Domingo de la Santísima Trinidad

 

Domingo de la Santísima Trinidad

 Antífona de entrada

           Bendito sea Dios Padre y el Hijo unigénito de Dios y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros.

 Oración colecta

            Dios Padre, que, al enviar al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación, revelaste a los hombres tu admirable misterio, concédenos, al profesar la fe verdadera, reconocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar la Unidad en su poder y grandeza. Por nuestro Señor Jesucristo.

           Nos dirigimos al Padre, que envió a su Hijo Jesucristo, como la Luz verdadera que ilumina a todo hombre, y a su Espíritu, la guía perfecta que nos conduce a la santidad, para que nos haga valorar y reconocer la impresionante realidad del misterio trinitario y nos ayude a venerarlo con nuestros labios, con nuestro corazón y con una vida entregada a los demás, imitando el amor que se tienen entre sí las tres personas divinas.

 Lectura del libro del Deuteronomio - 4,32-34. 39-40

           Moisés habló al pueblo diciendo: «Pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra; pregunta desde un extremo al otro del cielo, ¿sucedió jamás algo tan grande como esto o se oyó cosa semejante? ¿Escuchó algún pueblo, como tú has escuchado, la voz de Dios, hablando desde el fuego, y ha sobrevivido? ¿Intentó jamás algún dios venir a escogerse una nación entre las otras mediante pruebas, signos, prodigios y guerra y con mano fuerte y brazo poderoso, con terribles portentos, como todo lo que hizo el Señor, vuestro Dios, con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos? Así pues, reconoce hoy, y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Observa los mandatos y preceptos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos, después de ti, y se prolonguen tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre».

           La inclinación de Israel a la idolatría, a pesar de las continuas advertencias de los profetas, era algo prácticamente incorregible, agravado, además, por el contacto con los pueblos vecinos, idólatras por los cuatro costados. El libro del Deuteronomio pone en boca del primero de los profetas, Moisés, estas consideraciones con la intención de apartar al pueblo del culto a los ídolos. Con ellas pretende resaltar la enorme diferencia entre el Dios de los Padres y los dioses venerados por los demás pueblos: “¿Intentó jamás algún dios venir a escogerse una nación entre las otras mediante pruebas, signos, prodigios y guerra y con mano fuerte y brazo poderoso, con terribles portentos, como todo lo que hizo el Señor, vuestro Dios, con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos?”. 

          Con estas reflexiones, el autor sagrado pretende alejar a Israel del politeísmo y llevarlo a la senda del único Dios. Estamos en los albores de la revelación. Dios no podía de la noche a la mañana revelarse en toda su grandeza y riqueza a unas personas torpes, duras de corazón e incapaces de elevar su mente por encima de las realidades tangibles. En su proyecto de manifestarse plenamente a Israel y, a través de Israel, a todos los hombres, Dios, en su sabiduría, decidió conducir a Israel por distintas etapas que, poco a poco, lo iban acercando a su verdadero conocimiento y al trato que debían mantener con Él. Un paso imprescindible -es el que se considera en esta lectura- fue el convencimiento y fortalecimiento de la creencia en un único Dios: “Reconoce hoy, y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro”. Este reconocimiento de la unicidad de Dios no debe quedarse en conceptos y palabras: se debe actuar en consecuencia. ¿Cómo? Confiando plenamente en sus promesas y cumpliendo sus mandatos: la observancia de los mismos  sacará a Israel de su situación de nomadismo y lo conducirán a una tierra en la que serán felices ellos y sus hijos. Así habla Dios por boca del autor sagrado: “Observa los mandatos y preceptos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos, después de ti, y se prolonguen tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre”. Así también se había manifestado a Abraham, a quien se hicieron por primera vez estas promesas: “Yo soy el Dios Todopoderoso. Camina en mi presencia y sé irreprochable” (Gén 17,1).

           En la lectura no hay rastro de la revelación de la Trinidad, cuya fiesta celebramos este domingo. Si la ha propuesto la Iglesia en este día,en  es para que contemplemos la sabiduría de Dios en el modo como iba conduciendo a los hombres a su plena manifestación. Esta plena manifestación del ser de Dios tuvo lugar en el Nuevo Testamento con la presencia del Verbo encarnado, Jesucristo, el cual nos hablará continuamente de su Padre, nos enseñará a dirigirnos a Él con las palabras del Padrenuestro y nos mostrará que mantenía un trato permanente y gozoso con Él, tanto en su vida pública, como durante las prolongadas noches de oración en la soledad del monte. Por otra parte, ya al final de su existencia terrestre, nos prometerá la presencia en nuestras vidas del Espíritu consolador, que siempre lo acompañó en su misterio público. Él, el Espíritu Santo, nos dará la fuerza necesaria para cumplir sus mandamientos y nos recordará continuamente todo lo que Jesús nos dijo y enseñó.

Salmo responsorial – 32

Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

La palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales;

él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.

          La misericordia del Señor llena la tierra”. Toda una profesión de fe, como anticipo de lo que va ser la completa revelación de Dios como amor. El creyente puede atravesar la vida entre alegrías, sufrimientos y pruebas con la certeza de que está sostenido por una gran verdad: la tierra, en la que realiza su existencia, aunque envuelta ésta en incertidumbres y ambigüedades, está llena del amor de Dios, un Dios que se desvive por nosotros y que establece el derecho y la justicia -“Él ama la justicia y el derecho”-. Ello, junto con la conciencia tranquilizadora de que “La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales”, le lleva al gozo que nace de que el bien se impondrá sobre el mal. El cristiano sabe que ese triunfo del bien y de la verdad ha llegado con Cristo, en quien Dios se ha revelado como amor infinito a su creación y a la humanidad, un amor de Padre, de Hermano -Cristo- y de Amigo -Espíritu Santo-.

              El amor de Dios a la humanidad es tan viejo como el mundo, un amor que se refleja en la creación de la naturaleza y de todo el universo material.

“La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca,

sus ejércitos. Porque él lo dijo, y existió, él lo mandó y todo fue creado”.

           Este amor de Dios, manifestado en sus obras, es el primer peldaño de la escalera que nos lleva al amor derrochado en la nueva creación, constituida por unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los habitan el derecho, la justicia y la verdad. Esta nueva creación y ésta nueva tierra se han hecho realidad en la persona y en la obra de Jesucristo: con Él hemos entrado en la definitiva tierra prometida y con Él hemos heredados los bienes que, desde toda la eternidad, había preparado el Padre para nosotros. 

Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme,

en los que esperan en su misericordia,

para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.

          No estamos solos en el Universo, estamos bajo la mirada de un Dios que nos ama más que nosotros a nosotros mismos. Eso sí. A condición de que, como pobres seres necesitados, lo esperemos todo de Él. Este ponernos en sus brazos misericordiosos es lo que hace de nosotros verdaderos temerosos de Dios, temor en el que, para la literatura bíblica, no tiene cabida el miedo ni, mucho menos, la sospecha de la propensión por parte de Dios al castigo. Lo expresa magníficamente María en el canto del Magníficat: “El Poderoso ha hecho grandes obras en mí. Su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1:49-50). Los que lo temen son los humildes y los que tienen verdadera hambre de Dios, como Ana, como Simeón, como todos los descendientes de Abraham que esperaban el consuelo de Israel. Todos ellos se verán libres de la muerte y serán reanimados en tiempos de hambre.   

Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo.

Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,

como lo esperamos de ti.

          Y aquí viene nuestra respuesta a este amor de Dios: sólo en Él ponemos nuestra esperanza, pues sólo Él está dispuesto a salvarnos en los momentos de peligro, sólo Él es el escudo bajo el cual nos refugiarnos en nuestras horas bajas. Nuestro deseo es que el Señor esté a nuestro lado: “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”. Este deseo se realiza de un modo que nosotros no podíamos imaginar. Dios no sólo está a nuestro lado, está dentro de nosotros mismos: “Si alguien me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). No sólo es el don del amor de Dios el que sentimos en nuestro interior: es el mismo Dios como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo, el que quiere establecer con nosotros una íntima relación de amistad. ¿Somos conscientes de la riqueza que habita en nuestro interior o valoramos más las riquezas caducas que nos ofrece nuestro mundo?

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos - 8,14-17

          Hermanos: Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!» Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él.

          San Pablo se inspira para hablar de la relación del cristiano con Dios en la realidad de la esclavitud de su tiempo. La forma de sentir de un hijo es muy diferente de la que tiene la persona esclava. Podemos pensar en el dueño de una casa en la que conviven juntos esclavos e hijos. El comportamiento de unos y otros puede ser el mismo: obedecer las órdenes del que dirige la administración de casa -para unos, el padre; para otros, el señor a quien sirven-, pero el modo como cada cual cumple la orden es muy distinto: el esclavo lo hace por temor al castigo, mientras que el hijo se mueve en el terreno de la confianza. El hijo cuenta en todo momento con el cariño del Padre. En el esclavo, en cambio, prevalece la sospecha de intenciones aviesas por parte de su dueño.

          En el versículo anterior a esta lectura, San Pablo ha puesto a los romanos en la alternativa de vivir según la carne o vivir según el espíritu. En el primer caso, la consecuencia es la muerte; en el segundo caso, el premio es la vida. “Si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis” (Rm 8,13).

          Después de esta advertencia, retoma San Pablo la descripción de la vida cristiana. El espíritu que habita en los fieles establece entre ellos y Dios una relación tan estrecha, que el único término apropiado para designarla es el de filiación. Somos verdaderamente hijos de Dios, y Dios nos trata como a tales. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1Jn 3,1). Pero somos realmente hijos de Dios cuando nos dejamos llevar por su Espíritu.  Este Espíritu destruye en nosotros los sentimientos de temor y esclavitud y hace que nos sintamos hijos de Dios de tal forma, que de nuestro corazón y de nuestros labios surge espontáneamente el grito cariñoso y tierno de “Abba”, que, en hebreo es algo así como “papá”. San Pablo saca las consecuencias inmediatas de este ser y sentirnos hijos de Dios. Si somos hijos de Dios, somos también herederos de Dios, herederos junto con Cristo, el Hijo de Dios por naturaleza, que nos ha incorporado a su propio ser. Nos hemos convertido en dioses en la categoría de hijos, “hijos en el Hijo”. Y ésta unión a Cristo nos lleva a identificarnos en todo con Él, no sólo en la gloria que recibió en su Resurrección, sino también en los padecimientos que, por amor a los hombres, tuvo que sufrir. “Si morimos con Cristo, viviremos con Él; si sufrimos con Cristo, reinaremos con Él” (2 Tm 2,11-13).

          Es verdad que sufrir es siempre cosa dura, pero “qué son los sufrimientos de esta vida en comparación con la gloria que nos aguarda” (Rm 8,14-18): así continúa San Pablo en el versículo siguiente a esta lectura, un versículo que, ciertamente, no aparece en la misma, pero que añade un matiz que nos lleva a una comprensión más completa del texto de este domingo. 

Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo; al Dios que es, que era y al que ha de venir.

Lectura del santo evangelio según san Mateo - 28,16-20

          En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos».

          Los once discípulos marcharon, cumpliendo el encargo de Jesús a las mujeres a las que se había aparecido: “Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28,10). El monte donde se reunieron para ver al Señor les fue indicado expresamente por Jesús, aunque ninguno de los evangelistas registra cuándo y dónde tuvo lugar esta indicación. El que se postraran ante Él, a pesar de la duda de algunos, significa que lo reconocieron. Jesús -probablemente para fortalecer su confianza- se acerca a ellos y, una vez a su lado, les dice que se le ha concedido toda clase de poder, tanto en el cielo -el mundo de Dios- como en la tierra -el mundo de los hombres-. Este inmenso poder quiere compartirlo con ellos y con todos los hombres. Para cumplir esta tarea les manda a hacer discípulos a todos los pueblos, a bautizarlos y a enseñarles todo lo han aprendido de Él. 

           “Haced discípulos a todos los pueblos”. 

            Con estas palabras, Jesús hace aún más explícito su deseo de que participen de su vida y de su poder todos los hombres, a los que unirá al gran rebaño que formará la gran familia de los hijos de Dios: “Tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor” (Jn 10, 16). Entre estas ovejas estamos nosotros y todos los que vendrán después de nosotros. Para que todos ellos -todos nosotros- nos incorporemos a Él y, juntos, formemos la gran unidad de los hijos de Dios, rogó Jesús al Padre en la oración sacerdotal de la Última Cena: “No ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Jn 16,20-21). En los once apóstoles, a los que encomendó la tarea de hacer discípulos a todos los hombres, estamos todos los que queremos seguir a Cristo, y para todos nosotros vale igualmente esta encomienda de Jesús. Todos somos misioneros, todos somos eslabones que, a través de la historia, hacen presente a Cristo y su mensaje de amor; a todos nos regala Cristo el poder de transmitir la vida de Dios. Carece absolutamente de sentido un cristianismo que se quede en los estrechos límites de nuestra personalidad individual.

            “… bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

           El bautismo del que nos habla Cristo no es el bautismo penitencial para la remisión de los pecados, como el que administraba Juan el Bautista, ni tampoco el bautismo de sufrimiento y muerte que padeció Jesús por la humanidad, sino el medio en el que se sumerge al creyente en Cristo en la misma vida de la Divinidad. Al invocar el nombre del Padre, el cristiano recibe la naturaleza de hijo de Dios. Ello significa que, a partir de ese momento, el cristiano tiene como meta aspirar a la santidad, como Santo es el Padre: “Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre” (Mt 5,48). Al invocar el nombre del Hijo, el nuevo cristiano se identifica con la misma persona de Cristo y, como Él, se hace todo para todos: “El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20,26-28). Al invocar el Espíritu Santo, se establece en el cristiano una unidad de vida con Él, de forma que este Espíritu se convierte en Alma de su alma. A partir de entonces, el Espíritu Santo será el inspirador de todos sus pensamientos, sentimientos y actos, el que le ayudará a rezar como conviene, el que lo consolará en los momentos críticos y el que hablará por él cuando tenga que defender ante el mundo la causa de Cristo: “Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros”. Mt 10,19-20).

           “... enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”.

           La tarea que Jesús encomienda a los discípulos, y también a nosotros, es la de enseñar -en la forma que el Espíritu nos inspire, pero siempre con nuestro testimonio personal- a cumplir con el mandato de amarnos unos a los otros como Él nos ha amado, es decir, dando la vida por los demás: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), hasta el extremo de dar la vida por ellos. Tarea ciertamente ardua, pero no difícil, pues Él, Cristo, estará con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo”.

           Y efectivamente. Cristo estará siempre con nosotros, pues, junto con el Padre y el Espíritu Santo, ha decidido morar en lo más profundo de nuestro ser para establecer con nosotros la más íntima amistad. Las tres personas divinas nos acompañan a todas partes. Podemos decir con San Ignacio de Antioquía que somos “teoforoi” (Teos=Dios; foroi=portadores): portadores de Dios. Ya lo dijo de otro modo San Pablo: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Vienen ahora muy bien aquellas palabras de Cristo, que recordábamos en el comentario del salmo: “Si alguien me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).

            “La Trinidad divina no es para nosotros simplemente un misterio impenetrable (como se la presenta a menudo), es más bien la forma en que Dios ha querido darse a conocer al mundo y especialmente a nosotros, los cristianos. Dios es nuestro Padre, que nos ha amado tanto, que entregó a su Hijo por nosotros, y además nos dio su Espíritu, para que pudiéramos conocerlo como el amor ilimitado. (...). Dios no sólo nos ha hecho conocer su existencia (de la que tiene un presentimiento todo hombre que ve que las cosas del mundo no se han hecho a sí mismas), sino que nos ha proporcionado también una idea de su esencia íntima. Esto es lo que la Iglesia debe anunciar a todos los pueblos” (Hans Urs von Balthasar, Luz de la palabra)


Oración sobre las ofrendas

          Por la invocación de tu nombre, santifica, Señor y Dios nuestro, estos dones de nuestra docilidad y transfórmanos, por ellos, en ofrenda permanente. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Invocamos el nombre del Padre para que el pan y el vino, que ofrece el sacerdote, sean impregnados de la realidad de Dios y, junto con ellos, nosotros. De este modo seremos transformados, como ellos, en el mismo Cristo y, como en Cristo, nuestra vida quedará convertida en una permanente ofrenda a la voluntad de Dios y al bien de nuestros hermanos, los hombres.

Antífona de comunión

                    Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «Abba, Padre» (Gál 4,6).

 Oración después de la comunión

                    Señor y Dios nuestro, que la recepción de este sacramento y la profesión de fe en la santa y eterna Trinidad y en su Unidad indivisible nos aprovechen para la salvación del alma y del cuerpo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 

Domingo de Pentecostés

 

 

Domingo de Pentecostés

Antífona de entrada

                    El Espíritu del Señor llenó la tierra y todo lo abarca, y conoce cada sonido. Aleluya (Sab 1,7).

           O bien:

           El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que habita en nosotros. Aleluya (cf. Rom 5,5; 8,11).

 Oración colecta

           Oh, Dios, que por el misterio de esta fiesta santificas a toda tu Iglesia en medio de los pueblos y de las naciones, derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y realiza ahora también, en el corazón de tus fieles, aquellas maravillas que te dignaste hacer en los comienzos de la predicación evangélica. Por nuestro Señor Jesucristo.           

            Estamos equivocados si reducimos a un mero recuerdo esta fiesta de Pentecostés. Del mismo modo que Dios está continuamente creándonos y manteniéndonos en la existencia, el Espíritu Santo, que vino por primera vez en aquella Pentecostés judía, sigue viniendo y asistiendo a la Iglesia en todo momento. Él es el Consolador que lleva a cabo la santificación de la comunidad de creyentes a lo largo del tiempo y el que la capacita para testimoniar la obra salvadora de Cristo entre todos los hombres. Le pedimos al Padre que siga acrecentando nuestro deseo de recibir sus dones y de ser fieles a sus inspiraciones. En este actitud, los fieles seguidores de Cristo podremos contemplar en nosotros mismos y en la Iglesia las maravillas que se realizaron en aquella primera ocasión.

 Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 2,1-11

           Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse. Residían entonces en Jerusalén judíos devotos venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo. Al oírse este ruido, acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua».

                Es la pascua judía de Pentecostés, en la que los judíos recordaban la promulgación de la Ley en el monte de Sinaí. Se trata de una de las tres fiestas más importantes del año, con motivo de la cual peregrinaban a Jerusalén creyentes judíos diseminados por todo el mundo. El pretexto: renovar personalmente la Alianza con el Dios de sus padres.

           Estamos en el año de la muerte de Jesús, hecho que, obviamente, pasaba desapercibido para los peregrinos e, incluso, para muchos habitantes de la Jerusalén. Para todos ellos esta fiesta era igual a la de otros años.

           No así para los discípulos de Jesús, cuyo recuerdo permanecía muy vivo, a sólo cincuenta días de su muerte en la Cruz y conmovidos, como estaban, por su Resurrección y sus apariciones. Para ellos, este Pentecostés era completamente distinto de los anteriores.

           Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar, cuando de repente se produjo un estruendo (...), un viento que llenó toda la casa (...), unas llamaradas que se posaron sobre las cabezas de los presentes”. Con el acontecimiento que describen estas palabras se cumplía la promesa de Jesús de que les enviaría muy pronto un Consolador, que les enseñaría todas las cosas y les recordaría todo lo que Él les había dicho (Jn 15,26). En la redacción de este acontecimiento, San Lucas revive, sin mencionarlos directamente, hechos del Antiguo Testamento -la promulgación de la Ley en el Sinaí o el episodio de la Torre de Babel- y palabras de los profetas Joel, Jeremías y Ezequiel, que anunciaban la realización del plan benevolente de Dios para toda la humanidad.

           El ruido, como el de un huracán, y el fuego que se reparte en pequeñas lenguas, que se posan sobre la cabeza de cada uno de los discípulos, sugieren que estamos asistiendo a una especie de renovación de la entrega en el monte Sinaí de la Ley, enmarcada por relámpagos, temblores de tierra y fuego (Ex 19). Si en aquel momento Dios entregó la Ley a su pueblo para que le ayudara a vivir en la Alianza, es ahora el mismo Dios el que regala su Espíritu a los discípulos para que puedan, no sólo cumplir la Ley, sino vivirla en lo más profundo de su ser. El mandato de amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo estará desde ahora escrito, no en tablas de piedra, sino en los corazones de los creyentes. Se cumple así la profecía de Joel, según la cual Dios derramará su Espíritu sobre toda carne (Joel 2,28), es decir, sobre todo ser humano. A los ojos de Lucas, estos judíos fervientes, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo, simbolizan a la humanidad entera, para la cual se cumple por fin esta profecía de Joel. Por fin ha llegado el día tan esperado por los israelitas durante siglos. Se hacen también realidad las profecía de Jeremías y Ezequiel de llevar a cabo el pacto que hizo Dios con su pueblo: “Pondré mi ley dentro de ellos, y sobre sus corazones la escribiré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,33)Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra”. (Ez 26,26-27)

          En Pentecostés sucede lo contrario de lo que se nos narra en el episodio de Babel: en aquella ocasión, los hombres, que intentaban escalar el cielo, dejaron de entenderse al ser castigados, por su soberbia, a hablar en lenguas distintas. Ahora, todos entendían a los apóstoles en su propia lengua. Si en Babel se dispersó la humanidad, la venida del Espíritu y su acogida por los hombres significan el principio de la nueva y definitiva reunión de toda la humanidad. Sobre la diversidad conflictiva y el caos lingüístico se cierne el Espíritu de Dios, que hará que todos seamos uno: “Cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua”.

Salmo responsorial – 103

Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!

Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas (1)

 Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo;

envías tu espíritu, y los creas, y repueblas la faz de la tierra. (2)

 Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras;

que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor. (3)

            Meditamos estos versículos del salmo 103, propuestos por la Iglesia para responder a esta primera lectura. Dejemos que ellos se apoderen de nuestra mente para cantar las alabanzas de Dios por las maravillas realizadas en la creación y por los dones que continuamente recibimos de Él. Así lo hicieron los apóstoles aquella mañana cuando fueron invadidos por la fuerza del Espíritu Santo: Empezaron a hablar en lenguas (...) y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios”.

           Para cantar las maravillas de la creación no es necesaria la fe. De hecho en todas las civilizaciones existen poemas magníficos que ensalzan la belleza de la naturaleza, como demuestra el encontrado en la tumba de un faraón, un himno dedicado al Dios-Sol. Entre este poema egipcio y el salmo 103 existen semejanzas de estilo y de vocabulario. Ello demuestra que el lenguaje con el que manifestamos la grandeza y belleza de la naturaleza es el mismo en todas partes. Existen semejanzas, sí, pero también importantes diferencias, sobre las que debemos reflexionar. 

           Una de estas diferencias, esencial para la fe judía y cristiana, es la existencia de un solo Dios. Ni el sol ni la luna son dioses: son únicamente luminarias que benefician al hombre y manifiestan la sabiduría y la bondad de su Creador. La Biblia se esfuerza en dejar clara esta diferencia entre Dios y las criaturas. Así lo apreciamos, entre otros muchos pasajes, en el relato de la creación, y así lo cantamos en este salmo: Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas”. Ante tanta belleza de las criaturas, es imposible no reconocer y admirar la sabiduría y la bondad de su Creador: Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!”.

           La creación no se llevó a cabo en un momento al principio de los tiempos. Dios, una vez sacadas las cosas de la nada, no las dejó solas para que se desarrollaran por sí mismas de acuerdo con las leyes que Él mismo les infundió. No. Dios realiza sus obras de modo permanente, de tal modo que nunca cesa de mantener a las cosas en la existencia:si quita de ellas su aliento, expiran y vuelven al polvo” y “cuando envía su Espíritu, las crea y -con ellas- repuebla la faz de la tierra”

           A otra consideración importante nos lleva el salmo, algo que brilla por su ausencia en cualquier otro relato extra bíblico: Dios se complace en las cosas que salen de sus manos.  Así se aprecia directamente en el relato de la creación: “Y vio Dios que era bueno” -se repite incansablemente al contemplar cada una de las realidades que van emergiendo a la existencia-. Nosotros nos unimos a este gozo de Dios, y de nuestro corazón y de nuestros labios brota el deseo de que nuestras alabanzas sean de su agrado: Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor”.

           Podemos dirigirnos a Dios con este salmo desde un punto de vista racional y, al contemplar la belleza de la naturaleza, reconocer la sabiduría y bondad de su Artífice. El israelita reconoce y alaba, además, las hazañas maravillosas que hizo Dios con su pueblo a lo largo de la historia, y le da gracias por ello. El cristiano, cuando reza con este salmo, contempla, además, la nueva creación llevada a cabo a través de las maravillas realizadas en su Hijo Jesucristo y en nosotros que, a través de Cristo, nos hemos convertido en nuevas criaturas, en hombres nuevos por el amor: “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Juan, 4,16).

           Nosotros bendecimos a Dios por el triunfo de Jesucristo, a quien Dios resucitó, elevó al cielo y lo constituyó Dueño y Señor de todas las cosas; le damos gracias porque a nosotros nos ha resucitado y elevado al cielo con Él; lo alabamos porque la regeneración, prevista desde toda la eternidad, se extiende a toda la creación: “Esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia” (2 Pe 3,13).

           Nuestra vida se convierte en un permanente acto de alabanza a Dios, ya que, a través de su Espíritu, Él nos da fuerza para disfrutar, ya desde ahora, de los bienes del cielo; porque nos mantiene en la fe; porque nos capacita para ser los testigos de su Hijo en todo el mundo.

           Por eso nos alegramos y lo alabamos con un cántico nuevo, un cántico que brota de la fuente de agua viva, es decir, del Espíritu Santo, y que es interpretado, no sólo con los labios, sino con las obras que Dios nos concede realizar: las obras del amor. Nuestra alabanza es auténtica cuando nuestra vida es un constante desvivirse por los demás, especialmente por aquéllos que más nos necesitan. Si esto no ocurre, tendremos que preguntarnos por el fundamento de nuestra fe y de nuestra inserción en Cristo: “Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca (...) Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosogtros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis" (Jn 15, 6-7). 

           Estas obras de amor son inspiradas e impulsadas por el Espíritu Santo que, junto con el Padre y el Hijo, habita en nuestro interior. A esta inhabitación en nosotros de un Dios que es Uno y, al mismo tiempo, Comunidad en el Amor, dedicará la Iglesia la liturgia del próximo domingo, el domingo de la Santísima Trinidad..

 Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios - 12,3b -7. 12-13

           Hermanos: Nadie puede decir: «Jesús es Señor», sino por el Espíritu Santo. Y hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común. Pues, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

           En esta lectura San Pablo nos introduce de forma clara y precisa en la esencia de la Iglesia. La Iglesia es el lugar donde manifestamos el don del Espíritu, tal y como se manifiesta en cada uno, no para orgullo propio, sino para el bien de la comunidad. La metáfora del Cuerpo, imaginada por el apóstol, mantiene su pleno vigor y riqueza. No tiene sentido preguntarnos si es la mano, el ojo o la nariz, el miembro que más colabora, o es más útil, al buen funcionamiento del organismo. Todos los miembros son indispensables. Del mismo modo, todos somos indispensables para la buena marcha del Cuerpo de Cristo, de la Iglesia. De un plumazo, San Pablo ha eliminado todo tipo de discriminación, de superioridad o inferioridad en la comunidad eclesial. En adelante, sólo cuenta una cosa: nuestro bautismo en el único Espíritu. Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hayamos  diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos”.

          San Pablo hace estas consideraciones a la comunidad de Corinto, en la que había hermanos procedentes de distintas religiones y de distintos estamentos sociales: cristianos judíos, paganos, esclavos y personas libres, una fuente continua de conflictos internos. Aunque, no del mismo modo, estas diferencias se dan también entre nuestras comunidades y, lo mismo que entonces, son también estas diferencias la principal fuente de nuestras luchas eclesiales. Éste es el primer mensaje de San Pablo en esta lectura: la Iglesia de Cristo es, por vocación, el lugar donde se aprende a no pensar en términos de superioridad, de jerarquía, de ventaja, de honor, sino en términos de solidaridad y fraternidad. Ya nos lo dijo el mismo Jesús: “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo” (Mt 20,25-26) 

          No podemos entender a la Iglesia -es cierto que así se ha entendido en algunos lugares y en determinadas épocas- como una pirámide en la que perdemos o ganamos importancia dependiendo de la altura en que estamos situados, sino como una reunión alrededor de Cristo o, -por seguir el ejemplo de San Pablo- como el Cuerpo de Cristo, en el cual todos los bautizados, pequeños, grandes, cultos y no tan cultos, somos sus miembros. Cualquier cargo dentro de la Comunidad -el que la preside, el que la asesora, el responsable de la acción social, etc-, sólo tiene la función de servir a los demás y de ser un signo visible de la presencia invisible de Cristo.

          Es verdad que no somos iguales, y que la edad, la preparación o el carácter de cada uno tienen también su importancia dentro de la comunidad, pero estas diferencias, en lugar de separarnos, son nuestra principal riqueza. Son ellas las que construyen la unidad que pidió Jesús al Padre: “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21). Una unidad no basada en la uniformidad, sino en la riqueza de la diversidad. Los dones de la gracia son variados. Cada uno recibe el don de manifestar el espíritu para el bien de todos.

          Es un poco el mundo al revés: lo que nos enriquece a todos y a cada uno son nuestras diferencias, lo que ha puesto Dios de distinto en cada uno de nosotros. Si todos cantan en lenguas diversas, es para cantar todos la misma canción, el cántico nuevo a nuestro Dios. La Iglesia es el lugar donde se puede superar las diferencias de sensibilidad y aprender a vivir la reconciliación, porque el Espíritu que se nos regala en Pentecostés es el Espíritu del amor, del perdón y de la reconciliación, Aquél sin el cual -así comienza esta lectura- nadie puede decir ‘Jesús es el Señor’ ”.

Secuencia

Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido;

 

luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,

 

tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.

 

Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.

Mira el vacío del hambre, si tú le faltas por dentro;

 

mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo,

 

lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo,

doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.

 

Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos;

por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito;

salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.

 Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor.

 Lectura del santo evangelio según san Juan - 20,19-23

           Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

          El evangelio de hoy es la primera parte del que leímos el pasado segundo Domingo de Pascua. En él no aparece el episodio de la incredulidad de Tomás que, en aquel momento -se trataba de confirmar la fe en la Resurrección del Señor- era apropiado leer. En esta celebración la Iglesia nos centra en las últimas recomendaciones de Cristo y en la importancia de la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos. Esta aparición -decíamos allí- tuvo lugar en la tarde noche del Domingo de Resurrección, probablemente en la casa en que tuvo lugar la última cena. Allí se habían refugiado los discípulos por miedo a los judíos: se había extendido en la ciudad el bulo de que habían robado el cuerpo del Señor y ¿en quiénes podrían caer todas las sospechas, sino en los discípulos? Con los diez apóstoles -no  estaba Tomás- se encontraban otros discípulos, entre ellos -según nos cuenta San Lucas-, los dos compañeros de Emaús, que habrían vuelto a Jerusalén a dar la noticia de que el Señor se les había aparecido en el camino. 

          El que San Juan subraye que Jesús se apareció estando las puertas cerradas supone una clara intención de afirmar el poder y la gloria de Jesús, que ya no está sometido a las leyes del mundo físico. Después de saludarles y desearles la paz, les muestra las manos y el costado, un gesto con el que el Maestro pretende disipar toda desconfianza: no estaban viendo un fantasma

 Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor”. Se empezaba a cumplir la promesa que les hizo Jesús la víspera de su pasión: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22). Jesús vuelve a saludarles: paz a vosotros”, repetición que demuestra que no se trataba de algo convencional, sino del ofrecimiento real de la paz, tal como lo hizo durante la última cena: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni se acobarde” (Jn 14,27). 

El soplo sobre los discípulos evoca la animación de Dios al hombre, narrada en el libro del Génesis: “El Señor insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gen 2,7). También nos lleva al salmo 103, propuesto como respuesta a la primera lectura: Envías tu espíritu y los creas”

Las palabras que pronuncia Jesús después de soplar sobre sus discípulos son sus últimas recomendaciones: Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros; Recibid el Espíritu Santo; A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados y a quienes se los retengáis, les serán retenidos.

El Padre envía al Hijo y el Hijo envía a los discípulos. Se trata de la realización del proyecto benevolente del Padre por el que decidió hacernos partícipes de su vida en la condición de hijos y de la misión que el Hijo tuvo en la tierra, la misión de salvar al mundo mediante la remisión de los pecados: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,17). Juan Bautista presenta a Jesús como el Cordero de Dios, comparándolo con los corderos que se sacrificaban en el templo para alcanzar la gracia del perdón: He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Ésta es también la misión de los discípulos, y también la nuestra: convertirnos con Cristo en corderos cuya misión sea colaborar en la extirpación del pecado en la humanidad.

 A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados y a quienes se los retengáis, les serán retenidos”. Es fácil entender la primera parte de la frase, pero ¿cómo entender la segunda parte? ¿Podemos imaginar a Dios negándose a perdonar, cuando su perdón precede a nuestro arrepentimiento, cuando lo que define propiamente a Dios es el ser misericordioso con todos y, de modo particular, con el pecador? “Habrá en el cielo más alegría por un solo pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento” (Lc 15,7). La biblista francesa Marie-Noël Thabut, cuya magnífica exégesis me ha sido de gran ayuda en el comentario de esta misa, hace un pequeño cambio en la frase que nos hace comprender mejor su significado. Si en lugar de decir “a quienes les retengáis los pecados les serán retenidos” decimos “a quienes no perdonéis sus pecados les serán retenidos”- rentengáis y no perdonéis vienen a ser lo mismo-, somos más fieles al pensamiento de Cristo y al sentir de todo el Nuevo Testamento. De esta forma queda claro que nuestra única misión es, como la de Cristo, la de perdonar, la de ser, como Él, perdón y misericordia para los demás. La responsabilidad de que algunos se mantengan en sus pecados, salvo en aquellos casos en que la persona se niegue en rotundo a la gracia, recae un poco o un mucho en nosotros. Si ejercemos el poder de no perdonar, no estamos realizando la misión que nos confió Cristo, no estamos siendo los testigos del amor y del perdón de Dios. 

En Pentecostés se nos ha dado este poder de perdonar y para realizarlo contamos con la eficaz ayuda del Espíritu Santo, que pone en nuestros labios y en nuestro corazón las palabras y los gestos de perdón que, en cada momento, convengan. Es el Espíritu Santo el que hace de cada uno de nosotros corderos de Dios que dan su vida por los demás. 

Con Pentecostés ha llegado, por fin, el tan esperado octavo día, en el que la humanidad cambiará las relaciones de poder por relaciones de fraternidad y perdón.

 Oración sobre las ofrendas

           Te pedimos, Señor, que, según la promesa de tu Hijo, el Espíritu Santo nos haga comprender más profundamente la realidad misteriosa de este sacrificio y se digne llevarnos al conocimiento pleno de toda la verdad revelada. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           Jesús nos prometió que nos enviaría el Espíritu Santo, el cual nos consolaría en nuestros sufrimientos y nos recordaría todo lo que Él dijo y enseñó. Es su ayuda la que, respondiendo a nuestros deseos, nos hará comprender en plenitud el misterio de Cristo, hasta tal punto que “nadie podrá decir Jesús es el Señor”, si el Espíritu no lo pone en nuestros labios y en nuestro corazón. A la hora de ofrecer estos dones, que se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre del Señor, pedimos al Padre que nos haga comprender en profundidad la realidad misteriosa del Sacrificio Eucarístico, un paso de gigante para llegar al conocimiento de toda la verdad revelada.

Antífona de comunión

          Se llenaron todos de Espíritu Santo y hablaron de las grandezas de Dios, aleluya (Hch 2,4

 Oración después de la comunión

           Oh, Dios, que has comunicado a tu Iglesia los bienes del cielo, conserva la gracia que le has dado, para que el don infuso del Espíritu Santo sea siempre nuestra fuerza, y el alimento espiritual acreciente su fruto para la redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Con el sacramento que hemos recibido se nos han dado en primicia todos los bienes prometidos. Conscientes de nuestra debilidad e inconstancia, pedimos al Padre que nos mantengan en el camino de la gracia y del amor la guía permanente del Espíritu que mora en nosotros y la fuerza del alimento espiritual que hemos recibido. “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, bondad, fidelidad, gentileza y dominio propio” (Gál 5,22-23).  “Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6,53)