Vigesimosegundo domingo del tiempo ordinario
Antífona de entrada
Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día, porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan (Sal 85,3. 5).
Oración colecta
Dios todopoderoso, que posees toda perfección, infunde en nuestros corazones el amor de tu nombre y concédenos que, al crecer nuestra piedad, alimentes todo bien en nosotros y con solicitud amorosa lo conserves. Por nuestro Señor Jesucristo.
Lectura del libro del Deuteronomio - 4,1-2. 6-8
Moisés habló al pueblo, diciendo: «Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño para que, cumpliéndolos, viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar. No añadáis nada a lo que yo os mando ni suprimáis nada; observaréis los preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy. Observadlos y cumplidlos, pues esa es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos, los cuales, cuando tengan noticia de todos estos mandatos, dirán: “Ciertamente es un pueblo sabio e inteligente esta gran nación”. Porque ¿dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos? Y ¿dónde hay otra nación tan grande que tenga unos mandatos y decretos tan justos como toda esta ley que yo os propongo hoy?»
Moisés, en nombre de Dios, se dirige al pueblo para darle a conocer sus mandatos y decretos. El fiel cumplimiento de los mismos será premiado con una vida feliz en la tierra que Dios promete darles. A estos mandatos -continúa Moisés- no se les debe añadir ni quitar nada.
El autor de este texto, escrito varios siglos después de la muerte de Moisés, sabía lo que decía. Los escribas habían añadido un sin fin de normas, prohibiciones, regulaciones y costumbres a la Ley mosaica. Pretendían con ello facilitar su cumplimiento, aunque lo que consiguieron fue complicarla y -lo que es peor- hacer que el pueblo se quedase en lo exterior, olvidando lo verdaderamente importante. Es verdad que no fue Moisés el que dijo la palabras de la lectura, pero retratan perfectamente su pensamiento y su probada entrega a la dirección del pueblo elegido.
En el momento en que se escribe el texto el pueblo ha demostrado sobradamente su infidelidad a Dios, incumpliendo los mandamientos a los que se comprometió en el momento de la formalización de la Alianza en el Sinaí. Sus repetidas caídas, a pesar de las continuas advertencias de los profetas les acarreó, entre otros, el castigo del abandono forzoso de la tierra de muchos judíos en el exilio en Babilonia. De esta desobediencia general del pueblo se libra un pequeño resto de verdaderos creyentes, que nunca abandonó los caminos del Señor.
El Señor les da otra oportunidad en los mismos términos que la primera vez, insistiendo una vez más en el respeto íntegro de la ley, “no (añadiendo) nada a lo que yo os mando ni (suprimiendo) nada”. Sólo siendo fieles al Señor, observando sus mandamientos, podrán conservar para siempre la tierra de sus padres y ser felices en ella.
El Señor les anima a esta observancia de la Ley asegurándoles que serán reconocidos en todas las naciones de la tierra como un pueblo realmente sabio e inteligente, pues tienen las leyes que con más seguridad conducen a la felicidad, a la realización de la justicia y a la concordia. Y todavía más. Podrán presumir de un Dios cercano a sus vidas, un Dios que realmente se preocupa de sus problemas: “¿dónde hay una nación tan grande que tenga dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?”.
“No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17). Con estas palabras, Cristo, como nuevo Moisés, proclama su Nueva Ley, que completa y da cumplimiento a la Antigua. La completa, no en el sentido de añadir más preceptos, sino de englobarlos todos en la Ley del Amor. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27)
No hay que añadir ni quitar nada a éste Ley, el amor es suficiente: “No debáis nada a nadie -exhorta San Pablo a los Romanos-, sino el amaros unos a otros, porque el que ama a su prójimo ha cumplido la ley” (Rm 13,8).
“Ciertamente es un pueblo sabio e inteligente esta gran nación. ... con un Dios tan cercano como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos ... y con unos mandatos y decretos tan justos como toda esta ley que yo os propongo hoy”.
Teniendo como centro de nuestra vida al Dios del amor, y cumpliendo el mandato de amar a nuestros semejantes, la gran familia de los discípulos de Cristo, el Nuevo Israel, será realmente una antorcha que ilumine la oscuridad y el vacío de nuestro mundo; haremos presente en el mundo a Cristo, el Dios con nosotros, un Dios que se rebaja hasta lavar los pies a sus discípulos y entrega voluntariamente su vida por nuestra liberación, y todos los pueblos reconocerán que en la Ley de Cristo se encuentra el camino hacia una auténtica humanización.
Teniendo como centro de nuestra vida al Dios del amor y cumpliendo el mandato de amar a nuestros semejantes, seremos de verdad -es lo que Cristo espera de nosotros- Luz del mundo y Sal de la tierra. “Sólo el amor es digno de fe”, reza el título de un libro de un prestigioso teólogo.
Salmo responsorial - 14 (15)
Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
El que procede honradamente y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua. (1)
El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino.
El que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor. (2)
El que no presta dinero a usurani acepta soborno contra el inocente.
El que así obra nunca fallará. (3)
El salmo 14, como otros muchos, parece ser una liturgia de entrada en el templo. Los fieles se acercarían en procesión, respondiendo al salmista que canta esta plegaria en forma de pregunta: “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?”. Una oración similar a la del salmo 24, de similares características -“¿Quién subirá al monte del Señor?, ¿quién podrá estar en su recinto santo?- y unas respuestas parecidas -“el hombre de manos inocentes y puro corazón”. Se trata, en uno y otro caso, de entrar en la presencia de Dios, de vivir con Él, participando de su intimidad, y para ello es necesario un ejercicio de pureza interior.
En las puertas o fachadas de los templos egipcios y babilónicos se podían leer las condiciones que debían cumplir los fieles antes de entrar en el recinto sagrado, condiciones casi siempre referidas a la pureza exterior (abluciones, determinados gestos o movimiento del cuerpo, utilización de una vestimenta especial...). En el salmo 14, en cambio, se exige la purificación interior de la conciencia. Sus versículos recuerdan el espíritu de denuncia de los grandes profetas sobre de la separación que se daba entre el culto y la vida, entre la oración litúrgica y el compromiso social. “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”, así -en el evangelio de hoy- contesta Jesús a unos escribas, que le pedían cuentas del mal comportamiento de sus discípulos, pues no seguían las costumbres de los mayores. La verdadera adoración a Dios está necesariamente unida a la integridad moral, a la práctica de la justicia y a la sinceridad del corazón: sólo le está permitido vivir junto al Señor a quien a “quien procede honradamente, práctica la justicia y tiene intenciones leales”.
Esta integridad moral debe traducirse en actitudes concretas de cercanía a los demás, huyendo de todo lo que les puede hacer daño, “no calumniando, ni difamando, ni sobornando al vecino”. Nos vienen a la mente aquellas palabras de San Juan: “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20).
“La condición para llegar a Dios -afirma Benedicto XVI sobre el salmo 14- es simplemente el contenido esencial del Decálogo, poniendo el acento en la búsqueda interior de Dios, en el caminar hacia Él (primera tabla) y en el amor al prójimo, en la justicia para con el individuo y para con la comunidad (segunda tabla)” (Jesús de Nazaret, Las bienaventuranzas).
Lectura de la carta del apóstol Santiago - 1,16b-18. 21b-22. 2
Mis queridos hermanos: Todo buen regalo y todo don perfecto viene de arriba, procede del Padre de las luces, en el cual no hay ni alteración ni sombra de mutación. Por propia iniciativa nos engendró con la palabra de la verdad, para que seamos como una primicia de sus criaturas. Acoged con docilidad esa palabra, que ha sido injertada en vosotros y es capaz de salvar vuestras vidas. Poned en práctica la palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos. La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo.
“Mis queridos hermanos”. El apóstol se dirige con cariño a sus hermanos judíos que, dispersos por todo el mundo conocido, han aceptado a Jesús como el Mesías esperado. En estas primeras líneas de la lectura contemplamos a Dios como Padre y Creador de todo bien: “Todo buen regalo y todo don perfecto viene de arriba, del Padre de las luces, en el cual no hay alteración ni sombra de mutación”. De Él procede la luz que ilumina el corazón, la conciencia y la inteligencia del hombre que teme al Señor ( = que se toma en serio a Dios en su vida). Las luces con las que el mundo pretende orientar nuestro caminar son sólo luces aparentes, incapaces de iluminar el trayecto completo de la vida. Sólo Cristo, la Luz verdadera, puede esclarecer todos los recovecos de nuestra existencia terrena, incluyendo el último tramo, el de la soledad de la muerte.
Es del Padre también de quien procede nuestra existencia, nuestra existencia natural, al crearnos de la nada, y nuestra existencia cristiana, al engendrarnos a la vida de hijos de Dios a través de su Palabra. De esta forma nos ha hecho primicias de esta nueva creación -se refiere a los hermanos a los que va dirigida la carta por haber sido los primeros en recibir la palabra de Cristo-.
Esta Palabra ha sido tan profundamente injertada en nuestro ser como para “ser capaz de salvar nuestras vidas”. Pero para que realmente pueda liberarnos de una vida insulsa -que va de acá para acá, sin ningún tipo de metas- y llevarnos a la vida de la plena felicidad, debemos acogerla con la máxima docilidad, valorándola como nuestro tesoro más preciado y como el don más perfecto que nos ha regalado el Padre. Acogerla de verdad conlleva llevarla a la práctica. El limitarnos a oírla, a meditar en ella e, incluso, a defenderla ante los hombres, no es, en modo alguno, suficiente. De esta forma nos quedamos en el plano teórico y nuestra fe es una fe vacía o, como dirá Santiago en esta misma carta, una fe muerta: “¿De qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? La fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Sant 2,14.17).
Con un sencillo ejemplo nos explica el apóstol en que consiste una fe muerta: “Si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?”. Y es así como concluye nuestra lectura. “La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo”.
Esta atención continua a las personas necesitadas y desfavorecidas requiere de la gracia de Dios, “que obra en nosotros el querer y el hacer, según su beneplácito” (Fil 2,13). Es el Padre el que nos lo concede también como un don de lo alto, siempre que “nos mantengamos incontaminados del mundo”, es decir, libres de los muchos ídolos que reclaman nuestro servicio y adoración. Y ello sólo es posible si estamos unidos a Cristo mediante el trato asiduo con Él en la oración y en la conciencia de que camina siempre a nuestro lado: “El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí, no podéis hacer nada” (Jn 15,5)
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Por propia iniciativa el Padre nos engendró con la palabra de la verdad, para que seamos como una primicia de sus criaturas.
Lectura del santo evangelio según san Marcos - 7,1-8. 14-15. 21-23
En aquel tiempo, se reunieron junto a Jesús los fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén; y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Pues los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y al volver de la plaza no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas). Y los fariseos y los escribas le preguntaron: «¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras?» Él les contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres». Llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro».
La escena se desarrolla con mucha probabilidad en Galilea. Se acercan a Jesucristo un grupo de fariseos del lugar, al que se añaden algunos escribas, procedentes de Jerusalén. El objetivo de la presencia de los unos y los otros era probablemente apartar a las personas del lugar de la influencia de Jesús en lo referente a las tradiciones de los antiguos que, en el correr de los años, se habían ido adhiriendo a los mandamientos dictados por Moisés. El evangelista aprovecha para informar al lector gentil de las muchas tradiciones de los judíos, referentes a lavarse y restregándose las manos antes de comer, a bañarse a la vuelta del mercado, a fregar vasos, jarras y ollas, y otros ritos semejantes, con el fin de evitar todo tipo de contaminación.
Al observar que los discípulos estaban comiendo sin haberse lavado las manos, acudieron a Jesús. La pregunta no puede ser más directa: “¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras?”. Jesús, conocedor de las Escrituras, responde con una cita del Antiguo Testamento, concretamente del profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero mi corazón está lejos de mí ...”, y sobre ella hace el siguiente comentario: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”.
Ciertamente el mandamiento al que Jesús se refiere es el mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo, como se muestra en los versículos siguientes, que no aparecen en la lectura. En ellos echa en cara a los guardianes de la Ley el permitir saltarse a la torera el mandato de Dios de honrar a los padres, sirviéndose de una tradición -ofrecer al templo los bienes con los que se debe ayudar a los progenitores- que en la práctica no les compromete a nada (Mc 7, 10-13).
“No todo el que me diga: "Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial”. Esta denuncia de Jesús tiene para nosotros una plena actualidad, pues hoy como ayer sigue existiendo en nuestras parroquias una falsa religiosidad, que reduce la relación con Dios a unos ritos y rezos que nada tienen que ver con la vida concreta, una religiosidad intimista que no nos compromete realmente con el mandato del amor. Viene muy bien aquí repetir literalmente el último párrafo de la segunda lectura de hoy: “La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo”.
Dirigiéndose después a la gente que estaba alrededor, les alecciona de este modo: “Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre”.
Las cosas que entran en nosotros desde fuera (alimentos, imágenes …) no manchan el interior del hombre, pues todo ha sido creado por Dios y, por tanto, todo es bueno. “Y vio Dios que todo lo que había creado era bueno” (Gén 1,31). En gran medida debido a una filosofía que sólo aprecia lo espiritual y rechaza como algo malo y despreciable la materia, hemos desenfocado el concepto de pecado, situándolo casi siempre en el cuerpo -y en todo lo relacionado con el cuerpo- y olvidando los verdaderos pecados; aquéllos que salen del interior del hombre.
Jesús, en el relato evangélico de hoy, se hace eco de estas palabras que pronunció setecientos años antes el profeta Jeremías: “Nada hay tan engañoso y perverso como el corazón humano. ¿Quién es capaz de comprenderlo? Yo, el Señor, que investigo el corazón y conozco a fondo los sentimientos, que doy a cada cual lo que se merece, de acuerdo a sus acciones” (Jeremías, 17:9-10). En la misma línea el rey David nos dejó esta hermosa y consoladora oración, unos versículos del salmo 50 (51), que debemos hacer nuestros: “¡Oh, Dios, pon en mí un corazón limpio! “¡Dame un espíritu nuevo y fiel! No me apartes de tu presencia ni me quites tu Santo Espíritu!.
Oración sobre las ofrendas
Señor, que esta ofrenda santa nos alcance siempre tu bendición salvadora, para que perfeccione con tu poder lo que realiza en el sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Antífona de comunión
Qué bondad tan grande, Señor, reservas para los que te temen (Sal 30,20).
O bien:
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,9-10).
Oración después de la comunión
Saciados con el pan de la mesa del cielo, te pedimos, Señor, que este alimento de la caridad fortalezca nuestros corazones y nos mueva a servirte en nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.