Domingo de Pentecostés

 

Antífona de entrada

                    El Espíritu del Señor llenó la tierra y todo lo abarca, y conoce cada sonido. Aleluya (Sab 1,7).

           O bien:

           El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que habita en nosotros. Aleluya (cf. Rom 5,5; 8,11).

Oración colecta

         Oh, Dios, que por el misterio de esta fiesta santificas a toda tu Iglesia en medio de los pueblos y de las naciones, derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y realiza ahora también, en el corazón de tus fieles, aquellas maravillas que te dignaste hacer en los comienzos de la predicación evangélica. Por nuestro Señor Jesucristo.           

       Estamos equivocados si reducimos a un mero recuerdo esta fiesta de Pentecostés. Del mismo modo que Dios está continuamente creándonos y manteniéndonos en la existencia, el Espíritu Santo, que vino por primera vez en aquella Pentecostés judía, sigue viniendo y asistiendo a la Iglesia en todo momento. Él es el Consolador que lleva a cabo la santificación de la comunidad de los creyentes a lo largo del tiempo y el que la capacita para testimoniar la obra salvadora de Cristo entre todos los hombres. Le pedimos al Padre que siga acrecentando nuestro deseo de recibir sus dones y de ser fieles a sus inspiraciones. En este actitud, los fieles seguidores de Cristo podremos contemplar en nosotros mismos y en la Iglesia las maravillas que se realizaron en aquella primera ocasión.

 Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 2,1-11

           Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse. Residían entonces en Jerusalén judíos devotos venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo. Al oírse este ruido, acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos, forasteros, tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua».

Es la pascua judía de Pentecostés, en la que los judíos recordaban la promulgación de la Ley en el monte de Sinaí. Se trata de una de las tres fiestas más importantes del año, con motivo de la cual peregrinaban a Jerusalén creyentes judíos diseminados por todo el mundo. Pretexto: renovar personalmente la Alianza con el Dios de sus Padres..

    Estamos en el año de la muerte de Jesús, hecho que, obviamente, pasaba desapercibido para los peregrinos e, incluso, para muchos habitantes de la Jerusalén. Para todos ellos esta fiesta era igual a la de otros años. No así para los discípulos de Jesús, cuyo recuerdo permanecía muy vivo, a sólo cincuenta días de su muerte en la Cruz, y conmovidos, como estaban, por su Resurrección y sus apariciones. Para ellos, este Pentecostés era completamente distinto de los anteriores.

           “Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar, cuando de repente se produjo un estruendo (...), un viento que llenó toda la casa (...), unas llamaradas que se posaron sobre las cabezas de los presentes”. Con el acontecimiento que describen estas palabras se cumplía la promesa de Jesús de que les enviaría muy pronto un Consolador, que les enseñaría todas las cosas y les recordaría todo lo que Él les había dicho (Jn 15,26). En la redacción de este acontecimiento, San Lucas revive, sin mencionarlos directamente, hechos del Antiguo Testamento -la promulgación de la Ley en el Sinaí o el episodio de la Torre de Babel- y palabras de los profetas Joel, Jeremías y Ezequiel, que anunciaban la realización del plan benevolente de Dios para toda la humanidad.

           El ruido, como el de un huracán, y el fuego, que se reparte en pequeñas lenguas que se posan sobre la cabeza de cada uno de los discípulos, sugieren que estamos asistiendo a una especie de renovación de la entrega en el monte Sinaí de la Ley, enmarcada por relámpagos, temblores de tierra y fuego (Ex 19). Si en aquel momento Dios entregó la Ley a su pueblo para que le ayudara a vivir en la Alianza, es ahora el mismo Dios el que regala su Espíritu a los discípulos para que puedan, no sólo cumplir la Ley, sino vivirla en lo más profundo de su ser. El mandato de “amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo” estará desde ahora escrito, no en tablas de piedra, sino en los corazones de los creyentes. Se cumple así la profecía de Joel, según la cual Dios derramará su Espíritu sobre toda carne (Joel 2,28), es decir, sobre todo ser humano. A los ojos de Lucas, estos judíos fervientes, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo, simbolizan a la humanidad entera, para la cual se cumple por fin esta profecía de Joel. Por fin ha llegado el día tan esperado por los israelitas durante siglos. Se hacen también realidad las profecías de Jeremías y Ezequiel de llevar a cabo el pacto que hizo Dios con su pueblo: “Pondré mi ley dentro de ellos, y sobre sus corazones la escribiré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,33). “Os daré un corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ez 26,26-27)

          En Pentecostés sucede lo contrario de lo que se nos narra en el episodio de Babel: en aquella ocasión, los hombres, que intentaban escalar el cielo, dejaron de entenderse, al ser castigados por su soberbia a hablar en lenguas distintas. Ahora, todos entendían a los apóstoles en su propia lengua. Si en Babel se dispersó la humanidad, la venida del Espíritu y su acogida por los hombres significan el principio de la nueva y definitiva reunión de todos los seres humanos. Sobre la diversidad conflictiva y el caos lingüístico se cierne el Espíritu de Dios, que hará que todos seamos uno: “Cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua”.

Salmo responsorial – 103

Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas (1)

 Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu espíritu, y los creas, y repueblas la faz de la tierra. (2)

 Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras; que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor. (3)

            Meditamos estos versículos del salmo 103, propuestos por la Iglesia para responder a la primera lectura. Dejemos que ellos se apoderen de nuestra mente para cantar las alabanzas de Dios por las maravillas realizadas en la creación y por los dones que continuamente recibimos de Él. Así lo hicieron los apóstoles aquella mañana cuando fueron invadidos por la fuerza del Espíritu Santo: Empezaron a hablar en lenguas (...) y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios”.

           Para cantar las maravillas de la creación no es necesaria la fe. De hecho en todas las civilizaciones existen poemas magníficos que ensalzan la belleza de la naturaleza, como lo demuestra el encontrado en la tumba de un faraón, un himno dedicado al Dios-Sol. 

            Entre este poema egipcio y el salmo 103 existen semejanzas de estilo y de vocabulario. Ello demuestra que el lenguaje con el que manifestamos la grandeza y belleza de la naturaleza es el mismo en todas partes. Existen semejanzas, sí, pero también importantes diferencias sobre las que debemos reflexionar. Una de estas discrepancias, esencial para la fe judía y cristiana, es la existencia de un solo Dios. Ni el sol ni la luna son dioses: son únicamente luminarias que benefician al hombre y manifiestan la sabiduría y la bondad de su Creador. La Biblia se esfuerza en dejar clara esta diferencia entre Dios y las criaturas. Así lo apreciamos, entre otros muchos pasajes, en el relato de la creación, y así lo cantamos en este salmo: Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas”. Ante tanta belleza de las criaturas, es imposible no reconocer y admirar la sabiduría y la bondad de su Creador: Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!”.

           La creación no se llevó a cabo en un momento al principio de los tiempos. Dios, una vez sacadas las cosas de la nada, no las dejó solas para que se desarrollaran por sí mismas, de acuerdo con las leyes que Él mismo les infundió. No. Dios realiza sus obras de modo permanente, de tal modo que nunca cesa de mantener a las cosas en la existencia: si quita de ellas su aliento, expiran y vuelven al polvo” y “cuando envía su Espíritu, las crea y -con ellas- repuebla la faz de la tierra”

           A otra consideración importante nos lleva el salmo, algo que brilla por su ausencia en cualquier otro relato extra bíblico: Dios se complace en las cosas que salen de sus manos.  Así se aprecia directamente en el relato de la creación: “Y vio Dios que era bueno” -se repite una y otra vez, al contemplar cada una de las realidades que van emergiendo a la existencia-. Nosotros nos unimos a este gozo de Dios, y de nuestro corazón y de nuestros labios brota el deseo de que nuestras alabanzas sean de su agrado: Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor”.

           Podemos dirigirnos a Dios con este salmo desde un punto de vista racional y, al contemplar la belleza de la naturaleza, reconocer la sabiduría y bondad de su Artífice. El israelita reconoce y alaba, además, las hazañas maravillosas que hizo Dios con su pueblo a lo largo de la historia, y le da gracias por ello. El cristiano, cuando reza con este salmo, contempla, además, la nueva creación llevada a cabo a través de las maravillas realizadas en su Hijo Jesucristo y en nosotros que, a través de Cristo, nos hemos convertido en nuevas criaturas, en hombres nuevos por el amor: “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Juan, 4,16).

           Nosotros bendecimos a Dios por el triunfo de Jesucristo, a quien Dios resucitó, elevó al cielo y lo constituyó Dueño y Señor de todas las cosas; le damos gracias porque a nosotros nos ha resucitado y elevado al cielo con Él; lo alabamos porque la regeneración, prevista desde toda la eternidad, se extiende a toda la creación: “Esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia” (2 Pe 3,13).

           Nuestra vida se convierte en un permanente acto de alabanza a Dios, porque a través de su Espíritu, Él nos da fuerza para disfrutar, ya desde ahora, de los bienes del cielo; porque nos mantiene en la fe; porque nos capacita para ser los testigos de su Hijo en todo el mundo.

           Por eso nos alegramos y lo alabamos con un cántico nuevo, un cántico que brota de la fuente de agua viva, es decir, del Espíritu Santo, y que es interpretado, no sólo con los labios y el corazón, sino también con las obras que Dios nos concede realizar: las obras del amor. Nuestra alabanza es auténtica cuando nuestra vida es un constante desvivirse por los demás, especialmente por aquéllos que más nos necesitan. Si esto no ocurre, tendremos que preguntarnos por el fundamento de nuestra fe y de nuestra inserción en Cristo: “Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca (...) Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis" (Jn 15, 6-7). 

           Estas obras de amor son inspiradas e impulsadas por el Espíritu Santo que, junto con el Padre y el Hijo, habita en nuestro interior. A esta inhabitación en nosotros de un Dios que es Uno y, al mismo tiempo, Comunidad en el Amor, dedicará la Iglesia la liturgia del próximo domingo, el domingo de la Santísima Trinidad..

 Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios - 12,3b -7. 12-13

           Hermanos: Nadie puede decir: «Jesús es Señor», sino por el Espíritu Santo. Y hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común. Pues, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

           En esta lectura San Pablo nos introduce de forma clara y precisa en la esencia de la Iglesia. La Iglesia es el lugar donde manifestamos el don del Espíritu, tal y como se manifiesta en cada uno, no para orgullo propio, sino para el bien de la comunidad. La metáfora del Cuerpo, imaginada por el apóstol, mantiene su pleno vigor y riqueza. No tiene sentido preguntarnos si es la mano, el ojo o la nariz, el miembro que más colabora, o es más útil, al buen funcionamiento del organismo. Todos los miembros son indispensables. Del mismo modo, todos somos indispensables para la buena marcha del Cuerpo de Cristo, de la Iglesia. De un plumazo, San Pablo ha eliminado todo tipo de discriminación, de superioridad o inferioridad en la comunidad eclesial. En adelante, sólo cuenta una cosa: nuestro bautismo en el único Espíritu. Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos”.

          San Pablo hace estas consideraciones a la comunidad de Corinto, en la que había hermanos procedentes de distintas religiones y de distintos estamentos sociales: cristianos judíos, paganos, esclavos y personas libres, lo cual constituía una fuente continua de conflictos internos. Aunque, no del mismo modo, estas diferencias se dan también entre nuestras comunidades y, lo mismo que entonces, son también estas diferencias la principal fuente de nuestras luchas eclesiales. Éste es el primer mensaje de San Pablo en esta lectura: la Iglesia de Cristo es, por vocación, el lugar donde se aprende a no pensar en términos de superioridad, de jerarquía, de ventaja, de honor, sino en términos de solidaridad y fraternidad. Ya nos lo dijo el mismo Jesús: “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo” (Mt 20,25-26) 

          No podemos entender a la Iglesia -es cierto que así se ha entendido en algunos lugares y en determinadas épocas- como una pirámide en la que perdemos o ganamos importancia dependiendo de la altura en que estamos situados, sino como una reunión alrededor de Cristo o -por seguir el ejemplo de San Pablo- como el Cuerpo de Cristo, en el cual todos los bautizados, pequeños, grandes, cultos y no tan cultos, somos sus miembros. Cualquier cargo dentro de la Comunidad -el que la preside, el que la asesora, el responsable de la acción social, etc-, sólo tiene la función de servir a los demás y de ser un signo visible de la presencia invisible de Cristo.

          Es verdad que no somos iguales, y que la edad, la preparación o el carácter de cada uno tienen también su importancia dentro de la comunidad, pero estas diferencias, en lugar de separarnos, son nuestra principal riqueza. Son ellas las que construyen la unidad que pidió Jesús al Padre: “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21). Una unidad no basada en la uniformidad, sino en la riqueza de la diversidad. Los dones de la gracia son variados. Cada uno recibe el don de manifestar el espíritu para el bien de todos.

          Es un poco el mundo al revés: lo que nos enriquece a todos y a cada uno son nuestras diferencias, lo que ha puesto Dios de distinto en cada uno de nosotros. Si todos cantan en lenguas diversas, es para cantar todos la misma canción, el cántico nuevo a nuestro Dios. La Iglesia es el lugar donde se pueden superar las diferencias de sensibilidad y aprender a vivir la reconciliación, porque el Espíritu que se nos regala en Pentecostés es el Espíritu del amor, del perdón y de la reconciliación, Aquél sin el cual -así comienza esta lectura- nadie puede decir ‘Jesús es el Señor’ ”.

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor.

 Lectura del santo evangelio según san Juan - 20,19-23

           Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

          El evangelio de hoy es la primera parte del que leímos el pasado Segundo Domingo de Pascua. En él no aparece el episodio de la incredulidad de Tomás que, en aquel momento, era apropiado leer, pues se trataba de confirmar la fe de los discípulos en la Resurrección del Señor. En la misa de hoy la Iglesia nos centra en las últimas recomendaciones de Cristo y en la importancia de la venida del Espíritu Santo. Esta aparición -decíamos allí- tuvo lugar en la tarde noche del Domingo de Resurrección, probablemente en la casa en que tuvo lugar la última cena. Allí se habían refugiado los discípulos por miedo a los judíos: se había extendido en la ciudad el bulo de que habían robado el cuerpo del Señor y ¿en quiénes podrían caer todas las sospechas, sino en los discípulos? Con los diez apóstoles -no  estaba Tomás- se encontraban otros discípulos, entre ellos -según nos cuenta San Lucas-, los dos compañeros de Emaús, que habrían vuelto a Jerusalén a dar la noticia de que el Señor se les había aparecido en el camino. 

          El que San Juan subraye que Jesús se apareció estando las puertas cerradas supone una clara intención de afirmar el poder y la gloria de Jesús, que ya no está sometido a las leyes del mundo físico. Después de saludarles y desearles la paz, les muestra las manos y el costado, un gesto con el que el Maestro pretende disipar toda desconfianza: no estaban viendo un fantasma

 Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor”. Se empezaba a cumplir la promesa que les hizo Jesús la víspera de su pasión: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22). Jesús vuelve a saludarles: paz a vosotros”, repetición que demuestra que no se trataba de algo convencional, sino del ofrecimiento real de la paz, tal como lo hizo durante la última cena: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni se acobarde” (Jn 14,27). 

El soplo sobre los discípulos evoca la animación de Dios al hombre, narrada en el libro del Génesis: “El Señor insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gen 2,7). También nos lleva al salmo 103, propuesto como respuesta a la primera lectura: Envías tu espíritu y los creas”

Las palabras que pronuncia Jesús después de soplar sobre sus discípulos son sus últimas recomendaciones:“Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros; Recibid el Espíritu Santo

El Padre envía al Hijo y el Hijo envía a los discípulos. Se trata de la realización del proyecto benevolente del Padre por el que decidió hacernos partícipes de su vida en la condición de hijos y de la misión que el Hijo tuvo en la tierra, la misión de salvar al mundo mediante la remisión de los pecados: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,17). Juan Bautista presenta a Jesús como el Cordero de Dios, comparándolo con los corderos que se sacrificaban en el templo para alcanzar la gracia del perdón: He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Ésta es también la misión de los discípulos, y también la nuestra: convertirnos con Cristo en corderos que tienen la tarea de colaborar con Él en la extirpación del pecado de la humanidad. Para realizar esta tarea tenemos la asistencia continua del Espíritu Santo.

 “A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados y a quienes se los retengáis, les serán retenidos”.

Es fácil entender la primera parte de la frase, pero ¿cómo entender la segunda? ¿Podemos imaginar a Dios negándose a perdonar, cuando su perdón precede a nuestro arrepentimiento, cuando lo que define propiamente a Dios es el ser misericordioso con todos y, de modo particular, con el pecador?: “Habrá en el cielo más alegría por un solo pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento” (Lc 15,7). La biblista francesa Marie-Noël Thabut, cuya magnífica exégesis me ha sido de gran ayuda en el comentario de estas lecturas, hace un pequeño cambio en la frase que nos hace comprender mejor su significado. Si en lugar de decir “a quienes les retengáis los pecados les serán retenidos” decimos “a quienes no perdonéis sus pecados les serán retenidos”(rentengáis y no perdonéis vienen a ser, por tanto, lo mismo), somos más fieles al pensamiento de Cristo y al sentir de todo el Nuevo Testamento. De esta forma queda claro que nuestra única misión es, como la de Cristo, la de perdonar, la de ser, como Él, perdón y misericordia para los demás. La responsabilidad de que algunos se mantengan en sus pecados, salvo en aquellos casos en que la persona se niegue en rotundo a la gracia, recae un poco o un mucho en nosotros. Si ejercemos el poder de no perdonar, no estamos realizando la misión que nos confió Cristo, no estamos siendo los testigos del amor y del perdón de Dios. 

En Pentecostés se nos ha dado este poder de perdonar y, para realizarlo, contamos con la eficaz ayuda del Espíritu Santo, que pone en nuestros labios y en nuestro corazón las palabras y los gestos de perdón que, en cada momento, convengan. Es el Espíritu Santo el que hace de cada uno de nosotros corderos de Dios que dan su vida por los demás.

Con Pentecostés ha llegado, por fin, el tan esperado octavo día, en el que la humanidad cambiará las relaciones de poder por relaciones de fraternidad y perdón.

 Oración sobre las ofrendas

           Te pedimos, Señor, que, según la promesa de tu Hijo, el Espíritu Santo nos haga comprender más profundamente la realidad misteriosa de este sacrificio y se digne llevarnos al conocimiento pleno de toda la verdad revelada. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           Jesús nos prometió que nos enviaría el Espíritu Santo, el cual nos consolaría en nuestros sufrimientos y nos recordaría todo lo que Él dijo y enseñó. Es su ayuda la que, respondiendo a nuestros deseos, nos hará comprender en plenitud el misterio de Cristo, hasta el punto de que “nadie podrá decir Jesús es el Señor” si el Espíritu no lo pone en nuestros labios y en nuestro corazón. A la hora de ofrecer estos dones, que se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre del Señor, pedimos al Padre que nos haga comprender en profundidad la realidad misteriosa del Sacrificio Eucarístico, un paso de gigante para llegar al conocimiento de toda la verdad revelada.

Antífona de comunión

          Se llenaron todos de Espíritu Santo y hablaron de las grandezas de Dios, aleluya (Hch 2,4

 Oración después de la comunión

           Oh, Dios, que has comunicado a tu Iglesia los bienes del cielo. Conserva la gracia que le has dado, para que el don infuso del Espíritu Santo sea siempre nuestra fuerza, y el alimento espiritual acreciente su fruto para la redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Con el sacramento que hemos recibido se nos han dado en primicia todos los bienes prometidos. Conscientes de nuestra debilidad e inconstancia, pedimos al Padre que la guía permanente del Espíritu que mora en nosotros y la fuerza del alimento espiritual que hemos recibido nos mantengan en el camino de la gracia y del amor “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, bondad, fidelidad, gentileza y dominio propio” (Gál 5,22-23).  “Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6,53).

Domingo de la Ascensión del Señor

 

Antifonal de entrada

            Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Volverá como lo habéis visto marcharse al cielo. Aleluya (Hch 1,11).

Oración colecta

           Dios todopoderoso, concédenos exultar santamente de gozo y alegrarnos con religiosa acción de gracias, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y adonde ya se ha adelantado gloriosamente nuestra Cabeza, esperamos llegar también los miembros de su cuerpo. Por nuestro Señor Jesucristo.

           Si, a la hora de poner en la balanza las alegrías que nos oferta el mundo y las que proceden de nuestra fe cristiana, pesan más las primeras que las segundas, es que no estamos plenamente convencidos de la incalculable riqueza que nos ha traído Cristo. Nos llamamos ciertamente cristianos -y muy probablemente estamos orgullosos de serlo-, pero no hemos puesto toda la carne en el asador de la nueva vida que se nos ha regalado. San Pablo nos invita a estar alegres en el Señor, pero esta alegría no depende de nuestro esfuerzo personal, sino que es un don más que recibimos del Padre a través de nuestra unión a Cristo: “Separados de mí, no podéis hacer nada”. En esta primera oración de la Misa pedimos al que todo lo puede que el haber resucitado con Cristo y el estar ya, aunque todavía en fe, sentados con él en el cielo, nos haga aborrecer las vanidades de este mundo y saltar de alegría ante la verdadera vida que nos aguarda. “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo, nos resucitó y nos hizo sentar con Él en el cielo” (Ef 2, 4-6).

 Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 1,1-11

           En mi primer libro, Teófilo, escribí de todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el comienzo hasta el día en que fue llevado al cielo, después de haber dado instrucciones a los apóstoles que había escogido, movido por el Espíritu Santo. Se les presentó él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios. Una vez que comían juntos, les ordenó que no se alejaran de Jerusalén, sino «aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días». Los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?» Les dijo: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra”». Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo volverá como lo habéis visto marcharse al cielo».

           En estos primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles, San Lucas, además de hacer una breve alusión al contenido de su evangelio -“todo lo que enseñó e hizo Jesús en su vida mortal hasta el día que fue llevado al cielo-, nos cuenta que el Señor se apareció a los discípulos durante cuarenta días, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y hablándoles del Reino de Dios.

           “Una vez que comían juntos” -así comienza el relato de la última aparición-, Jesús ordena a sus discípulos que no se alejen de Jerusalén hasta que tenga lugar el cumplimiento de la promesa del Padre, de la que les había hablado en otras ocasiones, a saber: que serían bautizados muy pronto con el Espíritu Santo. Aparta su curiosidad por conocer los planes que Dios ha establecido para el establecimiento definitivo del Reino de Dios -¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?- y les introduce en el asunto que realmente debe importarles: en el hecho de que, con el Espíritu Santo, recibirán la fuerza que les capacitará para ser sus testigos, no sólo en Jerusalén, en Judea y Samaria, sino en todo el mundo.

          “Dicho esto, fue elevado al cielo hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Ante la tristeza que les embargaba -no quitaban los ojos de la nube en la que se ocultó Jesús-, aparecieron dos ángeles vestidos de blanco, que les disuaden de seguir mirando a lo alto y les animan con estas palabras: “El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros volverá como lo habéis visto marcharse”.

           El Jesús visible desaparece de su vista, pero seguirá presente de una manera más íntima y espiritual: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). La nube, signo de la presencia de Dios, oculta a Jesús de la vista de los discípulos. El Maestro entra, por tanto, en el mundo de Dios y da paso a otro modo de presencia, no sujeto a las incertidumbres y vaivenes de este mundo, una presencia que les llenará de alegría: “Os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (Jn 16,22). Efectivamente, los discípulos, una vez perdido el rastro visible del Maestro -esto nos lo cuenta San Lucas en el Evangelio de hoy- “volvieron a Jerusalén con gran alegría y permanecían continuamente en el templo alabando a Dios” (Lc 24,52-53).

            Este Jesús, que ha desaparecido en su forma visible, volverá del mismo modo al final de los tiempos. Nosotros, mientras tanto, debemos ocuparnos en la construcción de su Reino con nuestra palabra, cuando así lo requieran las circunstancias, es decir, dando siempre razón de nuestra fe a quien nos lo pidiere, pero, sobre todo, llevando a la práctica el mandato del amor: “Amaos unos a otros, como yo os he amado... de esta forma el mundo sabrá que sois mis discípulos” (Jn 13,34-35). El Señor volverá en su gloria como Rey del Universo para llevarnos con Él y para sentarnos a su derecha en el trono del Padre. Es esta vuelta en gloria la esperanza que mantiene nuestra fe en medio de las adversidades de esta vida. Así lo pedimos en la celebración eucarística al concluir la Consagración: “Anunciamos tu muerte, proclámanos tu Resurrección. Ven, Señor, Jesús”.

 Salmo responsorial- 46

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

 Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo;  porque el Señor altísimo es terrible, emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas: tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro Rey, tocad.

 Porque Dios es el rey del mundo: tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.

            Para comprender este salmo habría que leer el relato de la entronización del Rey Salomón (1 Re 1). El hijo y sucesor de David es llevado en procesión triunfal desde la fuente de Gihôn hasta la colina donde se encuentra el palacio real. Lo sigue todo el pueblo que, al son de instrumentos musicales, grita una y otra vez “Viva el rey”. El salmista dirige estas alabanzas a Dios, al que, previendo, sin él saberlo,  la llegada del Rey-Mesías, considera el verdadero Rey de Israel.

           Los evangelistas no hablan de ninguna ceremonia de entronización a Cristo como Rey. Sólo nos narran su entrada triunfal en Jerusalén montado en un burro, como rey humilde y rey de paz. Un recibimiento que contrasta con las entronizaciones de pueblos más poderosos, en las que el rey, triunfador en la batalla, llega montado en un caballo. Una razón más para rendir este soberbio homenaje a Cristo que, siendo Dios, se hizo el más pequeño de todos y el servidor de todos. 

           Con este salmo asistimos al momento culminante de la Resurrección de Cristo: su perfecta glorificación y su elevación a la derecha del Padre. Ahora aparece en todo su esplendor el mensaje de las bienaventuranzas: lo grande es lo pequeño, lo fuerte es lo débil, el perseguido y calumniado es el glorificado, el pobre es el rico. El Evangelio invierte radicalmente los criterios mundanos: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad». (2 Cor 12,9)

           Pueblos todos, batid palmas

         Ante este triunfo de Cristo sobre la prepotencia, la insolidaridad y el desamor, nosotros, los que hemos creído en Él, invitamos a todos los hombres a que lo reconozcan como el único que puede dar sentido y comprensibilidad a la existencia, iluminando las tinieblas de este mundo y sacándonos del abismo de la muerte; y que este reconocimiento sea acompañado con la alegría y el entusiasmo de quien ha vuelto a la vida: “Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que encontrará la luz de la vida”

          “Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas”

          El Señor, una vez constituido Hijo de Dios en poder por su Resurrección, asciende a la derecha del Padre a la vista de sus discípulos. Las aclamaciones son los parabienes que le otorga el Padre; las trompetas celebran su triunfo sobre el pecado y la muerte. Nosotros contemplamos gozosos este triunfo de Cristo y nos unimos a él, convencidos de con Cristo hemos vencidos también nosotros. El triunfo de la cabeza es el triunfo de todos sus miembros. Por eso anhelamos su vuelta y confiamos en el cumplimiento de su promesa de llevarnos con Él: “Cuando me haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14,3).

          Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.

          Termina la procesión. El rey queda establecido en su trono, desde el que domina a todas las naciones y a todos los reyes de la tierra. Este Rey es Cristo, que, después de haber luchado contra las potencias del mal y haberlas vencido, se ha sentado en el trono de Dios y ha sido constituido en Señor de todo y dueño de todo: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18).

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios - 1,17-23

          Hermanos: El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro. Y «todo lo puso bajo sus pies», y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que llena todo en todos.

           Del Dios de Jesucristo proceden todas las gracias. El apóstol lo llama “el Padre de la Gloria”, es decir, el origen y la fuente de todo el peso y grandeza de la realidad que, de forma propia y original, reside en Él: “Dios es lo más grande que podemos imaginar” (San Anselmo). Pero toda esta grandeza, que no cabe en la inmensidad del universo, se encuentra apresada por lo que, a los ojos del mundo, es lo más insignificante. Y así es en realidad. En Jesucristo, que, siendo de categoría divina, se humilló hasta hacerse el más pequeño de todos y el servidor de todos, “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2,9).

          El apóstol prorrumpe en este grandioso deseo, convertido en oración: Que este Padre nos haga participar de su sabiduría para poder conocerlo; que abra los ojos de nuestro corazón -nuestra capacidad interior de conocer y amar- para comprender el destino al que estamos llamados, para que nos demos cuenta de la parte de su gloria que nos dará en herencia y del poder que irradiará en los que hemos creído en su Hijo Jesucristo. Todo este poder ya lo desplegó en Él al resucitarlo de entre los muertos, al sentarlo a su derecha y al ponerlo por encima de todo en el cielo y en la tierra. 

           Por nuestro bautismo hemos sido asociados a Cristo en todo, en sus fracasos y en sus triunfos: en su su muerte, en su Resurrección y en su elevación a la derecha del Padre. Con Cristo hemos ascendido al Cielo y nos hemos convertido en moradores de la Casa del Padre: es desde esta morada desde la que debemos vivir ya en nuestra vida terrena. Ello no nos aleja de nuestros compromisos con este mundo presente. Al contrario. Cuanto más profundamente vivamos como ciudadanos del cielo, más fieles seremos a la tierra; cuanto más gustemos de las realidades futuras, más disfrutaremos de las presentes.

           En su caminar por la historia, la Iglesia no está sola: se encuentra asistida y dirigida por la fuerza de Cristo que, a través del Espíritu Santo, la conduce a su plenitud. Unidos a ella, completamos lo que falta a los padecimientos de Jesús. Así lo ha querido el Padre al crearnos: incorporar a su ser, en la condición de hijos, a todos los hombres que, unidos a Cristo, formarán la gran familia de los hijos de Dios.

 Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Id y haced discípulos a todos los pueblos –dice el Señor–; yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos.

Lectura del santo evangelio según san Mateo - 28,16-20

          En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos».

          Los once discípulos marcharon a Galilea, cumpliendo el encargo de Jesús a las mujeres a las que se había aparecido: “Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28,10), El monte donde se reunieron para ver al Señor les fue indicado expresamente por Jesús, aunque ninguno de los evangelistas registra cuándo y dónde tuvo lugar esta circunstancia. El que se postraran ante Él, a pesar de la duda de algunos, significa que lo reconocieron. Jesús -probablemente para fortalecer su confianza- se acerca a ellos y, una vez a su lado, les dice que se le ha concedido toda clase de poder, tanto en el cielo -el mundo de Dios- como en la tierra -el mundo de los hombres-. Este inmenso poder quiere compartirlo con ellos y con todos los hombres. Para cumplir esta tarea les manda a hacer discípulos a todos los pueblos, a bautizarlos y a enseñarles todo lo han aprendido de Él. 

           “Haced discípulos a todos los pueblos”. 

            Con estas palabras, Jesús hace aún más explícito su deseo de que participen de su vida y de su poder todos los hombres, a los que unirá al gran rebaño que formará la gran familia de los hijos de Dios: “Tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor” (Jn 10, 16). Entre estas ovejas estamos nosotros y todos los que vendrán después de nosotros. Para que todos ellos -todos nosotros- nos incorporemos a Él y, juntos, formemos la gran familia de los hijos de Dios, rogó Jesús al Padre en la oración sacerdotal de la Última Cena: “No ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Jn 16,20-21). En los once apóstoles, a los que encomendó la tarea de hacer discípulos a todos los hombres, estamos todos los que queremos seguir a Cristo, y para todos nosotros vale igualmente esta encomienda de Jesús. Todos somos misioneros, todos somos eslabones que, a través de la historia, hacen presente a Cristo y su mensaje de amor; a todos nos regala Cristo el poder de transmitir la vida de Dios. Carece absolutamente de sentido un cristianismo que se quede en los estrechos límites de una existencia individual.

            “… bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

           El bautismo del que nos habla Cristo no es el bautismo penitencial para la remisión de los pecados, como el que administraba Juan el Bautista, ni tampoco el bautismo de sufrimiento y muerte que padeció Jesús por la humanidad, sino el medio en el que se sumerge al creyente en Cristo en la misma vida de la Divinidad. Al invocar el nombre del Padre, el cristiano recibe la naturaleza de hijo de Dios. Ello significa que, a partir de ese momento, el cristiano tiene como meta aspirar a la santidad, como Santo es el Padre: “Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre” (Mt 5,48). Al invocar el nombre del Hijo, el nuevo cristiano se identifica con la misma persona de Cristo y, como Él, se hace todo para todos: “El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20,26-28). Al invocar el Espíritu Santo, se establece en el cristiano una unidad de vida con Él, de forma que este Espíritu se convierte en Alma de su alma. A partir de entonces, el Espíritu Santo será el inspirador de todos sus pensamientos, sentimientos y actos, el que le ayudará a rezar como conviene, el que le consolará en los momentos críticos y el que hablará por él cuando tenga que defender ante el mundo la causa de Cristo y dar razones de su esperanza: “Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros”. Mt 10,19-20).

           “... enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”.

           La tarea que Jesús encomienda a los discípulos, y también a nosotros, es la de enseñar -en la forma que el Espíritu nos inspire, pero siempre- a cumplir con el mandato de amarnos unos a los otros como Él nos ha amado, es decir, dando la vida por los demás: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), hasta el extremo de dar la vida por ellos. Tarea ciertamente ardua, pero no difícil, pues Él, Cristo, estará con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo”.

           Y efectivamente. Cristo estará siempre con nosotros, pues, junto con el Padre y el Espíritu Santo, ha decidido morar en lo más profundo de nuestro ser para establecer con nosotros la más íntima amistad. Las tres personas divinas nos acompañan a todas partes. Podemos decir con San Ignacio de Antioquía que somos “teoforoi” (Teos=Dios; foroi=portadores): portadores de Dios. Ya lo dijo de otro modo San Pablo: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Vienen  muy bien a este propósito aquellas palabras de Cristo, pronunciadas en el cenáculo la víspera de su muerte: “Si alguien me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).

                Oración sobre las ofrendas

          Te presentamos ahora, Señor, el sacrificio para celebrar la admirable ascensión de tu Hijo; concédenos, por este sagrado intercambio, elevarnos hasta las realidades del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          La oración de ofertorio de este domingo la encuadramos en el contexto glorioso de la partida de Cristo al Padre. En sus últimas palabras nos ha asegurado su continua presencia en nosotros, una presencia no sujeta a las limitaciones físicas: la presencia real y eficaz de su Espíritu en nuestra alma. Unidos al sacerdote en el ofrecimiento del pan y el vino, que van a convertirse en el cuerpo y en la sangre del Señor, ofrecemos gozosos nuestra propia vida, que se transformará en la misma vida de Cristo. Conscientes de la maravillosa realidad que se va a operar, pedimos al Padre que nos conceda realizar nuestro camino hacia el cielo bajo el influjo de las realidades futuras, de las que ya, aquí y ahora, disfrutamos en fe y en esperanza: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1).

 Antífona de comunión

            Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos. Aleluya (Mt 28,20).

 Oración después de la comunión

          Dios todopoderoso y eterno, que, mientras vivimos aún en la tierra, nos concedes gustar los divinos misterios, te rogamos que el afecto de nuestra piedad cristiana se dirija allí donde nuestra condición humana está contigo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          El sacramento que hemos recibido nos ha hecho gustar de los bienes del cielo. La Palabra encarnada ha bajado a nuestro corazón y ha embargado todo nuestro ser.  Nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes no son ya los que proceden de nuestro hombre viejo, sino los que ha insuflado en nuestra alma el Espíritu Santo, que mora en nuestro interior. Nuestra plegaria se dirige al Padre, de quien procede todo don, suplicándole que esta extraordinaria realidad de habernos convertido en Cristo marque nuestra espiritualidad y dirija todo nuestro querer y nuestro obrar al pleno disfrute de las realidades del cielo.