Quinto domingo del tiempo ordinario - Ciclo B

 

Quinto domingo del tiempo ordinario - Ciclo B

Antífona de entrada

           Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios (Sal 94,6-7).

Son muchos los dioses que reclaman nuestra adoración: el dinero, el placer, el prestigio, el qué dirán, el alto concepto de uno mismo, todos ellos realidades vacías por las que, por la comodidad de no salir de nuestro mezquino yo, nos dejamos engañar y esclavizar. Sólo el Dios Padre de Jesucristo 

 Oración colecta

           Protege, Señor, con amor continuo a tu familia, para que, al apoyarse en la sola esperanza de tu gracia del cielo, se sienta siempre fortalecida con tu protección. Por nuestro Señor Jesucristo.

Lectura del libro de Job - 7,1-4. 6-7

           Job habló diciendo: «¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra, y sus días como los de un jornalero?; como el esclavo, suspira por la sombra; como el jornalero, aguarda su salario. Mi herencia han sido meses baldíos, me han asignado noches de fatiga. Al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se me hace eterna la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba. Corren mis días más que la lanzadera, se van consumiendo faltos de esperanza. Recuerda que mi vida es un soplo, que mis ojos no verán más la dicha».

           Un cuadro bastante negativo de la existencia del hombre. La vida es una mezcla de dolores, fatigas y desesperanza. Se parece a la del soldado que, obligado a la dura y arriesgada disciplina, suspira por tener un tiempo de descanso; es como la del esclavo que, sometido a tortura y a trabajos inhumanos bajo el implacable y aplastante calor, anhela al menos un pequeño alivio a la sombra; semejante a la del jornalero por cuenta ajena que, obligado a trabajar de sol a sol, sólo piensa en el  jornal que le permitirá alimentar a sus hijos.

           Pero aún más dura que la del soldado, del esclavo y del jornalero, es para Job su propia vida. Sin saber el porqué, le han caído en suerte largos meses de vigilias estériles y noches de insomnio e intranquilidad, durante las cuales da vueltas y vueltas en el lecho, esperando ansioso que llegue la aurora. Una vida, además, tronchada y sin acabar, pues los días transcurren sin esperanza y tan rápidos, como el hilo del tejedor, que se acaba antes de terminar la tela. Triste y pesimista, se lamenta ante Dios: la vida es sólo un soplo, sin esperanza de felicidad.

           Viendo a Job, vemos el sinsentido de nuestra propia vida, cuando la miramos de tejas abajo, así como la imposible explicación de tantas otras vidas, hundidas en la pobreza extrema, en el sufrimiento físico o afectivo, en la pérdida de la dignidad humana, pérdida generada en un mundo plagado de injusticias y desigualdades. Ante este espectáculo, ciertamente dantesco, el cristiano descubre la mano de Dios como el “totalmente otro”, un Dios “cuyos caminos distan de nuestros caminos y sus pensamientos de los nuestros como el cielo dista de la tierra”(Is 55,9). A Job no le salvan los planteamientos, meramente humanos, de que Dios castiga o premia en esta vida nuestras acciones, sino la fe en un Dios que, aunque de un modo incomprensible para nosotros, hace justicia. Dios es siempre más grande que todo lo que podamos pensar de Él. La prohibición de hacer imágenes de Dios, que encontramos entre las prescripciones que Dios dio a Moisés, está, por ello, suficientemente justificada:“No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos ni de lo que hay abajo en la tierra (Éx 20,4).

           Cierto. Pero Dios, que no permite que se hagan imágenes de Él, ha hecho para nosotros su propia imagen de sí mismo: la imagen de su propio Hijo entregado a la Cruz por nuestro amor: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su propio Hijo para que todo el que crea en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna”. No temamos. Dios nos tiene siempre en su corazón: “¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré” (Is 49,15)

           Las desdichas y oscuridades de este mundo y la certeza de la muerte siguen ahí, para nosotros y para los demás, pero “tenemos el consuelo de la futura inmortalidad”, en la que -no sabemos cómo- seremos bendecidos e iluminados por Cristo, el Sol que nace de lo alto, una inmortalidad no sólo para nosotros, los creyentes, sino para todos los hombres, una inmortalidad que empezamos a disfrutarla, por la fe, ya en este mundo, pues, al vivir incorporados a Cristo participamos de su eternidad.

 Salmo responsorial -146

Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados.

 Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel. MR/

 Él sana los corazones destrozados,venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre. MR/

 Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida. El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados. MR/

Hemos sido creados para dar gloria (alabar) a Dios permanente y el motivo de esta alabanza no es otra cosa que Él mismo: su  grandeza, su poder, su sabiduría, grandeza que se manifiesta en su identificación con lo pequeño; poder que crea el mundo y lo sostiene por amor; sabiduría 

Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel.

“El que canta alabanzas, no solo alaba, sino que también alaba con alegría; el que canta alabanzas, no solo canta, sino que también ama a quien le canta. En la alabanza hay una proclamación de reconocimiento, en la canción del amante hay amor..." Son palabras de San Agustin que con el tiempo derivaron en la conocida frase: "El que canta ora dos veces". El salmista invita a sus correligionarios a entonar himnos de alabanza a Dios con alegría y con amor, a reconocer y saborear su poder y su sabiduría y a expresar este reconocimiento llevando a cabo el primer precepto del decálogo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mc 12,30). Esta invitación no está motivada por una reflexión teórica por parte del salmista, sino por la experiencia objetiva del actuar de Dios que, después de liberarlo de la tiranía de los egipcios, condujo a su pueblo por el desierto con alas de águila a la Tierra prometida y que y que, últimamente, lo ha hecho retornar a Jerusalén y dirigido su reconstrucción.  


Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre.

“Un corazón contrito y humillado, oh Dios, tu no lo desprecias” (Sal 51,19). Sin él saberlo, el salmista está viendo en un futuro, todavía lejano para él, al Buen Samaritano del Evangelio, a Jesús,  que, haciéndose pobre con los pobres, despreciado con los despreciados y perseguido con los perseguidos, viene al mundo a curar con la venda de su amor las heridas de la humanidad caída: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). ¿Qué necesitan los hombre de hoy y de todos los tiempos? Sólo amor. Y este amor sólo lo puede dar Dios, que no es otra cosa que amor: “Dios es amor”. Un amor que consiste en darse todo entero al amado, un amor personalizado que se desvive por todos y por cada uno de nosotros, que me ama de tal manera como si yo fuera el único ser humano en el mundo: Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre”

Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida. El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados.

Una salida llena de entusiasmo del salmista: vibrante y emocionado, canta la grandeza, el poder y la sabiduría del Señor que, al contrario de los mandatarios de este mundo, emplea éstas cualidades en levantar a los sencillos y deshacer la falsa fuerza de los prepotentes. Es lo que hizo con María, la obediente sierva del Señor, que, en su canto de alabanza ante su prima Isabel, proclama las proezas del Altísimo, que “derriba a los poderosos de sus tronos y enaltece a los humildes” (Lc 1,52).  

 Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 9,16-19. 22-23

           Hermanos: El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero, si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio. Entonces, ¿cuál es la paga? Precisamente dar a conocer el evangelio, anunciándolo de balde, sin usar el derecho que me da la predicación del evangelio. Porque, siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles. Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo para todos, para ganar, sea como sea, a algunos. Y todo lo hago por causa del evangelio, para participar yo también de sus bienes.

           En los 15 versículos anteriores a esta lectura San Pablo se defiende ante los corintios de quienes le acusan -quizá por no haber a visto a Cristo en su vida terrestre- de no ser un verdadero apóstol de Cristo. “Si para otros no soy yo apóstol, para vosotros sí que lo soy; pues ¡vosotros sois el sello de mi apostolado en el Señor”, ésta es la respuesta de Pablo a quienes lo consideraban de ser un impostor. Son los corintios los que pueden testificar que su tarea con ellos ha dado los frutos propios de un apóstol de Cristo, una tarea que le han impuesto y que no la ha llevado a cabo por gusto propio -ello sería su paga-, sino por obligación: “Ay de mí sí no anuncio el Evangelio”. De esta forma hacía realidad en su persona aquellas palabras del Señor a los discípulos: “Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lc 17,10).

           Pero de lo que sí se siente orgulloso es de hacerlo desinteresadamente, de no recibir nada a cambio, renunciando al derecho que da la predicación. Este desinterés personal le lleva al punto de despojarse de sí mismo hasta identificarse con  aquellos a los que predica: judío con los judíos para hablarles del Mesías esperado, gentil con los gentiles para anunciarles al redentor del mundo -estos versículos han sido omitidos en la lectura-, débil con los débiles para hacerles fuertes en Cristo, todo con todos para ganar para Cristo al mayor números posible de personas. Es así como espera también él, juntamente con aquellos por quienes trabaja, participar de los bienes futuros prometidos en el Evangelio (Rm 8,17-18).

           “Ay de mí sí no predico el Evangelio”.

           Estas palabras de San Pablo valen igualmente para nosotros que, habiendo recibido la gracia de participar en el Evangelio, tenemos la obligación de extenderlo: todos somos apóstoles y, por tanto, a todos nos concierne, desde la situación en la que Dios nos ha llamado, la tarea de dar a conocer a Cristo con nuestras palabras, nuestras actitudes y nuestros hechos. Con ello no hacemos otra cosa que cumplir, como siervos inútiles, nuestra obligación de dar gratis lo que hemos recibido gratis (Mt 10,8).

           “Siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos”

           Ponerse en el lugar de los demás y, sobretodo, de quienes tienen derecho a recibir la Buena Nueva de Cristo a través de nuestro testimonio, es la actitud propia del cristiano que, por su incorporación a Cristo, participa de su propia vida y de aquellos sentimientos que le llevaron a hacerse uno de nosotros. Esta actitud de Cristo la aprendió y llevó a la perfección San Pablo en su vida de apóstol. Él mismo nos la recomienda con estas palabras: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: el cual, siendo de condición divina, (...) se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo y, haciéndose semejante a los hombres, (...) se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fl 2,5-8).

Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Cristo tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades.

 Lectura del santo evangelio según San Marcos - 1,29-39

           En aquel tiempo, al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a la casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella. Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron en su busca y, al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te busca». Él les responde: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido». Así recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios.

           La casa familiar de Pedro y  Andrés se encuentra a menos de un kilómetro de la Sinagoga -un kilómetro era lo máximo que un judío podía andar en sábado-. Allí marchó Jesús, acompañado de Santiago y de Juan.  Allí realizó Jesús el segundo de sus milagros -el primero había tenido lugar aquella misma mañana en la sinagoga con la expulsión de un demonio (Evangelio del pasado domingo)-. Ahora, de manera menos aparatosa, cura de la fiebre a la suegra de Pedro, la cual, una vez curada, -parece como si el evangelista tuviera especial intención en decirlo- se pone a servirles. El día avanza y la noticia de la expulsión del demonio en la sinagoga se ha extendido como la pólvora. Una gran multitud de vecinos -“la población completa de la ciudad”, escribe San Marcos- se agolpa a la puerta de la casa. Jesús, aquella tarde-noche, “curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios”. Después del descanso nocturno, cuanto todavía la noche no había tocado a su fin, Jesús se marcha a un lugar solitario para orar. Cuando más tarde lo encuentran los discípulos y le informan de que lo gente lo segur buscando, Jesús decide ir a predicar la Buena Nueva a las aldeas cercanas con el fin de llevar a cabo la tarea que el Padre le había  encomendado: “para esto he salido de mi Padre”, dice el texto griego. Los próximos días los pasará recorriendo Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando demonios.

           “Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles”.

           Benedicto XVI, al comentar este episodio, dice -lo resumo e interpreto a mi manera- que Jesús, al venir hoy a nosotros y encontrarnos acosados por la fiebre de las ideologías, de la idolatría y del olvido de Dios, nos toma, como a la suegra de Pedro, de la mano, disipa con su palabra nuestros falsos planteamientos, cura de nuestras dolencias espirituales con sus sacramentos, nos saca de la esclavitud de nuestros ídolos con su mensaje liberador y, también como a la suegra de Pedro, nos da la capacidad y firmeza para ponernos en pie a disposición de nuestros hermanos.

           “No les permitía hablar”.

           El evangelista quiere dejar claro que Jesús no busca la popularidad y el hacerse notar por sus obras milagrosas: Jesús no quiere ser confundido con un curandero más, de los muchos que proliferaban en aquellos tiempos, pues ello podría dar lugar a una falsa interpretación de su misión. Los milagros de Jesús, además de signos que avalan su enseñanza y su persona, proceden de su corazón misericordioso, conmovido ante las desdichas de los hombres.

           “Se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar”.

           Jesús -ya lo comentábamos el pasado domingo- es el nuevo Moisés que tiene con Dios una relación directa, cara a cara. Es de este trato íntimo con el Padre, que nunca perdió en su actividad pública, pero que se intensificaba en los largos e intensos momentos de oración en el monte o en el descampado, del que brotaban su enseñanza y su comportamiento con los hombres. Ya lo dice Él mismo en más de una ocasión: “A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15). Como Cristo, nuestra única tarea en la vida es cumplir en todo momento la voluntad del Padre, lo único que de verdad nos salva y nos hace ser nosotros mismos. Ello sólo es posible conociendo cuál sea su proyecto sobre cada uno de nosotros, conocimiento que adquirimos a través del diálogo con Dios en la oración.

           “ ... predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios”

           Jesús desoye a los discípulos que le informaban que la gente lo seguía buscando: “Vámonos a predicar a las aldeas cercanas, pues para esto he salido del Padre”. En otra ocasión explicita aún más la razón de su estancia entre nosotros: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido para predicar la Buena Nueva a los pobres”, la Buena Nueva, que consiste en anunciar al mundo la presencia de Dios entre nosotros y su dominio sobre las fuerzas del mal: Jesucristo no vino a traernos comodidades y bienestar material, sino a regalarnos a Dios, la condición fundamental de nuestra dignidad como seres humanos.

Oración sobre las ofrendas

           Señor y Dios nuestro, que has creado estos dones  como remedio eficaz de nuestra debilidad, concédenos que sean también para nosotros sacramento de vida eterna.  Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Antífona de comunión

           Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres. Calmó el ansia de los sedientos y a los hambrientos los colmó de bienes (Sal 106,8-9).

 O bien:

           Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados (Mt 5,5-6).

 Oración después de la comunión

           Oh, Dios, que has querido hacemos partícipes  de un mismo pan y de un mismo cáliz, concédenos vivir de tal modo que, unidos en Cristo, fructifiquemos con gozo para la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor.