Transfiguración del Señor A
Antífona de entrada
Se manifestó el Espíritu Santo en una nube luminosa y se oyó la voz del Padre que dijo: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo» (cf. Mt 17,5).
La antífona de entrada rememora la primera presentación pública de Cristo por parte del Padre en la presencia figurada del Espíritu Santo. Jesús, que acaba de ser bautizado por Juan, oye las palabras del Padre, confirmándole como su Hijo amado, manifestando ante el mundo sus complacencias para con Él y exhortándonos a poner todo nuestro empeño en escuchar su enseñanza: Cristo, Palabra de Dios encarnada, nos revela el proyecto de amor de Dios con la humanidad.
No desperdiciemos nuestra vida escuchando los vanos mensajes de nuestro mundo. Tengamos siempre los oídos abiertos a la voz de Jesús. Él nos habla en los evangelios, en la liturgia, en los sacerdotes, en el diálogo con nuestros hermanos, en los acontecimientos que salpican nuestra vida… Al escucharlo nos hacemos semejantes a Él y, como Él, somos también el deleite del Padre del cielo.
Oración colecta
Oh, Dios, que en la gloriosa transfiguración de tu Unigénito confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los que lo precedieron y prefiguraste maravillosamente la perfecta adopción de los hijos, concede a tus siervos que, escuchando la voz de tu Hijo amado, merezcamos ser sus coherederos. Por nuestro Señor Jesucristo.
La transfiguración del Señor en el monte Tabor fue un breve paréntesis en el que el Padre muestra a los tres apóstoles la Gloria que correspondía a Jesús como Hijo de Dios y la que como hombre le estaba reservada en su Resurrección. Pedimos al Padre la gracia de convertir nuestra vida en un continuo escuchar la voz de su Hijo amado para que, unidos a Él, seamos partícipes de las riquezas espirituales que, como a hijos adoptivos, nos tiene reservadas.
Lectura de la profecía de Daniel - 7,9-10. 13-14
Miré y vi que colocaban unos tronos. Un anciano se sentó. Su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas; un río impetuoso de fuego brotaba y corría ante él. Miles y miles lo servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros. Seguí mirando. Y en mi visión nocturna vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará
Este relato forma parte de un conjunto de visiones del profeta Daniel, consignadas por escrito durante el segundo siglo a. C., un tiempo tormentoso, marcado por la persecución del rey griego, Antioco Epífanes. La finalidad de estos relatos es la de animar al pueblo elegido a superar los sufrimientos provocados por las salvajes vejaciones del tirano griego.
Dos son las visiones que se nos cuentan en esta lectura: la del Anciano, vestido de blanco y sentado en un trono, y la del misterioso ‘hijo de hombre’ que, rodeado de nubes, se acerca al trono del Anciano.
¿Quién es el Anciano de la primera visión? Es el mismo Dios que, en el centro de un escenario grandioso, muestra toda su gloria y poder: “Su trono estaba hecho de llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas; un río impetuoso de fuego brotaba y corría ante él. Miles y miles lo servían, millones estaban a sus órdenes”. Todo ello para dar prestancia al juicio inminente que estaba a punto de celebrarse, un juicio en el que -lo leemos en los versículos omitidos en esta lectura- se impondrá el bien sobre el mal, la justicia sobre los poderosos delincuentes de este mundo, representados en “la bestia muerta, cuyo cuerpo destrozado es arrojado a la llama de fuego”(Dan 7,11).
En la segunda visión Daniel ve a un ‘hijo de hombre’, que, bajando sobre las nubes del cielo, es conducido al trono del Anciano. La expresión ‘hijo de hombre’, utilizada posteriormente por Jesús para designarse a sí mismo, significa simplemente ‘hombre’. Debemos afirmar que este hombre, que forma parte de la humanidad, es introducido en el mundo de lo divino, recibiendo toda la gloria y el poder atribuidos a Dios: “A él se le dio poder, honor y reino”. . Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará”. Poder, honor, Reino: son los términos que en tiempos de Jesús se aplicaban al Mesías.
Para comprender el sentido profundo de estas visiones debemos leer los versículos siguientes a los propuestos en la lectura.
Fuertemente impresionado por estas visiones, Daniel preguntó a uno de los participantes situados ante el trono acerca de lo que estaba contemplando. Y ésta fue su respuesta: “El reino y el imperio y la grandeza de los reinos bajo los cielos todos serán dados al pueblo de los santos del Altísimo”. Esta respuesta le hizo pensar que el ‘hijo de hombre’ se identificaba con el pueblo de Israel o, al menos, con los pocos israelitas que permanecieron fieles a Dios durante la persecución.
Daniel, dirigiéndose a los que han permanecidos fieles en medio de la persecución, les habla de este modo: Vosotros, que sois el Pueblo de los Santos del Altísimo, recibiréis muy pronto el Reino que se os ha prometido; de momento estáis aplastados por la persecución, pero ya está próximo el día de vuestra liberación. Esta predicación de Daniel levanta el ánimo y la esperanza de sus hermanos. De hecho, poco tiempo después, los judíos se rebelaron contra el usurpador griego, lo expulsaron de su territorio y sobrevino un tiempo de paz.
El libro de Daniel se continuó leyendo y, una vez cumplidas, sus visiones (derrota del rey intruso), permanecieron como profecías de otro futuro más esperanzador. La figura de ‘hijo de hombre’ empezó a identificarse con el Mesías esperado, concibiéndolo unos con un ser individual y otros con un hombre colectivo, el pueblo de Israel o, mejor, el pequeño núcleo que permanecíó fiel a la Alianza en el tiempo de la desgracia.
En los evangelios es Jesús el que utiliza -por cierto en muchas ocasiones- la expresión ‘hijo de hombre’, aplicándosela a él y a su misión. Él se llama a sí mismo ‘hijo del hombre’, y no ‘hijo de hombre’. Ello puede significar que no se considera un hombre cualquiera, sino la misma humanidad, de la que se hace el portador de su destino, el mismo sentido que le da San Pablo cuando llama a Cristo ‘el nuevo Adán’.
Los contemporáneos de Jesús no podían identificar a Jesús con el ‘hijo de hombre’ de Daniel, pues éste bajaba entre las nubes, mientras que Jesús provenía de una humilde familia de un pueblo sin importancia, Nazareth. Además, siguiendo el libro de Daniel, al Mesías no se le concebía como un hombre aislado, sino como el pueblo de los Santos. Por otra parte, Jesús añade al aspecto de gloria del que estaba rodeado el ‘hijo de hombre’ de Daniel la dimensión de sufrimiento de la que será objeto: “Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles” (Mc 10,33).
Todas estas oscuridades sobre quién es Jesús y su modo de ser el Mesías se aclararán a partir de la Resurrección. En efecto. A Jesús le cuadra perfectamente el título de ‘hijo de hombre’ que, glorioso, baja entre nubes, pues no sólo es hombre, sino también Dios, viene de Dios y es establecido como Dios, al resucitarlo de entre los muertos. Al mismo tiempo, Jesús es el primogénito de la nueva humanidad, la cabeza del nuevo pueblo de Dios: injertados en Él formamos el pueblo de los Santos del Altísimo, del que hablaba el profeta Daniel.
Salmo responsorial – 96 (97)
El Señor reina, Altísimo sobre toda la tierra.
El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables. Tiniebla y nube lo rodean, justicia y derecho sostienen su trono. (1)
Los montes se derriten como cera ante el Señor, ante el Señor de toda la tierra; los cielos pregonan su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria. (2)
Porque tú eres, Señor, Altísimo sobre toda la tierra, encumbrado sobre todos los dioses. (3).
En estos versículos del salmo 96(97) contemplamos la supremacía de Dios sobre todas las cosas creadas. Por mucho poder del que el hombre pueda presumir, es Dios quien, desde siempre, dirige y gobierna como Rey Supremo los acontecimientos de la naturaleza y de la historia. Este dominio de Dios sobre todo, en contraste con el temor que sobre los hombres ejercían los dioses de los pueblos vecinos, es para el salmista un motivo de paz y felicidad: “la tierra goza, se alegran las islas innumerables”. Y a pesar de no poder entrar de lleno en el misterio de este poder -“Tiniebla y nube lo rodean”-, se congratula al saber que no es un poder amenazador, sino un poder dirigido a implantar en el mundo la rectitud y la benevolencia -“justicia y derecho sostienen su trono”-.
El poder de Dios es superior a las cosas más temibles de la naturaleza. Desastres naturales, tormentas, relámpagos, montañas imponentes: en estas realidades cósmicas espectaculares muestra su gloria, sometiéndolas y haciéndoles perder su fuerza: “Los montes se derriten como cera ante el Señor, ante el Señor de toda la tierra”. De esta forma, el universo entero proclama a los cuatro vientos este poder al poner a cada elemento natural en el lugar por Él asignado y estableciendo entre ellos el orden justo. Los hombres, al contemplar la magnificencia del universo, quedan extasiados: “los cielos pregonan su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria”.
En la última estrofa el salmista vuelve a insistir en él reconocimiento de la grandeza de Dios: de su corazón y de sus labios brotan palabras en las que se admira ante la supremacía del Señor sobre todos los señores, a los que tantas veces ha tenido la tentación de adorar. “Porque tú eres, Señor, Altísimo sobre toda la tierra, encumbrado sobre todos los dioses”
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pedro - 1,16-19
Queridos hermanos: No nos fundábamos en fábulas fantasiosas cuando os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino en que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. Porque él recibió de Dios Padre honor y gloria cuando desde la sublime Gloria se le transmitió aquella voz: «Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido». Y esta misma voz, transmitida desde el cielo, es la que nosotros oímos estando con él en la montaña sagrada. Así tenemos más confirmada la palabra profética y hacéis muy bien en prestarle atención como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y el lucero amanezca en vuestros corazones.
La segunda carta de San Pedro es una especie de discurso de despedida ante la proximidad de su muerte: el apóstol recuerda a sus discípulos las verdades fundamentales que le han animado en su misión evangelizadora y, al mismo tiempo, les orienta para que puedan abordar por ellos mismos su futuro de creyentes. En el texto que se nos propone hoy, San Pedro defiende con firmeza que la verdad de nuestra fe (que Jesucristo ha sido constituido por su Resurrección en dueño y Señor de todo lo creado y que vendrá, dotado de poder y gloria, al final de los tiempos) no es ningún una invención de los apóstoles, como sostenían determinados enemigos del camino de Jesús, sino una certeza basada en la experiencia de testigos oculares.
El mismo Pedro confirma esta certeza en el discurso de la mañana de Pentecostés: “A éste, Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos” (He 10,40-41). También el apóstol y evangelista Juan nos transmite en su segunda carta este mismo testimonio: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos (…); lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1 Jn 1,1.3). Y en la lectura que estamos comentando San Pedro hace otro tanto, al recordar la voz del Padre, complaciéndose en Cristo que, como un adelanto del poder que iba a recibir en su Resurrección, apareció lleno de honor y gloria en el monte Tabor: “Esta misma voz, transmitida desde el cielo, es la que nosotros oímos estando con él en la montaña sagrada”.
De esta forma se confirmaron las profecías que sobre Cristo hicieron los profetas a lo largo de los siglos, profecías que se cumplirán definitivamente para todos nosotros en la segunda venida del Señor. Esta certeza -concluye San Pedro- es la lámpara brillante que debe iluminar el camino, muchas veces oscuro, de nuestra vida hasta el momento en que “amanezca el gran día en nuestros corazones”.
De esta lámpara forman parte las personas que han sabido, con la ayuda de Dios, vivir de la esperanza en la venida de Cristo. “Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su «sí» abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo” (Spe salvi, 48).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo.
Lectura del santo evangelio según san Mateo - 17,1-9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
El episodio de la transfiguración es como un paréntesis en el que la vida divina, escondida en la humanidad de Jesús, se manifiesta al exterior, aunque restringida, en este caso, a Pedro, Santiago y Juan; una manera también de fortalecer la fe de estos discípulos, columnas de la futura Iglesia, ante la tormenta de la ya muy próxima pasión y muerte de Cristo.
Acompañado de estos tres discípulos, los que estuvieron y estarán a su lado en los momentos más íntimos -resurrección de la hija de Jairo, agonía en Getsemaní- se retira a la soledad de un monte, donde se transfigura ante ellos. Sus vestidos se volvieron de un blancor que deslumbraba los ojos mientras conversaba con Elías y Moisés, los dos personajes más significativos del Antiguo Testamento.
Ante este espectáculo, Pedro, emocionado de lo que estaba viendo y disfrutando, propone a Jesús la construcción de tres tiendas para permanecer permanentemente en aquel lugar.
Una nube cubrió todo el monte y una voz del cielo, la misma que se oyó en el bautismo de Jesús, retumbó de esta forma: “Éste es mi hijo amado, escuchadlo”. De repente, volvieron a la situación normal y bajaron del monte. Jesús, como hiciera en otras ocasiones, les advierte -probablemente para que la gente no distorsionase el sentido de su misión mesiánica- que no publicasen lo que habían presenciado hasta que Él no resucitara de entre los muertos. Esta advertência se les quedó grabada, aunque no lograron entender lo de la resurrección de entre los muertos.
“Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador”
Los vestidos de una persona remiten a la persona que los porta. En este caso podemos entender que la blancura esplendorosa de los vestidos de Cristo significa la gloria de Dios que se ha posado sobre un hombre.
“Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús”.
Moisés, es decir, la Ley; Elías, el profeta. Jesús no ha venido a abolir la ley, sino a darle su cumplimiento (Mt 5,17). La presencia de Elías es como un espaldarazo a Jesús, el profeta que hablaría realmente en nombre Dios, porque lo vería cara a cara.
«Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo».
La visión ha durado unos instantes. Se trataba de hacer ver a los tres discípulos el triunfo que Jesucristo había de conseguir en su muerte y resurrección. De esta manera, les preparaba para poder soportar los acontecimientos de su pasión. Con estas palabras, pronunciadas por el Padre, los discípulos se conciencian de la importancia de Jesús y de su obra. Lo que interesaba a ellos en ese momento, y lo que nos interesa siempre a nosotros, es escucharlo. Y es que la palabra de Jesús y su persona es la verdadera interpretación de las Escrituras: sólo a través de Él puede comprenderse la Ley (Moisés) y todo lo que dijeron los profetas (Elías). “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo” (Hb 1,1-2).
Oración sobre las ofrendas
Te rogamos, Señor, que santifiques la ofrenda que te presentamos en la gloriosa transfiguración de tu Unigénito y que, con los resplandores de su luz, nos limpies de las manchas de los pecados.Por Jesucristo, nuestro Señor.
Al pan y vino que, como ofrendas, presenta el sacerdote al Padre unimos todo lo que de nuestro ser puede agradarle. ¿Y qué es lo que agrada al Señor? Lo que al Señor le agrada y espera de nosotros es sólo un corazón contrito y humillado, un corazón cuyo lema vital sea cumplir en todo su voluntad y gozarse en su cumplimiento, un corazón de niño que tenga como único sustento de su vida a Dios. Con esta actitud el Señor santificará, junto con el pan y el vino, todo nuestro ser, de tal manera que desaparecerá de nuestra vida todo lo que se oponga al proyecto de amor que Dios tiene sobre nosotros, a saber, que seamos santos como Él es Santo.
Antífona de comunión
Cuando Cristo se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn 3,2).
En el momento del bautismo fuimos injertados en Cristo, haciéndonos semejantes a Él y hasta formando una sola cosa con Él. Esta realidad la vivimos todavía en fe y esperanza. Cuando Cristo aparezca en poder y majestad en su última venida, desaparecerán la fe y la esperanza y veremos y conoceremos a Cristo tal como Él es. Entonces, nos daremos perfecta cuenta de nuestra verdadera realidad: de que, desde el momento en el que creímos en Cristo, fuimos hechos semejantes a Él.
“Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido”. (1 Cor 13,12). Con esta esperanza nos acercamos a comulgar, conscientes de que, al alimentarnos de su Cuerpo (de su persona) damos un paso de gigante en nuestra identificación con el Señor.
Oración después de la comunión
Que el alimento celestial que hemos recibido, Señor, nos transforme en imagen de tu Hijo, cuya claridad has querido manifestarnos en su gloriosa transfiguración. Por Jesucristo, nuestro Señor.
A través del testimonio de Pedro, Juan y Santiago hemos tenido un adelanto de la manera en que Jesús se manifestará al final de los tiempos. Este Jesús, lleno de gloria en el Tabor, se ha hecho realmente presente en el pan del que nos hemos alimentado. Pedimos al Padre que potencie nuestros deseos de transformarnos en Él, pues Dios nos concede sus bienes en la medida en que los deseamos. Benedicto XVI, citando a San Agustín, aclara, en su encíclica Spe Salvi, el papel que juega nuestro deseo en la oración: “La oración es un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado (…) para ser colmado de Dios. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Dios, retardando su don, ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz de su don”. (Spe salvi, 33)