Segundo Domingo de Pascua A

 Antífona de entrada

           Como niños recién nacidos, ansiad la leche espiritual, no adulterada, para que con ella vayáis progresando en la salvación. Aleluya (1 Pe 2,2).

           O bien:

           Alegraos en vuestra gloria, dando gracias a Dios, que os ha llamado al reino celestial. Aleluya (4 Esd 2,36-37).

 Oración colecta

                    Dios de misericordia infinita, que reanimas, con el retorno anual de las fiestas de Pascua, la fe del pueblo a ti consagrado, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia, para que todos comprendan mejor qué bautismo nos ha purificado, qué Espíritu nos ha hecho renacer y qué sangre nos ha redimido. Por nuestro Señor Jesucristo.

           El tiempo litúrgico de Pascua de Resurrección, después de cuarenta días en los que nos hemos ejercitado en la conversión mediante la oración, el ayuno y la limosna, es una entrada de aire fresco que despeja nuestra mente y ablanda nuestro corazón para crecer en el conocimiento de la gracia que supone el bautismo en nuestras vidas, del Espíritu Santo que anima y fortalece nuestros hábitos y actitudes, y del Amor incondicional de Cristo al dar su vida por nosotros. Es esto lo que le pedimos al Padre en esta oración colecta, una petición que San Pablo desea para los hermanos de la comunidad de Filipo con estas palabras: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios” (Ef  3, 17-19)

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 2,42-47

          Los hermanos perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado, y los apóstoles hacían muchos prodigios y signos. Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. Con perseverancia acudían a diario al templo con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y eran bien vistos de todo el pueblo; y día tras día el Señor iba agregando a los que se iban salvando.

          Este texto es uno de varios retratos que nos hace San Lucas de la primera comunidad de seguidores de Cristo, un retrato similar a nuestras fotos de familia en los que recordamos momentos entrañables de unión y de gozo, disfrutados en el pasado. Se podía pensar que esta forma de vida de los primeros cristianos correspondía en todo momento y en todos los casos a la realidad. Pero no era así. El propio Lucas nos habla de hechos y actitudes no muy conformes o, incluso, contradictorios con el espíritu del Evangelio. Éste fue el caso de un hermano llamado Ananías que, en el tema del compartir sus bienes con los hermanos, se quedó, sabiéndolo su mujer, con parte del dinero que le dieron por la venta de una de sus posesiones, engañando de esta forma -éstas fueron las palabras de San Pedro- no sólo a los hombres, sino al mismo Dios (He 5,4). Otros  hechos o actitudes, que resultaban todavía más graves, por ir directamente contra la unidad esencial de los discípulos de Cristo, fueron los desencuentros entre los hermanos procedentes del judaísmo y los convertidos del mundo gentil, desencuentros contra los que luchó denodadamente San Pablo, como apreciamos en varias de sus cartas: “ Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál  3,28).

          Los hermanos - nos dice el texto- llevaban una vida de auténticos discípulos de Cristo, perseverando en la enseñanza de quienes habían escuchado de los apóstoles; practicando una verdadera fraternidad estimulada por el deseo del maestro de vivir unidos -“Que sean uno como Tú, Padre, está en mí y yo en tí” (Jn 17,21); recordando la cena del Señor, compartiendo la comida y rezando en común.

          Esta forma de vida impresionaba positivamente a sus conciudadanos paganos, cumpliéndose así la promesa que Jesús hizo a los apóstoles la víspera de su pasión: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros” (Jn 13,35).

          “Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno”. No era esta forma de vivir una decisión colectiva entre ellos para demostrar ante el mundo la bondad del mensaje cristiano, sino una consecuencia directa de la unidad en el amor que existía entre ellos, un amor que, habiendo sido derramado en su interior por el Espíritu Santo (), les hacía “tener un solo corazón y una sola alma” (He 4,32).

          Al constatar estas actuaciones de los primeros cristianos no se pretende por parte del autor sagrado dar ideas sobre lo que habría que hacer para tender hacia una sociedad justa e igualitaria, aunque no dejen de ser un principio moral que haya que tener siempre en cuenta, sino el hacernos comprender la eficacia de la Resurrección de Cristo, el cual era para ellos su única salvación y la verdadera liberación de los poderes alienantes de este mundo: en la resurrección de Cristo, primicia de los que han muerto, encontraban la esperanza cierta de su propia resurrección: “Si con Él morimos, viviremos con Él; si con Él sufrimos, reinaremos con Él” (2 Tm 2,11-12).

          El testimonio de los apóstoles contagiaba a los creyentes de tal manera, que les cambiaba la vida de forma radical: lo que antes era para ellos lo prioritario -riquezas, poder, influencias, placer- cede su puesto a lo que, antes de encontrarse  con Jesucristo, consideraban deleznable y sin valor -la vida humilde, la preocupación por los necesitados, el desinterés por los bienes de este mundo-. La posesión de bienes materiales no era una prioridad para estos cristianos: no se sentían propietarios de los mismos, sino sus administradores. Y es que, como afirma la Escritura. Vivían realmente de la fe, una fe que “otorgaba a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el que apoyarse, de tal manera que el fundamento habitual, a saber, varios  la confianza en la renta material, quedaba relativizado” (Benedicto XVI Spe Salvi, 8)

Salmo responsorial - 117

 Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

       (1) Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.Digan los que temen al Señor:eterna es su misericordia.

                (2) Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó;
el Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación.
Escuchad: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos.

(3) La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.

      (1) El salmista invita al pueblo, reunido en asamblea, a alabar a Dios por los beneficios recibidos. Eterna es su misericordia”, responde el pueblo una y otra vez. El salmista reclama la acción de gracias de los distintos estratos sociales, representados en la Casa de Israel -el estamento laico- y la Casa de Aarón -el estamento religioso-, y de todos los que temen al Señor, es decir, de todos los que, sean de la nación que sean, tienen puesta en el Señor su única esperanza. Todos ellos testifican el amor misericordioso de Dios, puesto a prueba en la creación y en la historia entera del pueblo elegido.

Con una conciencia todavía más viva, nosotros, que hemos hemos sido agraciados con el don -que no tiene precio- de la participación de la vida divina por nuestra fe en Jesucristo, reconocemos con nuestra voz, con nuestro corazón y con nuestras obras este amor de Dios, llevado al extremo en la persona de Jesús,  el cual, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).

          (3) Otro motivo para alabar a Dios, entresacado de otra parte del salmo: Israel, un minúsculo pueblo, continuamente menospreciado por los grandes imperios, se ha convertido, según los planes de Dios, en la piedra angular del edificio espiritual de todas las naciones, en el vehículo de transmisión de los designios salvadores de Dios en la historia.

Jesucristo se aplicó este texto a sí mismo, al recriminar a las clases religiosas dirigentes el no haber querido reconocerlo como Mesías (Lc 20,17). También los Hechos de los Apóstoles, San Pablo y San Pedro recogen este versículo de nuestro salmo:Él es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (He 4,11-12). Ha sido la Resurrección de Jesucristo la que ha operado el milagro de construir la comunidad de fieles con un solo corazón y una sola alma; en ella, Cristo es el punto de unión y el cimiento de la misma. Sobradas razones tenemos los cristianos para estar alegres y gozosos por vivir esta fiesta permanente: “Éste es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.

 Lectura de la primera carta del apóstol san Pedro - 1,3-9

          Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesucristo, que, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesu­cristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva; para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible, reservada en el cielo a vosotros, que, mediante la fe, estáis protegidos con la fuerza de Dios; para una salvación dispuesta a revelarse en el momento final. Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas

          Algunos exegetas sospechan que el fragmento propuesto hoy por la Iglesia como segunda lectura podría ser un himno que ya se recitaba en las primitivas comunidades durante la ceremonia del bautismo. Ello nos da pie a pensar en la hondura teológica que se respiraba entre los primeros cristianos y que se manifestaba en aquellas primeras celebraciones.

          En los tres primeros versículos, el apóstol se haría eco de este himno al transcribir su agradecimiento al Padre por el amor que nos manifestó al habernos hecho nacer a una esperanza viva -una esperanza que nos hace vivir-, una esperanza que, como dice Benedicto XVI, es ya nuestra salvación-. Esta esperanza se concreta en la herencia que nos está reservada en los cielos, que se manifestará cuando la obra redentora y salvadora de Cristo llegue a su plenitud y que constituye el motivo principal de la alegría de la que, en todo momento, incluso en las pruebas y tribulaciones que ha de soportar durante la vida presente, debe disfrutar el cristiano. Es en estas pruebas en las que la fe, como el oro en el crisol, se va purificando con el fin de convertirnos en santos e intachables, de acuerdo con el plan eterno diseñado por Dios para nosotros (). Gracias a estas pruebas crece nuestra actitud persistente, decidida y cada vez más segura de que alcanzaremos la meta que se nos prometió al abrazar la fe. Así se lo decía San Pablo a los Romanos, y también a nosotros: “nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido” (Rm 5,3-5). Es esta esperanza la nos hace amar a Cristo y poner toda nuestra confianza (fe) en él, a pesar de que no lo hayamos visto con los ojos de la carne ni tratado con él al modo humano. Se cumple así la promesa que hizo Jesús a Tomás: “Dichosos los que creen sin haber visto” (Jn 20,39). Una esperanza que nos proporciona la alegría sin límites de amar y confiar en Cristo, nuestra salvación, aunque todavía sea una salvación en esperanza, (Rm 8,24). Nos lo dice Benedicto XVI en su encíclica Salvados por la esperanza: Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente, (que), aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino” (Spe salvi, 1).

 Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Porque me has visto, Tomás, has creído –dice el Señor–; bienaventurados los que crean sin haber visto.

 Lectura del santo evangelio según san Juan - 20,19-31

          Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Esta aparición tuvo lugar en la tarde noche del Domingo de Resurrección, muy probablemente en la casa en la que tuvo lugar la última cena. Allí se habrían refugiado los once por miedo a los judíos -se había corrido la voz de que habían robado el cadáver de Cristo y, obviamente, podían pensar que sospecharían de ellos-. Con los diez apóstoles -no estaba Tomás entre ellos- se encontraban otros discípulos, entre ellos, según nos cuenta San Lucas en su Evangelio, los dos de Emaús, que habrían vuelto a Jerusalén a informar a los demás de que habían visto al Señor.

El que Jesús apareciese en medio de ellos, estando las puertas cerradas, manifiesta por parte del evangelista una intención de afirmar el poder y la gloria del Señor, que ya no estaba sometido a las leyes del mundo físico. Las primeras palabras de Jesús son el saludo de la paz, algo habitual en el mundo oriental, pero que en Él adquiere un significado, como veremos, absolutamente distinto. A continuación, les muestra las manos y el costado, un gesto con el que el Maestro pretende disipar la desconfianza de que no estaban viendo un espíritu. La primera reacción de los discípulos es la alegría: ... se llenaron de alegría al ver al Señor”. Con ello se empezaba a cumplir la promesa que les hizo Jesús en el cenáculo la víspera de su pasión: Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22).

La repetición por segunda vez del saludo paz a vosotros” demuestra -lo acabamos de decir- que éste no era algo convencional, sino el ofrecimiento real de La Paz, La Paz que les prometió en la última Cena, la víspera de su muerte: La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni se acobarde” (Jn 14,27).

A continuación sopló sobre ellos, un gesto que nos lleva al momento de la creación en el que Dios insufló su aliento para dar vida a todas las cosas creadas. Con el soplo de su aliento sobre sus discípulos Jesús les regala la nueva vida, conseguida para ellos a través de su Muerte y Resurrección, y el poder de perdonar los pecados, es decir, La Paz que es Ėl mismo. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?, dijeron en una ocasión los fariseos a Jesús (Lc 5,21? Pues ahora, no sólo Jesús, que era Dios, sino también sus discípulos que, desde este momento, participaban de la misma vida y misión de Cristo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»

La segunda parte de la lectura es el conocido episodio de Tomás que, al no estar presente en la primera aparición, se negaba a creer.  Hemos visto al Señor” -le repetían una y otra vez los compañeros-. Su respuesta era siempre la misma: Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. Esta vez se encontraba Tomás en el grupo. Cuando Jesús aparece, se dirige directamente a él: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Tomás reacciona:Señor mío y Dios mío”. “¿Porque me has visto, Tomás, has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto”.

Probablemente San Juan, al introducir el episodio de Tomás en su evangelio, tiene la intención de animar a la fe a todos aquéllos que no vieron al Señor en vida. Bienaventurados los que crean sin haber visto”. Son ellos, es decir, nosotros, los destinatarios directos, no sólo de esta narración, sino de todo el cuarto evangelio. Así lo escribe varias veces a lo largo del mismo, y así queda corroborado con las palabras finales de esta lectura: Estos (signos) han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

                                               Oración sobre las ofrendas

          Recibe, Señor, las ofrendas de tu pueblo [y de los recién bautizados], para que, renovados por la confesión de tu nombre y por el bautismo, consigamos la eterna bienaventuranza. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          El pueblo creyente y los nuevos cristianos, incorporados a Cristo la noche de la Pascua, ofrecen por mediación del sacerdote los dones del pan y el vino que, convertidos en el Cuerpo y la Sangre del Señor, serán el alimento que fortalecerá nuestra vida junto a Dios. Unidos al deseo de la Iglesia, queremos, al ofrecer estos dones, ser renovados por la fe en el Señor resucitado y por la gracia del bautismo, para ser dignos de recibir la vida que no tiene fin y que consiste en un conocimiento del Padre y de Jesucristo. En esto consiste la vida eterna: en que te conozcan a Ti, el Único Dios verdadero, y a tu Enviado Jesucristo” (Jn 17,3).

 Antífona de comunión

          Trae tu mano y métela en el agujero de los clavos: y no seas incrédulo, sino creyente. Aleluya (cf. Jn 20,27).

Oración después de la comunión

          Concédenos, Dios todopoderoso, que el sacramento pascual recibido permanezca siempre en nuestros corazones. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          El sacramento que hemos recibido en la comunión tiene, de por sí, una eficacia permanente que llega hasta la eternidad. Pero en la práctica, debido a las influencias externas que van en su contra, a nuestra natural inconstancia y a nuestra inclinación a las cosas de la tierra, vivimos en la práctica como si Cristo no permaneciese en nuestro corazón, arrojándonos, si no a los vicios del mundo, sí a una vida espiritualmente tibia. La Iglesia pretende con esta oración que no cesemos de implorar la gracia de Dios para que vivamos permanentemente en Cristo. Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús. No apaguéis el Espíritu” (1 Tes 5 17-19)

 

Domingo de Ramos - Ciclo A

 

Oración colecta

           Dios todopoderoso y eterno, que hiciste que nuestro Salvador se encarnase y soportara la cruz para que imitemos su ejemplo de humildad, concédenos, propicio,  aprender las enseñanzas de la pasión y participar de la resurrección gloriosa. Por nuestro Señor Jesucristo.

           “De tal manera amó Dios al mundo, que nos dio a su Hijo único, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Las intervenciones de Dios con Israel fueron una progresiva preparación de la manifestación de sí mismo a través de su Hijo, Jesucristo, quien nos dijo con total claridad que quien le ve a Él, ve al Padre. Todas las actuaciones de Jesús en su vida terrena tenían como finalidad enseñarnos a ser y a comportarnos como Él: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 19). Y la manifestación más patente de esta humildad la tenemos en el acontecimiento de su pasión y muerte en la cruz. Es por eso que la Iglesia nos regala hoy el relato íntegro de la pasión -este año en la versión de San Mateo- con el fin de que aprendamos la virtud de la humildad de Aquél que, siendo Dios, se hizo uno de nosotros.

           En el inicio de nuestra semana grande pedimos al Padre que nos conceda empaparnos de las verdades que nos enseña Jesús, nuestro Salvador a través de los acontecimientos dolorosos de su pasión y su muerte, siempre con la vista puesta en el triunfo de su Resurrección y en nuestra participación en el mismo: “Tened los sentimientos de Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, ... se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo ... humillándose y obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz, por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre.” (Fil 2, 6-9).

 Lectura del libro de Isaías - 50,4-7

          El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.

           El texto bíblico que ha elegido la Iglesia como primera lectura es un fragmento del tercer canto del Libro de la Consolación de Isaías. Es verdad que estos textos fueron redactados seiscientos años a.C. y que, aunque el profeta no está pensando directamente en Jesús, en su mensaje retrata perfectamente la vida y la obra del Siervo de Dios por excelencia. Así lo entendieron los primeros cristianos cuando meditaban en la pasión y muerte del Señor. Este texto bíblico es muy apropiado para alimentar la espiritualidad de los discípulos de Cristo, cuyos sentimientos, de acuerdo con el himno a los filipenses de la segunda lectura, debemos imitar.

           Sobre este texto se han hecho infinidad de estudios exegéticos y se han dado multitud de interpretaciones, sobre todo a la hora de determinar el sujeto al que se atribuyen las afirmaciones del mismo: ¿Es el propio profeta el que habla en nombre propio? ¿Se trata del pueblo de Israel que, en estos momentos, se encuentra desterrado en Babilonia? Damos, ciertamente, por supuesto que el profeta escribe para que este pueblo, que atraviesa momentos muy difíciles lejos de su patria, no caiga en el desánimo ni en la desesperanza. 

           En cualquier caso, de este texto podemos sacar interesantes aplicaciones para nuestra vida espiritual. Lo haremos siguiendo los distintos puntos del mismo.

 “El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento”. 

           Me vienen a la memoria aquellas palabras de San Pablo en su segunda carta a los Corintios: “Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren” (2 Cor 1,3-4). Y ello me lleva a la conclusión de que, en mi permanente tarea de servicio a los demás, tengo, ante todo, que pensar que la ayuda que pueda prestarles no puede proceder de mí mismo, sino del Señor que, a través de mi persona, obra el bien que el prójimo necesita: “Sin él –sin el contacto permanente con el Señor- no podemos hacer nada” (Jn 15,5).

           “Cada mañana me espabila el oído…” 

   El Señor requiere mi atención continuamente, ya sea en los momentos de oración, en la liturgia, en el fiel espejo de su rostro en las personas necesitadas, en cualquier circunstancia, positiva o adversa, de la vida. Mi actitud debe ser siempre la del discípulo que, dócilmente, no desea otra cosa que aprender de su maestro: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón” (Sal 94,7).

 “Yo no resistí ni me eché atrás”. Y no sólo eso. El que habla está dispuesto a dejarse castigar, ofreciendo “su espalda” y “su mejilla” a los que lo golpean. Y todo ello, no por resignación o masoquismo, sino porque, con ello, está ejercitando, varios siglos antes que lo dijera Cristo, las bienaventuranzas: “Felices los mansos, porque serán consolados” y “Felices los perseguidos por causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5,5; 5,7).

 ¿De dónde le viene al profeta, o a aquél a quien el profeta se refiera, esta resistencia y esta fuerza? Muy claro lo dice el texto: del Señor que “me ayuda”. Es la ayuda del Señor y la certeza de que no quedaré defraudado” las que hacen que no sienta los desprecios y ultrajes que puedan hacerme: “Por eso endurecí el rostro como pedernal”, una sentencia nos lleva a aquella otra de la carta de San Pablo a los Filipenses: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4, 13). 

           En este magnífico y sugerente texto los primeros seguidores de Cristo, muy fieles en la meditación de su pasión y muerte, veían un vivo retrato del Maestro. Jesús es ese Discípulo con mayúscula que, en contacto directo y permanente con el Padre -pensemos en las largas noches de oración en la soledad del monte-, dialogaba cara a cara con Él, diálogo que se prolongaba en una constante conciencia de estar a su lado. Ello evitaba apartarse lo más mínimo de la voluntad de quien le encomendó la tarea de salvar y consolar a la humanidad con el verdadero consuelo, aquél que viene de Dios: “He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día” (Jn 6,38-49).

Jesús es el manso y humilde de corazón por excelencia, el que hizo realmente suyo el “no me resistí ni me eché atrás”, aconsejando a sus seguidores la no violencia y la no resistencia -“si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra; y si alguien te quita la capa, déjale que se lleve también tu camisa”- y recibiendo pacientemente los insultos y los ultrajes de la multitud, aleccionada por los sacerdotes del templo, y de los soldados encargados de su ejecución que, en un ejercicio de burla, “le golpeaban la cabeza con una caña, lo escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante él”.

 Salmo responsorial - 21

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza:

«Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere».

 Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores;

me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.

Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica.

Pero tú, Señor, no te quedes lejos;  fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré.

«Los que teméis al Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo;

temedlo, linaje de Israel».

           La primera frase del salmo que la Iglesia nos propone en respuesta a la primera lectura ha dado lugar a incontables comentarios y a hermosas piezas musicales. Esta frase, tomada aisladamente -y al encontrarse al principio da lugar a ello-, puede desviarnos del verdadero sentido del salmo en su conjunto. El que grita al comienzo del salmo “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” da gracias y alaba a Dios por su salvación en unas estrofas más abajo: Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Los que teméis al Señor, alabadlo”. Ello quiere decir que el Señor lo ha librado de la situación angustiosa en la que se encontraba.

           A primera vista podríamos creer que el salmo habría sido compuesto para Jesucristo, al retratar perfectamente la situación de un crucificado -“me taladran las manos y los pies” ... “se reparten mi ropa y echan a suerte mi túnica”-. Pero hay que decir que la crucifixión era ya, en tiempos del salmista, una condena a muerte muy extendida. En realidad, el salmo fue concebido como una oración de acción de gracias por el retorno del destierro de Babilonia, un retorno que el salmista compara a la liberación de un condenado a muerte. Ésta es la razón de que lo haya elegido la Iglesia como ejemplo de las torturas propias de una crucifixión, las mismas que infligieron al Señor y que oiremos en el relato de la pasión en la lectura evangélica, un crucificado que, al final, escapa de la muerte o, en la mente del salmista, un pueblo que celebra la vuelta del exilio.

           El tema del justo sufriente no es, por tanto, el asunto central del salmo, sino la acción de gracias de Israel que acaba de escapar de los sufrimientos por los que ha pasado. En el fondo de su angustia, el pueblo desterrado no ha cesado de implorar el auxilio del Señor, sin dudar, por un instante, de que el Señor lo escuchaba. El gran grito “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? es, ciertamente, un grito de angustia ante el incomprensible silencio de Dios, que parece no escuchar, pero no es un grito de desesperación y, menos aún, de duda o sospecha de que el Señor lo ha abandonado. Todo lo contrario: es la oración de alguien que sufre y que se atreve a gritar su sufrimiento, una oración que ilumina el sentido de nuestras oraciones en momentos de angustia e incertidumbre.

           En estos momentos tenemos el derecho de gritar, derecho al que la Sagrada Escritura nos invita una y otra vez a través de este salmo y de otros muchos, un grito hecho oración que demuestra que al orante no le ha faltado la esperanza en el Dios que le ha sido fiel y que le ha prometido estar siempre a su lado.

 [En el comentario del salmo he seguido el planteamiento que del mismo hace la biblista y teóloga francesa Marie Noëlle Thabut]

  Dejemos que concluya este comentario el Papa Benedicto XVI: 

          “Este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y en la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia también nosotros lo podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza (Benedicto XVI, Audiencia General, 11/09/2013)

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses - 2,6-11

           Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

    En los versículos inmediatamente anteriores al fragmento que la Iglesia nos propone como segunda lectura, San Pablo, quizá por la existencia de disensiones en la comunidad, pide a sus queridos filipenses que se mantengan unidos, como corresponde a los discípulos de Cristo. Para ello cada uno debe considerar superiores a los demás, se debe desterrar todo tipo de rivalidad entre ellos, potenciando la humildad y no buscando el propio interés, sino el de los demás (Fil 2,3-4). Para hacerles más fácil el cumplimiento de estas exhortaciones, apela al fundamento de su ser cristianos, a la unión con Jesucristo, al que deben imitar en todo. “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5).

    De esta forma introduce el conocido Himno de Filipenses, una reflexión que, con toda probabilidad, se utilizaba ya en la liturgia de algunas de las primeras comunidades cristianas y que sintetiza maravillosamente el ser y el obrar de Cristo. “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús”, el cual -y aquí comienza el himno-, “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres…”. En efecto. Jesús, que podía haber exigido en su existencia terrestre los honores que, como a Dios, le correspondían, no sólo renunció a ellos, despojándose de su categoría divina, sino que, tomando nuestra condición humana, se hizo uno de nosotros, asumiendo todas nuestras debilidades y, rebajándose en todo menos en el pecado, se convirtió en esclavo y servidor de todos, un servicio que le llevó a dejarse clavar en una cruz, la forma como solían morir los malhechores.

     Acostumbrados desde niños a ver pinturas de Cristo lavando los pies de sus apóstoles, recibiendo la mofa de los soldados que tenían la misión de ejecutar su sentencia de muerte, cargado con el madero en el que sería clavado, y agonizando y muriendo entre dos bandidos, no nos percatamos del todo de las barbaridades que se cometieron con el Hijo de Dios, algo que impactó con fuerza a los primeros cristianos  -como apreciamos  en los relatos pormenorizados de la pasión de los cuatro evangelistas- y siguió y sigue impactando a todas las personas que, a lo largo de la historia y también en nuestros días, han entregado su vida a la causa por la que sufrió y murió Cristo, “sufriendo y muriendo con Él” y, como Él, amando “hasta el extremo”.

   El Dios que nos revela Jesucristo no casa con los valores de nuestro mundo, centrados en el poder, en la riqueza, en el placer y en la egolatría; un Dios que sí resultó novedoso para sus primeros seguidores que, cuando esperaban un Mesías que se impondría en todo el mundo con la fuerza de su sabiduría y su poder, resultó un escándalo para los judíos y una necedad para los gentiles (1Cor 1,23), un Dios -lo decimos una vez  más- radicalmente contrario al modo de pensar de este mundo: el que de vosotros quiera ser el primero, que sea el servidor de todos; de la misma manera que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 27-28). En Jesús vemos el rostro de Dios manso y humilde de corazón, que se fija en el indigente, que levanta del polvo al desvalido y alza de la basura al pobre, haciéndose Él pobre. Tener los sentimientos de Cristo Jesús es imitar su humildad, una humildad que es la humildad de Dios, que no se define sólo por acoger al pobre y al inferior, sino por hacerme yo pobre e inferior. Es este comportamiento de Cristo el que nos salva de nuestra soberbia y de la mentira de creernos autosuficientes. La humildad es la verdad -decía nuestra Teresa de Ávila-, pero la Verdad es Dios y no nosotros, que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Dios; nosotros somos también verdad, ciertamente, pero sólo cuando aceptamos con agrado nuestra total dependencia de Dios. Entonces de verdad somos humildes.

  El que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11). Cristo, el máximo humillado, es, por ello, el máximo enaltecido: “Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. 

 Aclamación a la lectura evangélica

Gloria y alabanza a tu, Cristo. Cristo se ha hecho por nosotros obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre.

  Oración sobre las ofrendas

          Señor, que por la pasión de tu Unigénito se extienda sobre nosotros tu misericordia y, aunque no la merecen nuestras obras, que con la ayuda de tu compasión podamos recibirla en este sacrificio único. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           La pasión del Señor no se queda en el recuerdo de unos acontecimientos que sucedieron hace más veinte siglos: es una realidad que, como todo lo que aconteció en Jesucristo, posee la característica de la eternidad, ya que nuestro Salvador, por ser al mismo tiempo hombre y Dios, está, por ser Dios, por encima de todo tiempo y lugar. Por eso podemos aprovecharnos de sus beneficios saludables, como si hubiéramos estado físicamente presentes en aquel momento. Es, por tanto, completamente lógico pedir al Padre que, por la pasión y muerte de Jesucristo, que se va a actualizar en el momento litúrgico de la Consagración, nos haga partícipes de su amor misericordioso, puesto de manifiesto en Cristo muriendo en la cruz.

           Somos conscientes de que nosotros no merecemos este inmenso regalo, ya que sin la ayuda del Señor “no podemos hacer nada”, pero contamos con la misericordia de Dios, que nunca nos fallará. Dios quiere, por encima de todo, nuestra felicidad y nuestro bien, y ello antes de que viniésemos a la existencia: “Dios nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo para que seamos santos e inmaculados en su presencia y para ser sus hijos adoptivos” (Ef 1, 4-5).

 Antífona de comunión

           Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad  K   (Mt 26,42).

 Oración después de la comunión

    Saciados con los dones santos, te pedimos, Señor, que, así como nos has hecho esperar lo que creemos por la muerte de tu Hijo, podamos alcanzar, por su resurrección, la plena posesión de lo que anhelamos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

    Nos hemos alimentado del Cuerpo de Cristo y, al contrario de lo que ocurre con la alimentación natural en la que asimilamos el alimento a nuestro cuerpo, cuando comulgamos, es Cristo quien nos asimila a Él, convirtiéndonos en Él. Ya es Cristo el que piensa en nosotros, el que siente en nosotros y el que actúa en nosotros. Desde esta nueva vida que, todavía en esperanza, se nos ha regalado, pedimos al Padre que, habiendo resucitado sacramentalmente con Cristo, lleguemos a poseer los bienes cuyo deseo ha puesto en nuestros corazones.