Tercer domingo del tiempo ordinario - Ciclo B

 

Tercer domingo del tiempo ordinario - Ciclo B

Antífona de entrada

                    Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra. Honor y majestad le preceden, fuerza y esplendor están en su templo (Sal 93,1. 6).

           Nuestra alegría por ser seguidores de Cristo debe exteriorizarse, no con los cantos aburridos de nuestro pasado pecador, sino con “un canto nuevo” que brote espontáneo del corazón y que sea acorde con las siempre sorprendentes manifestaciones, poderosas y esplendorosas, del amor de Dios: las nuevas gracias requieren nuevas expresiones de gratitud. Dios nos ha manifestado este amor dando su vida por nosotros, algo inaudito e  inesperado, que nos seguirá sorprendiendo en este mundo y en el otro. “Renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4,23-24)

 Oración colecta

         Dios todopoderoso y eterno, orienta nuestros actos según tu voluntad, para que merezcamos abundar en buenas obras en nombre de tu Hijo predilecto. Él, que vive y reina contigo.

           “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Necesitamos vivir siempre unidos a Cristo para que, como ocurría en él, todo lo que hagamos tenga en Dios su fuente y esté orientado a Dios como a su fin. Mantener esta orientación a Dios de manera constante no depende de nosotros: es obra de la gracia que recibimos en el trato personal con el Padre. A Él, que todo lo puede y nunca nos falla -pues sus proyectos con nosotros son eternos-, le pedimos, fijando nuestra mirada en su Hijo y en sus méritos, que actuemos siempre de acuerdo con sus planes. De esta forma abundaremos en buenas obras“El que crea en mí, hará también las obras que yo hago, y las hará mayores aún, porque yo voy al Padre.” (Jn 14,12). 

Lectura de la profecía de Jonás - 3,1-5. 10

             El Señor dirigió la palabra a Jonás: «Ponte en marcha y ve a la gran ciudad de Nínive; allí les anunciarás el mensaje que yo te comunicaré. Jonás se puso en marcha hacia Nínive, siguiendo la orden del Señor. Nínive era una ciudad inmensa; hacían falta tres días para recorrerla. Jonás empezó recorrer la ciudad el primer día, proclamando: «Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada». Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron con rudo sayal, desde el más importante al menor. Vio Dios su comportamiento, cómo habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó.

          En este pasaje bíblico constatamos una vez más la voluntad del Señor de salvar a todos los hombres, “sean de la nación que sean” (Hech 10,35). Israel ha sido elegido por Dios para que, a través de él, la salvación llegue a toda la humanidad. Jonás es enviado por el Señor a predicar la conversión a una importante y grande ciudad extranjera, Nínive. Aunque poniendo muchas trabas, incluso huyendo, como leemos en los capítulos anteriores, Jonás cumple lo ordenado por el Señor: marcha a Nínive, predica la conversión de sus habitantes y les advierte que el Señor arrasará la ciudad, si no le hacen caso. El éxito fue total: los ninivitas se tomaron muy en serio las palabras del profeta; toda la población, desde las personas más importantes a los que menos contaban, hicieron penitencia con ayunos y vestidos con saco. Consecuente con su palabra, el Señor retira su amenaza.

          En esta perícopa bíblica comprendemos una vez más el modo de ser de Dios, que nunca quiere la destrucción del hombre, sino su salvación, y que sólo castiga por amor: “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta de su conducta y viva” (Ez 33,11). Este modo de entender a Dios se opone al de aquéllos que profesan la religión del temor, pensando que Dios nos mantiene a raya a base de castigos, y también al de aquéllos otros para los que Dios, en su infinita bondad, es incapaz de castigar, por lo que perdona a todos, incluidos los grandes pecadores. Pero no. Dios es ciertamente bueno; más aún, Dios es la bondad perfecta; pero precisamente porque es bueno, es igualmente justo. 

          Aunque la lectura no haga mención al modo como cumple la orden del Señor, la conducta de Jonás no es precisamente un modelo de obediencia para nosotros, pues, bien por no estar de acuerdo con la orden del Señor, bien por miedo o por pereza, desobedece y huye a un país lejano, según se relata en los dos capítulos anteriores a este relato. Sólo cuando Dios le pone en graves peligros -recordemos los tres días y tres noches que pasó encerrado en el vientre de la ballena- decide llevar a cabo la orden de predicar la conversión en Nínive. Una actitud que, en modo alguno, debemos imitar. Es frecuente que -en el trabajo, en la familia o en nuestras comunidades cristianas- se nos encomienden tareas que tengamos que llevar a cabo, aunque, a veces, su finalidad o el modo de realizarlas no coincidan con nuestros criterios personales o, sencillamente, seamos reacios a comprometernos. Es en esos momentos cuando tenemos la oportunidad de poner en ejercicio la virtud de la obediencia sobre la base de la humildad.

Salmo responsorial – 24

Señor, enséñame tus caminos.

Recuerda, Señor, tu ternura. Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador, y todo el día te estoy esperando.

David, al pedir a Dios que le muestre sus caminos y le instruya en sus sendas, manifiesta un deseo sincero de hacer su voluntad, deseo que se hace aún más patente al suplicarle - probablemente está pensando en su fragilidad y en su inconstancia- que le mantenga en la lealtad a su Nombre.

 David insiste en esta petición; apoya su plegaria en su experiencia de haber sido liberado por Dios en muchas ocasiones. Por eso le sale del alma invocarle como su Dios y su salvador -algo muy normal en un ambiente politeísta- y manifestarle su impaciencia de que se haga presente en su vida. “Todo el día te estoy esperando”.

Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.

          La experiencia de los favores recibidos del Señor a lo largo de su vida lleva a David a recordar con Él que su amor entrañable es de siempre. Ello justifica su petición de que borre de su mente los pecados que cometió en su juventud. Está pensando seguramente en el asesinato de Urías para casarse con la mujer de este, Betsabé, pecado que, como como una sombra, siempre le persiguió. Su sentimiento de pecador solo encuentra una salida: acogerse a la bondad del Señor, que siempre perdona. “Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor”

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.

David se tranquiliza al reconocer la bondad y la rectitud del Señor, cualidades que se manifiestan en su amor a los hombres, un amor que no descansa hasta poner al pecador en el camino correcto y que se derrama con abundancia en los humildes, como en María: “Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48). 

El amor perdonador de Dios se ha revelado de forma definitiva e inaudita en Cristo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros." (Rm 5,8).

Lectura de la primera carta del apóstol san a los Corintios - 7,29-31

         Digo esto, hermanos, que el momento es apremiante. Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina.

         Estos tres versículos pertenecen al capítulo siete de la primera carta los Corintios, en el que San Pablo responde a una serie de cuestiones, casi todas ellas centradas en la manera de vivir el matrimonio y la virginidad. 

         Para comprender el pensamiento de San Pablo en este tema, hay que colocarse en el plano de la nueva realidad inaugurada por Cristo. En su actual existencia, el cristiano debe luchar en primer lugar para no caer en el pecado. Pero no se queda en lo negativo. Su interés principal debe dirigirse a llevar una vida para el Señor, un aspecto recurrente en todas las cartas de San Pablo: “En la vida y en la muerte vivimos para el Señor” (Rm 14,8), “Ya comamos ya durmamos todo ha de ser para el Señor” (2 Cor 10,31). 

         Lo que importa en esta vida no es tanto el estado (soltero o casado) en que uno se encuentra, ni la profesión, ni la condición social. Lo que realmente cuenta para el cristiano es vivir para Dios y, por tanto, para la eternidad. El tiempo de la vida actual, por oposición, a la vida que nos espera, es breve, un contado número de años -sin importar que sean muchos o pocos- en los que se nos ofrece la ocasión de conquistar los bienes eternos, traídos por Cristo. Las cosas de este mundo, en sí mismas consideradas, carecen de verdad y de valor, si no las utilizamos como escalones que nos hacen avanzar hacia Dios. El hombre no debe quedarse en la mujer ni la mujer en el hombre: uno y otra representan para ambos al Señor; el cristiano no se instala en el sufrimiento o llanto: sufre, pero al mismo tiempo se alegra en el triunfo del Señor; disfruta de este mundo, pero sabe que está unido a los sufrimientos de Cristo; tiene bienes materiales, pero vive desapegado de tal manera, que está dispuesto y preparado para deshacerse de estos bienes por los demás. Dos realidades con las que tenemos que convivir en la situación actual: la realidad visible y exterior, y la presencia, todavía en fe, de los bienes del cielo. “Las cosas que se ven son temporales; las que no se ven, eternas” (Cor 4,18). 

            En esta verdad se fundamentan la ascética de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz y la santa indiferencia hacia las cosas de este mundo de San Ignacio de Loyola: estar en las cosas sin estar en ellas, vivir en la vida sin apegarse a ella. Pablo no nos está animando a abandonar la tierra y las responsabilidades humanas; no habla como alguien hastiado de la vida y lleno de desdén por este mundo. Lo que dice a los corintios -también a nosotros- es que pongamos nuestros criterios, nuestras decisiones y nuestra conducta en consonancia con la realidad definitiva. Las pautas que nos ayudaban a dar sentido a este mundo ya no son válidas, pero no porque el mundo carezca de valor, sino porque ha recibido de Cristo su verdadero valor a los ojos de Dios. No se trata de abandonar las realidades de este mundo, sino de mirarlas desde la perspectiva de nuestra resurrección.

Aclamación al Evangelio 

    Aleluya, aleluya, aleluya. Está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el evangelio.

         “El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2 Cor 5,17). Reaccionemos ante esta novedad abandonando nuestra antigua mentalidad y apropiándonos de los pensamientos y sentimientos de Cristo, el Señor.

Lectura del santo evangelio según san Marcos - 1,14-20

         Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el evangelio de Dios; decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el evangelio”. Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon en pos de él.

         Una vez encarcelado el Bautista, Jesús marcha a la provincia de Galilea. Allí comienza su vida como anunciador del Reino de Dios. San Marcos nos transmite de este modo el resumen de sus primeras predicaciones: Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios”.  El tiempo de espera que ha vivido Israel durante siglos ha llegado a su fin. Con Cristo han venido los días en los que el Señor preparará para todos los pueblos un festín de manjares suculentos y vinos de solera (Is 25,6). Ya está aquí Dios con su fuerza creadora de justicia; ya reina entre nosotros.

         Convertíos y creed en el evangelio”. Ante todo hay que aclarar que la conversión a la que se refiere Jesús no afecta sólo a las personas no creyentes: nos afecta a todos y en todo momento, pues todos tenemos que renovar continuamente la fe en el Evangelio, como si fuese la primera vez. La conversión, por otra parte, no es un volver atrás, como quien cae en la cuenta de que ha equivocado el camino y tiene que desandar los pasos; tampoco es reformar la propia vida como una exigencia para recibir la salvación. Convertirse para Cristo es dar un salto adelante para aferrarse a la salvación que Dios nos regala. No se trata de abandonar nuestra forma pecadora de vida para recibir la salvación como recompensa, sino, al contrario, primero recibimos la noticia de la salvación -como ofrecimiento gratuito y generoso de Dios- y, al conocerla, respondemos acogiéndola con un corazón limpio. “El cristianismo se distingue así de cualquier otra religión: no empieza predicando el deber, sino el don; no comienza con la ley, sino con la gracia” (Raniero Cantalamesa). Convertirse y creer son la misma cosa.

         Y en sus primeros recorridos junto al mar de Galilea Jesús encuentra a Pedro y a su hermano Andrés y, poco después, a los hijos de Zebedeo, Juan y Santiago. A los cuatro invita a que vayan con Él:  «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Los dos primeros abandonan las faenas de la pesca e inmediatamente se fueron con Jesús; otro tanto hicieron Santiago y Juan, dejando a su padre con los jornaleros en la barca.

          En estos primeros discípulos que siguen a Jesús se hace realidad el final del tiempo de espera de Israel: ellos son los primeros en aceptar la salvación y creer en la Buena Nueva; ellos son los primeros en acoger a Jesús, el Mesías esperado. Al abandonar su trabajo, y hasta la propia familia, hicieron realidad lo dicho por San Pablo en la segunda lectura: el desapego de las cosas de este mundo para consagrarse a la nueva realidad que comienza. Ante la invitación de Jesús, los cuatro discípulos abandonan su actividad mundana y obedecen a la llamada de Jesús sin mediar palabra. El señor se encargará después de equiparles para realizar su vocación: en el trato con Jesús se convertirán en “pescadores de hombres”. 

          Dios nos llama también a nosotros para formar parte del nuevo pueblo de Dios y para extenderlo en el mundo que nos ha tocado vivir. A algunos, como a los discípulos, les invitará a dejarlo todo -incluida su actividad mundana- para dedicarse por entero al establecimiento del reinado de Dios; otros, permaneciendo en sus profesiones, son igualmente llamados a la realización de esta tarea. A todos, pero de forma más visible, a estos últimos, conviene la consigna de San Pablo en la segunda lectura: tener mujer como si no la tuviesen, comprar como si careciesen de bienes materiales.

          Al igual que los hijos de Zebedeo dejan a su padre con los jornaleros para seguir a Jesús, así también el cristiano que permanece en el mundo debe dejar mucho de lo que le parece irrenunciable. “El que echa la mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios”(Lucas 9,62). Pero con este dejar desprenderse de los bienes del mundo el cristiano no pierde nada; más bien lo alcanza todo: “Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna”  (Mt 19,29).

 

Oración sobre las ofrendas

          Señor, recibe con bondad nuestros dones y, al santificarlos, haz que sean para nosotros dones de salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor

           Las ofrendas que presenta el sacerdote en el altar quedarán santificadas y convertidas en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo por obra del Padre y por la promesa de Cristo, su Hijo. Al pedirle que sean para nosotros dones de salvación”, unimos nuestra fe -cada cual en el grado de perfección que Dios le haya concedido- a la fe de la Iglesia. De esta forma, el fruto del sacramento eucarístico repercutirá de modo más amplio en el conjunto de la comunidad de creyentes y en cada uno de nosotros en particular por ser miembros activos de la misma.

 Antífona de comunión

           Contemplad al Señor y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará (cf. Sal 33,6).

          Teniendo fija la mirada del alma en el Señor, luz del mundo, nos contagiaremos de su luminosidad y seremos también luz con la que clarificaremos las incertidumbres de nuestro mundo, perdido en el sinsentido y en la falta de valores que inviten a la alegría del Evangelio.

Oración después de la comunión

          Concédenos, Dios todopoderoso, que cuantos hemos recibido tu gracia vivificadora nos gloriemos siempre del don que nos haces. Por Jesucristo, nuestro Señor.

         Nos sentimos orgullosos de nuestros éxitos, de nuestros hijos, de nuestros amigos, y eso está bien, pues son dones que recibimos del Señor para nuestro desarrollo como personas y como cristianos. Pero nuestro gran orgullo reside en ser portadores del gran regalo que se nos ha concedido, Jesucristo, que permanece continuamente a nuestro lado en los acontecimientos que siembran nuestra vida, en las relaciones con nuestros hermanos y, principalmente, en nuestro encuentro con Él en la oración y en la Eucaristía. Es lo que pedimos en esta oración final: que cuantos nos hemos alimentado de Cristo, “la gracia vivificadora” del Padre, “nos gloriemos siempre del don” que del Padre hemos recibido.