Domingo 34 del Tiempo Ordinario – Ciclo A
Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo
Antífona de entrada
Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos (Ap 5,12; 1,6).
“Yo soy rey, contestó Jesús a Pilato. Yo para esto nací y para esto vine al mundo: para ser testigo -mártir- de la Verdad” (Jn 18,37). Muriendo en la Cruz, Cristo, el Cordero degollado, revela la gran Verdad: Dios es amor. Como colofón del año litúrgico, la Iglesia hace suya esta alabanza del Apocalipsis para aclamar como Rey de la Verdad y del Amor a Cristo que, por su muerte y resurrección, se ha hecho acreedor a todas las perfecciones divinas.
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, que quisiste recapitular todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del universo, haz que la creación entera, liberada de la esclavitud, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin. Él, que vive y reina contigo.
El Padre, en su omnipotencia y desde la eternidad, determinó reunir todas las cosas en Jesucristo, su Hijo amado y la razón de ser y existir de las mismas. A Él nos dirigimos y le pedimos en esta oración colecta que todas ellas (“la creación entera”), una vez liberadas de la esclavitud a que les sometió el hombre por el pecado, vuelvan a cumplir con el fin para el que fueron creadas: servir a Dios y glorificarlo eternamente.
Lectura de la profecía de Ezequiel - 34,11-12. 15-17
Esto dice el Señor Dios: «Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré. Como cuida un pastor de su grey dispersa, así cuidaré yo de mi rebaño y lo libraré, sacándolo de los lugares por donde se había dispersado un día de oscuros nubarrones. Yo mismo apacentaré mis ovejas y las haré reposar –oráculo del Señor Dios–. Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré las heridas; fortaleceré a la enferma; pero a la que está fuerte y robusta la guardaré: la apacentaré con justicia». En cuanto a vosotros, mi rebaño, esto dice el Señor Dios: «Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío».
Los versículos anteriores a este fragmento bíblico describen la penosa situación en que se encuentra el pueblo de Israel por la gestión de unos gobernantes corruptos. Muchos israelitas han buscado refugio en las naciones vecinas para poder sobrevivir. El profeta compara a estos gobernantes con los malos pastores: en lugar de preocuparse del bienestar del rebaño, sólo miran al propio aprovechamiento, dejando a las ovejas abandonadas en el campo y expuestas al ataque de los animales salvajes. (34,5). Ante esta calamitosa situación, el Señor, movido por el amor a su pueblo, decide hacerse cargo personalmente de la grey de Israel con el fin de establecer un reinado de justicia y de paz en la tierra que recibieron como promesa hecha a sus padres: “Los israelitas han sido dispersados entre las naciones, pero van a ser juntados de nuevo en su tierra, donde volverán a disfrutar de pastos pingües ... en las altas cimas de Israel” (v. 14).
Como los buenos pastores, el Señor cuidará de las ovejas de Israel, y de todos los hombres, sacándonos de los lugares peligrosos en los que nos habíamos dispersados un día de nubarrones. Llevado por su amor a la humanidad, decide bajar desde la eternidad a esta tierra para construir la gran fraternidad de los hijos de Dios. Esta decisión se materializa en Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, que, como buen pastor de los hombres, promete reunirlos a todos en un solo rebaño bajo su guía providente: “Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor” (Jn 10,16).
Igual que los buenos pastores llevan sus ovejas a verdes praderas, repletas de abundantes pastos, sobre las que descansan y en las que encuentran manantiales de aguas frescas y cristalinas, Jesús, nuestro buen Pastor, nos lleva de la mano a las praderas eucarísticas en las que descansamos de las penalidades y dolores causados por el pecado, nos fortalecemos con el alimento de su cuerpo y bebemos las aguas del Espíritu: “Yo soy el pan de la vida -nos dice Jesús-. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed” (Jn 6,35).
“Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma”. “A la que está fuerte y robusta la guardaré”
Es lo que hace Jesús con nosotros. Él es el Pastor que nos busca cuando, engañados por los placeres de este mundo, nos alejamos de Él; el que nos carga sobre sus hombros, como a la oveja descarriada del Evangelio; el que nos lleva al calor de la casa del Padre. Él es realmente el samaritano de la parábola que, al encontrarnos asaltados y expoliados en los caminos de la vida, nos alimenta con su cuerpo, curando nuestras heridas con el vino de la Eucaristía y con la venda de su amor. Y cuando ya estamos curados y fuertes, se preocupa de mantenernos a su lado para librarnos de cualquier peligro que nos haga volver al antiguo camino.
Al Buen Pastor dedica Benedicto XVI estas palabras en su encíclica Spe salvi: “El verdadero pastor es el que conoce el camino que pasa por el valle de la muerte; Aquél que, incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo, guiándome, para atravesarlo; Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su «vara y su cayado me sosiega» -de modo que «nada temo» (cf. Sal 22,4)- era la nueva «esperanza» que brotaba en la vida de los (primeros) cristianos” (Spe salvi, 6).
La paz, la tranquilidad y el bienestar espiritual alcanzados gracias al cuidado de este insigne Pastor nos lleva a imitarle, a ser como Él, haciéndonos pastores los unos de los otros. Enriquecidos con el amor que hemos recibido, y siguiendo los pasos de Jesús, devolvemos este amor, entregándonos a las necesidades de nuestros hermanos, ocupándonos de sus problemas, viviendo sus sufrimientos como si fuesen nuestros, cumpliendo, en definitiva, el mandato del Señor de “amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos”.
«Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío»
El Señor nos trata de modo personalizado, dando a cada uno lo que le corresponde y necesita, no permitiendo que las ovejas robustas opriman a las débiles. El juicio del Señor al final de los tiempos no será una amnistía general, pues no es justo, e iría contra su amor, igualar, por debajo o por arriba, las acciones de los hombres a lo largo de la historia: cada uno recibiremos en justicia el premio o el castigo que, según su sabiduría, haya merecido nuestra conducta en esta vida.
Salmo responsorial - Salmo 22
El Señor es mi pastor, nada me falta.
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar.
Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas;
me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo,
porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor por años sin término.
De dos imágenes se sirve el salmista, para contar su experiencia de su relación con Dios: la del Pastor y la del dueño de familia que acoge en su tienda a un hombre perseguido, imágenes ya alejadas de nuestra cultura occidental, pero muy corrientes en la Palestina bíblica.
La imagen del pastor forma parte de la experiencia de los seres humanos que, al tener que domesticar algunos animales, han estrechado con ellos lazos -si se puede decir- de familiaridad. Es el caso de las ovejas. El pastor conoce a cada una por su nombre y las ovejas conocen la voz y el olor del pastor. Así es la experiencia que el orante tiene con Dios: entre ambos se teje una relación de afecto, de confianza y de seguridad únicos. “Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”, decía nuestra mística Teresa de Jesús.
Un rebaño hambriento encuentra hierba verde y fresca. Es una fiesta. La sola vista de una pradera, después de un árido y polvoriento camino, invita al descanso. El gozo entra por los ojos y por la piel cuando, en pleno desierto, se oye el correr del agua que brota de un manantial. Las ovejas recobran el aliento y encuentran fuerzas para seguir caminando. No saben a dónde van, pero confían en el pastor que las guía. No les preocupa que pasen por “valles tenebrosos y por cañadas oscuras”; nada temen, pues en esos momentos sienten con más fuerza la presencia cercana del pastor. En el corazón del salmo se escucha el grito gozoso del salmista, hablando directamente a su Dios: “Porque Tú vas conmigo”. Tú lo eres todo para mí. Tú eres mi agua, mi hierba y mi camino. En medio de la oscuridad, aunque no te veo, siento el golpe ligero de tu cayado cuando me desvío; y cuando me retraso, y casi me pierdo, oigo el golpe rítmico de tu vara sobre las piedras, y eso me calma.
Un hombre perseguido, con los enemigos pisándole los talones. No tiene ningún futuro, salvo que alguien le ofrezca hospitalidad. Lo que debería haber terminado en tragedia se convierte en fiesta gracias a que alguien le abre su tienda y lo acoge como si fuese de la familia. Desenrolla unas pieles a la entrada de su tienda sobre las que coloca la comida. Lo unge con aceite, enriquecido con esencias perfumadas, refresca y cura sus heridas y le ofrece una copa rebosante de vino de su casa. Todo es derroche y abundancia. Los lazos se han hecho tan profundos, que cuando se acerca la hora de partir para volver a su hogar, el anfitrión le ofrece su amor y su bondad para que lo acompañen en su regreso. Y no para un día ni dos, sino para toda la vida, hasta que llegue a la casa del Señor, su verdadera morada. En ella “se enjugarán todas las lágrimas de todos los rostros y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor” (Ap 21, 3ss).
(Resumido del libro Orar con los salmos)
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 15,20-26. 28
Hermanos: Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto. Si por un hombre vino la muerte, por un hombre vino la resurrección. Pues lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo, en su venida; después el final, cuando Cristo entregue el reino a Dios Padre, cuando haya aniquilado todo principado, poder y fuerza. Pues Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte. Y, cuando le haya sometido todo, entonces también el mismo Hijo se someterá al que se lo había sometido todo. Así Dios será todo en todos.
El texto que la Iglesia nos propone hoy para la segunda lectura pertenece al capítulo quince de la primera carta de San Pablo a los Corintios. Para entenderlo en su justa medida tenemos que leer los tres versículos anteriores a este fragmento. En ellos se afirma rotundamente que si Cristo no resucitó, tampoco nosotros resucitaremos: “Si Cristo no resucitó, vana es (nuestra) fe y aún (estamos) en (nuestros) pecados” (1Cor 15,17). Pero no. “Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto”. Es ahora cuando San Pablo va a explicar la conexión íntima entre la Resurrección de Cristo y nuestra resurrección, la solidaridad entre Cristo y nosotros. Lo hace a través del término “primicias”: Los primeros frutos (las primicias) de la cosecha eran consagrados a Dios y las bendiciones y beneficios de estos frutos afectaban también a los frutos posteriores. San Pablo, al aplicar este término a Cristo resucitado, da a entender claramente que Cristo no quedará solo en su condición gloriosa, sino que llevará en pos de sí a todos los hermanos muertos que han vivido unidos a Él. Esta idea de solidaridad entre Cristo y nosotros queda aún más acentuada en el paralelismo antitético entre Adán y Cristo: “lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados”. Cristo aparece como el nuevo tronco o cabeza de la humanidad regenerada; su poderoso influjo vivificador se extiende a todos los hombres unidos a Él, anulando la mortífera influencia de la obra del primer hombre. Cristo y los suyos forman una especie de organismo único que no admite diferencias de destinos: donde esté la cabeza han de estar también los miembros.
“Todos serán vivificados, Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo, en su venida; después el final”.
La resurrección de Cristo precede temporalmente a la resurrección de los cristianos, la cual tendrá lugar en su última y definitiva venida como Juez y como Rey. Ese momento será el final -no es correcto exegéticamente pensar en un nuevo período hasta que los enemigos y la muerte sean completamente vencidos, como sugiere el adverbio “después”-. La última venida de Cristo será la conclusión del plan divino de la redención: todos los poderes hostiles a Cristo habrán sido definitivamente vencidos, incluido el poder de la muerte, pues ya habrán resucitado todos los muertos en Cristo. En ese momento cesa la función redentora y mesiánica de Cristo y comienza el Reino glorioso y triunfante de Dios, reino de paz e inmortalidad, en el que ya no habrá nada ajeno y opuesto a Él: “Dios será todo en todo”.
Las consecuencias que de la consideración de este final se derivan para el discípulo de Cristo son impresionantes. El cristiano sabe que su vida no acaba en el vacío, sino en un futuro en el que se saciarán con creces todos los deseos de su corazón. Y este futuro, al ser cierto, cambia su presente en una vida entregada a los valores del Reino que vendrá. Durante muchos siglos el cristianismo se ha detenido demasiado en recordar al Cristo que vino, viendo el futuro -el juicio final- como algo amenazador (pensemos en “Dies Irae” de la secuencia de la misa de difuntos). San Pablo nos muestra en esta lectura la certeza de un futuro prometedor que, por ello, cambia de raíz nuestro presente, un presente marcado por la esperanza de un mundo nuevo en el que desaparecerán todos nuestros miedos. Para el cristiano “la puerta oscura del tiempo -del futuro- ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera, (pues) se le ha dado una vida nueva” (Los párrafos entrecomillados son fragmentos de la encíclica de Benedicto XVI, Spe salvi Salvados por la esperanza, 2).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David!
Cristo vendrá al final de los tiempos a poner definitivamente las cosas en su sitio, a separar el bien del mal, a establecer su reino de paz, de justicia y de verdad. Pero Cristo, que vino a nuestra tierra para redimirnos del pecado, viene en todo momento a nosotros para expulsar de nuestro corazón la cizaña del desamor con el fin de que estemos preparados para su última venida. El domingo de Ramos la multitud lo aclamaba como redentor, nosotros lo aclamamos, en el nombre del Dios, como vencedor del pecado y de la muerte.
Lectura del santo evangelio según san Mateo - 25,31-46
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” Y el rey les dirá: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. Entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”. Entonces también estos contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?” Él les replicará: “En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”. Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna».
Las advertencias sobre la espera vigilante, que deben mantener los discípulos de Cristo de cara al final de los tiempos, tal como vimos en las parábolas de los talentos y de las diez vírgenes de los pasados domingos, concluyen con la descripción dramática y solemne del juicio final, al que serán convocados todos los hombres.
Tres partes, seguidas, además de la conclusión, conforman este relato evangélico: la venida de Cristo como juez, la sentencia en favor de los justos y la declaración condenatoria de los pecadores.
Ese día Cristo, el Verbo encarnado, bajará del cielo, acompañado de los ángeles, reunirá a toda la humanidad y, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, separará a los buenos de los malos: los buenos, representados por las ovejas, estarán sentados a su derecha; los malos son los cabritos, los cuales estarán colocados a la izquierda. Sobre el juicio final habló Jesús en otras ocasiones a lo largo de su vida pública, concretamente en la parábola del trigo y la cizaña: “Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero” (Mt 13,30) y en la parábola de la red repleta de peces, en la que los pescadores seleccionan los buenos y arrojan fuera los malos: “Así sucederá al fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos” (Mt 13,49)
En esta escena solemne, Cristo, que vendrá como Juez y como Rey, abrirá las puertas de su Reino a los de su derecha por haberle asistido en los momentos de necesidad cuando, sin ellos saberlo, daban de comer a los hambrientos, vestían a los que iban desnudos o visitaban a los enfermos o a los presos. La sentencia condenatoria de los réprobos es literalmente semejante, aunque de signo contrario: si a los primeros llama “benditos”, éstos serán los “malditos”; aquéllos entrarán en su Reino, a éstos les conmina a que se aparten de Él y vayan al fuego eterno; los primeros le asistieron en los momentos de necesidad; éstos, al no hacerlo con los pobres y menesterosos, dejaron a Cristo desprotegido.
El contenido de la sentencia se centra, por tanto, en el amor, en la caridad frente a la necesidad del prójimo. Es de notar que Cristo no dice a los primeros: “Habéis sido caritativos y por eso estáis salvados”, o a los segundos: “Habéis pecado contra el amor y, por eso, estáis condenados”, sino: “yo estaba hambriento y me disteis de comer” o “yo estaba hambriento y me negasteis el alimento”. Ello significa que allí donde el hombre practica el amor frente a otro hombre, o se niega a hacerlo, lo hace con el mismo Cristo. El criterio de la sentencia no es, pues, la virtud de la caridad o el deber moral: sino el mismo Cristo. Y esto no es porque Cristo se sitúe en su defensa, detrás de los necesitados, para, así, garantizar esta ayuda, sino porque es a Él a quien realmente ayudan, aunque ellos no lo sepan. Es decir. Que lo que da sentido a las acciones humanas con respecto a la entrada en el Reino de los Cielos no es el “bien” o el “deber”, sino Cristo. Él es el bien, la norma y la medida del amor, y nada hay que esté sobre Él. El pecado, que acarrea la pérdida de la salvación, consiste, en último término, en un crimen contra Cristo. La buena acción, sobre la que se funda la salud eterna, consiste en el amor a Cristo. Toda acción penetrada de sentido cristiano desemboca decisivamente en Cristo. Cristo es, por tanto, el definitivo “porqué” del obrar cristiano. (Ideas extraídas del libro de Romano Guardini, La esencia del cristianismo, Cap. VII).
Practicamos realmente el mandamiento del amor cuando nos ponemos de verdad en el lugar del prójimo; cuando lo que nos lleva a ayudarlo es la preocupación por sus problemas, haciendo nuestros sus sufrimientos; cuando amamos a los demás como a nosotros mismos. Es entonces cuando “nuestra caridad no es fingida” y cuando prestamos nuestra ayuda al mismo Cristo, que ha querido identificarse con los desprotegidos de este mundo.
Oración sobre las ofrendas
Al ofrecerte, Señor, el sacrificio de la reconciliación humana, pedimos humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos los dones de la paz y de la unidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Desde nuestra condición de siervos pecadores, nos dirigimos al Padre para pedirle que el sacrificio de reconciliación humana, por el que Cristo ha sido constituido Rey del universo, y que es actualizado de forma incruenta en cada celebración eucarística, contribuya eficazmente a conseguir la paz y la unidad entre todos los hombres.
Antífona de comunión
El Señor se sienta como Rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz (Sal 28,10-11).
Esta antífona, tomada del salmo 28, nos invita a contemplar al Señor como Rey de paz. Ojalá que nuestra unión con Cristo, que vamos a actualizar en la recepción de su Cuerpo, nos convierta, como Él, en portadores de paz y concordia entre los hombres.
Oración después de la comunión
Después de recibir el alimento de la inmortalidad, te pedimos, Señor, que, quienes nos gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del universo, podamos vivir eternamente con él en el reino del cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.