Antífona de entrada
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro (Sal 26,8-9).
Es de Dios, que habita en lo más interior de mi propia intimidad (San Agustín), del que sale esta voz, que invita a mi alma a buscar su rostro. Mi respuesta no es otra que la obediencia a esta llamada: “Tu rostro buscaré, Señor”. Y cuando, por fin, lo encuentro, mi única reacción es desear con todas mis fuerzas permanecer siempre bajo su mirada: “No me escondas tu rostro”. Nuestra vida no tiene otra razón de ser que la constante contemplación del rostro de Dios. En esto consiste la Vida Eterna: en fijar nuestra mirada en el rostro de Cristo, la manifestación perfecta del Padre. “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9).
Oración colecta
Oh, Dios, que nos has mandado escuchar a tu Hijo amado, alimenta nuestro espíritu con tu palabra; para que, con mirada limpia, contemplemos gozosos la gloria de tu rostro. Por nuestro Señor Jesucristo.
En Pedro, Santiago y Juan, que oyeron la voz del Padre en el momento de la transfiguración, estábamos todos nosotros. A nosotros, a quienes se nos ha concedido la gracia de conocer a Jesús, nos dice también el Padre que lo escuchemos. No existe otra ciencia en nuestra vida que el conocimiento de Cristo, a quien conocemos por sus palabras, por sus hechos y por sus testigos. En esta oración pedimos al Padre ser alimentados en todo momento por Cristo, la Palabra hecha carne. Sólo la voz de Cristo, grabada en nuestro corazón como en María, creará en nosotros un corazón limpio con el que podemos contemplar el rostro radiante y glorioso de Dios.
Lectura del libro del Génesis - 12,1-4ª
En aquellos días, el Señor dijo a Abrán: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las familias del mundo». Abrán marchó, como le había dicho el Señor.
Estas líneas que acabamos de oír constituyen el primer acto de la aventura de nuestra fe, de la fe de los judíos, de los cristianos y de los musulmanes. Abraham vivía con su mujer Sara en la ciudad de Ur, en la región de Caldea, en la actual Irak. Rozaba la edad de setenta y cinco años, diez más que su mujer; no tenían ni podían tener hijos debido a la esterilidad de Sara. Lo que en este relato se cuenta sucedió unos diecinueve siglos antes de la venida de Cristo.
“Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré”. Una llamada directa de Dios a un hombre para que siga los caminos que Él le mande, caminos que exigen, de entrada, el abandono total de su modo de vida anterior. Una llamada que, viniendo de Dios, no puede tener otra finalidad que el bien y la felicidad de la persona a la que se dirige, en este caso, la persona de Abraham. No le dice que marche a tal o cual sitio, sino al lugar que, en su momento, le indicará. Abraham no tiene otra justificación para obedecer a Dios que su palabra y el convencimiento de que lo que Dios manda es necesariamente para bien.
Lo que sigue no es otra cosa que promesas, en las que Abraham confía plenamente, basado en la bondad y el poder de quien proceden. Esta llamada de Dios a Abraham, con los beneficios que conlleva, no es sólo para él. En la Biblia ninguna llamada de Dios es para provecho exclusivo de la persona a la que se interpela, sino para beneficio, a través de ella, de los demás, es decir, de la humanidad entera: “En ti serán bendecidas todas las familias del mundo”. Esta participación de los demás en las promesas hechas a Abraham no es, en modo alguno, una imposición, sino que exige la aceptación libre de las mismas. Así lo da a entender nuestro texto de hoy: “Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan”. En la salvación que Dios nos ofrece está en cuestión nuestra libertad: Dios, que nos ha creado a su imagen y semejanza, nos ha hecho libres para aceptar o rechazar sus dones.
“Abrán marchó, como le había dicho el Señor”.
De esta manera tan sobria y lacónica concluye el texto: Abraham, sin dudarlo un instante, se pone en camino, apoyado solamente en el convencimiento de que Dios es fiel a lo que promete. Este acto de obediencia de Abraham es la más hermosa manifestación de la fe, de la fe de Abraham y de nuestra fe: la verdadera salvación y la verdadera vida del hombre provienen de la fe: “El justo vivirá por la fe” (Rm 1,17).
Abraham, rodeado por todas partes de pueblos politeístas, inicia un camino hacia lo desconocido sin otra guía que la Luz de la fe. Una historia que también es nuestra historia: nosotros también tenemos que dar el salto de la fe en una sociedad en lo que los dioses del progreso cuentífico y tecnológico, del consumismo avasallador y de las ideologías negadoras de toda trascendencia, reclaman nuestro servicio, sumisión y adoración.
Sirvan de meditación estas palabras del papa Francisco: “Es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos, ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo” (Encíclica Lumen Fidei, 4).
Salmo responsorial- 32
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.
La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos. Porque él lo dijo, y existió, él lo mandó y todo fue creado”.
El amor de Dios, manifestado en sus obras, es el primer peldaño de la escalera que nos lleva al amor derrochado en la nueva creación, constituida por unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los que habitan el derecho, la justicia y la verdad. Esta nueva creación y ésta nueva tierra se han hecho realidad en la persona y en la obra de Jesucristo: con Él hemos entrado en la definitiva tierra prometida y con Él hemos heredados los bienes que, desde toda la eternidad, había preparado el Padre para nosotros.
Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.
No estamos solos en el Universo, estamos bajo la mirada de un Dios que nos ama más que nosotros a nosotros mismos. Eso sí. A condición de que, como pobres seres necesitados, lo esperemos todo de Él. Este ponernos en sus brazos misericordiosos es lo que hace de nosotros verdaderos temerosos de Dios, temor en el que, para la literatura bíblica, no tiene cabida el miedo ni, mucho menos, la sospecha de la propensión por parte de Dios al castigo. Lo expresa magníficamente María en el canto del Magníficat: “El Poderoso ha hecho grandes obras en mí. Su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1:49-50). Los que lo temen son los humildes y los que tienen verdadera hambre de Dios, como Ana, como Simeón, como todos los descendientes de Abraham que esperaban el consuelo de Israel. Todos ellos se verán libres de la muerte y serán reanimados en tiempos de hambre.
Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.
Y aquí viene nuestra respuesta a este amor de Dios: sólo en Él ponemos nuestra esperanza, pues sólo Él está dispuesto a salvarnos en los momentos de peligro; sólo Él es el escudo bajo el cual nos refugiarnos en nuestras horas bajas. Nuestro deseo es que el Señor esté a nuestro lado: “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”. Este deseo se realiza de un modo que nosotros no podíamos imaginar. Dios no sólo está a nuestro lado, está dentro de nosotros mismos: “Si alguien me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). No sólo es el don del amor de Dios el que sentimos en nuestro interior: es el mismo Dios como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo, el que quiere establecer con nosotros una íntima relación de amistad. ¿Somos conscientes de la riqueza que habita en nuestro interior o valoramos más las riquezas caducas que nos ofrece nuestro mundo?
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo - m1,8b-10
Querido hermano: Toma parte en los padecimientos por el evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracia que nos dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos, la cual se ha manifestado ahora por la aparición de nuestro Salvador, Cristo Jesús, que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por medio del evangelio.
San Pablo, que se encuentra prisionero en Roma, preparándose espiritualmente para su próxima ejecución, escribe a su discípulo Timoteo para darle sus últimas recomendaciones.
“Toma parte en los padecimientos por el evangelio, según la fuerza de Dios”.
Los padecimientos a que se refiere San Pablo no son otra cosa que la persecución, algo inevitable para un verdadero discípulo de Cristo. Así nos lo anticipó Él con estas palabras: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,34-35). En este sufrimiento estará siempre asistido por la fuerza de Dios y ello le volverá audaz para acometer la tarea que le ha sido asignada, a saber, el anuncio del Evangelio. Es lo que Jesús nos prometió: “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Al hablar del Evangelio, del anuncio del Evangelio, no se refiere San Pablo a lo que entendemos por los cuatro evangelios, sino, como su mismo nombre indica, a la Buena Nueva, tal como lo entendía el propio Jesús al comienzo de su predicación en Galilea: “Convertíos y creed en el Evangelio, en la Buena Nueva”, la Buena Nueva de que ‘El reinado o señorío de Dios ha sido inaugurado para todos nosotros en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo’. La Buena Nueva consiste en que Dios “nos ha salvado”, es decir, nos ha liberado de las esclavitudes que aprisionaban nuestra vida antes de encontrarnos con Cristo y que nos impedían la amistad con Dios. Una liberación que se hace eficaz a lo largo de la historia a través del anuncio del Evangelio, tarea a la que todos estamos llamados -“Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación“ (Mc 16,15)- y que, por proceder de Dios y tener como meta la realización del proyecto eterno de Dios -reunir a toda la humanidad en una familia con Cristo a la cabeza- es calificada por el apóstol como “vocación santa”.
En esta tarea, que nos ha sido asignada, no por nuestras obras, sino por un derroche del amor de Dios, nos asiste la gracia y la fuerza del Espíritu: “Cuando os entreguen, no os preocupéis de qué vais a decir, porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mc 10,19-20).
La liberación
que Cristo nos ha traído no queda en mi propia salvación individual: ello
desfiguraría absolutamente la voluntad de Dios sobre nosotros, dejándonos para
siempre hundidos en la soledad y en el egoísmo. La salvación que nos ha traído
Cristo es una salvación desde el amor -“habiendo amado a los suyos
que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1) y para el amor
-“en esto conocerán todos que sois discípulos míos:
si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,35). Ésta es la “vocación santa” que el Padre nos ha encomendado: hacer presente en
el mundo con nuestra palabra y con nuestras obras el amor de
Dios, sabiendo que,
al hacer presente este amor, hacemos presente a Dios: “Donde
hay caridad y amor allí está el Señor”, cantamos en la liturgia de la
tarde del Jueves Santo.
Aclamación al Evangelio
Gloria y alabanza a ti, Cristo. En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
Lectura del santo evangelio según san Mateo - 17,1-9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
El episodio de la transfiguración es como un paréntesis en el que la vida divina, escondida en Jesús, se manifiesta al exterior.
Acompañado de Pedro, Santiago y Juan, los discípulos que estuvieron a su lado en los momentos más íntimos -resurrección de la hija de Jairo, agonía en Getsemaní- se retira a la soledad de un monte, donde se transfigura ante ellos. Sus vestidos se volvieron de un blancor que deslumbraba los ojos y a su lado se encontraban Moisés y Elías conversando con Él. Ante este espectáculo, Pedro, emocionado de lo que estaba viendo y disfrutando, propone a Jesús la construcción de tres tiendas para permanecer en aquel lugar.
Una nube cubrió todo el monte y una voz del cielo, que recordaba la que se oyó en el bautismo, retumbó de esta forma: “Éste es mi hijo amado, escuchadlo”. De repente, volvieron a la situación normal y bajaron del monte. Jesús, como hiciera en otras ocasiones, les advierte, probablemente para que la gente no distorsionase su mesianismo, que no publicasen lo ocurrido hasta que Él no resucitara de entre los muertos. Esta advertencia se les quedó grabada, aunque no lograron entender lo de la resurrección de entre los muertos.
“Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador”
Los vestidos de una persona remiten a la persona que los porta. En este caso podemos entender que la blancura esplendorosa de los vestidos de Cristo significa la gloria de Dios que se ha posado sobre un hombre.
“Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús”.
Moisés, es decir, la Ley; Elías, el profeta. Jesús no ha venido a abolir la ley, sino a darle su cumplimiento (Mt 5,17). La presencia de Elías es como un espaldarazo a Jesús, el profeta que hablaría realmente en nombre Dios, porque lo vería cara a cara.
«Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo».
La visión ha durado unos instantes. Se trataba de hacer ver a los tres discípulos el triunfo que Jesucristo había de conseguir en su muerte y resurrección. De esta manera, les preparaba para poder soportar los acontecimientos de su pasión. Con estas palabras, pronunciadas por el Padre, los discípulos se conciencian de la importancia de Jesús y de su obra. Lo que interesaba a ellos en ese momento, y lo que nos interesa siempre a nosotros, es escucharlo. Y es que la palabra de Jesús y su persona es la verdadera interpretación de las Escrituras: sólo a través de Él puede comprenderse la Ley (Moisés) y todo lo que dijeron los profetas (Elías). “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo” (Hb 1,1-2).
Oración sobre las ofrendas
Acepta complacido, Señor, los dones que en tu misericordia has dado a tu Iglesia para que pueda ofrecértelos, y que ahora transformas con tu poder en sacramento de nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Pedimos al Señor que acoja con agrado el pan y el vino que, frutos de su amor y expresión de los dones dados a la Iglesia, le ofrecemos en el altar. Que las palabras que sobre ellos dirá el sacerdote en su nombre (en el nombre de la Iglesia) los conviertan en su cuerpo y en su sangre para nuestra salvación, pues al recibirlos como alimento, nos transformaremos en él y para él.
Antífona de comunión
El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo, dice el Señor (cf. Jn 6,51).
Al comer la carne de Cristo nos asimilamos a él, siendo una sola cosa con él. Así lo vivía el apóstol de las gente: “Ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).
Oración después de la comunión
La comunión en tus sacramentos nos salve, Señor, y nos afiance en la luz de tu verdad. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Sin Cristo, nuestra existencia carece de vigor e ilusión, caemos en la esclavitud del egoísmo y nos pasamos la vida dando palos de ciego. En esta acción de gracias pedimos al Señor que nos salve continuamente de esta situación calamitosa, manteniéndonos siempre junto a él, que es el camino, la verdad y la vida.