COMENTO SOLAMENTE LA LECTURA DEL EVANGELIO
Antífona de entrada
Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva a hombros el principado, y es su nombre: Ángel del gran consejo (cf. Is 9,5).
Oración colecta
Oh Dios, que
estableciste admirablemente la dignidad del hombre y la restauraste de modo aún
más admirable, concédenos compartir la divinidad
de aquel
que se dignó participar
de la condición humana. Por
nuestro Señor Jesucristo.
Lectura del libro de Isaías - 52,7-10
Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz, que anuncia la buena noticia, que pregona la victoria, que dice a Sion: «¡Tu Dios reina!» Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sion. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, porque el Señor ha consolado a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén. Ha descubierto el Señor su santo brazo a los ojos de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios.
Salmo responsorial - 97
Los confines de la tierra han contemplado
la
salvación de nuestro Dios.
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas.
Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El Señor da a conocer su salvación, revela a las naciones su justicia.
Se acordó de
su misericordia y su fidelidad en favor de la casa
de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.
Tañed la cítara para el Señor, suenen los
instrumentos:
con clarines y al son de trompetas, aclamad al Rey y Señor.
Lectura de la carta a los Hebreos - 1,1-6
En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de la Majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy»; y en otro lugar: «Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo»? Asimismo, cuando introduce en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios».
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Nos ha amanecido un día sagrado; venid, naciones, adorad al Señor, porque hoy una gran luz ha bajado a la tierra.
Lectura del santo evangelio según san Juan - 1,1-18
[En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.] Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. [El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder para de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.] Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
El evangelio de la Misa del día de la Navidad es el prólogo al Evangelio de San Juan, una joya bíblica muy estimada por los creyentes a lo largo de la historia cristiana. Había quien lo llevaba colgado al cuello, como una medalla; se recitaba a los enfermos, a los moribundos y a los niños recién bautizados; con su lectura se concluía la misa hasta la reforma litúrgica del Vaticano II. Y es que, para el sentido cristiano, estos versículos condensan la obra salvadora de Cristo. Es muy probable que el prólogo fuese un himno litúrgico muy antiguo, que fue añadido como introducción a este evangelio. Su finalidad, como la de todo el evangelio del discípulo amado, es fortalecer en sus directos destinatarios, y también en nosotros, la fe en Jesús como “el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengamos vida en su nombre” (Jn 20,31).
El evangelio de San Juan es una respuesta a la falta de concreción del Dios, preexistente e incomprensible, de los filósofos griegos: Dios, “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,3), se ha manifestado -de una forma que el hombre no podía imaginar- en el hombre Jesús de Nazaret.
En este himno bíblico apreciamos cuatro secciones, correspondientes a cuatro temas distintos, pero relacionados: la relación que el Verbo, es decir, Jesús, mantiene con Dios (v. 1-2), la relación con la Creación (v. 3-8), la relación con la Revelación (v. 9-13) y con el hecho de la Encarnación (v. 14-18).
Los dos primeros versículos nos dicen que Jesús, la Palabra eterna de Dios, ha existido siempre; que siempre ha estado junto a Dios; y que Él mismo es Dios. Esta eterna intimidad de Jesús con el Padre sigue presente a lo largo de su vida en la tierra, como demuestran sus largas noches en oración y, entre muchas otras, aquellas palabras pronunciadas por Él en la Oración Sacerdotal de la Última Cena: “Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo existiese” (Jn 17,5). Nosotros, que hemos creído en Jesús como el Mesías esperado y hemos sido incorporados a su vida, participamos de esta intimidad que tiene con el Padre, intimidad que se hace especialmente efectiva en nuestros momentos de oración. Nos conviene, por tanto, aprender a hablar con el Señor. Por eso, como aquel discípulo del Evangelio, nos dirigimos a Jesús y le decimos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1)
Los siguientes versículos nos muestran el papel del Verbo en la creación del mundo: por Él, es decir, por Jesús, fueron creadas todas las cosas sin excepción; en Él estaba la Vida que, como Luz de los hombres, brilla en las tinieblas de este mundo, a pesar de que este mundo oscuro no quiso recibirla; esta Luz fue anunciada por Juan el Bautista, el cual, siendo testigo privilegiado de la misma, la señala con el dedo: “He ahí el cordero De Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Son muchas las ocasiones en que Jesús se presenta como la Luz del mundo a lo largo de su vida. Basta, para no alargarnos, registrar este pasaje: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). De esta parte del prólogo sacamos dos conclusiones prácticas: 1) Si nuestra vida es una vida en la de Cristo, lo que Ėl fue o hizo también lo somos y debemos hacer nosotros: con Él también participamos de su acto creador y conservador de la naturaleza: si por Ėl fueron creadas todas las cosas, también lo fueron de algún modo por nosotros, que estamos unidos a Él: ello implica por nuestra parte la responsabilidad de colaborar con Jesús en el cuidado de la creación entera, cuidado que, en estos momentos, se concreta en la conservación y mejora de la Tierra, nuestra casa común. 2) En este mundo que nos ha tocado vivir, en el que la Luz de Dios parece como apagada por las ideologías materialistas y positivistas y por el desarrollo descontrolado del consumismo, se hace más necesario que nunca dejarnos iluminar por Cristo para que seamos, como Él, la Luz que señale a los hombres el camino que lleva a la Verdad: “Que brille así vuestra luz entre los hombres para que, viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).
El Verbo vino al mundo, al mundo que había sido creado por medio de Él, para iluminar a los hombres, pero los hombres lo ignoraron, siendo, incluso, rechazado por sus más cercanos. No obstante, hubo quienes lo aceptaron y a éstos les dio la capacidad de hacerse hijos de Dios, hijos, no engendrados por la carne y la sangre, sino por el querer mismo de Dios: “Recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8,15). Hay que nacer de nuevo, dijo Jesús a Nicodemo: “El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3,3). Como ya anunció Simeón a María, Jesús iba a ser un signo de contradicción para los hombres de su tiempo, y también para nosotros: unos, como María Magdalena, la mujer samaritana o el cojo de Betsaida, creen en Él; otros, en cambio, versados en la Ley y en lo que dicen las Escrituras acerca del Mesías, deciden no creer. Para desgracia nuestra, lo mismo ocurre en la actualidad.
Es en la cuarta parte del Prólogo donde aparece escrito el acontecimiento central de la historia: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”: de ello da cuenta el autor -“hemos contemplado su gloria”- y Juan el Bautista, que lo señala como el que viene detrás de él y es más grande que él. Dios se hizo uno de nosotros, es más, se puso en el último lugar y “se hizo obediente hasta someterse a la muerte, y una muerte de cruz” (Fl 2,8). No es necesario especificar las aplicaciones prácticas que, en nuestro comportamiento con Dios, con los hombres y con nosotros mismos tienen estas últimas palabras.
De la plenitud del Verbo encarnado hemos sido colmados de gracia tras gracia y en Ėl hemos sido obsequiados por el Padre con todo su amor: “Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 13,16). Es el amor con el que Dios nos amó la riqueza que llena nuestra existencia.”En la tarde de la vida nos examinarán en el amor” (San Juan De la Cruz).
El Verbo, en fin, nos ha dado el conocer a Dios: “A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”. Jesucristo, la imagen perfecta del Padre, hombre y Dios al mismo tiempo, es el único a través del cual accedemos a Dios. “Quien me ve a mí ve al Padre” (Jn 14,8). Sin Jesús, todo lo que hablemos sobre Dios, o todo lo que creamos haber comprendido sobre Dios, es algo hueco y siempre fragmentario. En este hombre ve San Juan “lo que existía desde el principio”, en este hombre sus seguidores vieron con sus ojos y tocaron con sus manos la Palabra eterna de Dios (1Jn 1,1).
Oración sobre las ofrendas
Acepta, Señor, la ofrenda de este día solemne en el que se manifestó el sacrificio perfecto de nuestra reconciliación y comenzó para nosotros la plenitud del culto divino.Por Jesucristo, nuestro Señor.
Antífona de comunión
Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios (cf. Sal 97,3).
Oración después de la comunión
Dios
misericordioso, hoy que nos ha nacido El
Salvador del mundo para comunicarnos la vida divina,te pedimos que nos hagas
igualmente partícipes
del don de su inmortalidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.