcos - 1,21b-28

 

En la ciudad de Cafarnaún, el sábado entró Jesús en la sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Jesús lo increpó: «¡llate y sal de él!» El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un grito muy fuerte, salió de él. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y leobedecen». Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.

 

Esta escena evangélica tuvo lugar la mañana del sábado siguiente de la llamada a los cuatro discípulos, que leíamos el pasado domingo. Lugar: la sinagoga de Cafarnaum, a donde fue acompañado, con toda probabilidad, por Andrés, Pedro, Juan y Santiago. Allí, aprovechando probablemente la invitación a comentar la lectura de la Escritura -los dos protocolos de que constaba el acto-, se puso a enseñar. El evangelista no dice nada del contenido de su enseñanza, pero sí rubrica que todos quedaron asombrados de la autoridad con la que hablaba, distinguiéndola de la enseñanza de los escribas que, para explicar y comentar los textos sagrados, no solían aportar nada personal, sino la doctrina que sobre los mismos habían enseñado rabinos famosos.

 

Esta autoridad queda aún más reforzada con la expulsión de un demonio del que estaba poseído uno de los presentes. Todos los asistentes al acto quedaron estupefactos: un hombre que explica las escrituras con autoridad y, además, se impone a los espíritus inmundos. Este hecho, unido a las enseñanzas y milagros, que tendrán lugar esos primeros días, hizo que se extendiese rápidamente la fama de Jesús por toda la comarca de Galilea. El asombro en la sinagoga ante la autoridad y novedad de la enseñanza de Cristo se acrecienta por el milagro de la expulsión del demonio. Ello manifiesta la victoria de Cristo sobre el mal y que el Reino de Dios ha llegado con Él a Israel. Así lo remarcará posteriormente a los judíos“Si expulso los demonios por el Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12,28). El tiempo de espera ha concluido, la época mesiánica está en marcha. 

 

La tarde de aquel sábado la pasaron en casa de Simón, donde tuvo lugar el milagro de la curación de la suegra de éste, además de otros acontecimientos y curaciones, sucedidos a la caída del sol. Pero ello, que está muy relacionado con el evangelio de hoy, será el contenido de la lectura del próximo domingo.

 

El significado de estas lecturas evangélicas dominicales tiene un alto contenido teológico. En el momento en el que Jesús se puso a enseñar en la sinagoga se está cumpliendo la promesa que Dios hizo a Moisés -1ª lectura- de suscitar un profeta que hablaría las palabras que Él le dictase: “Pondré mis palabras en su boca y les dirá todo lo que yo les mandé”. Jesús es ese profeta, que habla directamente, no con las palabras de otros, sino con las palabras que le dicta el mismo Dios. Esta autoridad de Jesús, que se va haciendo cada vez más explícita a lo largo de su actividad pública, la apreciaremos más intensamente en el Sermón de la Montaña, donde Jesús equipara sus palabras a la misma Escritura: con su “pero yo os digo” -al recordar al auditorio lo que se dijo a los antiguos- Jesús se pone en el mismo lugar de la Ley, y los que le acusan de violar el sábado tienen que oír de su boca que Él está por encima del templo y del mismo sábado: aquí hay alguien mayor que el templo” ... “el Hijo del hombre es señor del sábado” (Mt 12, 6.8). Los evangelistas nos informan, además, de las largas noches de oración que pasaba Jesús en el Monte. En ellas mantenía un diálogo directo con el Padre a través del cual Jesús hacía suyas, como hombre, las palabras del mismo Dios. “Pondré mis palabras en su boca”, le dijo Dios a Moisés, al anunciar al profeta que había de venir.

 

Oración sobre las ofrendas

 

Presentamos, Señor, estas ofrendas en tu altar como signo de nuestro reconocimiento; concédenos, al aceptarlas con bondad, transformarlas en sacramento de nuestra redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 

Antífona de comunión

 

Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia. Señor, no quede yo defraudado tras haber acudido a ti (Sal 30,17-18).

 

O bien:

 

Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra (Mt 5,3-4).

 

Oración después de la comunión


Alimentados por estos dones de nuestra redención, te suplicamos, Señor, que, con este auxilio de salvación eterna, crezca continuamente la fe verdadera. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Tercer domingo del tiempo ordinario - Ciclo B

Tercer domingo del tiempo ordinario - Ciclo B

 

Antífona de entrada

        

Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra. Honor y majestad le preceden, fuerza y esplendor están en su templo (Sal 93,1. 6).

           Nuestra alegría de seguidores de Cristo debe exteriorizarse, no con los cantos aburridos de nuestro pasado pecador, sino con “un canto nuevo” que brote espontáneo del corazón, acorde con las siempre sorprendentes manifestaciones, poderosas y esplendorosas, del amor de Dios: las nuevas gracias requieren nuevas expresiones de gratitud. Dios nos ha manifestado este amor dando su vida por nosotros, algo inaudito y, de algún modo, siempre inesperado, que nos seguirá sorprendiendo en este mundo y en el otro. “Renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4,23-24)

 Oración colecta

           Dios todopoderoso y eterno, orienta nuestros actos según tu voluntad, para que merezcamos abundar en buenas obras en nombre de tu Hijo predilecto. Él, que vive y reina contigo.

           “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Necesitamos vivir siempre unidos a Cristo para que, como ocurría en él, todo lo que hagamos tenga en Dios su fuente y esté orientado a Dios como a su fin. Mantener esta orientación de nuestras obras a Dios de manera constante no depende de nosotros: es obra de la gracia que recibimos en el trato personal con el Padre: a Él, que todo lo puede y nunca nos falla -pues sus proyectos con nosotros son eternos-, le pedimos, fijando nuestra mirada en su Hijo y en sus méritos, que actuemos siempre de acuerdo con sus planes. De esta forma abundaremos en buenas obras“He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).


 

Lectura de la profecía de Jonás - 3,1-5. 10

   

    El Señor dirigió la palabra a Jonás: «Ponte en marcha y ve a la gran ciudad de Nínive; allí les anunciarás el mensaje que yo te comunicaré. Jonás se puso en marcha hacia Nínive, siguiendo la orden del Señor. Nínive era una ciudad inmensa; hacían falta tres días para recorrerla. Jonás empezó recorrer la ciudad el primer día, proclamando: «Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada». Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron con rudo sayal, desde el más importante al menor. Vio Dios su comportamiento, cómo habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó.

 

         En este pasaje bíblico constatamos una vez más la voluntad del Señor de salvar a todos los hombres, sean de la nación que sean” (Hech 10,35). Israel ha sido elegido por Dios para que, a través de él, la salvación llegue a toda la humanidad. A Jonás le envía el Señor a predicar la conversión a una importante y grande ciudad extranjera, Nínive. Aunque poniendo muchas trabas, incluso huyendo, como leemos en los capítulos anteriores, Jonás cumple lo ordenado por el Señor: marcha a Nínive, predica la conversión de sus habitantes y les advierte que el Señor arrasará la ciudad, si no le hacen caso. El éxito fue total: los ninivitas se tomaron muy en serio las palabras del profeta: toda la población, desde los más importantes a los que menos contaban, hicieron penitencia con ayunos y vestidos con saco. Consecuente con su palabra, el Señor retira su amenaza.

 

         En esta perícopa bíblica comprendemos una vez más el modo de ser de Dios, que nunca quiere la destrucción del hombre, sino su salvación y que sólo castiga por amor: Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta de su conducta y viva” (Ez 33,11). Este modo de entender a Dios se opone al de aquéllos que profesan la religión del temor, pensando que Dios nos mantiene a raya a base de castigos, y también al de aquéllos otros para los que Dios, en su infinita bondad, es incapaz de castigar, por lo que perdona a todos, incluidos los grandes pecadores. Pero no. Dios es ciertamente bueno, más aún, Dios es la bondad perfecta, pero precisamente porque es bueno, es igualmente justo. 

 

         Aunque la lectura no haga mención al modo como cumple la orden del Señor, la conducta de Jonás no es precisamente un modelo de obediencia para nosotros, pues, bien por no estar de acuerdo con la orden del Señor, bien por miedo o por pereza, desobedece y huye a un país lejano, según se relata en los dos capítulos anteriores a este relato. Sólo cuando Dios le pone en graves peligros -recordemos los tres días y tres noches que pasó encerrado en el vientre de la ballena- decide llevar a cabo la orden de predicar la conversión en Nínive. Una actitud que, en modo alguno, debemos imitar. Es frecuente que -en el trabajo, en la familia o en nuestras comunidades cristianas- se nos encomienden tareas que tengamos que llevar a cabo, aunque, a veces, su finalidad o el modo de realizarlas no coincidan con nuestros criterios personales o, sencillamente, seamos reacios a comprometernos. Es en esos momentos cuando tenemos la oportunidad de poner en ejercicio la virtud de la obediencia sobre la base de la humildad.

 

Salmo responsorial - 24

 

Señor, enséñame tus caminos.

 


 

La antífona de la misa está tomada del libro del profeta Daniel. En nombre del pueblo, Azarías, uno de los cuatro jóvenes arrojados al horno por Nabucodonosor, reconoce ante él Señor que las humillaciones que el pueblo está sufriendo están bien merecidas por no haber obedecido a sus mandatos. Este reconocimiento se convierte en súplica confiada: “Da gloria a tu nombre”: que tu nombre sea santificado -rezamos en el Padrenuestro- y “Trátanos según tu misericordia”, no según merecen nuestros pecados.

Oración colecta

Oh, Dios, que manifiestas tu poder sobre todo con el perdón y la misericordia, aumenta en nosotros tu gracia, para que, aspirando a tus promesas, nos hagas participar de los bienes del cielo. Por nuestro Señor Jesucristo.

 

El poder y el amor son una misma cosa en Dios. Por eso, al contrario de lo que ocurre entre nosotros, que luchamos sobreponernos unos a otros y por dominar sobre los demás, Dios manifiesta su grandeza y su fuerza perdonándonos nuestras infidelidades y acogiéndonos en sus brazos de Padre. Ello nos asegura que nos dará siempre su ayuda para que no nos falte el deseo de aspirar a los bienes del cielo, de los que empezamos a participar ya en esta vida en una esperanza que no falla.

 

Lectura de la profecía de Ezequiel 18,25-28

Esto dice el Señor: «Insistís: No es justo el proceder del Señor”. Escuchad, casa de Israel: ¿Es injusto mi proceder? ¿No es más bien vuestro proceder el que es injusto? Cuando el inocente se aparta de su inocencia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él salva su propia vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá».

 

Ezequiel, después de haber sido testigo de la destrucción de Jerusalén, es, junto con muchos judíos, deportado a Babilonia, donde ejerce como profeta del Señor con la misión de mantener la fe del pueblo exiliado. Es a esta época a la que se refiere el fragmento bíblico que la Iglesia pone hoy a nuestra consideración. Todo él está centrado todo él en la conversión, uno de los temas recurrentes en Ezequiel: “Volveos al Señor, Él os recibirá, Él os salvará y os devolverá a la Tierra”.

 

Las primeras palabras de esta lectura nos recuerdan las protestas al dueño de la viña por parte de los jornaleros de la primera ahora, que escucharemos en la lectura del Evangelio. Estas mismas acusaciones son las que ahora dirige el pueblo en el exilio contra el mismo Dios. Parece como si a los que se aferran a la justicia de este mundo les sentara mal que Dios perdone y acoja en sus brazos a quienes se han apartado de sus torcidos caminos.

 

El Señor niega en rotundo esta acusación. Cada uno es responsable de sus acciones: el inocente que peca será justamente castigado, si no se arrepiente, y el pecador que, arrepentido de sus pecados, vuelve al camino del derecho y de la justicia será perdonado. “Yo no quiero la muerte de nadie -dice en Ezequiel en otra ocasión-. ¡Conviértanse, y vivirán! Lo afirma el Señor omnipotente” (Ez 18,33).

 

El hombre puede alejarse de Dios y perderse en los dominios del pecado, dando a Dios un “no” claro y rotundo, pero ese “no” solo es posible, si es consciente de la exigencia divina: alguien es consciente de que desobedece”, si entiende primero lo que significa “obedecer”, que sería lo “normal”, lo que debe ser. La misma palabra lo dicedes - obedecer”. El pecador, por tanto, no puede sentirse muy cómodo en su actitud y, de un modo u otro, siempre le perseguirá la mala conciencia que, estropeándole el placer que le produce el pecado, le haga apartarse de su equivocado camino y comenzar una nueva vida al lado de Dios. Es lo que le pasó a la pecadora arrepentida, que regó con sus lágrimas los pies de Jesús y, a partir de ese momento, ya no se apartó de él.

 

Salmo responsorial, 24

Recuerda, Señor, tu ternura.

 

Señor, enséñame tus caminos,

instrúyeme en tus sendas:

haz que camine con lealtad;

enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador,

y todo el día te estoy esperando.

 

David, al pedir a Dios que le muestre sus caminos y le instruya en sus sendas, manifiesta un deseo sincero de hacer su voluntad, deseo que se hace aún más patente al suplicarle - probablemente está pensando en su fragilidad y en su inconstancia- que le mantenga en la lealtad a su Nombre.

 

David insiste en esta petición: apoya su plegaria en su experiencia de haber sido liberado por Dios en muchas ocasiones. Por eso le sale del alma invocarle como su Dios y su salvador -algo muy normal en un ambiente politeísta- y manifestarle su impaciencia de que se haga presente en su vida. “Todo el día te estoy esperando”.

 

Recuerda, Señor, que tu ternura

y tu misericordia son eternas;

no te acuerdes de los pecados

ni de las maldades de mi juventud; 

acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.

 

La experiencia de los favores recibidos del Señor a lo largo de su vida lleva a David a recordar con Él que su amor entrañable es de siempre. Ello justifica su petición de que borre de su mente los pecados que cometió en su juventud. Está pensando seguramente en el asesinato de Urías para casarse con la mujer de este, Betsabé, pecado que, como como una sombra, siempre le persiguió. Su sentimiento de pecador solo encuentra una salida: acogerse a la bondad del Señor, que siempre perdona: “Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor”

 

El Señor es bueno y es recto,

y enseña el camino a los pecadores;

hace caminar a los humildes con rectitud,

enseña su camino a los humildes.

 

David se tranquiliza al reconocer la bondad y la rectitud del Señor, cualidades que se manifiestan en su amor a los hombres, un amor que no descansa hasta poner al pecador en el camino correcto y que se derrama con abundancia en los humildes, como en María: “Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48). 

El amor perdonador de Dios se ha revelado de forma definitiva e inaudita en Cristo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros."

   

Lectura de la primera carta del apóstol san a los Corintios - 7,29-31

 

         Digo esto, hermanos, que el momento es apremiante. Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina.

 

         Estos tres versículos pertenecen al capítulo siete de la primera carta los Corintios, en el que San Pablo responde a una serie de cuestiones, casi todas ellas centradas en la manera de vivir el matrimonio y la virginidad. 

 

         Para comprender el pensamiento de San Pablo en este tema, hay que colocarse en el plano de la nueva realidad inaugurada por Cristo. En su actual existencia, el cristiano debe luchar en primer lugar para no caer en el pecado. Pero no se queda en lo negativo. Su interés principal debe dirigirse a llevar una vida para el Señor, un aspecto recurrente en todas las cartas de San Pablo: En la vida y en la muerte vivimos para el Señor” (Rm 14,8), Ya comamos ya durmamos todo ha de ser para el Señor” (2 Cor 10,31). 

 

         Lo que importa en esta vida no es tanto el estado (soltero o casado) en que uno se encuentra, ni la profesión ni la condición social, sino el vivir para Dios y, por tanto, para la eternidad. El tiempo de la vida actual, por oposición, a la vida que nos espera, es breve, un contado número de años -sin importar que sean muchos o pocos- en los que se nos ofrece la ocasión de conquistar los bienes eternos, traídos por Cristo. Las cosas de este mundo, en sí mismas consideradas, carecen de verdad y de valor, si no las utilizamos como escalones que nos hacen avanzar hacia Dios. El hombre no debe quedarse en la mujer ni la mujer en el hombre: uno y otra representan para ambos al Señor; el cristiano no se instala en el sufrimiento o llanto: sufre, pero al mismo tiempo se alegra en el triunfo del Señor; disfruta de este mundo, pero sabe que está unido a los sufrimientos de Cristo; tiene bienes materiales, pero vive desapegado de ellos de tal manera, que está dispuesto y preparado para deshacerse de ellos por los demás. Dos realidades con las que tenemos que convivir en la situación actual: la realidad visible y exterior, y la presencia, todavía en fe, de los bienes del cielo. Las cosas que se ven son temporales; las que no se ven, eternas” (Cor 4,18). 


            En esta verdad se fundamentan la ascética de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, y la santa indiferencia hacia las cosas de este mundo de San Ignacio de Loyola: estar en las cosas sin estar en ellas, vivir en la vida sin apegarse a ella. Pablo no nos está animando a abandonar la tierra y las responsabilidades humanas; no habla como alguien hastiado de la vida y lleno de desdén por este mundo. Lo que dice a los corintios -también a nosotros- es que pongamos nuestros criterios, nuestras decisiones y nuestra conducta en consonancia con la realidad definitiva. Las pautas que nos ayudaban a dar sentido a este mundo ya no son válidas, pero no porque el mundo carezca de valor, sino porque ha recibido de Cristo su verdadero valor a los ojos de Dios. No se trata de abandonar las realidades de este mundo, sino de mirarlas desde la perspectiva de la resurrección.

 

Aclamación al Evangelio 

 

    Aleluya, aleluya, aleluya. Está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el evangelio.

 

         “El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2 Cor 5,17). Reaccionemos ante esta novedad abandonando nuestra antigua mentalidad y apropiándonos de los pensamientos y sentimientos de Cristo el Señor.

 

Lectura del santo evangelio según san Marcos - 1,14-20

 

         Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el evangelio de Dios; decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino  de Dios. Convertíos y creed en el evangelio”. Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon en pos de él.

 

         Una vez encarcelado el Bautista, Jesús marcha a la provincia de Galilea. Allí comienza su vida como anunciador del Reino de Dios. San Marcos nos transmite de este modo el resumen de sus primeras predicaciones: Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios”.  El tiempo de espera que ha vivido Israel durante siglos ha llegado a su fin. Con Cristo han venido los días en los que el Señor preparará para todos los pueblos un festín de manjares suculentos y vinos de solera (Is 25,6). Ya está aquí Dios, con su fuerza creadora de justicia, ya reina entre nosotros.

 

         Convertíos y creed en el evangelio”. Ante todo hay que aclarar que la conversión a la que se refiere Jesús no afecta sólo a las personas no creyentes: nos afecta a todos y en todo momento, pues todos tenemos que renovar continuamente la fe en el Evangelio, como si fuese la primera vez. La conversión, por otra parte, no es un volver atrás, como quien cae en la cuenta de que ha equivocado el camino y tiene que desandar los pasos; tampoco es reformar la propia vida como una exigencia para recibir la salvación. Convertirse para Cristo es dar un salto adelante para aferrarse a la salvación que Dios nos regala. No se trata de abandonar nuestra forma pecadora de vida para recibir la salvación como recompensa, sino, al contrario, primero recibimos la noticia de la salvación -como ofrecimiento gratuito y generoso de Dios- y, al conocerla, respondemos acogiéndola con un corazón limpio. El cristianismo se distingue así de cualquier otra religión: no empieza predicando el deber, sino el don; no comienza con la ley, sino con la gracia” (Raniero Cantalamesa). Convertirse y creer son la misma cosa.

 

         Y en sus primeros recorridos junto al mar de Galilea Jesús encuentra a Pedro y a su hermano Andrés, y, poco después, a los hijos de Zebedeo, Juan y Santiago. A los cuatro invita a que vayan con Él:  «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Los dos primeros abandonan las faenas de la pesca e inmediatamente se fueron con Jesús; otro tanto hicieron Santiago y Juan, dejando a su padre con los jornaleros en la barca.

 

         En estos primeros discípulos que siguen a Jesús se hace realidad el final del tiempo de espera de Israel: ellos son los primeros en aceptar la salvación y creer en la Buena Nueva; ellos son los primeros en acoger a Jesús, el Mesías esperado. Al abandonar su trabajo, y hasta la propia familia, hicieron realidad lo dicho por San Pablo en la segunda lectura: el desapego de las cosas de este mundo para consagrarse a la nueva realidad que comienza. Ante la invitación de Jesús, los cuatro discípulos abandonan su actividad mundana y obedecen a la llamada de Jesús sin mediar palabra. El señor se encargará después de equiparles para realizar su vocación: en el trato con Jesús se convertirán en“pescadores de hombres”. 

 

         Dios nos llama también a nosotros para formar parte del nuevo pueblo de Dios y para extenderlo en el mundo que nos ha tocado vivir. A algunos, como a los discípulos, les invitará a dejarlo todo -incluida su actividad mundana- para dedicarse por entero al establecimiento del reinado de Dios; otros, permaneciendo en sus profesiones, son igualmente llamados a la realización de esta tarea. A todos, pero de forma más visible, a estos últimos, conviene la consigna de San  Pablo en la segunda lectura: tener mujer como si no la tuviesen, comprar como si careciesen de bienes materiales.

 

         Al igual que los hijos de los hijos de Zebedeo dejan a su padre con los jornaleros para seguir a Jesús, así también el cristiano que permanece en el mundo debe dejar mucho de lo que le parece irrenunciable. El que echa la mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios”(Lucas 9,62).      

 

Oración sobre las ofrendas

 

            Señor, recibe con bondad nuestros dones y, al santificarlos, haz que sean para nosotros dones de salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

   

Antífona de comunión

   

         Contemplad al Señor y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará (cf. Sal 33,6).

 

         O bien:

 

         Yo soy la luz del mundo, dice el Señor. El que me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (cf. Jn 8,12).

 

Oración después de la comunión

 

            Concédenos, Dios todopoderoso, que cuantos hemos recibido tu gracia vivificadora nos gloriemos siempre del don que nos haces. Por Jesucristo, nuestro Señor.