Domingo 20 del tiempo ordinario Ciclo A
Antífona de entrada
Fíjate, oh, Dios, escudo nuestro; mira el rostro de tu Ungido, porque vale más un día en tus atrios que mil en mi casa (Sal 83,10-11).
Al comenzar la celebración nos ponemos en la presencia del Señor, nuestro defensor -“escudo nuestro”-, que está siempre dispuesto a protegernos en cualquier situación que pueda poner en peligro nuestra unión con Él. A este Dios que, en otras ocasiones lo llama roca, fortaleza o fuerza, implora el salmista para que auxilie a su Ungido, el rey de Israel. En este rey vemos nosotros al Ungido definitivo y Rey del mundo, a Cristo.
En Dios encuentra el salmista la seguridad y la paz. Ello hace que suspire por estar cerca de él: “Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa”. A este deseo nos unimos también nosotros: que el Señor ilumine nuestra inteligencia y reafirme nuestros sentimientos para poder valorar y sentir la sublime maravilla de estar en su presencia.
Oración colecta
Oh, Dios, que has preparado bienes invisibles para los que te aman, infunde la ternura de tu amor en nuestros corazones, para que, amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar tus promesas, que superan todo deseo. Por nuestro Señor Jesucristo.
Reconocemos la infinita generosidad de Dios con los que ponen en Él su confianza y amor, y le pedimos que nos haga partícipes de la ternura de este amor o, mejor, que deseemos vivamente amarle como Él nos ama, y no sólo en los momentos de oración, sino en todo lo que hagamos y por encima de cualquier otra cosa. De esta forma empezaremos, ya en esta vida, a gozar de la verdadera felicidad, aquella que, a pesar de los contratiempos y momentos bajos de la vida, nos mantiene en la esperanza cierta de disfrutar un día de los bienes prometidos, los cuales superan en grandeza y excelencia a todo lo que nosotros podemos desear desde nosotros mismos.
Lectura del libro de Isaías 56,1. 6-7
Esto dice el Señor: «Observad el derecho, practicad la justicia, porque mi salvación está por llegar, y mi justicia se va a manifestar. A los extranjeros que se han unido al Señor para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores, que observan el sábado sin profanarlo y mantienen mi alianza, los traeré a mi monte santo, los llenaré de júbilo en mi casa de oración; sus holocaustos y sacrificios serán aceptables sobre mi altar; porque mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos».
El texto está redactado unos años después de la finalización del destierro babilónico. Como comentábamos en la lectura del pasado domingo, existían bastantes creyentes, tanto de los retornados de Babilonia como de los que no probaron el destierro, cuya fidelidad al Dios de la Alianza dejaba bastante que desear. A éstos se dirige el profeta para anunciarles que la salvación prometida está a las puertas y que, por tanto, merece la pena estar preparados y empezar a guardar el derecho y practicar la justicia.
En un mundo como el nuestro, en el que cunde el pesimismo y la pérdida de valores religiosos y morales, nos asalta la tentación de dejarnos arrastrar por un ambiente contrario a Dios y caer en la tentación de vivir como si Dios no existiese. Necesitamos, por ello, tomar conciencia de que Dios no nos abandonará. Al contrario: el Señor siempre viene y continuará viniendo; y que, aunque no lo veamos con claridad e, incluso, los signos de los tiempos parezcan contradecirlo, es Él el que, sin anular nuestra libertad, mueve los hilos de la historia. Y es que Dios no se arrepiente de sus promesas, pues “sus dones y su llamada son irrevocables”, como nos recordará la segunda lectura de esta misa.
Estos dones y esta llamada son para todos los pueblos, no solo para Israel, y así entramos en el segundo y fundamental aspecto de nuestra lectura. Nos situamos, como hemos dicho, en los primeros años de estancia en Jerusalén, una vez tocada a su fin la cincuentena del destierro. En estos momentos, muchas personas, no pertenecientes al pueblo judío, se han incorporado a la sinagoga y han apostado por participar en la religión de Abraham. Ante este hecho, los judíos de raza se dividen en sus opiniones: unos, tomando la bandera de la fidelidad al Dios, se oponen a admitir a los extranjeros en la fe judía; otros, en cambio, no ven ningún problema en que la religión se abra a los demás pueblos del mundo, tal como proclamaban algunos salmos, en concreto, el salmo de hoy: “Que toda la tierra conozca tus caminos y todos los pueblos tu salvación, que todos los pueblos te alaben”.
Si en otras ocasiones Dios prohibió y hasta castigó la relación con los pueblos vecinos -siempre por el peligro de contaminarse por la idolatría-, en el momento en que habla el profeta, Dios, en sus inescrutables caminos, manifiesta al pueblo que su salvación es para todos los hombres; que los extranjeros que se unan al Señor, siendo fieles a la alianza y cumpliendo sus mandatos y prescripciones, participarán también en las promesas hechas a Abraham. A los extranjeros que así se comporten -dice el Señor- “los traeré a mi monte santo, los llenaré de júbilo en mi casa de oración y aceptaré sus holocaustos sobre mi altar”.
Los cristianos debemos saber que no nos salvamos solos, pues es bien sabido que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de los verdad” (1 Tm 2, 4). No cabe, por tanto, en nosotros una actitud que excluya del disfrute de las promesas del Señor a los que no piensan como nosotros.
La lectura concluye aclarando aún más esta voluntad universal de la salvación: “Mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos».
La Iglesia de nuestro tiempo, fiel a esta misión universal, “desea ardientemente que todos los hombres, que hoy están más íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales, técnicos y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo” (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 1)
Salmo responsorial - Salmo 66
Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
Que Dios tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación.
Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia y gobiernas las naciones de la tierra.
Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman todos los confines de la tierra.
Como hijos de Dios proclamamos nuestro deseo de que se unan a nuestra alabanza todos los hombres, pues todos ellos son también sus hijos y, por tanto, nuestros hermanos.
Pedimos al Señor que tenga piedad de nosotros, que nos bendiga y nos ilumine. Pero ¿podía el Señor hacer otra cosa que no sea perdonarnos, bendecirnos e iluminarnos, siendo así que su ser consiste en tener piedad de sus criaturas, querer para ellas todo su bien y abrillantarlas con su luz? Es lo que apreciamos en los fragmentos bíblicos que transcribo a continuación:
“Yo, el Señor, soy un Dios misericordioso y clemente, lento a la cólera y rico en amor y fidelidad, un Dios que mantiene su amor eternamente, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado”, le dice Dios a Moisés en el monte (Éx 34,6-7); la bendición de Dios a los hombres se concreta en el plan de salvación diseñado por Él desde toda la eternidad: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Ef 1,3-4); San Juan, en el prólogo de su evangelio, se remonta a la eternidad para contemplar la Palabra divina, vida y luz de los hombres, como origen y fundamento de todo: “Todo se hizo por la Palabra y sin ella no se hizo nada de cuanto lo existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1,3-4). Esta Palabra es Cristo, que nos trae la Luz del Padre: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida“ ().
Cuando pedimos a Dios que nos bendiga, nos perdone o nos ilumine, lo que realmente pedimos es que no permita que rechacemos su bendición, su perdón y su luz, pues, como hemos dicho antes, Dios no puede hacer otra cosa que velar por nuestro bien. Hagamos, por tanto, todo lo que esté de nuestra parte por vivir siempre acogidos a su continua benevolencia, al saludable convencimiento de que Dios nos ama -me ama-, a la tranquilidad de sabernos cuidados por Él infinitamente más y mejor que como nos cuidamos nosotros a nosotros mismos.
Perdonados, bendecidos e iluminados por Dios, se nos invita a ser antorchas que destruyan las tinieblas de nuestro mundo para que los hombres encuentren los senderos que les conduzcan a la Verdad y a la salvación. Ése es el deseo del salmista y también nuestro deseo: “Conozca la tierra tus caminos y todos los pueblos tu salvación”. Que este deseo nuestro se traduzca en obras de amor, en una vida entregada al servicio de quienes nos necesitan, pues sólo el amor cura, dando luz y sentido, a quienes lo reciben: “Brille así vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).
De esta forma, arropados enteramente por el amor de Dios, le responderemos con ese amor que nos ha regalado, amándolo a Él con todas nuestras fuerzas y luchando porque esa experiencia de su amor llegue a todos los hombres, con el fin de que, junto con nosotros, lo alaben y lo reconozcan como el único Dios que, de modo misterioso, conduce el universo y la historia hacia el destino marcado por Él desde la eternidad: “Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia y gobiernas las naciones de la tierra”.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 11,13-15. 29-32
Hermanos: A vosotros, gentiles, os digo: siendo como soy apóstol de los gentiles, haré honor a mi ministerio, por ver si doy celos a los de mi raza y salvo a algunos de ellos. Pues si su rechazo es reconciliación del mundo, ¿qué no será su reintegración sino volver desde la muerte a la vida? Pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables. En efecto, así como vosotros, en otro tiempo, desobedecisteis a Dios, pero ahora habéis obtenido misericordia por la desobediencia de ellos, así también estos han desobedecido ahora con ocasión de la misericordia que se os ha otorgado a vosotros, para que también ellos alcancen ahora misericordia. Pues Dios nos encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos.
San Pablo dirige estas palabras a los romanos, cristianos procedentes del paganismo, a los cuales ha sido enviado como apóstol, un servicio que cumple con orgullo por habérselo encomendado el propio Cristo. Ello no implica el abandono de sus hermanos de raza. Al contrario: aprovecha la labor que realiza con los gentiles para provocar la envidia -“el celo”- de los judíos, pero siempre con el fin de acercarlos a Cristo.
Destaca la importancia del pueblo judío en el plan universal de la salvación, traída por Cristo, y se muestra esperanzado en que un día se conviertan, pues si su rechazo a Cristo ha supuesto la reconciliación del mundo con Dios, su admisión en la Iglesia tendrá un alcance muy particular y provechoso para este mundo.
La esperanza de San Pablo en la conversión de sus hermanos judíos la fundamenta en Dios, que es fiel a sus promesas: “los dones y la llamada de Dios son irrevocables”. Dios no puede volverse atrás en lo que promete. El camino utilizado por Dios ha sido el encerrar a todos los hombres en la desobediencia para salvarlos a todos. Si la desobediencia de los judíos fue la causa de la misericordia de Dios con nosotros, los gentiles, esta misericordia de Dios con nosotros será la causa de que Dios tenga misericordia de ellos y vuelvan a ser agraciados con los frutos de la promesa, cumplida definitivamente en Cristo.
La preocupación de San Pablo por la salvación de sus hermanos en el judaísmo debe ser para nosotros un acicate para luchar por la salvación -el acercamiento a Cristo- de las personas que todavía no han oído hablar de Él o tienen muchas confusiones respecto a su persona y a su mensaje. En muchas ocasiones concebimos nuestra actuación caritativa como ayuda a las personas con necesidades materiales, actuación sin duda alguna importantísima y querida por Dios. Pero por lo mismo no debemos descuidar la ayuda espiritual a nuestros hermanos no creyentes, dándoles razón de aquello en lo que esperamos y anunciando a Cristo desde el ambiente que nos ha tocado vivir. De esta manera cumplimos el mandato del Maestro a los discípulos, y también a nosotros: “Id por todo el mundo y haced discípulos míos a todas las gentes” (Mt 28,19).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Jesús proclamaba el evangelio del reino,
y curaba toda dolencia en el pueblo.
Nos preparamos a escuchar el Evangelio contemplando a Jesús anunciando la llegada del Reino de Dios y preocupándose por los problemas y sufrimientos de la gente.
Lectura del santo evangelio según San Mateo 15,21-28
En aquel tiempo, Jesús salió y se retiró a la región de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo». Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando». Él les contestó: «Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel». Ella se acercó y se postró ante él diciendo: «Señor, ayúdame». Él le contestó: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos». Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». En aquel momento quedó curada su hija.
En una región fuera de Palestina una mujer extranjera -quizá porque ha oído hablar de sus milagros y curaciones- pide a Jesús que tenga compasión de ella y expulse el demonio que tiene atrapada a su hija. Jesús, bien para probar su fe, bien para disponerla a recibir la gracia que pensaba concederle, parece no prestar atención a sus persistentes ruegos. Su insistencia provoca la reacción de los discípulos que aconsejan al Señor que le atienda. La mujer se adelanta y se arrodilla ante Jesús. Se establece un diálogo entre los dos, que culmina en una maravillosa actitud de humildad y de fe por parte de la mujer: ante el inconveniente que pone Jesús de que no está bien echar la comida de los hijos a los perros, ella responde que también los perros se comen la comida que cae de la mesa de sus amos. La escena se cierra mostrando a Jesús impactado por esta gran manifestación de fe y curando a su hija.
Varias enseñanzas podríamos sacar de este evangelio. Respecto a la actitud de la mujer es destacable, en primer lugar, su fe que, según apreciamos en esta y otras curaciones, pone Jesús como exigencia principal para que se produzca la acción milagrosa. En segundo lugar, su insistencia y perseverancia, actitud que debemos copiar en nuestra relación personal con Dios, siguiendo la recomendación del Señor: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide, recibe; quien busca, halla, y al que llama, se le abre." (Lc 11, 9-10). En tercer lugar, su humildad, cuando, al asentir a las palabras de Jesús, reconoce la superioridad del pueblo judío en lo que hace referencia a la religión. Por último, cabe reseñar otro aspecto de gran interés en el ejercicio de la caridad y solidaridad con los necesitados: la mujer no pide a Jesús que tenga piedad de su hija, sino de ella, es decir, el problema de su hija era su problema. Hacer nuestros los sufrimientos de los demás: esto es la solidaridad humana que brota directamente del modo de actuar de Cristo, quien, “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Fl 2, 6-8). Hagámonos pobres con los pobres y suframos con los que sufren: “Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran”, dice San Pablo a los Romanos” (Rm 12, 15).
Y, para concluir y relacionándolo con la primera lectura, debemos reseñar que Jesús, cuya misión directa se circunscribía al pueblo de Israel, nos hace ver con esta actuación milagrosa que su salvación es para todos los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos, como lo comunicará a los apóstoles antes de ascender al cielo. Terminamos el comentario con la misma cita con la que concluíamos el de la segunda lectura: "Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mt 28,19).
Oración sobre las ofrendas
Acepta, Señor, nuestras ofrendas en las que vas a realizar un admirable intercambio, para que, al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
En esta oración de ofertorio nos centramos brevemente en lo que se va a realizar en el altar en el momento de la consagración: Las ofrendas que hemos recibido de Dios, representadas en el pan y el vino, se van a convertir en el Cuerpo y la Sangre de Señor. Pedimos al Padre que disponga nuestro corazón para recibirle con el máximo fervor en la comunión, que también purifique nuestro entendimiento y que cree eb nuestro corazón un sincero y fuerte deseo de estar con él para siempre.
Antífona de comunión
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; el que coma de este pan vivirá para siempre (cf. Jn 6,51).
Estas palabras forman parte discurso del Pan de Vida del evangelio de San Juan, pronunciado por Jesús al día siguiente de la primera multiplicación de los panes y los peces. Jesús se presenta a sí mismo como el alimento que mata para siempre el hambre del hombre y sacia su sed de eternidad: “mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida“, continúa diciendo Jesús. En la comunión que, en unos instantes, vamos a participar gustamos anticipadamente en fe y esperanza de los bienes y gozos que tendremos en el cielo.
Oración después de la comunión
Después de haber participado de Cristo por estos sacramentos, imploramos humildemente tu misericordia, Señor, para que, configurados en la tierra a su imagen, merezcamos participar de su gloria en el cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Por el alimento de este sacramento hemos participado del ser de Cristo, haciéndonos una sola cosa con él. Pedimos al Señor, con la humildad de la que, como seres totalmente necesitados, debemos revestirnos, que los que nos hemos hecho semejantes a Él en esta vida terrena merezcamos participar plenamente en el cielo de su gloria de resucitado.