Domingo de la Santísima Trinidad
Antífona de entrada
Bendito sea Dios Padre y el Hijo unigénito de Dios y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros.
Oración colecta
Dios Padre, que, al enviar al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación, revelaste a los hombres tu admirable misterio, concédenos, al profesar la fe verdadera, reconocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar la Unidad en su poder y grandeza. Por nuestro Señor Jesucristo.
Nos dirigimos al Padre, que envió a su Hijo Jesucristo, como la Luz verdadera que ilumina a todo hombre, y a su Espíritu, la guía perfecta que nos conduce a la santidad, para que nos haga valorar y reconocer la impresionante realidad del misterio trinitario y nos ayude a venerarlo con nuestros labios, con nuestro corazón y con una vida entregada a los demás, imitando el amor que se tienen entre sí las tres personas divinas.
Lectura del libro del Deuteronomio - 4,32-34. 39-40
Moisés habló al pueblo diciendo: «Pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra; pregunta desde un extremo al otro del cielo, ¿sucedió jamás algo tan grande como esto o se oyó cosa semejante? ¿Escuchó algún pueblo, como tú has escuchado, la voz de Dios, hablando desde el fuego, y ha sobrevivido? ¿Intentó jamás algún dios venir a escogerse una nación entre las otras mediante pruebas, signos, prodigios y guerra y con mano fuerte y brazo poderoso, con terribles portentos, como todo lo que hizo el Señor, vuestro Dios, con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos? Así pues, reconoce hoy, y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Observa los mandatos y preceptos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos, después de ti, y se prolonguen tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre».
La inclinación de Israel a la idolatría, a pesar de las continuas advertencias de los profetas, era algo prácticamente incorregible, agravado, además, por el contacto con los pueblos vecinos, idólatras por los cuatro costados. El libro del Deuteronomio pone en boca del primero de los profetas, Moisés, estas consideraciones con la intención de apartar al pueblo del culto a los ídolos. Con ellas pretende resaltar la enorme diferencia entre el Dios de los Padres y los dioses venerados por los demás pueblos: “¿Intentó jamás algún dios venir a escogerse una nación entre las otras mediante pruebas, signos, prodigios y guerra y con mano fuerte y brazo poderoso, con terribles portentos, como todo lo que hizo el Señor, vuestro Dios, con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos?”.
Con estas reflexiones, el autor sagrado pretende alejar a Israel del politeísmo y llevarlo a la senda del único Dios. Estamos en los albores de la revelación. Dios no podía de la noche a la mañana revelarse en toda su grandeza y riqueza a unas personas torpes, duras de corazón e incapaces de elevar su mente por encima de las realidades tangibles. En su proyecto de manifestarse plenamente a Israel y, a través de Israel, a todos los hombres, Dios, en su sabiduría, decidió conducir a Israel por distintas etapas que, poco a poco, lo iban acercando a su verdadero conocimiento y al trato que debían mantener con Él. Un paso imprescindible -es el que se considera en esta lectura- fue el convencimiento y fortalecimiento de la creencia en un único Dios: “Reconoce hoy, y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro”. Este reconocimiento de la unicidad de Dios no debe quedarse en conceptos y palabras: se debe actuar en consecuencia. ¿Cómo? Confiando plenamente en sus promesas y cumpliendo sus mandatos: la observancia de los mismos sacará a Israel de su situación de nomadismo y lo conducirán a una tierra en la que serán felices ellos y sus hijos. Así habla Dios por boca del autor sagrado: “Observa los mandatos y preceptos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos, después de ti, y se prolonguen tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre”. Así también se había manifestado a Abraham, a quien se hicieron por primera vez estas promesas: “Yo soy el Dios Todopoderoso. Camina en mi presencia y sé irreprochable” (Gén 17,1).
En la lectura no hay rastro de la revelación de la Trinidad, cuya fiesta celebramos este domingo. Si la ha propuesto la Iglesia en este día,en es para que contemplemos la sabiduría de Dios en el modo como iba conduciendo a los hombres a su plena manifestación. Esta plena manifestación del ser de Dios tuvo lugar en el Nuevo Testamento con la presencia del Verbo encarnado, Jesucristo, el cual nos hablará continuamente de su Padre, nos enseñará a dirigirnos a Él con las palabras del Padrenuestro y nos mostrará que mantenía un trato permanente y gozoso con Él, tanto en su vida pública, como durante las prolongadas noches de oración en la soledad del monte. Por otra parte, ya al final de su existencia terrestre, nos prometerá la presencia en nuestras vidas del Espíritu consolador, que siempre lo acompañó en su misterio público. Él, el Espíritu Santo, nos dará la fuerza necesaria para cumplir sus mandamientos y nos recordará continuamente todo lo que Jesús nos dijo y enseñó.
Salmo responsorial – 32
Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
La palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.
“La misericordia del Señor llena la tierra”. Toda una profesión de fe, como anticipo de lo que va ser la completa revelación de Dios como amor. El creyente puede atravesar la vida entre alegrías, sufrimientos y pruebas con la certeza de que está sostenido por una gran verdad: la tierra, en la que realiza su existencia, aunque envuelta ésta en incertidumbres y ambigüedades, está llena del amor de Dios, un Dios que se desvive por nosotros y que establece el derecho y la justicia -“Él ama la justicia y el derecho”-. Ello, junto con la conciencia tranquilizadora de que “La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales”, le lleva al gozo que nace de que el bien se impondrá sobre el mal. El cristiano sabe que ese triunfo del bien y de la verdad ha llegado con Cristo, en quien Dios se ha revelado como amor infinito a su creación y a la humanidad, un amor de Padre, de Hermano -Cristo- y de Amigo -Espíritu Santo-.
El amor de Dios a la humanidad es tan viejo como el mundo, un amor que se refleja en la creación de la naturaleza y de todo el universo material.
“La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca,
sus ejércitos. Porque él lo dijo, y existió, él lo mandó y todo fue creado”.
Este amor de Dios, manifestado en sus obras, es el primer peldaño de la escalera que nos lleva al amor derrochado en la nueva creación, constituida por unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los habitan el derecho, la justicia y la verdad. Esta nueva creación y ésta nueva tierra se han hecho realidad en la persona y en la obra de Jesucristo: con Él hemos entrado en la definitiva tierra prometida y con Él hemos heredados los bienes que, desde toda la eternidad, había preparado el Padre para nosotros.
Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.
No estamos solos en el Universo, estamos bajo la mirada de un Dios que nos ama más que nosotros a nosotros mismos. Eso sí. A condición de que, como pobres seres necesitados, lo esperemos todo de Él. Este ponernos en sus brazos misericordiosos es lo que hace de nosotros verdaderos temerosos de Dios, temor en el que, para la literatura bíblica, no tiene cabida el miedo ni, mucho menos, la sospecha de la propensión por parte de Dios al castigo. Lo expresa magníficamente María en el canto del Magníficat: “El Poderoso ha hecho grandes obras en mí. Su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1:49-50). Los que lo temen son los humildes y los que tienen verdadera hambre de Dios, como Ana, como Simeón, como todos los descendientes de Abraham que esperaban el consuelo de Israel. Todos ellos se verán libres de la muerte y serán reanimados en tiempos de hambre.
Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.
Y aquí viene nuestra respuesta a este amor de Dios: sólo en Él ponemos nuestra esperanza, pues sólo Él está dispuesto a salvarnos en los momentos de peligro, sólo Él es el escudo bajo el cual nos refugiarnos en nuestras horas bajas. Nuestro deseo es que el Señor esté a nuestro lado: “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”. Este deseo se realiza de un modo que nosotros no podíamos imaginar. Dios no sólo está a nuestro lado, está dentro de nosotros mismos: “Si alguien me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). No sólo es el don del amor de Dios el que sentimos en nuestro interior: es el mismo Dios como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo, el que quiere establecer con nosotros una íntima relación de amistad. ¿Somos conscientes de la riqueza que habita en nuestro interior o valoramos más las riquezas caducas que nos ofrece nuestro mundo?
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos - 8,14-17
Hermanos: Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!» Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él.
San Pablo se inspira para hablar de la relación del cristiano con Dios en la realidad de la esclavitud de su tiempo. La forma de sentir de un hijo es muy diferente de la que tiene la persona esclava. Podemos pensar en el dueño de una casa en la que conviven juntos esclavos e hijos. El comportamiento de unos y otros puede ser el mismo: obedecer las órdenes del que dirige la administración de casa -para unos, el padre; para otros, el señor a quien sirven-, pero el modo como cada cual cumple la orden es muy distinto: el esclavo lo hace por temor al castigo, mientras que el hijo se mueve en el terreno de la confianza. El hijo cuenta en todo momento con el cariño del Padre. En el esclavo, en cambio, prevalece la sospecha de intenciones aviesas por parte de su dueño.
En el versículo anterior a esta lectura, San Pablo ha puesto a los romanos en la alternativa de vivir según la carne o vivir según el espíritu. En el primer caso, la consecuencia es la muerte; en el segundo caso, el premio es la vida. “Si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis” (Rm 8,13).
Después de esta advertencia, retoma San Pablo la descripción de la vida cristiana. El espíritu que habita en los fieles establece entre ellos y Dios una relación tan estrecha, que el único término apropiado para designarla es el de filiación. Somos verdaderamente hijos de Dios, y Dios nos trata como a tales. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1Jn 3,1). Pero somos realmente hijos de Dios cuando nos dejamos llevar por su Espíritu. Este Espíritu destruye en nosotros los sentimientos de temor y esclavitud y hace que nos sintamos hijos de Dios de tal forma, que de nuestro corazón y de nuestros labios surge espontáneamente el grito cariñoso y tierno de “Abba”, que, en hebreo es algo así como “papá”. San Pablo saca las consecuencias inmediatas de este ser y sentirnos hijos de Dios. Si somos hijos de Dios, somos también herederos de Dios, herederos junto con Cristo, el Hijo de Dios por naturaleza, que nos ha incorporado a su propio ser. Nos hemos convertido en dioses en la categoría de hijos, “hijos en el Hijo”. Y ésta unión a Cristo nos lleva a identificarnos en todo con Él, no sólo en la gloria que recibió en su Resurrección, sino también en los padecimientos que, por amor a los hombres, tuvo que sufrir. “Si morimos con Cristo, viviremos con Él; si sufrimos con Cristo, reinaremos con Él” (2 Tm 2,11-13).
Es verdad que sufrir es siempre cosa dura, pero “qué son los sufrimientos de esta vida en comparación con la gloria que nos aguarda” (Rm 8,14-18): así continúa San Pablo en el versículo siguiente a esta lectura, un versículo que, ciertamente, no aparece en la misma, pero que añade un matiz que nos lleva a una comprensión más completa del texto de este domingo.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo; al Dios que es, que era y al que ha de venir.
Lectura del santo evangelio según san Mateo - 28,16-20
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos».
Los once discípulos marcharon, cumpliendo el encargo de Jesús a las mujeres a las que se había aparecido: “Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28,10). El monte donde se reunieron para ver al Señor les fue indicado expresamente por Jesús, aunque ninguno de los evangelistas registra cuándo y dónde tuvo lugar esta indicación. El que se postraran ante Él, a pesar de la duda de algunos, significa que lo reconocieron. Jesús -probablemente para fortalecer su confianza- se acerca a ellos y, una vez a su lado, les dice que se le ha concedido toda clase de poder, tanto en el cielo -el mundo de Dios- como en la tierra -el mundo de los hombres-. Este inmenso poder quiere compartirlo con ellos y con todos los hombres. Para cumplir esta tarea les manda a hacer discípulos a todos los pueblos, a bautizarlos y a enseñarles todo lo han aprendido de Él.
“Haced discípulos a todos los pueblos”.
Con estas palabras, Jesús hace aún más explícito su deseo de que participen de su vida y de su poder todos los hombres, a los que unirá al gran rebaño que formará la gran familia de los hijos de Dios: “Tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor” (Jn 10, 16). Entre estas ovejas estamos nosotros y todos los que vendrán después de nosotros. Para que todos ellos -todos nosotros- nos incorporemos a Él y, juntos, formemos la gran unidad de los hijos de Dios, rogó Jesús al Padre en la oración sacerdotal de la Última Cena: “No ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Jn 16,20-21). En los once apóstoles, a los que encomendó la tarea de hacer discípulos a todos los hombres, estamos todos los que queremos seguir a Cristo, y para todos nosotros vale igualmente esta encomienda de Jesús. Todos somos misioneros, todos somos eslabones que, a través de la historia, hacen presente a Cristo y su mensaje de amor; a todos nos regala Cristo el poder de transmitir la vida de Dios. Carece absolutamente de sentido un cristianismo que se quede en los estrechos límites de nuestra personalidad individual.
“… bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
El bautismo del que nos habla Cristo no es el bautismo penitencial para la remisión de los pecados, como el que administraba Juan el Bautista, ni tampoco el bautismo de sufrimiento y muerte que padeció Jesús por la humanidad, sino el medio en el que se sumerge al creyente en Cristo en la misma vida de la Divinidad. Al invocar el nombre del Padre, el cristiano recibe la naturaleza de hijo de Dios. Ello significa que, a partir de ese momento, el cristiano tiene como meta aspirar a la santidad, como Santo es el Padre: “Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre” (Mt 5,48). Al invocar el nombre del Hijo, el nuevo cristiano se identifica con la misma persona de Cristo y, como Él, se hace todo para todos: “El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20,26-28). Al invocar el Espíritu Santo, se establece en el cristiano una unidad de vida con Él, de forma que este Espíritu se convierte en Alma de su alma. A partir de entonces, el Espíritu Santo será el inspirador de todos sus pensamientos, sentimientos y actos, el que le ayudará a rezar como conviene, el que lo consolará en los momentos críticos y el que hablará por él cuando tenga que defender ante el mundo la causa de Cristo: “Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros”. Mt 10,19-20).
“... enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”.
La tarea que Jesús encomienda a los discípulos, y también a nosotros, es la de enseñar -en la forma que el Espíritu nos inspire, pero siempre con nuestro testimonio personal- a cumplir con el mandato de amarnos unos a los otros como Él nos ha amado, es decir, dando la vida por los demás: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), hasta el extremo de dar la vida por ellos. Tarea ciertamente ardua, pero no difícil, pues Él, Cristo, estará con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo”.
Y efectivamente. Cristo estará siempre con nosotros, pues, junto con el Padre y el Espíritu Santo, ha decidido morar en lo más profundo de nuestro ser para establecer con nosotros la más íntima amistad. Las tres personas divinas nos acompañan a todas partes. Podemos decir con San Ignacio de Antioquía que somos “teoforoi” (Teos=Dios; foroi=portadores): portadores de Dios. Ya lo dijo de otro modo San Pablo: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Vienen ahora muy bien aquellas palabras de Cristo, que recordábamos en el comentario del salmo: “Si alguien me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).
“La Trinidad divina no es para nosotros simplemente un misterio impenetrable (como se la presenta a menudo), es más bien la forma en que Dios ha querido darse a conocer al mundo y especialmente a nosotros, los cristianos. Dios es nuestro Padre, que nos ha amado tanto, que entregó a su Hijo por nosotros, y además nos dio su Espíritu, para que pudiéramos conocerlo como el amor ilimitado. (...). Dios no sólo nos ha hecho conocer su existencia (de la que tiene un presentimiento todo hombre que ve que las cosas del mundo no se han hecho a sí mismas), sino que nos ha proporcionado también una idea de su esencia íntima. Esto es lo que la Iglesia debe anunciar a todos los pueblos” (Hans Urs von Balthasar, Luz de la palabra).
Oración
sobre las ofrendas
Por la invocación de tu nombre, santifica, Señor y Dios nuestro, estos dones de nuestra docilidad y transfórmanos, por ellos, en ofrenda permanente. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Invocamos el nombre del Padre para que el pan y el vino, que ofrece el sacerdote, sean impregnados de la realidad de Dios y, junto con ellos, nosotros. De este modo seremos transformados, como ellos, en el mismo Cristo y, como en Cristo, nuestra vida quedará convertida en una permanente ofrenda a la voluntad de Dios y al bien de nuestros hermanos, los hombres.
Antífona de comunión
Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «Abba, Padre» (Gál 4,6).
Oración después de la comunión
Señor y Dios nuestro, que la recepción de este sacramento y la profesión de fe en la santa y eterna Trinidad y en su Unidad indivisible nos aprovechen para la salvación del alma y del cuerpo. Por Jesucristo, nuestro Señor.