Quinto domingo de Pascua B
Antífona de entrada
Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas; reveló a las naciones su salvación. Aleluya (cf. Sal 97,1-2).
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, lleva a su pleno cumplimiento en nosotros el Misterio pascual, para que, quienes, por tu bondad, han sido renovados en el santo bautismo, den frutos abundantes con tu ayuda y protección y lleguen a los gozos de la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 9,26-31
En aquellos días, llegado Pablo a Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, pero todos le tenían miedo, porque no se fiaban de que fuera discípulo. Entonces Bernabé, tomándolo consigo, lo presentó a los apóstoles y él les contó cómo había visto al Señor en el camino, lo que le había dicho y cómo en Damasco había actuado valientemente en el nombre de Jesús. Saulo se quedó con ellos y se movía con libertad en Jerusalén, actuando valientemente en el nombre del Señor. Hablaba y discutía también con los helenistas, que se propusieron matarlo. Al enterarse los hermanos, lo bajaron a Cesarea y lo enviaron a Tarso. La Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría. Se iba construyendo y progresaba en el temor del Señor, y se multiplicaba con el consuelo del Espíritu Santo.
Con esta lectura entramos en una nueva fase del libro de los Hechos de los Apóstoles. Hasta ahora, San Lucas nos ha narrado los inicios de la iglesia naciente, a raíz del acontecimiento de Pentecostés. En el centro del relato han estado siempre Pedro y Juan. En el momento del martirio de San Esteban entra en escena de otro hombre, Saulo de Tarso, del que se afirma que custodiaba las ropas de quienes lo apedreaban.
Es éste, Saulo, el que vuelve a Jerusalén, convertido y bautizado, con el deseo de introducirse entre los seguidores de Cristo. Es compresible que no se fíen de él: su reputación de perseguidor de la Iglesia le sigue por doquier, pues, además de aprobar la ejecución de Esteban, todos conocían su actividad dentro y fuera de Jerusalén como el enemigo número uno de los cristianos, hasta el punto de solicitar del sumo sacerdote una orden para arrestar a todos los adeptos a la nueva religión. Esta vuelta a la ciudad podría ser una artimaña para seguir arrestando a los cristianos.
Es Bernabé, un hermano oriundo de la isla de Chipre, el instrumento del que se sirvió el Señor para conseguir que Pablo fuese aceptado en la Iglesia de Jerusalén. Fue él el que lo presentó a los apóstoles, a quienes relató el episodio de su conversión y la manera valiente con la que había actuado en Damasco en el nombre de Jesús.
Disipada toda desconfianza, Saulo se movía con entera libertad en Jerusalén, defendiendo la Buena Nueva del Evangelio ante los judíos de legua griega, presentes en la ciudad, con la valentía, la fuerza y la convicción de quien ha sido fuertemente tocado por Cristo.
Ante el peligro de perder la vida a manos de estos últimos, defensores a ultranza de las esencias del judaísmo, los hermanos lo bajaron a Cesárea y desde allí lo enviaron a su ciudad natal, Tarso.
La Iglesia, tanto en Judea, en Samaría como en Galilea -así termina la lectura-, vivía uno de esos momentos de paz, narrados por San Lucas: crecía y se multiplicaba en la confianza de sentirse protegida por el Señor y con la asistencia constante del Espíritu Santo.
“Yo soy la vid y vosotros los sarmientos”, leeremos en la lectura evangélica de este día. A los hermanos de la comunidad de Jerusalén les costaba trabajo creer que el fanático perseguidor de la Iglesia se hubiese convertido de repente en un verdadero sarmiento de esta vid. No debemos extrañarnos. Es Cristo, no los hombres, quien elige a los sarmientos como Él quiere y cuando Él quiere: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).
El futuro demostrará hasta qué punto San Pablo quedó implantado en la Iglesia y los muchos frutos que produjo como sarmiento. “He trabajado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo” (1Cor 15,10b).
Salmo responsorial - 21
El Señor es mi alabanza en la gran asamblea
Cristo el Señor, con su vida, pasión, muerte y resurrección, es la voz que, en nombre de todos los hombres, se dirige al Padre para darle gracias y alabarle. Los discípulos de Cristo, unidos a Él, nos convertimos también en alabanza de la gloria de Dios: “Hemos sido predestinados, por decisión del que lo hace todo según su voluntad, a ser alabanza de su gloria” (Ef 1,11-12). Una alabanza que ha de traducirse en frutos abundantes de amor fraternal. Esa es la voluntad de Cristo: “Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 26,16)
(1) Cumpliré mis votos delante de
sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo
buscan. ¡Viva su corazón por siempre!
Con la Resurrección de Cristo se ha hecho realidad el proyecto benevolente del Padre de formar la gran familia de los hijos de Dios, una familia que, con un solo corazón y una sola alma, tendrá como misión alabar a Dios y ayudarse mutuamente hasta el punto de que ningún hermano pase necesidad: “Los desvalidos comerán hasta saciarse”. Un deseo unánime de todos para todos se repetirá constantemente: “¡Viva su corazón por siempre!”. Efectivamente el corazón de los discípulos de Cristo latirá con fuerza, y para siempre, al compás que le marca el Espíritu Santo, presente en su interior de todos y de cada uno.
(2) Lo recordarán y volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos. Ante él se postrarán los que duermen en la tierra, ante él se inclinarán los que bajan al polvo.
La noticia del triunfo de Cristo llegará a todos los pueblos de la tierra. Será realidad aquello de que los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Se cumplirá, por fin, la profecía de Isaías: “Un sin fin de camellos te cubrirá, jóvenes dromedarios de Madián y Efá. Todos ellos de Sabá vienen portadores de oro e incienso y pregonando alabanzas a Yahveh” (Is 60,6). Y no sólo los vivos: también los que han muerto a este mundo se levantarán para rendirle pleitesía. “Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos ¿cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe” (1Cor 15, 12-14).
(3) Mi descendencia lo servirá; hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: «Todo lo que hizo el Señor».
El Reino de Dios entre los hombres, reunidos en la Iglesia, ha de continuar a lo largo de los siglos. A formar parte del mismo están destinados todos los hombres: “En tu descendencia, es decir, en Cristo, serán bendecidas todas las naciones de la tierra”. Las bendiciones de Dios durarán para siempre: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). “Todo lo que hizo el Señor” será predicado de generación en generación para que la eficacia de su obra -su vida, muerte y resurrección- esté presente en todos los pueblos a lo largo de los siglos: “Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin” (Mt 24,14).
Al leer y cantar estos versículos finales del salmo 21, celebramos la victoria de Cristo, nos regocijarnos en los honores que otros le prestan y nos sentimos seguros de que siempre habrá un pueblo que le alabe en la tierra cuando nosotros le estemos alabando en el cielo.
Lectura de la primera carta del apóstol san Juan - 3,18-24
Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón ante él, en caso de que nos condene nuestro corazón, pues Dios es mayor que nuestro corazón y lo conoce todo. Queridos, si el corazón no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios. Cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio.
El versículo anterior a este fragmento de la primera carta de San Juan dice así: “Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?”. Por tanto -en este punto comienza la lectura de hoy- “no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras”. Puedo decir muy alto que amo a Dios y a los demás, puedo pasar largos ratos de oración ante el sagrario; todo ello puede ser mera palabrería o una pose, si lo que digo o hago no se traduce en amor afectivo y efectivo a los hermanos. El apóstol Santiago nos transmite lo mismo en estos términos: “Si alguno de vosotros dice a un hermano o hermana que tienen necesidad: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Sant 2,15-17).
Sólo cuando amamos a los demás podemos estar seguros de que estamos en la verdad, pues la verdad es Dios y Dios es amor.
El ejercicio del amor fraternal nos da la verdadera paz, la paz con nosotros mismos y la paz con los demás, pues, al estar movidos en todo momento por el amor, desaparecen los conflictos internos y los enemigos se convierten en hermanos. Todo se transforma para el que ama en estímulo para el ejercicio del amor:
Esta paz está por encima del vaivén de nuestros estados anímicos y de los sentimientos siempre cambiantes de nuestro corazón, ya que Dios, que lo conoce todo, “es más grande que nuestro corazón”. Podría ocurrir que nuestra conciencia nos haga dudar de la pureza de nuestro comportamiento. En ese caso tranquilicémonos con estas palabras del salmo 18: “Absuélveme de lo que se me oculta” (Sal 18), y echémonos en los brazos misericordiosos de Dios para decir con San Pedro: “Tú, Señor, lo sabes todo, Tú sabes que te amo”.
El que Dios haya operado en nosotros el milagro de amar -desde nosotros mismos y sólo con nuestras fuerzas el amor es imposible- hace crecer en nosotros la confianza en Él y esta confianza nos da la seguridad de que recibiremos de Él todo lo que le pidamos. Las palabras de Cristo “Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá” (Lc 11,9) serán una de nuestras certezas más fuertes.
Cuando amamos a los demás, estamos haciendo lo que agrada a Dios, pues cumplimos su voluntad llevando a cabo su mandamiento de “creer en el nombre de su Hijo, Jesucristo y amarnos como Jesucristo nos amó”.
“Como nos ama Cristo”
Cristo es para nosotros el modelo, la norma y la medida de cómo debemos amar. Amar como ama Cristo es estar dispuestos a dar la vida por aquéllos a los que se ama: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). Ello implica salir de nosotros mismos y centrar todo nuestro interés en los intereses de los demás. Sólo amando de esta forma viviremos y seremos de verdad nosotros mismos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará” (Lc 9,23-24).
“Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él”
Al cumplir la voluntad de Dios mediante la práctica del amor, se produce una simbiosis entre Dios y el creyente: el creyente habita permanentemente en el seno de Dios, haciendo realidad consciente la afirmación de San Pablo, tomada de los filósofos griegos, “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17,28), y el Espíritu de Dios mora en nuestro interior para recordarnos las enseñanzas de Cristo, para darnos la audacia en el testimonio del Evangelio y para fortalecernos en el amor a los hermanos.
“Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos”. (San Agustín)
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Permaneced en mí, y yo en vosotros –dice el Señor–; el que permanece en mí da fruto abundante.
Lectura del santo evangelio según san Juan - 15,1-8
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos».
La alegoría de la vid reproduce la misma realidad mística que expresa San Pablo con la imagen del cuerpo y de la cabeza, una realidad que trasciende a los sentidos y a la misma razón. Se trata de la obra salvadora de Cristo que, de modo invisible, está presente y activo en el alma del discípulo, igual que la savia del tronco de la vid está presente en el sarmiento cargado de racimos. La redención de Cristo, que culminó en su pasión, muerte y resurrección, se continúa en la historia. Es esta redención la que subraya la alegoría de la vid.
Quien dice de sí mismo que es la Vid verdadera es Jesucristo que, en su calidad de hombre, participa del ser de los sarmientos y, en su calidad de Dios, es la fuerza vital que nos hace participar de su vida. Jesucristo es la Vid verdadera en cuanto que es la auténtica, la única y la que se contrapone a cualquier otra posibilidad mundana de dar vida. Algo similar quiere expresar Jesús cuando dice de sí mismo “Yo soy la luz del mundo”: el que me sigue no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Cualquier otra cosa que tenga la pretensión de dar luz y sentido al hombre en esta vida sólo produce oscuridad y sinsentido. El pasado domingo leíamos el evangelio del Buen Pastor: Jesús es el único y verdadero pastor, que nos lleva a las praderas, llenas de vida y de paz, de su Reino. “Todos los que han venido delante de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no les escucharon” (Jn 10,8).
La raíz original de la vida es el Padre, cuya función es engendrar y dar vida a todo lo demás, incluido Cristo que, como Verbo, es el Hijo eternamente engendrado por Él. Nosotros recibimos esa vida divina mediante nuestra unión con Cristo, convirtiéndonos también en hijos suyos, hijos en el Hijo. Si en la generación natural el hijo, al crecer, se va poco a poco independizando de su padre, hasta tener una vida totalmente independiente e, incluso, a tener que ocuparse de la vida del padre, en las cosas de Dios ocurre al revés: nuestra dependencia del Padre se va haciendo, por lo que a nosotros respecta, cada vez más intensa, hasta el punto de que nuestro progreso espiritual consiste en hacernos cada vez más dependientes de Dios. “Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3).
Tenemos la vida de Dios si, como los sarmientos, estamos unidos vitalmente a Cristo, una vida que, como la de Cristo, está destinada a dar frutos de amor. Si, por nuestra autosuficiencia, nos negamos a recibir la savia de la Vid, nos convertimos en sarmientos estériles que, al estar secos, serán arrojados a fuego en el momento final. Al permitir que discurra libremente por nosotros la vida divina, daremos fruto. Entonces, el Padre -el Agricultor- nos poda y nos limpia para que demos frutos cada vez más abundantes y sabrosos. Esta poda son los sufrimientos y pruebas de esta vida que, en lugar de destruirnos, nos fortalecen para que tengamos una vida más abundante. “En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. (...) Un gozo que nadie os podrá quitar” (Jn 16,20.22).
Permaneced en mí, como yo en vosotros.
Estar unido a Cristo es bastante más que relacionarnos amigablemente con Él. Se trata de una unión mediante la cual nos hacemos una sola con Él. El verdadero discípulo de Cristo puede decir con San Pablo: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Esta unión con Cristo es tan necesaria, que, separados de Él, no podemos hacer nada que valga la pena. Renunciar a esta unión con Cristo sólo nos lleva a una vida que no es vida.
Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.
La unión permanente con Cristo, alimentándonos de sus palabras y cumpliendo el mandamiento del amor, es la condición necesaria para que nuestra oración sea eficaz: “Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre lo haré para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn 24,13). Y al revés. Esta oración refuerza nuestra unión con Cristo y acrecienta nuestra capacidad de amar.
Oración sobre las ofrendas
Oh, Dios, que nos haces partícipes de tu única y suprema divinidad por el admirable intercambio de este sacrificio, concédenos alcanzar en una vida santa la realidad que hemos conocido en ti. Por Jesucristo, nuestro Señor.
El pan y el vino que hemos ofrecido se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo para alimento que reforzará la vida que hemos recibido por nuestra unión a Cristo, vida que dará frutos de santidad, es decir, frutos de amor.
Antífona de comunión
Yo soy la verdadera vid, y vosotros los sarmientos, dice el Señor; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante Aleluya (cf. Jn 15,1. 5).
Oración después de la comunión
Asiste, Señor, a tu pueblo y haz que pasemos del antiguo pecado a la vida nueva los que hemos sido alimentados con los sacramentos del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Nuestras comuniones son ineficaces, sí no nos preparamos espiritualmente y si no damos gracias por el don recibido. Pensemos que es uno de los momentos privilegiados para recibir la savia de Cristo, la vid verdadera, que hará que abandonemos el pecado y nos revistamos del Hombre nuevo, es decir, de Cristo.