Tercer domingo del tiempo ordinario

 

Tercer domingo del tiempo ordinario

 Antífona de entrada

           Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra. Honor y majestad le preceden, fuerza y esplendor están en su templo (Sal 93,1. 6).

           Nuestra alegría de seguidores de Cristo debe exteriorizarse, no con los cantos aburridos de nuestro pasado pecador, sino con “un canto nuevo” que brote espontáneo del corazón, acorde con las siempre sorprendentes manifestaciones, poderosas y esplendorosas, del amor de Dios: las nuevas gracias requieren nuevas expresiones de gratitud. Dios nos ha manifestado este amor dando su vida por nosotros, algo inaudito y, de algún modo, siempre inesperado, que nos seguirá sorprendiendo en este mundo y en el otro. “Renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4,23-24)

 Oración colecta

           Dios todopoderoso y eterno, orienta nuestros actos según tu voluntad, para que merezcamos abundar en buenas obras en nombre de tu Hijo predilecto. Él, que vive y reina contigo.

           “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Necesitamos vivir siempre unidos a Cristo para que, como ocurría en él, todo lo que hagamos tenga en Dios su fuente y esté orientado a Dios como a su fin. Mantener esta orientación de nuestras obras a Dios de manera constante no depende de nosotros: es obra de la gracia que recibimos en el trato personal con el Padre: a Él, que todo lo puede y nunca nos falla -pues sus proyectos con nosotros son eternos-, le pedimos, fijando nuestra mirada en su Hijo y en sus méritos, que actuemos siempre de acuerdo con sus planes. De esta forma abundaremos en buenas obras: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).

 Lectura del libro de Nehemías 8,2-4a. 5-6. 8-10

          En aquellos días, el día primero del mes séptimo, el sacerdote Esdras trajo el libro de la ley ante la comunidad: hombres, mujeres y cuantos tenían uso de razón. Leyó el libro en la plaza que está delante de la Puerta del Agua, desde la mañana hasta el mediodía, ante los hombres, las mujeres y los que tenían uso de razón. Todo el pueblo escuchaba con atención la lectura del libro de la ley. El escriba Esdras se puso en pie sobre una tribuna de madera levantada para la ocasión. Esdras abrió el libro en presencia de todo el pueblo, de modo que toda la multitud podía verlo; al abrirlo, el pueblo entero se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo respondió con las manos levantadas: «Amén, amén». Luego se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra. Los levitas leyeron el libro de la ley de Dios con claridad y explicando su sentido, de modo que entendieran la lectura. Entonces el gobernador Nehemías, el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas que instruían al pueblo dijeron a toda la asamblea: «Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis» (y es que todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras de la ley). Nehemías les dijo: «Id, comed buenos manjares y bebed buen vino, e invitad a los que no tienen nada preparado, pues este día está consagrado al Señor. ¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!»

           En la lectura se nos narra un acontecimiento que, en el momento histórico en que tuvo lugar, fue decisivo para potenciar la unidad de Israel y la fe en el Dios de la Alianza. Un sacerdote y escriba, Esdras, se presenta en la plaza del pueblo, ante una multitud formada por hombres, mujeres y niños con uso de razón, llevando en sus manos el libro de la Ley. Se sube a una tribuna de madera, preparada para la ocasión, y desde ella estuvo leyendo en hebreo la Ley del Señor desde las primeras horas de la mañana hasta el mediodía. Estaba asistido por los levitas, que lo iban traduciendo a la lengua aramea, entonces en vigor, aclarando y explicando el sentido de las palabras. Toda la comunidad, como un solo hombre, escuchaba de pie, sin dar muestra alguna de cansancio. En los intermedios, Esdras bendecía a Dios, mientras la multitud asentía con cánticos y se postraba rostro en tierra para adorarlo.

         Al ver al pueblo que, al oír las palabras de la Ley, se emocionaba y lloraba, Nehemías, Esdras y los levitas se dirigieron a la multitud con estas palabras: “No estéis tristes ni lloréis. Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios”. Al contrario -seguía diciendo Nehemías-, “Id, comed buenos manjares y bebed buen vino, e invitad a los que no tienen nada preparado. Y es que ante la proclamación de la Ley, el gran regalo de Dios a Israel, no queda otra posible reacción que la celebración festiva, el entusiasmo que, al nacer de la alegría, elimina nuestros miedos, y la esperanza de alcanzar la libertad, que nos hace ser nosotros mismos y noa vuelve aguerridos y valientes: “El gozo del Señor es vuestra fuerza”.

           Todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras de la ley”.Y es que la Palabra de Dios nos interpela, nos revela nuestros pecados y saca a flote nuestras pobrezas espirituales, pero, al mismo tiempo, nos abre el camino hacia la felicidad que anhela nuestro corazón, derriba todos los obstáculos que cierran el camino hacia la verdadera libertad y nos hace vivir unidos, compartiendo nuestros bienes con aquéllos que están faltos de ellos: “Invitad a los que no tienen nada preparado”.

Salmo responsorial – 18

Tus palabras, Señor, son espíritu y vida.

La ley del Señor es perfecta  y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye a los ignorantes.

Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.

El temor del Señor es puro y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.

Que te agraden las palabras de mi boca, a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, Roca mía, Redentor mío.

            Con el salmista cantamos las excelencias de la Ley del Señor, una ley que no es como las leyes de este mundo. Éstas nos hablan de normas, reglas, prohibiciones que  cumplimos, por lo general, para no ser penalizados; aunque entendamos que son necesarias para garantizar la convivencia; en muchas ocasiones las consideramos como un intento de poner freno al ejercicio de la libertad individual; son leyes que cambian de acuerdo con las circunstancias, opiniones o intereses de los legisladores.

            La Ley del Señor, en cambio, es perfecta” e inalterable, pues procede de la lógica inmutable del pensamiento divino. Igual que el sol ilumina y da vida a todo con su beneficiosa presencia, la Ley del Señor ilumina nuestros caminos y nos proporciona inteligencia para entender los innumerables porqués de nuestra vida.

            La Ley del Señor es la manifestación de su voluntad, una voluntad que busca nuestra felicidad por encima de todo:" Yo sé bien los proyectos que tengo sobre vosotros -dice el Señor-, proyectos de prosperidad y no de desgracia, de daros un porvenir lleno de esperanza” (Jer 29,11). La ley del Señor es, en definitiva, su misma Palabra, una palabra que es vida y alimento de nuestras almas: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”  (Mt 4,4).

            La Biblia compara a veces la Ley de Dios a un camino del que no debemos apartarnos, pues es el único que nos conduce a la felicidad y a ser  cada vez más nosotros mismos: Ten ánimo y cumple fielmente toda la Ley que te dio mi servidor Moisés; no te apartes de ella ni a la derecha ni a la izquierda y tendrás éxito donde quiera que vayas. Leerás continuamente el libro de esta Ley y lo meditarás para actuar en todo según lo que en él está escrito: así se cumplirán tus planes y tendrás éxito en todo” (Jos 1,7-8).

           En el cumplimiento de la Ley del Señor encontraremos la paz y el reposo que necesita nuestra alma. La Ley del Señor es descanso del alma. Nos lo dirá el propio Jesús, la Palabra encarnada, en cuyo seguimiento experimentaremos la dulzura, el descanso y la fidelidad del Señor: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11,28).

            La ley del Señor nos instruye internamente, siempre que no nos tengamos por sabios y doctores y nos dejemos moldear por Dios. Nos proporciona aquella sabiduría, centrada en lo que de verdad nos importa, aquello que nuestro clásico, con palabras muy cercanas al Evangelio, ponía en estos versos:

 La ciencia más acabada 

es que el hombre en gracia acabe,

pues al fin de la jornada, aquél que se salva, sabe,

y el que no, no sabe nada”.

           “El principio de esta ciencia y sabiduría es el tenor del Señor” (Prov 9,10), un temor que no tiene que ver con el miedo y el desasosiego, sino con el cumplimiento de la voluntad de Dios y con el seguimiento de Cristo que, como buen Pastor, nos lleva por el camino recto a las verdes praderas de su Reino.

           La última estrofa es una reacción a las maravillas que se han dicho de la Ley -de la Palabra de Dios-, una reacción convertida en plegaria, en la que suplicamos al Señor que nos permita alabarle con todo nuestro ser y que esta alabanza cautive su corazón de Padre: “Que te agraden las palabras de mi boca”, así como los pensamientos e intimidades de mi alma, podíamos añadir. La estrofa termina con una manifestación de confianza en Dios: “Señor, Roca mía, Redentor mío”. En efecto. Dios es la roca a la que nos asimos para no naufragar en las olas letales del egoísmo y en el loco vaivén de las apetencias sensibles y las voces engañosas del mundo; Dios es el lugar seguro en que nos asentamos para, desde allí, actuar con un corazón limpio de malas intenciones; Dios es quien me redime, quien me libera de todo cuanto me aparta de Él y de mí mismo.

 Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 12,12-30

          Hermanos: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Pues el cuerpo no lo forma un solo miembro, sino muchos. Si dijera el pie: «Puesto que no soy mano, no formo parte del cuerpo», ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Y si el oído dijera: «Puesto que no soy ojo, no formo parte del cuerpo», ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿dónde estaría el oído?; si fuera todo oído, ¿dónde estaría el olfato? Pues bien, Dios distribuyó cada uno de los miembros en el cuerpo como quiso. Si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Sin embargo, aunque es cierto que los miembros son muchos, el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: «No te necesito»; y la cabeza no puede decir a los pies: «No os necesito». Sino todo lo contrario, los miembros que parecen más débiles son necesarios. Y los miembros del cuerpo que nos parecen más despreciables los rodeamos de mayor respeto; y los menos decorosos los tratamos con más decoro; mientras que los más decorosos no lo necesitan. Pues bien, Dios organizó el cuerpo dando mayor honor a lo que carece de él, para que así no haya división en el cuerpo, sino que más bien todos los miembros se preocupen por igual unos de otros. Y si un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es honrado, todos se alegran con él. Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro. Pues en la Iglesia Dios puso en primer lugar a los apóstoles; en segundo lugar, a los profetas; en el tercero, a los maestros; después, los milagros; después el carisma de curaciones, la beneficencia, el gobierno, la diversidad de lenguas. ¿Acaso son todos apóstoles? ¿O todos son profetas? ¿O todos maestros? ¿O hacen todos milagros? ¿Tienen todos don para curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las interpretan?

         “El hombre es un ser social por naturaleza”, constatación que puso en estas palabras el filósofo griego Aristóteles (s. V a. C.) y que define la característica humana que nos acompaña desde nuestro nacimiento hasta nuestro muerte, pues en todo momento necesitamos de los demás para sobrevivir y desarrollarnos como personas. Nuestras diferencias particulares y la excesiva afirmación de nuestro "EGO". inclinan al hombre a comportarnos de manera contraria a esta sociabilidad, generando en la sociedad la general actitud del individualismo. 

       Este individualismo en las relaciones humanas afectaba en gran nivel a la comunidad de Corintio, como afecta igualmente a nuestras parroquias y grupos cristianos, algo que San Pablo condena desde el fundamento teológico más evidente. Si en la Antigua Alianza era el pueblo entero el que era guiado por Dios hacia el cumplimiento de las promesas, en la Nueva Economía, inaugurada por Cristo, es la Iglesia, el Nuevo Pueblo de Dios la que ha sido convocada a caminar en unidad hacia la Casa del Padre, a laa que también está invitada la humanidad entera. 

          San Pablo se centra en la aplicación de esta verdad a la pequeña comunidad de Corinto. Para hacerse inteligible toma la comparación del cuerpo y los miembros, una comparación que ya había sido imaginada por el historiador romano Tito Livio y que, con bastante probabilidad, San Pablo conocía. Se trata de la fábula entre el estómago y los demás miembros del cuerpo. En un principio no todo estaba en armonía en la naturaleza del hombre -repito: se trata de una fábula-. No estaban coordinados entre sí, sino que cada miembro era libre en sus propias decisiones y todos ellos se quejaban de que sus afanes y sus servicios eran sólo para alimentar al estómago. Hubo una verdadera conspiración. "Si el perezoso estómago muriese -se dijeron-, ya no trabajaríamos más". Así que todos de acuerdo. Las manos ya no llevaron comestibles a la boca, los dientes ya no masticaban. "Por lo tanto, el estómago, será conquistado por el hambre", dijeron. Pero lo que ocurrió fue que las fuerzas de todo el cuerpo se debilitaron. De esta forma aprendieron rápidamente que el estómago no es ocioso e inútil, pues él también alimenta a los demás y forma parte del cuerpo

          San Pablo utiliza igualmente la comparación del cuerpo y sus miembros para concluir que son nuestras diversidades las que nos enriquecen, siempre que las consideremos instrumentos para la unidad del conjunto y evitemos todo tipo de discriminación jerárquica. Esclavos y libres, judíos y paganos, las distinciones humanas de superioridad e inferioridad, todo eso no cuenta en la comunidad cristiana. Los criterios de Dios acerca de la importancia y dignidad que tienen las personas no vienen dados por el valor que, visto con ojos humanos, representan (poder, prestigio, riqueza, influencia), sino por la capacidad de entrega y de servicio: “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, (...). No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo” (Mt 20,26-27).

            Centrándonos ya en la comunidad cristiana, lo que realmente cuenta en nuestras relaciones personales y lo que a todos confiere igual dignidad es nuestro bautismo, mediante el cual hemos sido incorporados al Cuerpo de Cristo. San Pablo insiste en el respeto -la consideración, el tomar en serio- que se debe a todos y a cada uno por ser miembro del Cuerpo de Cristo, lo que conlleva el tener en cuenta nuestras diversidades y diferencias y el respeto a la dignidad de todos, cualquiera que sea la función que cada cual desempeñe en la comunidad.

          El cuerpo no lo forma un solo miembro, sino muchos y ninguno de ellos puede independizarse de los demás. No tiene sentido que el oído diga que, porque no es ojo, no formo parte del cuerpo, puesto que la función que desempeña influye de una manera o de otra en todos los demás miembros. Todos formamos una unidad armónica, la unidad del Cuerpo de Cristo.

          Igual que en el cuerpo humano unos miembros están más necesitados que otros y, por eso, están protegidos por los demás, también en la comunidad cristiana a los miembros que, por distintas razones, acusan debilidad y necesidad se les debe honrar y proteger de manera especial, haciéndoles ver que comparten con todos la misma dignidad, que es la que realmente cuenta: la de ser una sola cosa con Cristo. No tiene sentido alguno -y destruye realmente la finalidad de la vida en Cristo- el que unos se enorgullezcan por creerse superiores y otros, por estar menos dotados para determinadas funciones, se sientan acomplejados. Todos deben ayudar a todos y todos deben alegrarse con la felicidad de todos y solidarizarse con el sufrimiento de todos: “Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él”.

         En la comunidad hay diversidad de oficios y de funciones: unos ejercen de forma especial el apostolado y en ellos es toda la comunidad la que evangeliza; otros,  como los antiguos profetas, nos ayudan a abrir nuestros ojos para discernir cuál sea es la voluntad de Dios en las circunstancias que nos han tocado vivir; otros, expertos en la Sagrada Escritura y en la tradición de la Iglesia, realizan una permanente catequesis para que todos los miembros de la comunidad alcancen a su modo la comprensión de la fe, la vivan con la máxima intensidad y puedan dar ante el mundo razón de la esperanza a la que han sido llamados; otros dedican su tiempo al ejercicio de la caridad eclesial dentro y fuera de la comunidad. De esta forma unos y otros colaboran desde su situación particular al crecimiento y desarrollo del Cuerpo de Cristo, siempre desde la humildad y el servicio al bien de todos, obedeciendo las palabras del Señor que nos exhorta de esta manera: “El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida en rescate por todos” (Mt 20,26-28).

 Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. El Señor me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad.

           La Iglesia nos pone en sintonía con la lectura evangélica de hoy anticipando la parte central de la misma: Jesús se presenta ante sus paisanos como el Mesías que todos esperaban, el Mesías que ya vio entre sombras y de modo fragmentario ocho siglos antes Isaías, un Mesías en el que se manifiesta el amor especial de Dios por los desprotegidos de esta tierra.

 Lectura del santo evangelio según san Lucas - 1,1-4; 4,14-21

           Ilustre Teófilo: Puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la palabra, también yo he resuelto escribírtelos por su orden, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido. En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».

           Lucas se presenta como un misionero-historiador que quiere narrar la vida de Cristo -“los hechos que se han cumplido entre nosotros”- de maner ordenada. Para ello se documenta escrupulosamente: “después de investigarlo todo diligentemente desde el principio en los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra. Ello significa que este evangelio fue escrito como mucho en la década de los años ochenta del siglo primero, cuando todavía podían existir personas que habían visto y oído al Señor. El Evangelio está dedicado a un personaje que, por el título que le da -Ilustre Teófilo-, debía tener muy buena consideración fuera y dentro de la comunidad cristiana, a la que, por lo que dice el propio Lucas, ciertamente pertenecía: “para que conozcas la solidez de la enseñanza que ha recibido”.

           Después de esta introducción, la lectura se salta los dos siguientes capítulos y parte del tercero, en los que el evangelista ha narrado todo lo referente a la infancia de Jesús, su bautismo en el Jordán y las tentaciones del desierto, para situarle en Galilea, a donde fue impulsado “por la fuerza del Espíritu”, y donde debía ser ya bastante conocido por su ya habitual predicación en las sinagogas de las distintas poblaciones: “su fama se extendió por toda la comarca”.

           La lectura de hoy nos lleva a Nazaret, el lugar en el que transcurrieron la infancia y la juventud de Jesús. Una mañana de sábado entró Jesús en la sinagoga para participar en el servicio religioso. Si fue invitado o no, no lo sabemos, San Lucas nos dice que “se puso de pie para hacer la lectura”. Desplegó el rollo que le entregaron y encontró el famoso pasaje de Isaías -¿estaba preparado?, ¿algo casual?, ¿algo providencial?- que comienza con estas palabras: “El Espíritu está sobre mí porque me él ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres... ... para anunciar un año de gracia del Señor”. Al terminar la lectura era habitual que alguien hiciese un comentario de la misma. En este caso, todos estaban expectantes a lo que dijese Jesús, el cual sorprendió con estas solemnes y comprometidas palabras: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír. La reacción de los nazaretanos -lo oiremos el próximo domingo- fue ciertamente de admiración, pero no de felicitación y orgullo por ser Jesús uno de los suyos, sino todo lo contrario. Esta profecía de Isaías era entendida por el pueblo como una predicción del Mesías-Rey, que vendría a liberar al pueblo de todas sus esclavitudes y, en este momento en el que Palestina estaba ocupada por los romanos, de la dominación imperial. ¿Cómo puede pretender el hijo del carpintero ser éste Mesías Rey? Pero esta reflexión la dejamos, como digo, para el próximo domingo, en el que la Iglesia nos propone la segunda parte de lo acontecido en esta reunión. Detengámonos ahora en determinadas afirmaciones de esta lectura, que ayudarán, sin duda, a nuestro crecimiento espiritual.

        “Con la fuerza del Espíritu”

        El hombre Jesús no actuó nunca independientemente del Padre: “He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Jn 6,38). Y en el cumplimiento de esta voluntad era siempre guiado por el Espíritu. Muchos pasajes evangélicos dan fe de esta relación de dependencia del Espíritu. Para no alargarme me fijo sólo en algunas: Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo” (Mt 4,1); “Si yo echo los demonios por el Espíritu de Dios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios”  (Mt 12,28); “Si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, este mismo Espíritu vivificará también vuestros cuerpos mortales” (Rm 8,11). Al incorporarnos a la persona de Jesús en el bautismo nuestra vida es su propia vida y, como Él, somos guiados en todo por la fuerza del Espíritu: “No seréis vosotros los que habléis, cuando os lleven a los tribunales, sino el Espíritu de Dios, que mora en vosotros” (Mt 10,20).

           “El Espíritu me ha ungido.

           Este rito -frotar la espalda con aceite- formaba parte del acto de consagración del rey: con él se simbolizaba que el ungido recibía la fuerza de lo alto para cumplir su misión de gobernar al pueblo. Como hemos dicho más arriba, el pueblo esperaba que el Mesías sería ungido rey por el Espíritu y Lucas subraya claramente que “Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu. La profecía de Isaías se cumplía realmente en Jesús.

           Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él”

           El evangelista se cuida de anotar este detalle histórico con el probable propósito de exhortar a la comunidad cristiana a mantener siempre la mirada en el Señor, principalmente en la escucha de su Palabra. Fijar nuestros ojos en el Señor, no sólo los ojos del cuerpo, que debemos ciertamente apartarlos de las cosas que puedan distraernos, sino, sobretodo, los ojos del alma, con el fin de contemplarlo con la viveza y el realismo que nuestra relación con Jesús requieren.

           “Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista, a poner en libertad a los oprimidos”

          Desde el comienzo de la Revelación, Dios aparece preocupándose por los desfavorecidos de la sociedad: los pobres, los que sufren, los ciegos, los que viven cautivos de un poder ajeno. Esta preocupación, junto con la denuncia de la idolatría, fue la obsesión de los profetas, y ella constituyó también un ingrediente esencial de la predicación de Jesús como Rey-Mesías. Así lo vemos al recorrer las páginas del Evangelio, en las que sus palabras, sus hechos y sus milagros están dirigidos en su mayor parte a la liberación de los oprimidos, a saciar el hambre de los hambrientos, a ponerse de parte de los mal vistos en la sociedad. Y este programa lo llevó a tal radicalidad, que se identifica con ellos, haciendo que nuestro amor y servicio a los necesitados sea la prueba de que lo servimos y amamos a Él: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños (tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme) conmigo lo hicisteis”  (Mt 25,40).

           “a proclamar el año de gracia del Señor”

           El año de gracia para los hebreos era una institución establecida por Moisés con el fin de que el pueblo se acogiese al don de Dios más intensamente, un año sabático, precedente de los jubileos programados por la Iglesia católica para vivir con especial fervor un determinado aspecto de la fe cristiana. Durante este año no se labraba la tierra, se perdonaban las deudas contraídas y se liberaba a los esclavos. Es a este año al que se refiere Isaías en este fragmento evangélico y que Jesús va a proclamar. Realmente lo llevó a la práctica en su vida pública mediante sus palabras, sus hechos y sus milagros. Así lo constatamos en la respuesta a los emisarios de Juan Bautista: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Jn 7, 22). Y esta misma tarea fue la que encomendó, antes de subir al cielo, a los apóstoles y a todos los que creyeran por ellos: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. (...) Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien” (Mc 16, 15.17-18).

Oración sobre las ofrendas

           Señor, recibe con bondad nuestros dones y, al santificarlos, haz que sean para nosotros dones de salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor

           Las ofrendas que presenta el sacerdote en el altar quedarán, sin duda, santificadas y convertidas en el Cuerpo y la Sangre de Cristo por obra del Padre y por la promesa de Cristo, su Hijo. Al pedirle “que sean para nosotros dones de salvación, unimos nuestra fe -cada cual en el grado de perfección que Dios le haya concedido- a la fe de la Iglesia. De esta forma, el fruto del sacramento eucarístico repercutirá de modo más amplio en el conjunto de la comunidad de creyentes y en cada uno de nosotros en particular por ser miembros activos de la misma.

 Antífona de comunión

           Contemplad al Señor y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará (cf. Sal 33,6).

          Teniendo fija la mirada del alma en el Señor, luz del mundo, nos contagiaremos de su luminosidad y seremos también luz con la que clarificaremos las incertidumbres de nuestro mundo, perdido en el sinsentido y en la falta de valores que inviten a la alegría del Evangelio.

Oración después de la comunión

          Concédenos, Dios todopoderoso, que cuantos hemos recibido tu gracia vivificadora nos gloriemos siempre del don que nos haces. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           Nos sentimos orgullosos de nuestros éxitos, de nuestros hijos, de nuestros amigos, y eso está bien, pues son dones que recibimos del Señor para nuestro desarrollo como personas y como cristianos. Pero nuestro gran orgullo reside en ser portadores del gran regalo que se nos ha concedido, Jesucristo, que permanece continuamente a nuestro lado en los acontecimientos que siembran nuestra vida, en las relaciones con nuestros hermanos y, principalmente, en nuestro encuentro con Él en la oración y en la Eucaristía. Es lo que pedimos en esta oración final: que cuantos nos hemos alimentado de Cristo, “la gracia vivificadora” del Padre, “nos gloriemos siempre del don” que del Padre hemos recibido.