Primer domingo de Cuaresma
Antífona de entrada
Me invocará y lo escucharé; lo defenderé, lo glorificaré, lo saciaré
de largos días (Sal 90,15-16).
Oración colecta
Dios todopoderoso, por medio de las prácticas anuales del sacramento
cuaresmal concédenos progresar en el conocimiento del misterio de Cristo, y
conseguir sus frutos con una conducta digna. Por nuestro Señor Jesucristo.
Lectura del libro del Génesis - 9,8-15
Dios dijo a Noé y a sus hijos: «Yo
establezco mi alianza con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los
animales que os acompañan, aves, ganados y fieras, con todos los que salieron
del arca y ahora viven en la tierra. Establezco, pues, mi alianza con vosotros:
el diluvio no volverá a destruir criatura alguna ni habrá otro diluvio que
devaste la tierra». Y Dios añadió: «Esta es la señal de la alianza que
establezco con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las
generaciones: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi alianza con la
tierra. Cuando traiga nubes sobre la tierra, aparecerá en las nubes el arco y
recordaré mi alianza con vosotros y con todos los animales, y el diluvio no
volverá a destruir a los vivientes.
La Iglesia
quiere que, a través de esta lectura del primer domingo de Cuaresma, meditemos
en la alianza que hizo Dios con Noé, después de haber sido salvado, él y du
familia, de las aguas del diluvio. En esta alianza, Dios quiere restablecer las
relaciones con la humanidad que, rotas por los pecados de los hombres,
desencadenaron el castigo del diluvio, una alianza que es como un comenzar de
nuevo el proyecto que tuvo desde el principio con la humanidad, apareciendo Noé
como un segundo Adán.
Ya conocemos la historia. Advertido por Dios del
diluvio con el que iba a castigar los pecados de los hombres, Noé, el único
justo sobre la tierra, construye, de acuerdo con una orden divina, una
embarcación en la que se salvarían él, su familia y una pareja de animales de cada
especie. Tradiciones parecidas al diluvio existían con anterioridad en otros
pueblos, algunos cercanos al mundo bíblico, como es el caso del Poema de
Gigalmesh en Mesopotamia, datado unos quinientos año antes del libro del
Génesis y conocido muy probablemente por el autor sagrado. Pero entre el relato
del Génesis y el de Gigalmésh, si bien se dan determinadas semejanzas,
apreciamos diferencias importantes. Coincidiendo ambos relatos en que Dios -en
el caso del de Mesopotamia, los dioses- es la causa del desastre de las aguas,
difieren en el motivo del mismo: el diluvio mesopotámico se debe a la turbación
de la tranquilidad de los dioses por parte de los hombres, mientras que el
diluvio bíblico fue un castigo de Dios infligido a la humanidad por sus continuas
acciones pecaminosas. Del diluvio mesopotámico se libra Gigalmesh, que fue
premiado con el ingreso en el mundo de los dioses; del diluvio bíblico sale
ileso Noé, con quien, en su calidad de ser humano, estableció un pacto que
garantizaba la promesa de Dios de no volver a castigar a la tierra. Por la
primera diferencia advertimos que en la mentalidad bíblica el hombre tiene una
gran responsabilidad sobre su destino, mientras que en la cultura donde surgió
el Poema de Gigalmésh los hombres son considerados juguetes para entretener la
vida de los dioses. La segunda diferencia nos hace ver que el Dios de la Biblia
es un Dios justo, que no mete en el mismo saco a inocentes y culpables.
La alianza con Noé está precedida de una bendición de
Dios a toda la humanidad, una bendición semejante a la que derramó sobre Adán y
Eva: “Creced, multiplicaos y llenad la tierra” ( Gén 9,1),
dijo Dios a Noé; “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla”
(Gén 1,28), dijo Dios a nuestros primeros padres. Esta alianza con Noé tiene
como sujeto no sólo a toda la humanidad, sino a la creación entera: “Yo
establezco mi alianza con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los
animales que os acompañan, aves, ganados y fieras”. Y esta alianza
universal pervivirá en las sucesivas alianzas de Dios con Israel a través de
Abraham y de Moisés y de las promesas hechas a David, pues, si Dios elige a
Israel y establece con él un pacto, es para salvar de este modo a toda la
humanidad: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad” (1Tm 2,4). El signo que pone Dios para
garantizar esta alianza con Noé es el arco iris sobre las nubes del cielo, arco
multicolor que aparece al término de las tormentas. Es un fenómeno que, por
supuesto, existe desde que existe la refracción de la luz y que podemos
interpretar poéticamente como una vuelta a la calma y a la claridad después del
desconcierto y oscuridad de la lluvia. Por esta razón se sirve de este fenómeno
el autor bíblico para expresar la benevolencia de Dios que, abandonando el arco
de la guerra, recrea nuestro corazón con el arco de la paz desprendiéndose del
cielo. Todo un símbolo que manifiesta un progreso en la concepción del Dios
bíblico, un Dios que, en lugar de vengarse de los hombres, establece un pacto
con ellos, demostrando que todo su afán es que todos los seres creados vivan en
paz y en armonía. “Tú, Señor, amas a todos los seres y nada de lo que
hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho” (Sab
12,24). Una lección también para todos los seres humanos que, creados a imagen
y semejanza con Dios, tenemos el deber de fomentar la hermandad y La Paz entre
todos los hombres y el cuidado de todos los demás seres de la creación, de modo
muy especial el cuidado de nuestra casa común. Una lección para nosotros, los
seguidores de Cristo que, unidos a Él, tenemos la responsabilidad de hacer
realidad la profecía de Isaías: “Serán vecinos el lobo y el cordero, y
el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán
juntos” (Is 11,6)
Salmo responsorial – 24
Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu
alianza.
Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme
en tus sendas:
haz que camine con lealtad; enséñame,
porque tú eres mi Dios y Salvador.MR/
Recuerda, Señor, que tu ternura y tu
misericordia son eternas.
Acuérdate de mí con misericordia, por tu
bondad, Señor.MR/
El Señor es bueno y es recto, y enseña
el camino a los pecadores;
hace caminar a los humildes con
rectitud, enseña su camino a los humildes.MR/
Lectura de la primera carta del apóstol
San Pedro - 3,18-22
Queridos hermanos: Cristo sufrió
su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos,
para conduciros a Dios. Muerto en la carne pero vivificado en el Espíritu; en
el espíritu fue a predicar incluso a los espíritus en prisión, a los
desobedientes en otro tiempo, cuando la paciencia de Dios aguardaba, en los
días de Noé, a que se construyera el arca, para que unos pocos, es decir, ocho
personas, se salvaran por medio del agua. Aquello era también un símbolo
del bautismo que actualmente os está salvando, que no es purificación de una
mancha física, sino petición a Dios de una buena conciencia, por la
resurrección de Jesucristo, el cual fue al cielo, está sentado a la derecha de
Dios y tiene a su disposición ángeles, potestades y poderes.
Poco
conocemos sobre las circunstancias de esta carta de San Pedro, aunque podemos
suponer, por las repetitivas exhortaciones al ánimo ante los sufrimientos, que
está dirigida a una comunidad que está pasando por momentos de persecución. En
los versículos inmediatamente anteriores a esta lectura, San Pedro llama
dichosos a los que sufren por causa de la justicia, ya que “más vale padecer
por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal” (1Pe
3,14). Al mismo tiempo, exhorta a estar preparados “para dar razón de
nuestra esperanza a todo el que nos la pida” (1Pe 3,15). Éste es el punto
de partida de nuestra reflexión sobre el texto que la Iglesia nos propone para
este día.
Lo
que nos mantiene firmes, y hasta alegres, en el sufrimiento es Jesucristo, que
murió por nuestros pecados y fue devuelto a la vida para llevarnos a Dios, es
decir, nuestra esperanza se apoya en la muerte y resurrección de Jesucristo, el
cual “sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados”. Es, por
tanto, Jesucristo, que ha sufrido y ha muerto por nosotros, el que nos
proporciona la fuerza, y hasta la alegría, para soportar el sufrimiento. En el
capítulo segundo de esta carta, San Pedro ha aplicado la imagen del siervo
sufriente de Isaías a Cristo, el cual “ha sufrido por vosotros, dándoos un
ejemplo para que sigáis sus huellas. Él, que no ha cometido pecado y en cuya
boca no se encontró engaño; Él que, insultado, no devolvía el insulto, que en
el sufrimiento no amenazaba, sino que se ponía en las manos del justo juez; Él
que en su propio cuerpo ha llevado nuestros pecados al madero, para que,
muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia; Él cuyas heridas nos han
curado. Pues vosotros estabais perdidos como ovejas, pero ahora habéis vuelto al
Pastor y al guardián de vuestras almas” (1 Pe 2,21-24). Y, aunque no se
diga de forma explícita, los receptores de esta carta debían conocer la segunda
parte de este texto, es decir, el triunfo del siervo sufriente: “Ahora llega
para mi servidor la hora del éxito; será exaltado, y puesto en lo más alto”
(Is 52,13)-. Este éxito lo aplica también a Cristo, cuando dice que “ha
muerto en la carne y ha sido vuelto a la vida por el Espíritu”, es decir,
ha resucitado y “ha subido al cielo por encima de los ángeles y de
todas las potencias invisibles y está sentado a la derecha de Dios”. Y todo
ello se ha realizado para nosotros, entendiendo “para nosotros” en el
sentido más amplio posible, esto es, para significar que el beneficio
conseguido por su obra de salvación afecta a todos los hombres: “Él ha muerto por los culpables”,
incluso por aquéllos que en tiempos de Noé no fueron dignos de subir a la
barca: por eso “... fue a predicar a los espíritus en prisión, a los
desobedientes en otro tiempo, cuando la paciencia de Dios aguardaba, en los
días de Noé, a que se construyera el arca”.
La
conclusión es que Cristo murió por todos para acercarnos a Dios. Pero, ¿de qué
modo entramos en esta gracia de salvación? Respuesta: a través del bautismo.
Volviendo una vez más a la historia del diluvio, San Pedro nos dice que el que
se salvaran en aquella ocasión un número, en este caso reducido, de personas
prefigura el bautismo que nos está salvando. En efecto. Los creyentes en
Cristo nos parecemos a Noé y a su familia saliendo del arca. Y si con Noé
estableció Dios una alianza: “He aquí que establezco mi alianza con
vosotros...” (Gén 9,9), nosotros, saliendo de las aguas del bautismo,
entramos en la nueva y definitiva Alianza de Dios con los hombres, llevada a cabo
por Cristo. Basta con que vivamos con autenticidad nuestro bautismo, que no
consiste en estar limpios de manchas exteriores o legales, sino en
identificarnos con Cristo en sus padecimientos y en su triunfo. El agua que
para unos fue causa de su muerte, para otros esta misma agua, sobre la que
flotaba el arca, fue causa de salvación. Esta agua nos salva a nosotros ahora:
sólo es necesario que creamos en Cristo “con una conciencia recta”.
En
adelante los bautizados, como Noé y su familia, hemos sido elegidos entre
muchos para ser testimonio viviente de la voluntad de Dios de establecer una
alianza con toda la humanidad. Entonces fueron salvadas a través del agua ocho
personas -Noé, su mujer, sus tres hijos y sus pareja-, con las que Dios retomaba
el proyecto de su creación. Pero esto era sólo una imagen, porque la verdadera
re-creación comienza con la resurrección de Jesucristo, de la que participamos
a través de las aguas del bautismo.
Para
terminar. ¿Tiene algo que ver el que fueran ocho personas las que se salvaron
de las aguas del diluvio con el hecho de que muchos baptisterios de los
primeros siglos del cristianismo tengan forma octogonal?
[En
el comentario a esta segunda lectura he intentado seguir el planteamiento sobre
la misma de la teóloga y biblista francesa Marie-Noëlle Thabut]
Aclamación al Evangelio
Gloria y alabanza a
ti, Cristo. No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios.
Lectura del santo evangelio
según san Marcos - 1,12-15
En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se
quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás; vivía con las
fieras y los ángeles lo servían. Después de que Juan fue entregado, Jesús se
marchó a Galilea a proclamar el evangelio de Dios; decía: «Se ha cumplido el
tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el evangelio».
Como cada primer domingo de cuaresma, la
Iglesia nos propone como lectura evangélica el relato de las tentaciones, en
esta ocasión, la versión de San Marcos, mucho más breve y esquemática que la de
San Mateo y San Lucas. Jesús, una vez bautizado por Juan, es llevado por
el Espíritu al desierto. Allí permanecerá cuarenta días en los que era
tentado por el diablo. El evangelista nos detalla que vivía entre animales
salvajes y que era asistido por los ángeles.
“Impulsado por el Espíritu”.
Lo que nos suele mover a nosotros a hacer las cosas
son las apetencias sensibles, nuestros intereses particulares o lo que
consideramos de utilidad para nuestra vida. En cambio, Jesús y, después de Él,
sus seguidores, es movido en su actuar por la fuerza del Espíritu Santo. Es lo
que empujaba a San Pablo a anunciar a Cristo: “¡Ay de mí si no anuncio
el Evangelio” ( ). Fue esta fuerza irresistible la que llevó a Jesús a
buscar la intimidad con el Padre en el desierto.
El desierto
El desierto, por estar vacío de estímulos externos y
por ser un lugar en el que se palpa el silencio, era considerado en el mundo
bíblico como el lugar más idóneo para hacer penitencia y para encontrarse más
directamente con Dios. Es en el desierto donde Jesús pasó cuarenta jornadas en
diálogo directo con el Padre, antes de comenzar su actividad como predicador,
un diálogo que, aunque mantenido permanentemente en su actividad diaria, se
intensificaba aún más en sus largas noches de oración. El Espíritu Santo nos
lleva también a nosotros, si así lo cree conveniente para nuestro progreso
espiritual, a nuestros particulares desiertos, a esas situaciones de crisis,
más o menos prolongadas, en las que, al poner a prueba nuestra madurez
cristiana, nos enfrentamos con nuestra pobreza espiritual y nuestra incapacidad
de superar nuestras infidelidades con Dios y con los hombres. En ellas, si las
hemos aprovechado espiritualmente, aprendemos a depender totalmente de Dios,
convencidos que sin Cristo no podemos hacer nada y con Cristo lo podemos
todos: “Todo lo puedo en aquél que me conforta” (Fil 4,13).
“Vivía con las fieras y los ángeles lo servían”
La convivencia con los animales salvajes y
el cuidado que de Él tenían los ángeles evocan la armonía prevista por Dios
entre todos los seres creados, armonía que, frustrada por el pecado, viene
Cristo a restaurar: “Serán vecinos el lobo y el cordero, y el
leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y
un niño pequeño los conducirá” (Is 11,6).
Las tentaciones
Al contrario que en San Mateo y San Lucas, en San
Marcos no se menciona el contenido de las tentaciones, si bien este contenido
se puede adivinar a lo largo de su evangelio en aquellas situaciones en las que
Jesús se opone e, incluso, lucha interiormente ante el peligro de apartarse del
cumplimiento de la misión encomendada por el Padre. “¡Quítate de mi
vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres” (Mc 8,33) -recrimina a San Pedro cuando éste pretende
apartarle del plan de Dios-; “¡Abbá, Padre!; todo es
posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo
que quieras tú” (Mc 14,36) -suplicaba al Padre en Getsemaní la noche
que lo entregaron-. Ésta fue la gran tentación de Cristo y éste es el fondo de
todas nuestras tentaciones: apartarnos de lo que Dios quiere de nosotros, no ajustarnos
a los caminos de Dios, vivir en la práctica como si Dios no existiese.
El comienzo de la vida pública
El evangelista, después de hablarnos someramente de lo
acaecido en el desierto, continúa con la también somera descripción del inicio
de su vida de predicador. El Bautista ha sido encarcelado. Jesús marcha a
Galilea y allí proclama la gran noticia de la cercanía del Reino de Dios:
“Se ha cumplido el tiempo. Está cerca el reino De Dios”. La terminación del
tiempo de espera que, en aquel momento tenía ciertamente un significado
temporal, sigue siendo actual para nosotros, que oímos a través de estas
palabras de Jesús, servidas por la Iglesia en la liturgia, que el tiempo del
Reino de Dios llega hoy a nosotros, por cuanto que las palabras y las obras del
Verbo encarnado gozan de la dimensión de lo eterno: “Ahora es el tiempo
favorable. Ahora es el tiempo de la salvación” (2 Cor 6,2). La
expresión “Reino De Dios” no debe entenderse de modo institucional ni mucho
menos geográfico, sino como la soberanía -el reinado- de Dios sobre los
hombres: se acerca el Reino De Dios, es decir, Dios empieza a actuar en nuestro
mundo. Tan cerca está que ya “está dentro” de nosotros y, no
sólo como la verdad que habita en nuestro interior, sino como realidad
personal, ya presente en nuestro mundo: el Reino de Dios es la misma persona de
Cristo que, como imagen perfecta del Padre, manifiesta con sus obras y con sus
palabras el mismo ser De Dios y el propio actuar de Dios. ¿Qué nos pide Dios
para poder disfrutarlo? Que abandonemos nuestro viejo modo de pensar -que nos
conduce al sinsentido y nos aleja de nosotros mismos- y lo aceptemos como el
gran regalo de nuestra vida.“Convertíos y creed en el Evangelio”.
Oración sobre las ofrendas
Haz, Señor, que nuestra vida
responda a estos dones que van a ser ofrecidos y en los que
celebramos el comienzo de un mismo sacramento admirable. Por
Jesucristo, nuestro Señor.
Antífona de comunión
No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios (Mt 4,4).
O bien:
El Señor te cubrirá con sus
plumas, bajo sus alas te refugiarás (cf. Sal 90,4).
Oración después de la comunión
Después de recibir el pan del
cielo que alimenta la fe, consolida la esperanza y fortalece el amor,
te rogamos, Señor, que nos hagas sentir hambre de Cristo, pan vivo y
verdadero, y nos enseñes a vivir constantemente de toda palabra que sale de tu
boca. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Oración sobre el pueblo
Te pedimos, Señor, que descienda
sobre tu pueblo la bendición copiosa, para que la esperanza brote en
la tribulación, la virtud se afiance en la dificultad y se obtenga la redención
eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.