Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo

Domingo 34 del Tiempo Ordinario – Ciclo A

Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo

Antífona de entrada

 Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos (Ap 5,12; 1,6).

 Yo soy rey, contestó Jesús a Pilato. Yo para esto nací y para esto vine al mundo: para ser testigo -mártir- de la Verdad” (Jn 18,37). Muriendo en la Cruz, Cristo, el Cordero degollado, revela la gran Verdad: Dios es amor. Como colofón del año litúrgico, la Iglesia hace suya esta alabanza del Apocalipsis para aclamar como Rey de la Verdad y del Amor a Cristo que, por su muerte y resurrección, se ha hecho acreedor a todas las perfecciones divinas. 

 Oración colecta

 Dios todopoderoso y eterno, que quisiste recapitular todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del universo, haz que la creación entera, liberada de la esclavitud, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin. Él, que vive y reina contigo.

 El Padre, en su omnipotencia y desde la eternidad, determinó reunir todas las cosas en Jesucristo, su Hijo amado y la razón de ser y existir de las mismas. A Él nos dirigimos y le pedimos en esta oración colecta que todas ellas (“la creación entera”), una vez liberadas de la esclavitud a que les sometió el hombre por el pecado, vuelvan a cumplir con el fin para el que fueron creadas: servir a Dios y glorificarlo eternamente.

 Lectura de la profecía de Ezequiel - 34,11-12. 15-17

 Esto dice el Señor Dios: «Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré. Como cuida un pastor de su grey dispersa, así cuidaré yo de mi rebaño y lo libraré, sacándolo de los lugares por donde se había dispersado un día de oscuros nubarrones. Yo mismo apacentaré mis ovejas y las haré reposar –oráculo del Señor Dios–. Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré las heridas; fortaleceré a la enferma; pero a la que está fuerte y robusta la guardaré: la apacentaré con justicia». En cuanto a vosotros, mi rebaño, esto dice el Señor Dios: «Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío».

 Los versículos anteriores a este fragmento bíblico describen la penosa situación en que se encuentra el pueblo de Israel por la gestión de unos gobernantes corruptos. Muchos israelitas han buscado refugio en las naciones vecinas para poder sobrevivir. El profeta compara a estos gobernantes con los malos pastores: en lugar de preocuparse del bienestar del rebaño, sólo miran al propio aprovechamiento, dejando a las ovejas abandonadas en el campo y expuestas al ataque de los animales salvajes. (34,5). Ante esta calamitosa situación, el Señor, movido por el amor a su pueblo, decide hacerse cargo personalmente de la grey de Israel con el fin de establecer un reinado de justicia y de paz en la tierra que recibieron como promesa hecha a sus padres: Los israelitas han sido dispersados entre las naciones, pero van a ser juntados de nuevo en su tierra, donde volverán a disfrutar de pastos pingües ... en las altas cimas de Israel” (v. 14).

 Como los buenos pastores, el Señor cuidará de las ovejas de Israel, y de todos los hombres, sacándonos de los lugares peligrosos en los que nos habíamos dispersados un día de nubarrones. Llevado por su amor a la humanidad, decide bajar desde la eternidad a esta tierra para construir la gran fraternidad de los hijos de Dios. Esta decisión se materializa en Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, que, como buen pastor de los hombres, promete reunirlos a todos en un solo rebaño bajo su guía providente: “Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor” (Jn 10,16).

 Igual que los buenos pastores llevan sus ovejas a verdes praderas, repletas de abundantes pastos, sobre las que descansan y en las que encuentran manantiales de aguas frescas y cristalinas, Jesús, nuestro buen Pastor, nos lleva de la mano a las praderas eucarísticas en las que descansamos de las penalidades y dolores causados por el pecado, nos fortalecemos con el alimento de su cuerpo y bebemos las aguas del Espíritu: “Yo soy el pan de la vida -nos dice Jesús-. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed” (Jn 6,35).

  “Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma”. “A la que está fuerte y robusta la guardaré”

 Es lo que hace Jesús con nosotros. Él es el Pastor que nos busca cuando, engañados por los placeres de este mundo, nos alejamos de Él; el que nos carga sobre sus hombros, como a la oveja descarriada del Evangelio; el que nos lleva al calor de la casa del Padre. Él es realmente el samaritano de la parábola que, al encontrarnos asaltados y expoliados en los caminos de la vida, nos alimenta con su cuerpo, curando nuestras heridas con el vino de la Eucaristía y con la venda de su amor. Y cuando ya estamos curados y fuertes, se preocupa de mantenernos a su lado para librarnos de cualquier peligro que nos haga volver al antiguo camino.

Al Buen Pastor dedica Benedicto XVI estas palabras en su encíclica Spe salvi: “El verdadero pastor es el que conoce el camino que pasa por el valle de la muerte; Aquél que, incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo, guiándome, para atravesarlo; Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su «vara y su cayado me sosiega» -de modo que «nada temo» (cf. Sal 22,4)- era la nueva «esperanza» que brotaba en la vida de los (primeros) cristianos” (Spe salvi, 6).

La paz, la tranquilidad y el bienestar espiritual alcanzados gracias al cuidado de este insigne Pastor nos lleva a imitarle, a ser como Él, haciéndonos pastores los unos de los otros. Enriquecidos con el amor que hemos recibido, y siguiendo los pasos de Jesús, devolvemos este amor, entregándonos a las necesidades de nuestros hermanos, ocupándonos de sus problemas, viviendo sus sufrimientos como si fuesen nuestros, cumpliendo, en definitiva, el mandato del Señor de “amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos”.

 «Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío»

El Señor nos trata de modo personalizado, dando a cada uno lo que le corresponde y necesita, no permitiendo que las ovejas robustas opriman a las débiles. El juicio del Señor al final de los tiempos no será una amnistía general, pues no es justo, e iría contra su amor, igualar, por debajo o por arriba, las acciones de los hombres a lo largo de la historia: cada uno recibiremos en justicia el premio o el castigo que, según su sabiduría, haya merecido nuestra conducta en esta vida.

Salmo responsorial - Salmo 22

El Señor es mi pastor, nada me falta.

El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar.

 

 Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas;

me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre.

 

Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo,

porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan.

 

Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos;

me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.

 

Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida,

y habitaré en la casa del Señor por años sin término.

 

De dos imágenes se sirve el salmista, para contar su experiencia de su relación con Dios: la del Pastor y la del dueño de familia que acoge en su tienda a un hombre perseguido, imágenes ya alejadas de nuestra cultura occidental, pero muy corrientes en la Palestina bíblica.

 La imagen del pastor forma parte de la experiencia de los seres humanos que, al tener que domesticar algunos animales, han estrechado con ellos lazos -si se puede decir- de familiaridad. Es el caso de las ovejas. El pastor conoce a cada una por su nombre y las ovejas conocen la voz y el olor del pastor. Así es la experiencia que el orante tiene con Dios: entre ambos se teje una relación de afecto, de confianza y de seguridad únicos. “Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”, decía nuestra mística Teresa de Jesús.

 Un rebaño hambriento encuentra hierba verde y fresca. Es una fiesta. La sola vista de una pradera, después de un árido y polvoriento camino, invita al descanso. El gozo entra por los ojos y por la piel cuando, en pleno desierto, se oye el correr del agua que brota de un manantial. Las ovejas recobran el aliento y encuentran fuerzas para seguir caminando. No saben a dónde van, pero confían en el pastor que las guía. No les preocupa que pasen por “valles tenebrosos y por cañadas oscuras”; nada temen, pues en esos momentos sienten con más fuerza la presencia cercana del pastor. En el corazón del salmo se escucha el grito gozoso del salmista, hablando directamente a su Dios: “Porque Tú vas conmigo”. Tú lo eres todo para mí. Tú eres mi agua, mi hierba y mi camino. En medio de la oscuridad, aunque no te veo, siento el golpe ligero de tu cayado cuando me desvío; y cuando me retraso, y casi me pierdo, oigo el golpe rítmico de tu vara sobre las piedras, y eso me calma.

 Un hombre perseguido, con los enemigos pisándole los talones. No tiene ningún futuro, salvo que alguien le ofrezca hospitalidad. Lo que debería haber terminado en tragedia se convierte en fiesta gracias a que alguien le abre su tienda y lo acoge como si fuese de la familia. Desenrolla unas pieles a la entrada de su tienda sobre las que coloca la comida. Lo unge con aceite, enriquecido con esencias perfumadas, refresca y cura sus heridas y le ofrece una copa rebosante de vino de su casa. Todo es derroche y abundancia. Los lazos se han hecho tan profundos, que cuando se acerca la hora de partir para volver a su hogar, el anfitrión le ofrece su amor y su bondad para que lo acompañen en su regreso. Y no para un día ni dos, sino para toda la vida, hasta que llegue a la casa del Señor, su verdadera morada. En ella “se enjugarán todas las lágrimas de todos los rostros y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor (Ap 21, 3ss).

           (Resumido del libro Orar con los salmos)

 Lectura de la primera carta  del apóstol san Pablo a los Corintios - 15,20-26. 28

 Hermanos: Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto. Si por un hombre vino la muerte, por un hombre vino la resurrección. Pues lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo, en su venida; después el final, cuando Cristo entregue el reino a Dios Padre, cuando haya aniquilado todo principado, poder y fuerza. Pues Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte. Y, cuando le haya sometido todo, entonces también el mismo Hijo se someterá al que se lo había sometido todo. Así Dios será todo en todos.

 El texto que la Iglesia nos propone hoy para la segunda lectura pertenece al capítulo quince de la primera carta de San Pablo a los Corintios. Para entenderlo en su justa medida tenemos que leer los tres versículos anteriores a este fragmento. En ellos se afirma rotundamente que si Cristo no resucitó, tampoco nosotros resucitaremos: “Si Cristo no resucitó, vana es (nuestra) fe y aún (estamos) en (nuestros) pecados” (1Cor 15,17). Pero no. “Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto”. Es ahora cuando San Pablo va a explicar la conexión íntima entre la Resurrección de Cristo y nuestra resurrección, la solidaridad entre Cristo y nosotros. Lo hace a través del término “primicias”: Los primeros frutos (las primicias) de la cosecha eran consagrados a Dios y las bendiciones y beneficios de estos frutos afectaban también a los frutos posteriores. San Pablo, al aplicar este término a Cristo resucitado, da a entender claramente que Cristo no quedará solo en su condición gloriosa, sino que llevará en pos de sí a todos los hermanos muertos que han vivido unidos a Él. Esta idea de solidaridad entre Cristo y nosotros queda aún más acentuada en el paralelismo antitético entre Adán y Cristo: “lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados”. Cristo aparece como el nuevo tronco o cabeza de la humanidad regenerada; su poderoso influjo vivificador se extiende a todos los hombres unidos a Él, anulando la mortífera influencia de la obra del primer hombre. Cristo y los suyos forman una especie de organismo único que no admite diferencias de destinos: donde esté la cabeza han de estar también los miembros.

  “Todos serán vivificados, Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo, en su venida; después el final”.

 La resurrección de Cristo precede temporalmente a la resurrección de los cristianos, la cual tendrá lugar en su última y definitiva venida como Juez y como Rey. Ese momento será el final -no es correcto exegéticamente pensar en un nuevo período hasta que los enemigos y la muerte sean completamente vencidos, como sugiere el adverbio “después”-. La última venida de Cristo será la conclusión del plan divino de la redención: todos los poderes hostiles a Cristo habrán sido definitivamente vencidos, incluido el poder de la muerte, pues ya habrán resucitado todos los muertos en Cristo. En ese momento cesa la función redentora y mesiánica de Cristo y comienza el Reino glorioso y triunfante de Dios, reino de paz e inmortalidad, en el que ya no habrá nada ajeno y opuesto a Él: “Dios será todo en todo”.

 Las consecuencias que de la consideración de este final se derivan para el discípulo de Cristo son impresionantes. El cristiano sabe que su vida no acaba en el vacío, sino en un futuro en el que se saciarán con creces todos los deseos de su corazón. Y este futuro, al ser cierto, cambia su presente en una vida entregada a los valores del Reino que vendrá. Durante muchos siglos el cristianismo se ha detenido demasiado en recordar al Cristo que vino, viendo el futuro -el juicio final- como algo amenazador (pensemos en “Dies Irae” de la secuencia de la misa de difuntos). San Pablo nos muestra en esta lectura la certeza de un futuro prometedor que, por ello, cambia de raíz nuestro presente, un presente marcado por la esperanza de un mundo nuevo en el que desaparecerán todos nuestros miedos. Para el cristiano “la puerta oscura del tiempo -del futuro- ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera, (pues) se le ha dado una vida nueva” (Los párrafos entrecomillados son fragmentos de la encíclica de Benedicto XVI, Spe salvi Salvados por la esperanza, 2).

Aclamación al Evangelio

 Aleluya, aleluya, aleluya. ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David!

 Cristo vendrá al final de los tiempos a poner definitivamente las cosas en su sitio, a separar el bien del mal, a establecer su reino de paz, de justicia y de verdad. Pero Cristo, que vino a nuestra tierra para redimirnos del pecado, viene en todo momento a nosotros para expulsar de nuestro corazón la cizaña del desamor con el fin de que estemos preparados para su última venida. El domingo de Ramos la multitud lo aclamaba como redentor, nosotros lo aclamamos, en el nombre del Dios, como vencedor del pecado y de la muerte.

 Lectura del santo evangelio según san Mateo - 25,31-46

 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Entonces los justos le contestarán: Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” Y el rey les dirá: En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. Entonces dirá a los de su izquierda: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”. Entonces también estos contestarán: Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?” Él les replicará: En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”. Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna».

 Las advertencias sobre la espera vigilante, que deben mantener los discípulos de Cristo de cara al final de los tiempos, tal como vimos en las parábolas de los talentos y de las diez vírgenes de los pasados domingos, concluyen con la descripción dramática y solemne del juicio final, al que serán convocados todos los hombres.

 Tres partes, seguidas, además de la conclusión, conforman este relato evangélico: la venida de Cristo como juez, la sentencia en favor de los justos y la declaración condenatoria de los pecadores.

 Ese día Cristo, el Verbo encarnado, bajará del cielo, acompañado de los ángeles, reunirá a toda la humanidad y, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, separará a los buenos de los malos: los buenos, representados por las ovejas, estarán sentados a su derecha; los malos son los cabritos, los cuales estarán colocados a la izquierda. Sobre el juicio final habló Jesús en otras ocasiones a lo largo de su vida pública, concretamente en la parábola del trigo y la cizaña: “Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero” (Mt 13,30) y en la parábola de la red repleta de peces, en la que los pescadores seleccionan los buenos y arrojan fuera los malos: “Así sucederá al fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos” (Mt 13,49)

 En esta escena solemne, Cristo, que vendrá como Juez y como Rey, abrirá las puertas de su Reino a los de su derecha por haberle asistido en los momentos de necesidad cuando, sin ellos saberlo, daban de comer a los hambrientos, vestían a los que iban desnudos o visitaban a los enfermos o a los presos. La sentencia condenatoria de los réprobos es literalmente semejante, aunque de signo contrario: si a los primeros llama “benditos”, éstos serán los “malditos”; aquéllos entrarán en su Reino, a éstos les conmina a que se aparten de Él y vayan al fuego eterno; los primeros le asistieron en los momentos de necesidad; éstos, al no hacerlo con los pobres y menesterosos, dejaron a Cristo desprotegido.

 El contenido de la sentencia se centra, por tanto, en el amor, en la caridad frente a la necesidad del prójimo. Es de notar que Cristo no dice a los primeros: “Habéis sido caritativos y por eso estáis salvados”, o a los segundos: “Habéis pecado contra el amor y, por eso, estáis condenados”, sino: “yo estaba hambriento y me disteis de comer” o “yo estaba hambriento y me negasteis el alimento”. Ello significa que allí donde el hombre practica el amor frente a otro hombre, o se niega a hacerlo, lo hace con el mismo Cristo. El criterio de la sentencia no es, pues, la virtud de la caridad o el deber moral: sino el mismo Cristo. Y esto no es porque Cristo se sitúe en su defensa, detrás de los necesitados, para, así, garantizar esta ayuda, sino porque es a Él a quien realmente ayudan, aunque ellos no lo sepan. Es decir. Que lo que da sentido a las acciones humanas con respecto a la entrada en el Reino de los Cielos no es el “bien” o el “deber”, sino Cristo. Él es el bien, la norma y la medida del amor, y nada hay que esté sobre Él. El pecado, que acarrea la pérdida de la salvación, consiste, en último término, en un crimen contra Cristo. La buena acción, sobre la que se funda la salud eterna, consiste en el amor a Cristo. Toda acción penetrada de sentido cristiano desemboca decisivamente en Cristo. Cristo es, por tanto, el definitivo “porqué” del obrar cristiano. (Ideas extraídas del libro de Romano Guardini, La esencia del cristianismo, Cap. VII).

 Practicamos realmente el mandamiento del amor cuando nos ponemos de verdad en el lugar del prójimo; cuando lo que nos lleva a ayudarlo es la preocupación por sus problemas, haciendo nuestros sus sufrimientos; cuando amamos a los demás como a nosotros mismos. Es entonces cuando “nuestra caridad no es fingida” y cuando prestamos nuestra ayuda al mismo Cristo, que ha querido identificarse con los desprotegidos de este mundo.

Oración sobre las ofrendas

          Al ofrecerte, Señor, el sacrificio de la reconciliación humana, pedimos humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos los dones de la paz y de la unidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Desde nuestra condición de siervos pecadores, nos dirigimos al Padre para pedirle que el sacrificio de reconciliación humana, por el que Cristo ha sido constituido Rey del universo, y que es actualizado de forma incruenta en cada celebración eucarística, contribuya eficazmente a conseguir la paz y la unidad entre todos los hombres.

Antífona de comunión

 El Señor se sienta como Rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz (Sal 28,10-11).

 Esta antífona, tomada del salmo 28, nos invita a contemplar al Señor como Rey de paz. Ojalá que nuestra unión con Cristo, que vamos a actualizar en la recepción de su Cuerpo, nos convierta, como Él, en portadores de paz y concordia entre los hombres.

Oración después de la comunión

 Después de recibir el alimento de la inmortalidad, te pedimos, Señor, que, quienes nos gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del universo, podamos vivir eternamente con él en el reino del cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

 

 

Domingo 33 del Tiempo Ordinario – Ciclo A

Domingo 33 del Tiempo Ordinario – Ciclo A

Antífona

          Dice el Señor: «Tengo designios de paz y no de aflicción, me invocaréis y yo os escucharé; os congregaré sacándoos de los países y comarcas por donde os dispersé» (cf. Jer 29,11-12.14).

 Estas palabras del profeta Jeremías, con las que abrimos la liturgia del penúltimo domingo del año litúrgico, nos insuflan tranquilidad y optimismo. Los propósitos del Señor no provocan en nosotros conflicto alguno. Al contrario. Nos ha llamado desde toda la eternidad a ser sus hijos y nos dice continuamente, igual que a los siervos fieles de la lectura evangélica: “Entra en el gozo de tu Señor”. “El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17)

 Oración colecta

 Concédenos, Señor, Dios nuestro, alegrarnos siempre en tu servicio, porque en dedicarnos a ti, autor de todos los bienes, consiste la felicidad completa y verdadera. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Nuestra vida como seres humanos sólo tiene sentido si está volcada en Dios que, como “autor de todos los bienes” y fuente de toda felicidad, sacia con creces los deseos de nuestro corazón. ¿Nos creemos de verdad que Dios colma nuestros anhelos más profundos y que, como cantábamos en la antífona de entrada, tiene sobre nosotros designios de paz? Esto es lo que pedimos al Señor en esta oración: que nos conceda disfrutar en el cumplimiento de su voluntad y que, por los méritos de Jesucristo, que nos amó hasta el extremo, amemos con todas nuestras fuerzas los caminos del Señor y sus planes sobre nosotros. Que nos creamos de verdad que “servir a Dios es reinar”.

 Lectura del libro de los Proverbios 31,10-13. 19-20. 30-31

 Una mujer fuerte, ¿quién la hallará? Supera en valor a las perlas. Su marido se fía de ella, pues no le faltan riquezas. Le trae ganancias, no pérdidas, todos los días de su vida. Busca la lana y el lino y los trabaja con la destreza de sus manos. Aplica sus manos al huso, con sus dedos sostiene la rueca. Abre sus manos al necesitado y tiende sus brazos al pobre. Engañosa es la gracia, fugaz la hermosura; la que teme al Señor merece alabanza. Cantadle por el éxito de su trabajo, que sus obras la alaben en público.

 Esta lectura pertenece al último capítulo del libro de los Proverbios, un libro repleto de máximas sapienciales de contenido religioso y moral. Aunque toda ella es un elogio a la mujer como esposa, como madre y como ama de casa, podía tener, según la opinión de algunos exégetas, un valor simbólico, refiriendo todas estas alabanzas a la Sabiduría, pues en el inicio del libro se la presenta personificada en una mujer que invita todos al banquete que ha preparado en su casa. Pero, aunque fuese así, este texto se ha interpretado tradicionalmente como un elogio a la mujer y una exaltación a la dimensión femenina del ser humano. De hecho, Iglesia propone a veces esta lectura en misas dedicadas a mujeres santas.

 El escritor sagrado hace esta hermosa descripción de la mujer en función de las necesidades e intereses del hombre, algo que debemos entender desde una cultura centrada en el varón, pero que no por ello resta el más mínimo valor de verdad a las virtudes que ensalza, las cuales deben ser referidas, por supuesto, a la mujer, pero también al ser humano en general. La primera persona que recibe los beneficios de este don de Dios es su propio marido, una mujer en la que puede confiar y dejar en sus manos el gobierno de la casa; una mujer laboriosa que procura lino y lana, y confecciona los vestidos para la familia, que es diligente, que trabaja desde muy temprano hasta muy tarde para que ni a sus hijos ni a su marido ni a los sirvientes les falta de nada; una mujer virtuosa y caritativa, que “abre sus manos al necesitado y tiende sus brazos al pobre”. Este elogio de la mujer ideal da pie al escritor sagrado a denunciar la mentira y fugacidad de los bienes exteriores. El texto sagrado habla de la gracia y belleza exteriores que, en ocasiones, pueden contraponerse al temor de Dios: la gracia es engañosa porque puede ser fingida; la belleza es algo vacío, porque se va deteriorando hasta desaparecer; en cambio, la actitud de respeto y sumisión a la voluntad de Señor es digna de ser alabada por los hombres y goza de gran estima a los ojos de Dios.

  [“El cristiano, ante esta trabajadora ejemplar, piensa en María: “Su marido se fía de ella; Cristo puede confiarle todos sus bienes, pues le trae ganancias y no pérdidas. Gracias a su “sí”, a su perfecta disponibilidad para todo, para la encarnación, para el abandono, para la cruz, para su incorporación a la Iglesia: gracias a todo lo que ella es y hace, puede Él construir lo mejor de lo que Dios ha proyectado con esta creación y redención. En medio de tantos pecadores que dicen “no” y fracasan, ella es la inmaculada, la Iglesia sin mancha ni arruga: “Cantadle por el éxito de su trabajo”] (Lo encuadrado entre corchetes es copia literal del libro de von Balthasar Luz de la Palabra, pág. 119)

 Salmo Resposorial - 127

 Dichosos los que temen al Señor.

 “El temor de Dios es el principio de la sabiduría(Prov. 1,7). No se trata de sentir miedo, como cuando entramos en un lugar oscuro y desconocido, ni respetar y venerar a Dios sólo porque nos pueda castigar. El temor de Dios es una actitud de respeto, admiración y sumisión ante el que ha creado todas las cosas y tiene la soberanía sobre todo el universo y, particularmente, sobre nosotros, pobres siervos que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Él.

 Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien.

 El salmista llama dichoso al que reconoce el poder de Dios y se somete a su soberanía, siguiendo sus caminos y obedeciendo sus mandatos. Éste será feliz; a éste todo le saldrá bien; no tendrá que mendigar para subsistir, sino que vivirá “del fruto de su trabajo”. Nosotros, que hemos conocido el amor del Dios encarnado y hemos  creído en él, además de disfrutar ya en esta vida de la paz y de los bienes celestiales, aunque todavía en esperanza, aguardamos una felicidad libre de cualquier amenaza, incluida la amenaza de la muerte, una felicidad que es más grande que todo lo que podamos desear e imaginar. Jesús, cuyo seguimiento al Señor es la medida y norma del temor de Dios, nos asegura: “Nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno en esta vida (...) y en el mundo venidero, la vida eterna”. (Mc 10,29-30).

 Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesaE

 El salmista proyecta la dicha del que teme al Señor a la vida familiar, una vida de concordia alrededor de la madre de familia que, como “parra fecunda” y adornada con las virtudes mencionadas en la lectura, derrochará alegría y vitalidad entre sus hijos, los cuales, como retoños de olivo, se sentarán en torno a la mesa del hogar. Como peregrinos hacia la patria celestial y miembros de la Iglesia, nuestra madre, nos sentamos alrededor de la mesa eucarística para compartir el mismo alimento espiritual. Unidos, además, a los santos de todos los tiempos, anticipamos el banquete de las bodas del Cordero y disfrutamos, en esperanza, de las alegrías de la casa del Padre.

 Esta es la bendición del hombre que teme al Señor. Que el Señor te bendiga desde Sion,

que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.

 El salmista ha descrito en los versículos anteriores las bendiciones de que será objeto el hombre temeroso de Dios. Pero ahora da un paso más y liga esta felicidad familiar -con la que ha sido premiado- a la prosperidad de Jerusalén -donde habita Yahvé- y a la prosperidad del pueblo de Israel. Nosotros somos los miembros del nuevo pueblo de Dios, formado por la Iglesia peregrinante y por la Iglesia que disfruta ya, de forma permanente, de los bienes prometidos. El cristiano no se entiende a sí mismo de forma aislada: es todo el pueblo de Dios el que peregrina a la Casa del Padre y el que se sentará a la mesa del banquete mesiánico. Una espiritualidad exclusivamente individual, por tanto, no es una espiritualidad cristiana.

 Lectura de la primera carta  del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses - 5,1-6

 En lo referente al tiempo y a las circunstancias, hermanos, no necesitáis que os escriba, pues vosotros sabéis perfectamente que el Día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Cuando estén diciendo: «paz y seguridad», entonces, de improviso, les sobrevendrá la ruina, como los dolores de parto a la que está encinta, y no podrán escapar. Pero vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, de forma que ese día os sorprenda como un ladrón; porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no nos entreguemos al sueño como los demás, sino estemos en vela y vivamos sobriamente.

 Al parecer, los tesalonicenses debieron demandar de San Pablo -probablemente a través de su compañero Timoteo- alguna aclaración sobre el tiempo preciso de la Parusía, del regreso del Señor como Juez de vivos y muertos. La respuesta de San Pablo es en cierta medida seca, pues de sobra sabían ellos, desde el momento en que fueron evangelizados, que el Señor vendría de forma inesperada: “Sabéis perfectamente que el Día del Señor llegará como un ladrón en la noche”. Y rápidamente pasa a considerar la situación en que se encuentran aquellos que, teniéndose seguros y en paz con ellos mismos, sólo piensan en los goces materiales. A éstos le pasará lo que a la preñada cuando le llegan los dolores del parto: que, como ella, no podrán escapar de los sufrimientos que les vendrán encima por haber llevado una vida al margen de Dios. Ya lo dijo el mismo Jesús a propósito también del final de los tiempos, recordando la actitud general de la humanidad ante el diluvio: que mientras comían, bebían y se casaban, aquellos hombres no se dieron cuenta de que estaban enfangados en sus pecados “hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos” (Mt 24,39a).

 Pero los tesalonicenses no tienen por qué estar preocupados, pues, al contrario que los paganos, ellos no viven en las tinieblas de la falta de fe y, por tanto, a ellos no cogerá desprevenidos ni les sorprenderá como un ladrón el regreso del Señor. Y no viven en las tinieblas porque son hijos de la luz, más aún, podríamos decir que, al estar unidos a Cristo -la Luz verdadera- son  también luz, luz para ellos mismos y luz para iluminar a los demás: “Vosotros sois la luz del mundo”, dice Jesús a sus discípulos y también a nosotros. Los cristianos, como hijos de la luz, viven a la luz del día: despiertos y esperando con gozo la venida del Señor; los paganos, en cambio, como hijos de las tinieblas, deambulan tranquilos en la noche del pecado y, cuando menos lo piensen, serán sorprendidos por la venida de Cristo, para ellos condenatoria.

 La consecuencia es clara. No nos entreguemos al sueño, a las tinieblas de la noche, al olvido de la fe, como los que están fuera de la órbita de la luz de Cristo. Al contrario. Vivamos con sobriedad, aguardando la vuelta del Señor con las lámparas de la fe y la esperanza encendidas, Esto mismo nos lo recuerda también San Pedro en su primera carta: “Sed sobrios, y velad; porque vuestro enemigo el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quién devorar” (1 Pe 5,8).

 Estas lámparas de la fe -por las que hacemos nuestros el pensamiento y los criterios de Jesucristo- y de la esperanza -que nos nutre de optimismo ante la certeza del triunfo definitivo del Señor- nos llevan necesariamente al ejercicio del amor al prójimo. La fe y la esperanza mantienen fuertes nuestro trato amoroso con el Señor, en la oración y en la vida sacramental, y nuestra entrega servicial a las necesidades de nuestros hermanos. La sobriedad y la vigilancia, ante la espera del Señor, de que nos habla San Pablo, se traducen, por tanto, en el ejercicio del amor a Dios y del amor al prójimo, dos amores tan entrelazados entre sí, que la afirmación de que amo a Dios es una mentira, si me cierro al amor al hermano: “Nadie puede amar a Dios, a quien no ve, si no ama al prójimo a quien ve” (1 Jn 4,20).

 Aclamación al Evangelio

 Aleluya, aleluya, aleluya. Permaneced en mí, y yo en vosotros –dice el Señor–; el que permanece en mí da fruto abundante.

 La fuerza de la mujer ideal no le viene de ella misma: es la sabiduría de Dios, con la que tiene un trato profundo y permanente, la que le hace caminar en el sendero de la virtud. Es la unión con Jesucristo, de cuya vida participamos, la que mantiene nuestra vida espiritual y nuestra capacidad de realizar buenas obras. Sólo unidos al Señor estaremos vigilantes esperando su venida final y sus constantes venidas a nuestra vida. Sólo fundidos con Él, tendremos las fuerzas necesarias para desarrollar los talentos de fe, esperanza y amor recibidos en el bautismo. Con Cristo lo podemos todo; separados de Él somos sarmientos secos, que sólo sirven para ser quemados.

 Lectura del santo Evangelio según san Mateo - 25,14-30

 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus siervos y los dejó al cargo de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue enseguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno fue a hacer un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo viene el señor de aquellos siervos y se pone a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco”. Su señor le dijo: Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor”. Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos”. Su señor le dijo: “¡Bien, siervo bueno y fiel!; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor”. Se acercó también el que había recibido un talento y dijo: Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo”. El señor le respondió: Eres un siervo negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese siervo inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes”».

 El fin de esta parábola es el mismo que el de la parábola de las diez vírgenes del pasado domingo: “Vigilad, porque no sabéis el día ni la hora” (Mt 35,13) y la conclusión de la segunda lectura de este domingo. Un hombre se va de viaje y deja a cargo de su hacienda a algunos de sus siervos. A uno le deja cinco talentos, una cantidad desorbitada en aquellos tiempos; a otro le deja dos, y al tercero, uno. Cuando vuelve, después de mucho tiempo, les llama para pedirles cuenta de su administración. Los dos primeros, gozosos, le traen el doble de lo entregado: el primero, diez y el segundo, cuatro. El señor les felicita e, invitándoles a que se alegren con él, les da sendos cargos importantes: Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor”. El tercer siervo, echándole en cara su dureza y su egoísmo por querer segar donde no había segado y recoger donde no había esparcido, le entrega el talento recibido que, por miedo a los ladrones, había enterrado.

 El señor, enfurecido con este siervo por negligente y holgazán y por no haber puesto su dinero en el banco para recuperarlo con intereses, da el talento al que tiene más y manda que lo arrojen al mundo exterior del llanto y de las tinieblas.

 Quizá, cuando hemos escuchado o leído esta parábola hemos pensado que los talentos son las dotes naturales (inteligencia, fuerza, capacidades artísticas o deportivas) que, ciertamente, también llamamos talentos y, como todo, también dones de Dios. Pero Jesús, en la parábola, no se refiere de modo principal a estos talentos, cuyo desarrollo es empujado muchas veces por la naturaleza, la ambición o el egoísmo. Jesús habla principalmente de los dones sobrenaturales, de modo especial de la fe y de los sacramentos que todos, de una manera u otra, y de modo siempre personalizado, recibimos para nuestro crecimiento en Cristo. Es de estos talentos de los que Cristo, movido siempre por el amor, nos pedirá cuentas al final de los tiempos. Ocurre que algunos los aprovechan, creciendo en la amistad con el Señor y dando frutos de buenas obras: con la ayuda de la gracia han hecho crecer en sus vidas la semilla de la fe, que recibieron en el bautismo a través de los sacramentos y la práctica de la caridad. Otros, en cambio, han enterrado este germen de fe, que recibieron en el bautismo y en las primeras catequesis, y han vivido de espaldas a Dios, comportándose como auténticos paganos. El Señor premiará -y premia también en esta vida, aunque a veces no lo veamos- a quienes le han sido fieles con la vida eterna, en la que gozarán para siempre de la felicidad de Dios: “Entra en el gozo de tu Señor”, dirá a los dos que duplicaron los talentos recibidos. En ese momento se hará realidad en ellos el deseo del salmista: “Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida” (Sal 26, 24). En cambio, sobre los que han hecho caso omiso del don de la fe y, despreciando la ayuda de la gracia, han descuidado el cumplimiento de la voluntad del Señor caerán las palabras condenatorias de Cristo, juez de vivos y muertos. Es en ese momento cuando conjugarán perfectamente el amor de Dios y la justicia de Dios, el Dios Padre y el Dios justo que, precisamente porque ama a sus hijos, no puede realizar una igualación matemática entre ellos: ello supondría no tomar en serio nuestra historia, pues todos nuestras acciones, las buenas y las malas, tendrían el mismo valor.

 Como dijimos al principio del comentario, la conclusión que, de modo implícito, sacamos de la parábola es que estemos vigilantes ante la vuelta del Señor, en este caso, que no cejemos en el empeño de hacer fructificar los dones que Dios nos ha dado y que, en su plan providencial, ha querido que seamos nosotros, contando con su gracia, los que los desarrollemos. Este desarrollo se concreta en la práctica del amor hacia nuestros hermanos. Así nos lo recordará el Señor el Señor en su venida final: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo, porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis” (Mt 25,34-35)

 Oración sobre las ofrendas

         Concédenos, Señor, que estos dones, ofrecidos ante la mirada de tu majestad,nos consigan la gracia de servirte y nos obtengan el fruto de una eternidad dichosa. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Presentamos al Padre todo lo que, recibido de Él, somos y tenemos para que, así como el pan y el vino se convertirán en el cuerpo y en la sangre del Señor, también nosotros nos convirtamos en verdaderos hijos suyos. Así, unidos a Cristo, el Hijo por excelencia, daremos frutos de buenas obras, en el servicio a Dios y a los hermanos, y alcanzaremos, con la ayuda de su gracia, la felicidad que nunca acaba.

 Antífona de comunión

 En verdad os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que os lo han concedido y lo obtendréis, dice el Señor (cf. Mc 11,23. 24).

 Son palabras del Señor en un momento de su vida en la tierra, pero que, por haber sido pronunciadas por el Dios encarnado, participan de su eternidad y, por tanto, son perfectamente actuales. La eficacia de la oración es tan cierta, que, si lo que pedimos es concorde con su voluntad, tenemos la seguridad de que ya ha sido concedido. Nos lo ha dicho el Señor que “tiene palabras de vida eterna”: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

 Oración después de la comunión

 Señor, después de recibir el don sagrado del sacramento, te pedimos humildemente que nos haga crecer en el amor lo que tu Hijo nos mandó realizar en memoria suya. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

 Concluimos la celebración pidiendo al Padre, desde una actitud de humildad y reconocimiento de su poder, que el mandato de realizar en su memoria el sacramento de su pasión y muerte, que Jesús dio a los discípulos -y también a nosotros- nos haga crecer a todos en el amor y en el servicio real a nuestros hermanos, los hombres.