Segundo Domingo del tiempo ordinario - Ciclo B
Antífona de entrada
Que se postre ante ti, oh, Dios, la tierra entera; que toquen en tu honor; que toquen para tu nombre, oh Altísimo (cf. Sal 65,4).
“Del Señor es la tierra y todo cuanto la llena”(Sal 24,1). Nada de lo que somos y tenemos nos pertenece: somos de Dios, que nos ha creado, y de Cristo, que nos ha comprado con su sangre. En este canto, con el que iniciamos nuestra celebración dominical, expresamos nuestro deseo de que la soberanía de Dios y su poder sobre el universo, la historia y el género humano, sean reconocidos por todos los hombres
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, que gobiernas a un tiempo cielo y tierra, escucha compasivo la oración de tu pueblo, y concede tu paz a nuestros días. Por nuestro Señor Jesucristo.
Que Dios gobierna aquella realidad que, según nuestra manera de expresarnos, llamamos “cielo”, es una verdad fácil de entender. Lo que supone un misterio para nosotros es que Dios gobierne el mundo en que vivimos, un mundo en el que el bien está mezclado con incontables realidades perversas, pero que, misteriosamente para nosotros, está dirigido por la mano de Dios. A este Dios, que todo lo puede y en quien no hace mella el tiempo, pedimos, con las palabras que la Iglesia pone en nuestros labios, que atienda, amoroso, nuestras plegarias y nos regale su paz, la paz que brota de la fraternidad traída Cristo.
Lectura del primer libro de Samuel -3,3b-10. 19
En aquellos días, Samuel estaba acostado en el templo del Señor, donde se encontraba el Arca de Dios. Entonces el Señor llamó a Samuel. Este respondió: «Aquí estoy». Corrió adonde estaba Elí y dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Respondió: «No te he llamado. Vuelve a acostarte». Fue y se acostó. El Señor volvió a llamar a Samuel. Se levantó Samuel, fue adonde estaba Elí y dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Respondió: «No te he llamado, hijo mío. Vuelve a acostarte». Samuel no conocía aún al Señor, ni se le había manifestado todavía la palabra del Señor. El Señor llamó a Samuel, por tercera vez. Se levantó, fue adonde estaba Elí y dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Comprendió entonces Elí que era el Señor el que llamaba al joven. Y dijo a Samuel: «Ve a acostarte. Y si te llama de nuevo, di: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”». Samuel fue a acostarse en su sitio. El Señor se presentó y llamó como las veces anteriores: «Samuel, Samuel». Respondió Samuel: «Habla, que tu siervo escucha». Samuel creció. El Señor estaba con él, y no dejó que se frustrara ninguna de sus palabras.
Lo que se cuenta en esta lectura tiene lugar en el templo de Siló, un lugar donde se custodiaban los dos símbolos de la presencia de Dios en Israel, el arca de la alianza y la lámpara divina. Allí vivía en ese momento el sumo sacerdote Elí y un jovencito, llamado Samuel, el cual había sido consagrado al Señor de por vida. Una noche, mientras dormía, Samuel oye que le llaman por su nombre. El joven se presenta ante Elí para preguntarle por qué le ha llamado. “No te he llamado, acuéstate”, le responde Elí. La escena se repitió varias veces. A la tercera, Elí comprende que era el Señor quien llamaba a Samuel. “Habla, Señor, que tu siervo escucha”, dirás cuando vuelvas a oír la voz. Efectivamente. Era el Señor, que había decidido manifestarse a Israel a través de Samuel, el primer profeta desde los días de Moisés. Samuel -nos dice el texto- creció en la presencia del Señor, siendo fiel a sus palabras, las cuales siempre se cumplieron.
El Señor habla a Samuel en el silencio de la noche. También a nosotros nos habla Dios en el silencio, no en la ausencia de ruidos externos, sino en el silencio interior, el silencio que alcanzamos cuando, por la gracia, expulsamos de nuestra mente y de nuestro corazón las cosas que nos impiden centrar nuestra vida en lo único importante, en Dios.
Metidos en el barullo de este mundo, con un ruido atronador de voces que reclaman nuestra atención, el Señor nos ama tanto, que nos llama una y otra vez, no parando hasta dejarse oír y hasta que su palabra, calando en nuestro interior, produzca sus frutos (Is 55,11).
El ejemplo de Samuel, que se dejó moldear por la Palabra del Señor, nos ayuda a realizar nuestra vocación de oyentes de la Palabra, a no cansarnos de esperar la voz de Dios, el cual está ansioso por hablar amigablemente con nosotros y por decirnos lo que de verdad nos conviene. Nuestra respuesta, cuando, por fin, lo escuchamos, es siempre la misma: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Y en los momentos de prueba, en los que parece que Dios calla, nuestra actitud será la expresada en el salmo que la Iglesia nos pone hoy como respuesta a esta lectura: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.
Salmo responsorial - 39
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito; me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios.
Dios es alguien en el que se puede confiar, es como un padre que se acerca a su hijo con cariño, inclinándose hacia él y escuchándole con ternura. El amor de Dios a Israel queda vivamente reflejado en estas palabras del profeta Oseas: “Con cuerdas humanas y con lazos de amor los atraía, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer” (Os 11,4). Cuando volvemos a una bonanza espiritual después de haber pasado por momentos de hundimiento espiritual, nos sale espontáneamente la alegría, a veces en forma de canción. En este salmo es Dios mismo quien pone en nuestros labios un canto, el único canto que Dios sabe cantar, el canto del amor: “Voy a cantar a mi amigo la canción de su amor por su viña” (Is 5,1).
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído; no pides holocaustos ni sacrificios expiatorios; entonces yo digo: «Aquí estoy».
«–Como está escrito en mi libro– para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas».
Es el culto el lugar apropiado para el canto, un culto que no se queda en alabanzas, ofrecimientos y sacrificios externos. El culto verdadero es aquél que, surgiendo del corazón, nos pone enteramente ante la presencia del Señor: “Aquí estoy”. Y estoy para hacer tu voluntad, un deseo entrañable escrito en el libro del corazón.
He proclamado tu justicia ante la gran asamblea; no he cerrado los labios, Señor, tú lo sabes.
El salmista no puede no dar rienda suelta a la alegría por haber sido favorecido por el Señor de manera tan exuberante: “no he cerrado los labios”. No puede callársela delante de sus hermanos y amigos en la gran asamblea. Sin necesidad de exagerar para que le crean, es incapaz de quedarse para sí mismo el gran gozo que le embarga. A San Pablo le pasaba algo parecido: “Ay de mí si no proclamo el Evangelio” (1 Cor 9,26).
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Al repetirlo después de cada estrofa nos hemos identificado con el “Hágase según tu palabra” de María. Carlos de Foucault expresó este “aquí estoy” de esta manera:
Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad cumpla en mí, y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre. Te confío mi alma, te la doy con todo el amor de que soy capaz, porque te amo.
Y necesito darme, ponerme en tus manos sin medida, con una infinita confianza, porque Tú eres mi Padre.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios - 6,13c-15a. 17-20
Hermanos: El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor, para el cuerpo. Y Dios resucitó al Señor y nos resucitará también a nosotros con su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? El que se une al Señor es un espíritu con él. Huid de la inmoralidad. Cualquier pecado que cometa el hombre queda fuera de su cuerpo. Pero el que fornica peca contra su propio cuerpo. ¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios? Y no os pertenecéis, pues habéis sido comprados a buen precio. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!
En el versículo anterior a esta lectura responde San Pablo a un dicho muy extendido en la ciudad de Corinto. “Todo me es lícito” -dicen los libertinos-. Pero no todo me conviene contesta San Pablo-: no me conviene dejarme dominar por nada que no sea el Señor. Si los manjares son para el estómago y el estómago para los majares, con el cuerpo no se sigue la misma lógica: el cuerpo no está para el placer, sino para el Señor y el Señor para el cuerpo.
Al incorporarse a Cristo en el bautismo, el cristiano se hace una sola realidad con Él. En consecuencia, si Cristo fue resucitado, el cristiano igualmente resucitará, y resucitará con todo su ser, espiritual y corporal. El cuerpo, es decir, la persona humana en su manifestación externa, está llamado a la resurrección: “Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”, proclamamos en el símbolo de los apóstoles. Esta unión del cristiano con Cristo, hasta hacerse un mismo espíritu con Él, hace exclamar a San Pablo: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?”
En esta verdad radica el rechazo del cristiano de las obras de la carne y, concretamente, de la fornicación. El que fornica degrada su propio cuerpo, ya que falsifica totalmente su sentido y su destino. Desde una ética natural, la fornicación supone un desprecio de la dignidad de la persona, ya que, en este caso, tanto el cuerpo del hombre como el de la mujer no están considerados como fines, sino exclusivamente como instrumentos de placer. Pero San Pablo va más allá. En la fornicación se profana al propio cuerpo, al sustraerle su esencia sagrada: “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios?”. Al fornicar, por otra parte, se comete una grave injusticia con Cristo, ya que se le expulsa de uno de sus miembros. El que fornica, además, actúa, de forma fraudulenta, pues utiliza egoistamente algo que no es suyo: por nuestra unión con Cristo, ya no nos pertenecemos, somos de aquél que nos ha comprado con su sangre para que, de esta forma, seamos de verdad nosotros mismos.
En el último versículo se nos da la verdadera razón de ser de nuestro cuerpo y de todo lo que somos y tenemos: la glorificación de Dios -“Glorificad a Dios con vuestro cuerpo”-. En ello radica la finalidad de nuestra existencia: en ofrecer todo nuestro ser, en su dimensión espiritual y corporal, para que la voluntad de Dios se cumpla enteramente en nosotros.
Nuestra unión con Cristo, el núcleo de esta lectura y de toda la Biblia, la hacemos de modo especialmente real en la Eucaristía. En ella comprendemos realmente la afirmación de San Pablo “El cuerpo es para el Señor y el Señor es para el cuerpo”. En efecto. Cristo se da a sí mismo como alimento que nos da la Vida y sostiene nuestra fe en nuestro caminar hacia el cielo: “Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás” (Jn 6,35). En la Eucaristía, además de hacernos una sola cosa con Cristo, nos unimos a todos los hombres, convirtiéndonos en miembros los unos de los otros. Si esta unión fraternal no se traduce en una entrega real al servicio de quienes nos necesitan, debemos plantearnos la autenticidad de nuestra fe, no sólo en el sacramento eucarístico, sino en toda nuestra vida de piedad.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Hemos encontrado al Mesías, que es Cristo; la gracia y la verdad nos han llegado por medio de él.
Acostumbrados a un cristianismo heredado de nuestros antepasados, hemos perdido la capacidad de asombrarnos ante la presencia real de Cristo en nuestra vida. Ello explica la ausencia de entusiasmo que, con frecuencia, damos los que nos llamamos cristianos. Pero Cristo está en medio de nosotros. Dejémonos embargar por la presencia de Cristo; la gracia y la verdad que Él nos trae nos transformará en hombres nuevos, de los que saldrá espontáneamente el “Hemos encontrado al Mesías”.
Lectura del santo evangelio según san Juan - 1,35-42
En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: «Este es el Cordero de Dios». Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: «¿Qué buscáis?» Ellos le contestaron: «Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?» Él les dijo: «Venid y veréis». Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro)».
En este pasaje evangélico se relata la primera entrevista que tuvieron con Jesús Andrés, Juan y, posteriormente, Pedro. Este encuentro debió quedar muy grabado en el corazón y en la memoria del evangelista, a juzgar por los detalles a que hace referencia, como es la mención del momento aproximado en que tuvo lugar: “era como la hora décima”.
Constatamos en primer lugar que los primeros discípulos del Señor salen de la escuela del Bautista. Consecuente con su vocación de precursor, se desprende de ellos y los entrega al “más grande”, cumpliendo una vez más el lema central de su vida: “es necesario que Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30). Ha sido frecuente en los santos la presencia de personas que, como el Bautista, les han puesto en contacto con Jesús, muchas de las cuales, como otros muchos seguidores de Cristo, han pasado a engrosar las listas del anonimato. Unas veces, como Juan Bautista y Elí, nos tocará a nosotros poner en contacto con Jesús a otros; otras, como Samuel y Andrés, seremos nosotros los que nos dejemos ayudar en nuestro camino hacia el Señor.
“Ėste es el cordero de Dios”. Probablemente porque ya se lo lo habían escuchado en más de una ocasión, no añade “que quita el pecado del mundo”. Estos discípulos de Juan lo daban por supuesto. Con esta expresión el Bautista se refiere al cordero que Dios ha escogido como víctima para perdonar los pecados de la humanidad. Sabemos que en el templo de Jerusalén se inmolaban dos corderos cada día -uno por la mañana y otro por la tarde- como reparación de los pecados de Israel. Para el Bautista, Jesús era el cordero que borraba, no sólo los pecados del pueblo elegido, sino los de todos los hombres.
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús.
Oídas las palabras del Bautista, se fueron con Jesús, estableciéndose entre los tres un breve diálogo en el que apreciamos el deseo de los dos jóvenes de estar y hablar largo y tendido con el Señor, interesados, probablemente, por las cosas que habrían oído a su maestro. El Evangelio nos dice que se quedaron con Jesús aquel día.
¿Qué buscáis?”
¿Qué buscáis?, nos pregunta Cristo a nosotros. ¿Acudimos a Jesús movidos por una auténtica necesidad espiritual (de perdón, de saber de Él, de amistad sincera) o nos mueven intereses que no se ajustan a los planes de Dios? Señor, haznos desear lo que Tú quieres que deseemos de ti.
“Venid y veréis”.
Jesús nos invita también a nosotros a seguirle para estar con Él. En la llamada a los apóstoles dice el Evangelio que los “eligió para que estuvieran con Él y para enviarles a predicar” (Mc 3,14). Jesús nos invita a estar con Él en la oración, en la escucha de su palabra y siempre que queramos verle en sus hermanos. En la medida en que estemos con Él, le conocemos mejor y daremos testimonio de su presencia entre nosotros.
Poco después -quizá al día siguiente-, Andrés informa a su hermano Simón del encuentro con Jesús: «Hemos encontrado al Mesías”, un grito que, en el corazón de un israelita auténtico, descubre la esperanza de Israel. Andrés lleva a su hermano a Jesús, el cual, mirándole fijamente, cambia su nombre de Simón por el de Pedro. Sin ninguna explicación por parte de Jesús de este cambio de nombre, nos quedamos con el hecho de que el Señor, que mira el interior de las personas, amó en ese momento a Pedro y le anunció que en el trato con Él sería una persona distinta. Y eso nos pasa también a nosotros: en nuestra amistad con Cristo, nos desprendemos de nuestro ser natural -del hombre viejo, diría San Pablo- y nos convertimos en hijos de Dios. Nuestro nombre de pila, es decir, todo aquello que externamente nos identifica ante el mundo, desaparece para dar lugar a algo mejor.
Oración sobre las ofrendas
Concédenos, Señor, participar dignamente en estos sacramentos, pues cada vez que se celebra el memorial del sacrificio de Cristo, se realiza la obra de nuestra redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Pensamos que vivir con devoción e intensidad la celebración eucarística es algo que depende sólo de nosotros, pero no es así. Todo nuestro ser y actuar viene del Señor, no de nuestro esfuerzo personal autónomo. Por eso, desde la humildad, que es el cimiento de todas las virtudes, pedimos al Padre que nos conceda participar dignamente en el Sacramento eucarístico. Es triste que, por culpa de nuestra falta de disposición, no nos aprovechemos de los frutos de la redención.
Antífona de comunión
Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene (cf. 1 Jn 4,16).
Es lo que nos caracteriza y define como cristianos. Este amor de Dios lo vamos a saborear al recibir el pan que nos asimila a Cristo y nos transforma en amor. Acerquémonos al sacramento, conscientes de que, al comulgar, nos unimos realmente a Cristo y a nuestros hermanos. “Gustad y ved qué bueno es el Señor” (Sal 34).
Oración después de la comunión
Derrama, Señor, en nosotros tu Espíritu de caridad, para que hagas vivir concordes en el amor a quienes has saciado con el mismo Pan del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
El amor a los demás ya no es sólo un mandamiento, sino la respuesta al amor de Dios que nos ha amado primero (1Jn 4,10). Sólo en la medida en que somos conscientes de que Dios nos ama, seremos expertos en el amor. Pedimos al Padre que los que nos hemos alimentado del cuerpo de Cristo vivamos unidos en el amor: de este modo el mundo verá en nosotros al Amor con mayúscula.