Domingo de Cristo, Rey del universo

 

Antífona de entrada

          Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos (Ap 5,12; 1,6).

 “Yo soy rey, contestó Jesús a Pilato. Yo para esto nací y para esto vine al mundo: para ser testigo -mártir- de la Verdad” (Jn 18,37). Muriendo en la Cruz, Cristo, el Cordero degollado, revela la gran Verdad: Dios es amor. Como colofón del año litúrgico, la Iglesia hace suya esta alabanza del Apocalipsis para aclamar como Rey de la Verdad y del Amor a Cristo que, por su muerte y resurrección, se ha hecho acreedor a todas las perfecciones divinas. 

 Oración colecta

                   Dios todopoderoso y eterno, que quisiste recapitular todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del universo, haz que la creación entera, liberada de la esclavitud, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin. Él, que vive y reina contigo.

 El Padre, en su omnipotencia y desde la eternidad, determinó reunir todas las cosas en Jesucristo, su Hijo amado y la razón de ser y existir de las mismas. A Él nos dirigimos y le pedimos en esta oración colecta que todas ellas (“la creación entera”), una vez liberadas de la esclavitud a que les sometió el hombre por el pecado, vuelvan a cumplir con el fin para el que fueron creadas: servir a Dios y glorificarlo eternamente.

 Lectura de la profecía de Daniel - 7,13-14

           Seguí mirando. Y en mi visión nocturna vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará.

          El profeta nos describe una visión nocturna en la que se coronaba a un rey. El escenario es el cielo, la morada de Dios. Un ser humano -“una especie de hijo de hombre- se acerca hacia un anciano. Este anciano es Dios. A este hijo de hombre se le concede “poder, honor y reino, el poder y dominio sobre todas las cosas, un reino que no tendrá fin y el reconocimiento a su dignidad por parte de todos los pueblos, naciones y lenguas.

          ¿Quién era este hijo de hombre? Por lo que leemos en los versículos siguientes al texto propuesto -omitidos en la lectura-, no se trata de un individuo particular: “Me acerqué a uno de los que estaban allí de pie y le pedí que me dijera la verdad acerca de todo esto. El me respondió y me indicó (...) que los que han de recibir el reino son los santos del Altísimo, que poseerán el reino eternamente, por los siglos de los siglos” (Dn 7, 16.18). Y ello lo confirma varios versículos más abajo: “el reino y el imperio y la grandeza de los reinos bajo los cielos todos serán dados al pueblo de los santos del Altísimo” (Dn 7, 27). Todo ello quiere decir que el tal hijo de hombre’ es el pueblo de Israel que, en el momento en que se redacta este texto, está sufriendo una cruel persecución por parte del rey griego Antioco Epífanes..

          ¿Qué tiene que ver Jesús con el este Hijo del hombre? Sabemos que Él se da muchas veces a sí mismo este título con la intención de identificarse como el Mesías, aunque liberándolo de todo lo que suene a poder y a gloria, y caracterizándolo por la persecución y el sufrimiento: “El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; lo matarán y a los tres días de haber muerto resucitará” (Mc 9,31).

          Es a raíz de la Resurrección cuando se hace fácil identificar a Jesús con el Hijo del hombre de la lectura, pues en ella – en la Resurrección- es realmente investido de poder, gloria y majestad: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra”, dice a sus discípulos antes de ascender al cielo. Al resucitar de entre los muertos, Cristo es constituido Dueño y Señor de todo lo creado y la cabeza de la nueva humanidad, la cual, a través de Él, tendrá acceso a todos los bienes del cielo y de la tierra: al final de la historia todos nosotros estaremos tan unidos a Cristo, que formaremos un solo hombre con Él, una humanidad unida, un pueblo de santos que reinarán con Él por toda la eternidad. Cristo, al identificarse con el Hijo del hombre, se hace el portador del destino de este humanidad, de la que saldrá el nuevo pueblo de Dios, un pueblo de reyes y de santos. Es en este sentido como San Pablo llama a Jesús el nuevo Adán: “Si por el delito de uno solo reinó la muerte (...), ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida por un solo, por Jesucristo!” (Rm 5,17).

 

Salmo responsorial – 92

 

El Señor reina, vestido de majestad.

 

          El orante de este salmo invoca el reino de Dios, como la única fuente de paz, de verdad y de amor; paz, verdad y amor que imploramos para todos y cada uno de nosotros en el Padrenuestro: “Venga a nosotros tu reino”.

El Señor reina, vestido de majestad; el Señor, vestido y ceñido de poder.

            El Señor es nuestro Rey -lo proclamamos a los cuatro vientos-. Pero, ¿reina de verdad el Señor en nuestras vidas? O ¿son más bien el dinero, el confort, el afán de prestigio, los placeres sensibles los que gobiernan nuestra existencia? Son a todas estas cosas a las que, muchas veces, conferimos grandeza y poder, pero, en realidad, aunque consigan durante algún tiempo, hacernos sentir felices, más temprano que tarde muestran su verdadera cara, una cara que no es un rostro que nos mira. La verdadera grandeza y el auténtico poder vienen del Señor. Así era para el salmista y así fue para todos los los israelitas que, a lo largo de la historia, lucharon por mantenerse fieles a la Alianza: Abraham, Moisés, David, Simeón y Ana… Así es para nosotros cuando ponemos toda nuestra confianza en Cristo, a quien Dios le ha colmado de gloria, de esplendor y de poder; gloria, esplendor y poder de los que nosotros, al formar una sola cosa con Él, participamos. Si Dios -si Cristo- está con nosotros, venceremos en todo lo que se nos ponga por delante.

 Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno.

           Nuestra vida es absolutamente frágil, llena de peligros, de incertidumbres e inseguridades. El mundo, al margen de Dios, sólo nos puede proporcionar falsos apoyos que se tambalean al tocarlos, y que nos hacen girar caóticamente de un sitio para otros, sin llegar a una refugio seguro en el que descansar. Pero cuando nos decidimos a ponernos en las manos del Señor, encontramos la tranquilidad y la firmeza que tanto necesitamos: “El que habita al abrigo del Altísimo se acoge a la sombra del Todopoderoso. Yo digo al Señor: «Tú eres mi refugio, mi fortaleza, el Dios en quien confío». (Sal 91). “Solo Él -el Señor- es mi roca y mi salvación; Él es mi protector. ¡Jamás habré de caer!” (Salmo 62).

 Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término.

           Nos ponemos en las manos del Señor cuando comprendemos que no somos nosotros los que decidimos el proyecto de nuestra vida, sino el Señor, cuyos mandamientos nos llevan por el camino correcto, por aquél que nos conduce a la verdadera felicidad, aquélla que nos hace de verdad ser nosotros mismos. Al pedir en el Padrenuestro “Hágase tu voluntad”, estamos convencidos de que en el cumplimiento de la misma encontramos lo que realmente nos conviene, que no es lo que nosotros proyectamos sobre cómo debe ser nuestra vida, sino lo que el Padre ha proyectado para cada uno de nosotros desde toda la eternidad.

 Lectura del libro del Apocalipsis - 1,5-8

       Jesucristo es el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. Mirad: viene entre las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron. Por él se lamentarán todos los pueblos de la tierra. Sí, amén. Dice el Señor Dios: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso».

          El texto del Apocalipsis que hoy nos propone la Iglesia como segunda lectura habría que comenzarlo -con el fin de captar todo su sentido- en el versículo cuatro, que dice así: “Gracia y Paz a vosotros de parte de ... Jesucristo ... . La Iglesia, sin embargo, ha preferido comenzar en el versículo 5, con el fin de centrar toda nuestra meditación en la figura y en los grandes méritos del Señor, cuya fiesta como Rey del Universo hoy celebramos. Podemos considerar este breve texto como un grandioso himno a Jesucristo, en el que, considerando sus grandes títulos como Redentor y Liberador de la humanidad, le rendimos el merecido homenaje: “A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. El himno destaca el señorío y la nobleza de Cristo con estas denominaciones:

           “Testigo fiel, todo un eco de la respuesta que da a Pilato sobre su realeza -la oiremos hoy en la lectura evangélica-, respuesta que describe maravillosamente la finalidad de su vida y de su obra en la tierra: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad”. La Verdad es Dios y Dios es amor, y Jesús, dando su vida por nosotros en la cruz, es la mayor expresión del amor de Dios: “habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1)

          “El primogénito de entre los muertos, pues con su Resurrección ha inaugurado la nueva humanidad, de la cual Él es el primer hombre. Nosotros, al morir con Él al hombre viejo, tenemos la seguridad de que viviremos con Él: “Fuimos sepultados con Él por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6,4).

           “El príncipe de todos los reyes de la tierra. Es también en su Resurrección cuando Cristo es constituido como Hijo de Dios en poder (Rm 1,4) y, como tal Hijo de Dios, heredero universal de todas las riquezas que adornan a la Divinidad: “Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos,y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Fil 2,9-11). El salmista expresaba lo mismo con estas palabras: Siéntate a mi diestra, hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies” (Sal 109/110).

          Este Cristo glorioso es a) el que nos ha amó hasta el extremo de entregar su vida para que nosotros tengamos la vida eterna, entrega que se hace actual en el sacramento eucarístico, pues “todas las veces que comemos este pan y bebemos esta copa, proclamamos la muerte del Señor hasta que Él venga” (1 Cor 11,26); b) el que, como Sacerdote eterno, ha destruido la fatalidad del pecado, dándonos el poder de ser “santos y sin mancha” en la presencia del Padre por toda la eternidad; c) el que nos ha incorporado a su triunfo, haciéndonos reino y sacerdotes para Dios, su Padre, siempre que estemos dispuestos a participar en sus sufrimientos: “Si morimos con él, también viviremos con él; si sufrimos con él, también reinaremos con él” (2 Tm 2,11-12).

          Haciéndose eco de la visión de Daniel (primera lectura), el autor sagrado nos invita a dirigir nuestra mirada a Jesucristo que, lleno de poder y gloria, camina entre las nubes hacia el trono del Padre, siendo reconocido por todos los hombres, incluso por los que lo crucificaron y lo han seguido crucificando a lo largo de la historia. El autor sagrado no tiene reparos en llamarlo Dios, al poner en su boca estas palabras: “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso. Alfa y Omega, la primera y última letra del alfabeto griego. Dios es el principio y el fin de todo: esto ya lo sabíamos por el Antiguo Testamento e, incluso, podemos llegar a esta verdad mediante la reflexión racional. La novedad cristiana consiste en que estas dos cualidades se aplican a uno de nuestra raza, al hombre Jesús de Nazaret, la Palabra de Dios encarnada, que existía desde el principio y por la todo fue creado (Jn 1,1.3) y que, en la plenitud de los tiempos, será la Cabeza de todo lo existente, confiriendo sentido a todas las cosas (Ef 1,10). La Eucaristía actualiza el pasado de nuestra redención y nos hace suspirar por la vuelta definitiva del Señor que, con su poder, liberará a la humanidad de todas sus desdichas: Anuncianos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. Ven, Señor, Jesús”.

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David!

 Cristo vendrá al final de los tiempos a poner definitivamente las cosas en su sitio, a separar el bien del mal, a establecer su reino de paz, de justicia y de verdad. Pero Cristo, que vino a nuestra tierra para redimirnos del pecado, viene en todo momento a nosotros para expulsar de nuestro corazón la cizaña del desamor con el fin de que estemos preparados para su última venida. El domingo de Ramos la multitud lo aclamaba como redentor, nosotros lo aclamamos, en el nombre del Dios, como vencedor del pecado y de la muerte.

 Lectura del santo evangelio según san Juan - 18,33b-37

          En aquel tiempo, Pilato dijo a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?» Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí». Pilato le dijo: «Entonces, ¿tú eres rey?» Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».

       La Iglesia pone hoy ante nuestra mirada a Jesús que, ante el gobernador romano, Poncio Pilato, se declara Rey de la Verdad y del Amor,

       Durante su vida pública fueron muchas las ocasiones en las que Jesús rehuyó el título de rey. Iba en contra del sentido de su misión el que lo relacionasen con las expectativas que, en ese momento, pululaban en el ambiente acerca del Mesías esperado: un Mesías con poder y gloria, que inauguraría una época de prosperidad, de abundancia en bienes materiales y de dominio político en el mundo. Ello chocaba frontalmente con el pensamiento de Jesús, que tiene conciencia de haber venido a esta tierra, no para ser servido, sino para servir y ser esclavo de todos, aunque para ello tenga que pasar por el desprecio, el sufrimiento y la muerte: “El Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará” (Mc 10,33-34). Y va a ser en los momentos finales de su vida, en que, por su sonoro fracaso -está siendo juzgado como un alborotador-, no hay posibilidad de confundirlo con un triunfador, cuando Jesús se declare abiertamente rey y, precisamente, ante un pagano que, representando el poder político del mundo, será el responsable definitivo de su condena a muerte.

          Pilato, posiblemente informado de la acusación con la que los judíos pensaban condenar a muerte a Jesús, le pregunta directamente si es el rey de los judíos. ¿Qué pretendía con esa pregunta? ¿Mofarse de Jesús? ¿Humillarlo? ¿Tenía miedo de encontrarse con un rival de Roma o de él mismo? No lo sabemos. El evangelista se limita a narrarnos el hecho.

          Jesús, ante de responderle, trata de indagar la intención del gobernador: “¿Dices esto por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”. En el primer caso, Pilato pensaría en un reino político y la respuesta sería un NO rotundo; en el segundo podía referirse a un reinado de tipo religioso o espiritual y, entonces, convenía una aclaración.

          Un tanto malhumorado por la repregunta de Jesús, el gobernador reacciona con altanería y desprecio hacia el pueblo judío y con cierta dureza con el mismo Jesús: ¿Acaso soy yo judío?. Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?”.

          Dicho esto, Jesús, afirmando su realeza, le aclara que su reino no es un reino político como los reinos de este mundo, sustentados todos en el poder y la fuerza. Jesús no tiene a nadie que pueda defenderle: “Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos”. Pilato lo ha entendido: “Entonces: ¿Tú eres rey?”. Y ahora viene la aclaración del significado y alcance del reinado de Jesús: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad”.

          Tenemos aquí enfrentados dos conceptos que justifican dos clases de reinado: el reinado del poder y la fuerza, y el reinado de la verdad. “Qué es la verdad”, le pregunta el escéptico Pilato, que desaparece sin esperar la respuesta (Jn 18,37). ¿Qué es la verdad?, le preguntamos nosotros, sus seguidores. No se trata aquí de la verdad como correspondencia entre lo que pensamos y ocurre en la realidad, sino de la seguridad y confianza que ponemos en el comportamiento de una persona y en la persona misma. Cuando Jesús dice a Pilato que ha venido al mundo para ser el testigo de la verdad, se está refiriendo a Dios, en quien pone toda su confianza, pues cumple siempre sus promesas. 

           Todas las promesas de Dios derivan de la alianza o pacto de amor que hizo con Israel y, a través de Israel, con toda la humanidad, un amor que en los profetas adquiere rasgos de extrema humanidad: “Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. ¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel? Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas” (Os 11,1.8). Este amor se ha hecho realidad definitiva en Jesús, el Hombre-Dios, que entrega voluntariamente su vida para liberarnos de todo lo que nos oprime: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13), y en sus amigos estamos incluidos todos nosotros, pues todos somos fruto del amor de Dios. 

          En el bautismo hemos sido injertados en Cristo y hechos una sola cosa con Él. Lo que Él es y lo que Él hizo también lo somos y hacemos nosotros. Si Él fue testigo de la Verdad y del Amor, también lo somos nosotros cuando, como Él, hacemos que nuestra existencia sea una existencia para los demás, una proexistencia -así la llaman algunos teólogos-. Es en el servicio a los demás donde se manifiesta la realeza de Cristo y nuestra propia realeza: “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 25-28). Es en este servicio y entrega radical a los demás donde se manifiesta la verdad de Dios en nosotros, un servicio y una entrega que no se nos impone como obligación, sino como algo a lo que tiende nuestro propio ser: hemos sido creados por el amor y para el amor y sólo en la realización del amor descansa nuestro ser y somos realmente nosotros mismos: “El amor, como dijo San Agustín, es nuestro peso”, aquello a lo que por naturaleza estamos inclinados; como la piedra cae por sí misma al suelo, así nuestro ser tiene su descanso en el amor, y esto hasta tal punto, que, si no amamos, nos hacemos violencia a nosotros mismos.

          En nuestra tarea de llevar la Buena Nueva del Evangelio a todos los hombres debemos fundamentarnos en este germen del amor, sembrado en el corazón de todos los seres humanos, ¿De qué manera? Con nuestras obras de amor. Cuando los hombres vean que nuestra vida es un constante servicio a los demás, especialmente a los más necesitados, sentirán que estamos haciendo lo que en el fondo de su ser saben que es lo correcto, porque también ellos son hijos del amor. Ello les allanará el camino para entender las palabras de Aquél que “nos amó hasta el extremo”: “Todo el que es de la verdad, es decir, del amor, escucha mi voz”.

Oración sobre las ofrendas

           Al ofrecerte, Señor, el sacrificio de la reconciliación humana, pedimos humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos los dones de la paz y de la unidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Desde nuestra condición de siervos pecadores, nos dirigimos al Padre para pedirle que el sacrificio de reconciliación humana, por el que Cristo ha sido constituido Rey del universo, y que es actualizado de forma incruenta en cada celebración eucarística, contribuya eficazmente a conseguir la paz y la unidad entre todos los hombres.

 Antífona de comunión

           El Señor se sienta como Rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz (Sal 28,10-11).

 Esta antífona, tomada del salmo 28, nos invita a considerar al Señor como Rey de paz. Al alimentarnos de su cuerpo y de su sangre, nos asimilamos a Él y nos hacemos como Él –cuando comemos decimos que asimilamos los alimentos, es decir, los hacemos parte de nuestro cuerpo; cuando comulgamos, ocurre lo contrario: somos nosotros los que nos asimilamos a Cristo, convirtiéndonos en Él-. Ojalá que esta asimilación al Señor nos convierta, como Él, en portadores de paz y concordia entre los hombres.

 Oración después de la comunión

           Después de recibir el alimento de la inmortalidad, te pedimos, Señor, que, quienes nos gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del universo, podamos vivir eternamente con él en el reino del cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.