Domingo de la Sagrada Familia

 

Domingo de la Sagrada Familia

 Antífona de entrada

 Los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre (cf. Lc 2,16).

 Los últimos de la sociedad fueron los primeros invitados para adorar al más grande de los grandes que se hizo el más pequeño e insignificante de los más pequeños. Imitando la humildad de los pastores de Belén nos acercamos a la mesa del altar. En ella encontraremos al Señor, rodeado de todos los santos y, en primera fila, de María y de José.

 Oración colecta

 Oh, Dios, que nos has propuesto a la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo, concédenos, con bondad, que, imitando sus virtudes domésticas y su unión en el amor, lleguemos a gozar de los premios eternos en el hogar del cielo. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Nuestra incorporación a Cristo, recibida en el bautismo, nos debe lleva a actuar como Él actuó y a vivir como Él vivió. Nuestra vida se desenvuelve, como la de Cristo, en una red de vínculos sociales que, por haber sido elegidos por Dios para su Hijo, deben ser modelo para los nuestros. Nuestro hogar familiar, primer vínculo social en el que crecemos y nos desarrollamos, debe fijarse, por tanto, en la familia en la que vino al mundo y aprendió a vivir Jesús. Pedimos al Padre que nos conceda imitar las virtudes que adornaron a la familia sagrada, principalmente, la virtud del amor; y que, viviendo el espíritu que animaba a Jesús, José y María, podamos un día gozar plenamente en el hogar del Padre celestial al que, como discípulos de Cristo, estamos destinados.

 Lectura del libro del Eclesiástico - 3,2-6. 12-14

 El Señor honra más al padre que a los hijos y afirma el derecho de la madre sobre ellos. Quien honra a su padre expía sus pecados, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros. Quien honra a su padre se alegrará de sus hijos y cuando rece, será escuchado. Quien respeta a su padre tendrá larga vida, y quien honra a su madre obedece al Señor. Hijo, cuida de tu padre en su vejez y durante su vida no le causes tristeza. Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él y no lo desprecies aun estando tú en pleno vigor. Porque la compasión hacia el padre no será olvidada y te servirá para reparar tus pecados.

 En estos versículos, tomados del capítulo 3 del Eclesiástico -un libro escrito casi a las puertas del Nuevo Testamento (hacia 190 a. C.)-, el autor sagrado expone la sabiduría bíblica sobre el comportamiento que deben tener los hijos con sus progenitores, un texto muy apropiado en este domingo, dedicado a honrar a la Sagrada Familia de Nazaret.

 El deber de los hijos para con los padres sigue en importancia a los deberes para con Dios quien, por medio de aquéllos, les ha dado la vida. Los padres para los hijos son, por esta razón, los representantes más directos del Señor: al honrarlos a ellos honramos al mismo Dios. Es Dios mismo, el modelo de toda paternidad, quien inspira al autor sagrado estas palabras: “El Señor honra al padre más que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre ellos. Los versículos que siguen se centran en la recompensa que, ya en esta vida, obtendrá el hijo obediente. Las distinciones que en el texto se hacen entre el padre y la madre pertenecen al estilo literario y no afectan al contenido de la idea fundamental: el padre y la madre tienen el mismo derecho a ser honrados por sus hijos, un derecho recibido de Dios.

Los bienes que nos acarrea la obediencia a los padres

a) La obediencia a los padres, aunque tiene sentido en sí misma, por ser un mandamiento impuesto por Dios, nos sirve, como cualquier acción realizada para agradar a Dios, para satisfacer por nuestros pecados y es un medio especial para restablecer nuestra amistad con el Señor. 

b) El que obedece a los padres -sigue diciendo el autor sagrado- enriquece su vida espiritual, pues acumula méritos ante el Señor. 

c) Señala también, como fruto de esta obediencia, la alegría que le darán sus propios hijos, los cuales, llegado el momento, se portarán de modo semejante con él, hecho confirmado muchas veces en nuestra experiencia. 

d) A quienes honran y veneran a sus padres Dios promete escucharles en la oración, como es lógico en quien, como creador amoroso de los padres y de los hijos, desea que todas sus criaturas sean amadas. 

e) Al que obedece a sus padres -lo escucharemos en el salmo responsorial- le irá bien en la vida, en la vida que resulta de la paz y armonía que reinan en los hogares de quienes cumplen sus deberes con Dios y entre sí. Y es que los que honran a sus padres están obedeciendo a Dios y reciben abundantes gracias de Él.

 El autor sagrado recomienda encarecidamente cuidar de los padres y no darles nunca motivo que les entristezcan. Esta recomendación se hace aún más necesaria en los días de la ancianidad, o cuando los padres fallan en sus facultades mentales: es entonces cuando, dependientes totalmente de sus hijos, deben éstos poner en acción el mismo cariño y solicitud que, en su niñez, pusieron sus padres con ellos.

 La lectura concluye insistiendo en el interés de Dios en el amor a los padres, como el gran medio para alcanzar una vida plena y santa: La compasión hacia el padre no será olvidada y te servirá para reparar tus pecados”.

 Estos consejos, que han permanecido válidos a través de la historia de la humanidad, adquieren especial actualidad en nuestra sociedad, en la que la mentalidad positivista y materialista campa a sus anchas. Accionada por el motor de la eficacia y el poder del dinero, está perdiendo, a pasos agigantados, los valores que han sustentado nuestra civilización, hasta el punto de poner en segundo, tercer o último lugar a las personas que ya han dejado de ser útiles en la maquinaria de la producción. Hoy más que nunca son actuales estos consejos del Libro del Eclesiástico; hoy más que nunca los cristianos tenemos que ser luz ante el mundo exigiendo el cuidado de estas personas que, con su trabajo, han hecho lo que somos; hoy suenan fuertes en nuestros oídos las palabras de Cristo en el juicio final: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; fui forastero, y me acogisteis, enfermo y me visitasteis” (Mt 25,34-35). En esta situación se encuentran muchos de nuestros mayores, algunos prácticamente abandonados, y otros, aparcados en instituciones en las que, ciertamente, reciben todo tipo de cuidados materiales, pero quizá tienen hambre de afecto, viven extrañados en un mundo en el que no desearon terminar sus vidas y están afectados por la enfermedad de la falta de cariño de aquéllos a los que transmitieron la vida. En ellos, como en todos los desprotegidos de este mundo, se hace Cristo especialmente presente.

 Salmo responsorial  – 127

 Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.

  “El temor de Dios es el principio de la sabiduría” (1 Prov 1,7). No se trata de sentir miedo, como cuando entramos en un lugar oscuro y desconocido, ni temer a Dios sólo porque nos pueda castigar. El temor de Dios es una actitud de respeto, admiración y sumisión ante el que ha creado todas las cosas y tiene la soberanía sobre todo el universo y, particularmente, sobre nosotros, pobres siervos, que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Él. El único miedo que debemos tener es el miedo de separarnos de Ėl.

 Los que respetan y aman al Señor y ponen toda su confianza en Él, intentando hacer siempre lo que le agrada estarán alegres y serán felices. La simple decisión de buscar a Dios y cumplir su voluntad nos acarrea la felicidad.

 Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien.

 El salmista llama dichoso al que reconoce el poder de Dios y se somete a su soberanía, siguiendo sus caminos y obedeciendo sus mandatos. Este será feliz; a éste todo le saldrá bien; no tendrá que mendigar para subsistir, sino que vivirá “del fruto de su trabajo”. Nosotros, que hemos conocido el amor del Dios Encarnado y hemos  creído en él, además de disfrutar, ya en esta vida, de la paz y de los bienes celestiales -aunque todavía en esperanza- aguardamos una felicidad libre de cualquier amenaza, incluida la amenaza de la muerte, una felicidad que es más grande que todo lo que podamos desear e imaginar. Jesús, cuyo seguimiento al Padre es la medida y norma del temor de Dios, nos asegura que “Nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio quedará sin recibir el ciento por uno en esta vida y en el mundo venidero, la vida eterna” (Mt 19,29)

  Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa.

 El salmista proyecta la dicha del que teme al Señor a la vida familiar, una vida de concordia alrededor de la madre de familia que, como “parra fecunda” y adornada con las virtudes mencionadas en la lectura, derrochará alegría y vitalidad entre sus hijos, los cuales, como retoños de olivo, se sentarán en torno a la mesa del hogar. Nosotros, peregrinos hacia la patria celestial y miembros de la Iglesia, nuestra madre, nos sentamos alrededor de la Mesa eucarística para compartir el mismo alimento espiritual. Unidos, además, a los santos de todos los tiempos, anticipamos el banquete de las bodas del Cordero y disfrutamos, en esperanza, de las alegrías de la casa del Padre.

  Esta es la bendición del hombre que teme al Señor.  Que el Señor te bendiga desde Sion, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.

 El salmista ha descrito en los versículos anteriores las bendiciones de que será objeto el hombre temeroso de Dios. Pero ahora da un paso más y liga esta felicidad familiar -con la que ha sido premiado- a la prosperidad de Jerusalén -donde habita Yahvé- y a la prosperidad del pueblo de Israel. Nosotros somos miembros del nuevo pueblo de Dios, formado por la Iglesia peregrinante y por la Iglesia que disfruta ya, de forma permanente, de los bienes prometidos. El cristiano no se entiende a sí mismo de forma aislada: es todo el pueblo de Dios el que peregrina a la Casa del Padre y el que se sentará a la mesa del banquete mesiánico. Una espiritualidad exclusivamente individual, por tanto, no es una espiritualidad cristiana.

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses  - 3,12-21

 Hermanos: Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta. Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados en un solo cuerpo. Sed también agradecidos. La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dando gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo.

 En los capítulos anteriores a esta lectura San Pablo habló de las obras, inherentes al hombre viejo de las que se debe despojar el cristiano. En estos versículos expone cómo debe ser la conducta de quien ha sido renovado por Cristo.

 Establece en primer lugar las virtudes que deben adornar a quien ha sido elegido y declarado santo y amado de Dios. El cristiano debe llevar a cabo en su vida el programa de las bienaventuranzas, siendo compasivo, bueno, humilde, sumiso y paciente con los demás, a imitación de Cristo, que se hizo todo para todos y nos perdonó a todos. De esta forma llevaremos a la práctica el mandamiento del amor que Cristo nos dejó la víspera de su muerte, y que nos vincula unos a otros, formando con Cristo un solo cuerpo.

 San Pablo, movido por el amor De Dios, desea a los colosenses -también a nosotros- la paz a la que, como discípulos de Cristo, estamos convocados. Que sea esta paz, la paz que nos trajo Cristo -muy diferente de la que nos ofrece el mundo- “la que reine en nuestro corazón”, informando y regulando nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes en orden a nuestro crecimiento espiritual. Alcanzamos esta paz cuando habita en nosotros la Palabra de Dios, es decir, cuando estamos familiarizados con persona, con sus enseñanzas de Cristo y con su mensaje. Entonces podemos enseñarnos y exhortamos unos otros con la sabiduría que dimana del Evangelio. La Paz y la Palabra de Dios, presentes en nuestros corazones, nos deben llevar a dar gracias a Dios con “himnos, salmos y cánticos inspirados”. San Pablo nos está animando a la participación en la oración litúrgica, fuente y fin de la vida de la Iglesia. Los textos litúrgicos, creados por la Iglesia a través de los siglos, son la mejor escuela de oración y la mejor instrucción en el camino de nuestro crecimiento en la fe: lex orandi, lex credendi (la oración y la fe son parte integrante la una de la otra). Esta acción de gracias no debe limitarse a los momentos en que reza oficialmente la comunidad: se debe realizar en todos los momentos de nuestra existencia, haciendo de nuestra vida una permanente oración. De esta forma será realidad que todo lo que hagamos de palabra o de obra lo hacemos en el nombre del Señor y para su gloria: “Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria De Dios” (1Cor 10, 31).

 Esta descripción de la vida del hombre nuevo concluye con una exhortación al comportamiento que, como cristianos, debemos adoptar en nuestra vida doméstica o de familia. A las esposas recuerda San Pablo que deben someterse a su marido como cabeza del vínculo familiar, establecido por Dios; los maridos tienen el deber sagrado de amar, advirtiéndoles que alejen de sus vidas la dureza en el trato y el mal humor, fuente de discordia en los hogares; los hijos deben practicar en todo momento la virtud de la obediencia, teniendo como modelo al Hijo perfecto, Jesucristo, cuya vida en la tierra fue una entrega perfecta a la voluntad de su Padre celestial; en la educación de sus hijos, los padres no deben traspasar los límites del rigor paterno, que puede poner en peligro el ánimo necesario de aquéllos para el desarrollo de su personalidad humana y Cristiana.

Aclamación al Evangelio

 Aleluya, aleluya, aleluya. La paz de Cristo reine en vuestro corazón; la Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza.

 Es lo que desea San Pablo a los colosenses en la lectura que acabamos de escuchar y es lo que la Iglesia, haciéndose eco de sus palabras, desea para todos sus hijos: que La Paz de Cristo reine en nuestros corazones y que la Palabra de Dios embargue todo nuestro ser. Escuchemos con esta paz la Palabra de este evangelio.

Lectura del santo evangelio según San Lucas - 2,22-40

  [Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor], de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones». Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador”, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones” y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción –y a ti misma una espada te traspasará el alma–, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones». Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. [Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él].

 Jesús fue circuncidado a los ocho días de nacer. A partir de este hecho su madre debía permanecer treinta y tres días sin salir de casa con el fin de purificar la sangre derramada en el parto. A los cuarenta días de su nacimiento tiene lugar la presentación de Jesús en el templo y la Purificación de María. La ley del Levítico prescribe que, como sacrificio por la purificación, se debía ofrecer un cordero y una paloma y, cuando se trataba de familias pobres, dos tórtolas o dos pichones. Éste era el caso de la familia formada por José, María y Jesús. San Lucas, en cuyo Evangelio figura como uno de los centros de interés el tema de la pobreza, nos da a entender que la familia de Jesús se contaba entre los pobres de Israel y, por ello, entre aquéllos en los que mejor podía madurar el cumplimiento de las promesas. En la purificación de María nos llama también la atención el hecho de que la mujer que trajo la purificación al mundo y no necesitaba, por ello, de ser purificada por el parto de Jesús, obedece a la ley, sirviendo, de esta forma, al cumplimiento de las promesas: “Cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Gal 4,4). La ley del Levítico contemplaba también que había que pagar una determinada cantidad de dinero para rescatar al primogénito de la consagración al Señor. Probablemente San Lucas, al no mencionar este rescate del Niño Jesús, querría significar que Jesús no ha vuelto a la propiedad de sus padres, sino que ha sido entregado a Dios personalmente y asignado como propiedad suya.

 En el momento en que María y José entran en el templo hacen su aparición dos personajes singulares: el viejo profeta Simeón y la profetisa Ana. Al primero, hombre bueno, religioso y asiduo oyente de la Palabra de Dios, “que esperaba con ansia la consolación de Israel”, le había inspirado el Espíritu Santo que no moriría sin conocer al Mesías.  Este hombre, dotado del carisma de la profecía, reconoce al Niño, lo coge en sus brazos, alaba a Dios y le da gracias por haber cumplido su promesa: “Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador”. Este niño -sigue diciendo Simeón-, gloria y orgullo del pueblo de Israel, será la Luz que iluminará a todos los pueblos. Bendice, a continuación a sus padres y, dirigiéndose a María, pronuncia unas palabras premonitorias sobre la suerte que correrán el Niño y ella: Jesús será un signo de contradicción que dividirá a los hombres -o con Él o contra Él- y ante el cual unos se levantarán -lo aceptarán- y otros se hundirán -lo rechazarán-, como de hecho así ocurrió. A María una espada la atravesará el corazón y ello hará que aparezcan los pensamientos de muchos corazones. La tradición ha relacionado esta profecía de Simeón con el pasaje de María junto a la cruz del Evangelio de San Juan y la consiguiente devoción a la Virgen de los dolores, si bien esta interpretación no estaba, según la mayoría de los exégetas, en su mente. No obstante, queda clara la incorporación de María a la suerte de su hijo de tal forma que la teología ha podido llamarla corredentora. 

Ana, una mujer de avanzada edad, que guardaba una virginidad permanente desde su juventud y pertenecía, como Simeón, al resto de los pobres de Yahvé, era una más de los que aguardaban con sinceridad la consolación de Israel. Cuando reconoce en los brazos de María y de Simeón al Esperado, salta de gozo, alaba al Señor y -una lección para todos nosotros- no se cansa de hablar del Niño a todas las personas con las que se encontraba.

 San Lucas, una vez concluido el episodio del templo, se limita a decirnos que, cumplidos todos los requisitos que mandaba la ley, José y María marcharon con el Niño a Nazaret. Allí creció Jesús y allí se hizo fuerte en sabiduría y “la gracia de Dios estaba con Él”.

 De Jesús no volveremos a saber más hasta el momento en el que sus padres lo encuentran en el templo a la edad de 12 años. Después, los evangelios guardan silencio sobre el Hijo de Dios hasta el inicio de su vida pública. Un silencio muy elocuente.

 Oración sobre las ofrendas

 Al ofrecerte, Señor, este sacrificio de expiación, te suplicamos, por intercesión de la Virgen Madre de Dios y de san José, que guardes a nuestras familias en tu gracia y en tu paz. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Al ofrecer el pan y el vino y, junto a ellos, todo lo que somos y tenemos, suplicamos al Padre de todos los hombre que haga crecer y mantener en nuestros hogares la paz y la gracia traídas por su Hijo querido, cuya entrada en nuestra historia celebramos estos días. Esta súplica la apoyamos en María y José, las dos personas a las que el cielo concedió el gran regalo de ser los encargados de velar y dirigir los primeros pasos de la vida terrestre de nuestro Salvador.

 Antífona de comunión

 Nuestro Dios apareció en el mundo y vivió en medio de los hombres (cf. Bar 3,38)

 Esta profecía del profeta Barut se hizo realidad en el nacimiento de Jesucristo, el Hijo de Dios, cuyo recuerdo estamos celebrando estos días. Acerquémonos con intenso y verdadero fervor a la Mesa eucarística, conscientes de que, al comulgar, Cristo nace realmente en nuestros corazones. Dejémonos asimilar por Él, que, desde el inicio de su vida en la tierra, se comportó como un niño que todo lo recibe del Padre. “Si no hacéis como niños [como el Niño de Belén], no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18,3).

 Oración después de la comunión

 Padre misericordioso, concede a cuantos has renovado con estos divinos sacramentos imitar fielmente los ejemplos de la Sagrada Familia para que, después de las tristezas de esta vida, podamos gozar de su eterna compañía en el cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 La Iglesia, en sus oraciones litúrgicas, desea que no apartemos nunca los ojos del alma de los bienes del cielo. En esta oración final pedimos al Padre, apoyando nuestra súplica en los méritos de su Hijo Jesucristo, que los que nos hemos convertido en hombres nuevos, al haber sido asimilados a Cristo en la comunión, imitemos las virtudes de la Sagrada Familia: de esta forma saldremos airosos en las dificultades y sufrimientos de la vida presente y, además, viviremos, ya desde ahora y por toda la eternidad, de la alegría de sabernos unidos con María, José y todos los Santos a la gran familia de los hijos de Dios.

 

Cuarto domingo de Adviento – Ciclo B

 Cuarto domingo de Adviento – Ciclo B

Antífona de entrada

 Cielos, destilad desde lo alto; nubes derramad al Justo; ábrase la tierra y brote al Salvador (cf. Is 45,8)

Rememorando la intervención favorable de Dios sobre el rey Ciro, del que se sirvió el Señor para poner fin al destierro en Babilonia, el profeta lanza una exclamación al cielo y a la tierra. Que el cielo derrame sobre nosotros la santidad y la justicia, y que de la tierra, fecundada con tanta bondad, brote el que viene a salvarnos. “Nos visitará el sol que nace de lo alto”, canta Zacarías, el padre de Juan Bautista. Los que vivimos en tinieblas y en sombras de muerte, seremos iluminados y salvados por este Sol de justicia para convertirnos en luz para el mundo.

 Oración colecta

 Derrama, Señor, tu gracia en nuestros corazones, para que, quienes hemos conocido, por el anuncio del ángel, la encarnación de Cristo, tu Hijo, lleguemos, por su pasión y su cruz, a la gloria de la resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Nuestra santificación no es obra de nuestro esfuerzo personal, sino de la gracia de Dios que, mediante el Espíritu Santo, opera constantemente en nuestro interior. Si no percibimos cambios hacia Dios en nuestros criterios, en nuestras actitudes o en nuestra conducta, es debido, probablemente, a que no escuchamos la voz de este Espíritu. Y no la escuchamos porque, perdidos quizá en los ajetreos de este mundo, no la consideramos como lo más primordial de nuestra vida. El que la Iglesia nos haga decir en esta oración: “Derrama, Señor, tu gracia en nuestros corazones”, es para que deseemos esta gracia con todas nuestras fuerzas. Como hemos oído muchas veces, Dios nos concede sus dones en la medida de nuestros deseos. Si así lo hacemos, los que hemos creído que Cristo se hizo hombre entenderemos que se hizo hombre por y para nosotros, para que, incorporados a Él, sufriendo y muriendo con Él, seamos, como Él, glorificados. Y así será, pues Dios no se echa atrás en sus promesas.

 Lectura del segundo libro de Samuel - 7,1-5. 8b-12. 14a. 16

 Cuando el rey David se asentó en su casa y el Señor le hubo dado reposo de todos sus enemigos de alrededor, dijo al profeta Natán: «Mira, yo habito en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios habita en una tienda». Natán dijo al rey: «Ve y haz lo que desea tu corazón, pues el Señor está contigo». Aquella noche vino esta palabra del Señor a Natán: «Ve y habla a mi siervo David: Así dice el Señor. ¿Tú me vas a construir una casa para morada mía? Yo te tomé del pastizal, de andar tras el rebaño, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. He estado a tu lado por dondequiera que has ido, he suprimido a todos tus enemigos ante ti y te he hecho tan famoso como los grandes de la tierra. Dispondré un lugar para mi pueblo Israel y lo plantaré para que resida en él sin que lo inquieten, ni le hagan más daño los malvados, como antaño, cuando nombraba jueces sobre mi pueblo Israel. A ti te he dado reposo de todos tus enemigos. Pues bien, el Señor te anuncia que te va a edificar una casa. En efecto, cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre”»

 David deseaba edificar una casa para alojar el arca de Dios, deseo que era bien visto por su profeta Natán: “Mira, yo habito en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios habita en una tienda». “Haz lo que desea tu corazón”, le respondió Natán. 

 Pero el Señor tenía otros planes sobre David y sobre Israel y las palabras que le dijo a través de Natán se encaminaron por otros derroteros. Recordándole que lo rescató del pastoreo para ponerlo al frente de Israel; que, a partir de entonces, estuvo siempre a su lado y que, gracias a Él, venció a todos sus enemigos y se convirtió en un personaje famoso, le promete ahora un lugar seguro para el pueblo que tiene a su cargo y una descendencia de la que surgirá alguien al que llamará su hijo y al que dará un reinado que durará por los siglos: “Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí”.

 A partir de este momento gran parte de la escritura sagrada, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, girará en torno a esta promesa hecha a David, promesa que se realizará definitivamente en Jesucristo, el Mesías esperado y el fruto más preciado de su linaje. De ello dan cuenta muchos salmos: "No olvidaré mi pacto, ni mudaré lo que ha salido de mis labios. Una vez he jurado por mi santidad, y no mentiré a David. Su descendencia será para siempre, y su trono como el sol delante de mi" (Salmo 89,34-36). Los profetas fundamentan sus predicciones sobre el futuro Mesías en este pacto de Dios con David: “Vienen días, dice el Señor, en que levantaré a David un renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y actuará conforme al derecho y la justicia en la tierra” (Jeremías 23, 5). Ya en el Nuevo Testamento, el ángel Gabriel comunica a María que al que va a nacer de ella “el Señor Dios le dará el trono de David su padre" (Lc 1,32 ). San Mateo llama a su Evangelio “Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham" (Mt 1,1). San Pedro da cuenta del cumplimiento de esta promesa en el discurso del primer Pentecostés: “Dios juró a David que un descendiente suyo se sentaría en su trono" (He 2,30). San Pablo, en el comienzo de su carta a los Romanos, habla del “evangelio que se refiere a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, nacido de la estirpe de David según la carne” (Rm 1,3). Y en el libro del Apocalipsis es Jesús mismo el que en una visión dice al apóstol San Juan: “Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana" (Ap 22,16).

 Esta promesa se cumple plenamente en quienes hemos recibido la plenitud de la fe cristiana. En Jesucristo, descendiente de David según la carne y constituido Rey y Señor a partir de su resurrección, tenemos total acceso a los bienes mesiánicos. El Reinado del Elegido por excelencia se mantendrá eficaz mediante su presencia permanente con los suyos: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Por esta presencia de Cristo, llevada a cabo mediante su Espíritu, se establece entre todos los hombres el nuevo pueblo de Dios, un pueblo “que tiene como meta el Reinado de Dios, como estado, la libertad de sus hijos y como ley, el precepto del amor” (Tomado de un prefacio de la Misa). Este reinado se hace realidad en cada uno de nosotros cuando nos fiamos plenamente de Cristo, cuando deseamos con todas nuestras fuerzas que su vida sea nuestra vida, cuando, como Él, hacemos nuestros las dificultades y problemas de los demás, entregando nuestra vida al servicio de los pobres y necesitados, en los que Él se hace especialmente presente. “Cuanto lo hicisteis con mis hermanos más pequeños conmigo lo hicísteis” (Mt 25,40).

 Salmo reponsorial - 88

 Cantaré eternamente tus misericordias, Señor.


Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Porque dijiste: «La misericordia es un edificio eterno», más que el cielo has afianzado tu fidelidad.

 El amor de Dios a su  pueblo y su fidelidad en el cumplimiento de sus promesas impulsan al salmista a exteriorizar el inmenso gozo que siente en su interior. Un amor firme como una construcción cimentada sobre roca, una fidelidad que no puede ser abarcada por el grandioso cielo que nos cobija. En la experiencia de esta lealtad entrañable de Dios radican la fuerza y la constancia de los discípulos de Cristo, los cuales, con sus palabras y con el testimonio de sus vidas, cantan por doquier la verdad de este Reino del amor. Fue ésta la actitud vital de San Pablo quien, abrasado interiormente por el fuego del amor de Cristo, no podía no hacer público este amor con su palabra, con sus escritos y con sus hechos: “Ay de mí si no anunciare el Evangelio” (1 Cor 9,16).

 «Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades».

 El salmista escucha la voz del Señor: He establecido un pacto con David y le he prometido con juramento una descendencia perpetua y un reinado que durará para siempre. Esta descendencia es Jesucristo que, nacido del linaje de David, establecerá el reino de la verdad, de la santidad y de la paz,  un reino cuya constitución tiene una sola ley, la ley del amor. Al mismo pertenecen o están llamados a pertenecer los hombres de todos los tiempos y lugares. Como seguidores de Cristo, tenemos la misión de invitar a este Reino a todos los hombres: “Id por todo el mundo y haced discípulos míos a todos los hombres” (Mt 28,19). Esta misión no sólo la realizan los misioneros y misioneras en tierras lejanas: también nosotros contribuimos a extender el Reino cuando ponemos lo que somos y tenemos al servicio de las necesidades de los hombres.

 Él me invocará: «Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora»; Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable.

 ¡Abba! Padre: así se comunicaba Jesús, el fruto del linaje de David, con el Padre del cielo. De este modo quiere Jesús que nos dirijamos a Dios. El que es el Hijo, siendo igual al Padre, ha querido hacernos partícipes de su intimidad filial: “Ya no os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15,15). Una intimidad que se mantendrá firme y estable para siempre. Ello cambia radicalmente nuestra relación con Dios y nuestra relación con los hombres, convertidos en nuestros hermanos. 

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos -16,25-27

 Hermanos: Al que puede consolidaros según mi evangelio y el mensaje de Jesucristo que proclamo, conforme a la revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora mediante las Escrituras proféticas, dado a conocer según disposición del Dios eterno para que todas las gentes llegaran a la obediencia de la fe; a Dios, único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 Estos tres últimos versículos de la carta a los romanos -procedentes con mucha probabilidad de un ambiente litúrgico- son la despedida de la carta, la grandiosa doxologia o acción de gracias final. San Pablo da gloria a Dios e invita a los Romanos a hacer otro tanto, ya que en ellos se ha cumplido la revelación del plan de salvación que, escondido durante siglos, se ha manifestado en Jesucristo para suscitar en los hombres la obediencia de la fe, es decir, la aceptación de la salvación. Esta revelación se lleva a cabo a través de la predicación del Evangelio: la buena nueva de la persona de Cristo y de su mensaje. En estas pocas palabras se ponen de manifiesto los elementos de la revelación de este misterio: su origen, su contenido, los medios de los que Dios se ha servido para su propagación y los destinatarios del mismo.

 El origen está en Dios, que gobierna con amor y ternura a los hombres de todas las épocas. Ha sido Él el que ha decidido revelar este misterio en el momento que ha considerado oportuno. Y, por eso, porque Dios es la fuente de la revelación, el autor del plan salvífico realizado en Cristo y Aquél de quien proviene la fuerza y la perseverancia Cristiana, es a Él a quien se debe alabar y glorificar.

 El contenido de la revelación es su decisión de hacer partícipes de su plan de salvación a todos los hombres, de acuerdo con su amor misericordioso: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). Es este contenido el que impulsa a San Pablo a esta sincera y desinteresada acción de gracias: «¡a él la gloria por los siglos de los siglos! Amén».

 La manifestación del Misterio de Cristo nos ha sido comunicada desde antiguo a través de los profetas y de las realizaciones históricas de las promesas, y dado a conocer ahora a través de la predicación del Evangelio de Jesucristo. Ello evidencia la continuidad histórica entre los dos testamentos.

 Sus destinatarios son todos los hombres, y no sólo los miembros del pueblo de Israel, cuya elección tuvo desde un principio carácter universal: Dios elige a Israel como pueblo para salvar, a través de él, a todos los hombres. 

 “Al que puede consolidaros”

 Dios no se contenta con revelarnos el misterio realizado en Cristo. Quiere sobretodo que este misterio empape nuestro ser para que nuestra vida esté firmemente asentada en Cristo hasta tal punto, que no seamos nosotros los que vivimos, sino que sea Cristo quien viva y actúe en nosotros. Con Cristo, en Cristo y por Cristo venceremos a todos nuestros enemigos, superaremos todas las circunstancias que dificultan nuestra vida cristiana y seremos de verdad libres.

           “Para que todas las gentes llegaran a la obediencia de la fe”.

 La manifestación de la salvación que nos trajo Cristo no se hizo de una vez por todas. Cristo continúa manifestando al mundo el plan de salvación, determinado desde siempre por el Padre. Pero ahora lo hace junto con sus seguidores, los que incorporados a Él, prolongan su persona y sus actos a través de la historia. Toda actividad apostólica es siempre misionera: se trata de que todos los hombres reciban el regalo de la fe para que se conviertan y sean salvos, para que sean de verdad ellos mismos.

 

           “A Dios, único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos”.

 Muchas veces lo hemos oído: el fin del hombre en esta tierra es dar gloria a Dios. Está tarea la llevamos a cabo en la oración y en el culto litúrgico, pero también cuando nos ponemos de parte de la verdad, del amor y de todo lo que realmente humaniza: Dios, la suprema Verdad y el Amor infinito, se identifica plenamente con todo lo que pertenece al hombre, pues en Cristo reside la plenitud de la divinidad y la plenitud de la humanidad.

 Aclamación al Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya. He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra.

 Lectura del santo evangelio según san Lucas - 1,26-38

 En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.

 Galilea es una región de Palestina que, por su distancia de Jerusalén y por la mezcla de sus habitantes con otros pueblos, no era bien vista por los judíos. Nazaret, pese a que San Lucas la llame ciudad, era una pequeña y pobre aldea, cuya importancia radica sólo en el hecho cristiano. 

A esta lugar es enviado el ángel Gabriel para anunciar a una Virgen que iba a ser la madre del Salvador. No cabe duda alguna sobre la virginidad de María: lo queda claro el propio evangelista:“una virgen desposada con un hombre llamado José”, y lo da a entender María cuando pide una explicación sobre lo que se le anuncia: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”

El ángel no dice: alégrate, María, llena de gracia, sino “Alégrate, llena de gracia”, lo que puede significar, según los comentarios más antiguos, que en ese momento Dios cambiaría el nombre a María por el de “la llena de gracia”. Y no es para menos, pues -continúa el ángel- “El Señor está contigo”. Ésta es la gran razón para que esté alegre: Dios se ha complacido en ella y, como dirá a su prima Isabel, “Dios ha obrado en ella cosas grandes” (Lc 1,49). María se turba ante esta inesperada visita, no tanto por el saludo mismo o debido al temor ocasionado por la aparición del ángel, como fue el caso de Zacarías, sino por el contenido del saludo: “No temas, María, pues has hallado gracia delante de Dios, pues concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo al que llamarás Jesús”. Otra vez nos encontramos con la lógica de Dios, tan distinta de la lógica de este mundo: la grandeza se manifiesta en la pequeñez, la riqueza en la pobreza, lo que es en lo que no es, el que no cabe en el universo entero se encierra como criatura en el vientre de una humilde doncella. Los caminos y los planes de Dios nada tienen que ver con nuestros modos de entender la realidad. Dios nos salva haciéndose insignificante: “Al que va a nacer de tí lo llamarás Jesús ( = Dios salva)”. Y ahora viene la paradoja. Esta criatura tan insignificante será grande a los ojos de Dios y “será llamado el Hijo del Altísimo”, el Altísimo le dará el reino que prometió David, un reino que no tendrá fin. Se está cumpliendo en este momento la profecía de Natán que escuchábamos en la primera lectura: “Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre”. 

Ante la pregunta de María sobre el cómo se realizará esta concepción, el ángel es explícito: el Espíritu Santo vendrá sobre ella y el poder del Altísimo la cubrirá con su sombra. María, el fruto más exquisito de la descendencia de Abraham,  es arropada por la sombra fecunda del Espíritu Santo, como la nube que cubría y guiaba al pueblo en su marcha por el desierto hacia la Tierra prometida. Por eso lo que de ella nacerá será llamado Santo e Hijo de Dios. La señal de que lo que el ángel anuncia sucederá es la concepción, por obra también de Dios, de su prima Isabel que, en su ancianidad y siendo estéril, se encuentra en avanzado estado de gestación, ya que para Dios nada es imposible.

 El encuentro termina con la respuesta de María. En ella se llama a sí misma esclava del Señor, es decir, se sabe dependiente en todo del querer de Dios. Acepta con agrado y con alegría el mandato del Señor, consciente, como los pobres de Yahvé (los anawin), de que toda su esperanza y toda su riqueza está en Dios: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según su palabra”

Oración sobre las ofrendas

 El mismo Espíritu, que colmó con su poder las entrañas de santa María, santifique, Señor, estos dones que hemos colocado sobre tu altar. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Vaso espiritual: es uno de los nombres con el que invocamos a María en las letanías del Rosario. Las entrañas de María son ese vaso espiritual rebosante de gracia, de la Gracia suprema que es el Dios con nosotros, hecho carne en su seno por obra del Espíritu Santo. En esta oración de ofertorio pedimos al Padre que haga santos los dones que, recibidos de Él, ofrecemos junto con el pan y con el vino: que, igual que éstos se van a convertir en el cuerpo y en la sangre de Cristo, también nosotros seamos colmados de santidad para que sea Él, Cristo, quien viva siempre en nosotros.

 Antífona de comunión

 Mirad: la Virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel (Is 7,14).

 Como María, que lleva en su seno al Hijo de Dios, nosotros vamos a llevarlo también en nuestro corazón. Ojalá que en esta comunión nos transformemos realmente en Él, que nos identifiquemos con Él en sus pensamientos y en sus actitudes, y que esta transformación nuestra transforme también la vida de los que nos rodean.

 Oración después de la comunión

 Dios todopoderoso, después de recibir la prenda de la redención eterna, te pedimos que crezca en nosotros tanto el fervor para celebrar dignamente el misterio del nacimiento de tu Hijo, cuanto más se acerca la gran fiesta de la salvación. Por Jesucristo nuestro Señor

 La palabra “prenda” es aquí sinónimo de aval, garantía: el sacramento que hemos recibido es, por ello, una garantía de que nuestra salvación y redención llegarán a su perfeccionamiento. Esta certeza debe ser estímulo suficiente para hacer crecer nuestra alegría y nuestro fervor ante la cercanía de la celebración del nacimiento de Jesús. Pero, dada nuestra inclinación al pecado y nuestra inconstancia, pedimos al Padre que, teniendo en cuenta los méritos de su Hijo querido, venga en ayuda de nuestro desvalimiento para que este crecimiento sea una realidad.