Santiago, apóstol, patrono de España

 

Santiago, apóstol, patrono de España

Antífona de entrada

           Jesús paseando junto al mar de Galilea, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban repasando las redes, y los llamó, y les puso el nombre de Boanerges, es decir, los hijos del trueno (Mt 4,18. 21; Mc 3,17).

 Oración colecta

           Dios todopoderoso y eterno, que consagraste los primeros trabajos de tus apóstoles con la sangre de Santiago, haz que tu Iglesia, reconfortada constantemente por su patrocinio, sea fortalecida por su testimonio, y que los pueblos de España se mantengan fieles a Cristo hasta el final de los tiempos. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Lectura del libro de  los Hechos de los apóstoles 4,33; 5,12. 27-33; 12,2

           En aquellos días, los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y se los miraba a todos con mucho agrado. Por mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón. Les hicieron comparecer ante el Sanedrín y el sumo sacerdote los interrogó, diciendo: «¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre». Pedro y los apóstoles replicaron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen». Ellos, al oír esto, se consumían de rabia y trataban de matarlos. El rey Herodes hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan.

           La Resurrección del Señor era el  tema principal, por no decir el único, de la predicación apostólica. La fe de los primeros seguidores de Jesús les llevaba vehementemente a proclamar este acontecimiento con una fuerza y un valor humanamente inexplicables. Gracias a esa fe, el Señor producía en el pueblo signos y prodigios extraordinarios y así se cumplía la palabra de Jesús a los discípulos cuando, por su falta de fe, no pudieron expulsar un demonio: “si tuviérais fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17,20).

           Dado el alboroto que se formaba diariamente en el Pórtico de Salomón por parte de los seguidores de Jesús, las autoridades hicieron comparecer a los apóstoles ante el Sanedrín con el fin de prohibirles, de una vez por todas, la predicación y la enseñanza del Señor: “¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre?”. La respuesta de Pedro, rápida y valiente, fue toda una declaración de principios: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Cumpliendo el encargo de Jesús, antes de subir al cielo, de propagar la Buena Nueva del Evangelio, San Pedro, en un breve e improvisado discurso, intenta hacerles ver que en Jesús se cumplen las promesas hechas a los patriarcas. En este hombre que “vosotros matasteis colgándolo de un madero”, se continúa la fe de Abraham, pues ha sido el Dios de los padres el que, al resucitarlo, lo ha constituido jefe y salvador de Israel mediante el perdón de todas las infidelidades. De ello -otra vez se manifiesta la valentía de los apóstoles- somos testigos nosotros y el Espíritu Santo “que Dios da a los que le obedecen”. Es este Espíritu, que actúa en el interior de los discípulos, el que les da la fuerza y la valentía para proclamar a Jesús como aquél en quien solamente podemos salvarnos.

           De nada sirve este breve discurso de San Pedro de cara a un posible arrepentimiento de aquellos a los que iba dirigido. Al contrario. Se corroen por dentro con una rabia incontenible que les impide absolutamente cualquier acceso a la verdad y, lo que es peor, que les lleva a desear hacer desaparecer la misma verdad en los que la defendían, pues desde entonces buscaban la manera de matar a los apóstoles. En ellos se cumplía la afirmación del prólogo del evangelio de San Juan “(la Luz) vino a los suyos y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11) porque -se lo dice Jesús a Nicodemo- “amaron más las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran malas, y el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, no sea que sus obras malas sean descubiertas y condenadas.” (Jn 3,19-20). De otra manera. Los hombres que viven apegados a sus malas acciones aborrecen la verdad, prefiriendo una vida esclava de sus vicios y su egoísmo. Un camino absolutamente desviado, pues, al no tener anclajes sólidos en los que apoyar su existencia, se dan cuenta de que esta huída de la verdad no les conduce a la felicidad que anhela su corazón.

           Finalmente, a los pocos días de este episodio, empezaron a llevarse a cabo los ingratos deseos de los perseguidores de los discípulos y a cumplirse la predicción de Jesús de que éstos beberían el cáliz de su pasión, como veremos en el evangelio de hoy respecto a los hermanos Santiago y Juan. El primero en beber este cáliz fue el diácono Esteban (Hech 7 54-60); ahora es uno de los doce el que sella con su sangre la fe en Jesucristo: “El rey Herodes hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan”.

Salmo responsorial – 66

Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.

Que Dios tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros;

conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación. (1)

Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia

y gobiernas las naciones de la tierra. (2)

La tierra ha dado su fruto, nos bendice el Señor, nuestro Dios.

Que Dios nos bendiga; que le teman todos los confines de la tierra. (3)

          Considerando el salmista que Israel, el pueblo elegido del que forma parte, es el centro desde el que se irradian las bendiciones divinas a todos los pueblos, manifiesta públicamente el deseo de que todos los hombres se unan a esta alabanza. La oración -de petición, de acción de gracias, de alabanza- no puede quedarse en el ámbito estrictamente individual: pido a Dios el bien para todos, entre los que estoy incluido; agradezco a Dios los favores que hace, no solamente a mí, sino a los demás; deseo que todos los hombres disfruten, como yo, en el reconocimiento de la gloria y el poder De Dios: “Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben”

           (1) El salmista comienza su oración implorando para todos la bendición y la benevolencia del Señor: ellas iluminarán nuestros rostros de tal manera que los hombres que viven al margen de Dios conocerán a través de nosotros su salvación y sus caminos. “Contemplad al Señor y quedaréis radiantes y vuestro rostro no se avergonzará” (Sal 34). Entusiasmado por haber conocido a Dios y ser guiado por Él hacia la verdadera felicidad, desea que los demás compartan esta experiencia tan gratificante: “que la tierra -todos los hombres- conozca (sus) caminos y todos los pueblos (su) salvación”.

           Una de las grandes tentaciones del cristiano, de ahora y de siempre, es el individualismo: sólo nos importa la salvación personal o la del propio grupo y sólo pensamos en nuestros intereses y en nuestro particular progreso espiritual, sin importarnos - o poniendo en un segundo o tercer lugar- los intereses de los demás, algo nocivo para nuestra persona desde el punto de vista humano -en el aislamiento no se puede dar la felicidad-, pero sobre todo desde el punto de vista cristiano -Jesús nos manda que amemos a los demás como a nosotros mismos y  nos enseña a  dirigirnos al Padre del Cielo, no como Padre mío, sino como Padre nuestro-.

           (2) Todos los pueblos deben sentirse felices y exultantes, porque es Dios el que lleva las riendas del mundo, gobernando el universo con justicia y equidad. Esta certeza nos hace sentirnos seguros, pues sabemos de dónde venimos y a dónde vamos: no estamos bajo el ciego y caprichoso régimen del azar, ni a merced de los caprichos de seres malignos. Es un Dios bueno y justo el que dirige nuestra vida. Por eso, como creyentes en ese Dios bueno y recto, hacemos todo lo que esté en nuestras manos para que se unan a nuestra plegaria de alabanza todos los hombres. Es a este Dios hacia el que caminamos y en el que encontraremos la felicidad que busca nuestro corazón.

           (3) La benevolencia divina se ha manifestado en la abundancia de los frutos y cosechas de la tierra. Agradecido por los beneficios recibidos, el salmista manifiesta su confianza de que el Señor nos seguirá bendiciendo y esta bendición hará que todos los pueblos de la tierra, desde sus más remotos confines, reconozcan el poder y la bondad de Dios.

 Lectura de la segunda  carta del apóstol san Pablo a los Corintios 4,7-15

          Hermanos: Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De este modo, la muerte actúa en nosotros, y la vida en vosotros. Pero teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: «Creí, por eso hablé», también nosotros creemos y por eso hablamos; sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él. Pues todo esto es para vuestro bien, a fin de que cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios.

          El tesoro del que habla San Pablo es el ministerio de la predicación, que ha sido confiado a hombres frágiles, limitados en sus capacidades intelectuales e inclinados, como todo mortal, al desánimo y a la inconstancia. “Vasijas de barro” son los apóstoles, recipientes y portadores de la Buena Nueva. Así quedará claro ante los hombres que la extraordinaria riqueza del Evangelio no procede de los que la anuncian y proclaman, sino de la fuerza de la gracia de Dios.

          Es la gracia de Dios la que les mantiene en pie en medio de tantas circunstancias adversas, sufrimientos y desprecios como consecuencia de ser fieles testigos de Cristo: “Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra” (Jn 15,20).

          No obstante todas estas adversidades, el operario del Evangelio sale siempre vencedor: “Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados”. Y es que el apóstol -y también nosotros- reproduce la vida entera de Cristo, su sufrimiento y su gloria, su muerte y su vida de resucitado: “Si morimos con Él viviremos con Él, si sufrimos con Él, reinaremos con Él” (2 Tim 2,11-12).

          En realidad, no son ellos los que actúan, sino Cristo a través de ellos. Todos y cada uno -y también nosotros- podemos decir con San Pablo: “Ya no soy yo el que vivo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Por eso, cuanto más dejo actuar a Cristo en mi, cuanto más me considero instrumento del Señor, menos obstáculos pondré a la obra de Cristo en el mundo. Cuanto más obre Cristo a través de mi debilidad, más resplandece a través de mí el poder de Cristo: “La fuerza se manifiesta en mi flaqueza” (2 Cor 12,9).

          Más que pensar en él, el apóstol piensa en los que reciben la palabra a través de él, consciente de que está reproduciendo en su vida la muerte de Cristo con el fín de que la vida de Cristo se manifieste en los que han creído en su testimonio: “De este modo la muerte está en nosotros y la vida en vosotros”.

          “Creí, por eso hablé”.

          San Pablo cita el salmo 115 para expresar la razón de ser de su predicación. Según la versión hebrea, el salmista, habiendo sido afligido en extremo y liberado de una muerte segura, manifiesta públicamente su confianza en el Señor. Apoyado en los mismos sentimientos de fe y confianza -él pasó también por momentos de angustia y persecución muy cercanos a la propia muerte-, San Pablo proclama “a tiempo y destiempo” a Jesucristo resucitado a pesar de los obstáculos que se interponían en su tarea apostólica. Tenía la certeza de que, por la solidaridad en los sufrimientos y muerte de Cristo, se le concedería –a él y a los demás- una vida de gloria junto al Señor: “Quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante Él”.

          “Todo esto es para vuestro bien”.

          El apostolado ejercido por San Pablo -y por los demás apóstoles- estuvo siempre en función de conseguir que entrasen en el camino de Jesús el mayor número posible de personas, para que “cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios”. Así lo entendió muchos siglos después San Ignacio de Loyola en su lema A mayor gloria de Dios”. “El hombre ha sido creado para alabar, reverenciar y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto salvar su alma” (Ejercicios espirituales).

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Astro brillante de España, apóstol Santiago, tu cuerpo descansa en la paz, tu gloria pervive entre nosotros.

 Lectura del santo evangelio según san Mateo 20,20-28

           En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: «¿Qué deseas?» Ella contestó: «Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda». Pero Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?» Contestaron: «Podemos». Él les dijo: «Mi cáliz lo beberéis; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre». Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra los dos hermanos. Y llamándolos, Jesús les dijo: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos».

           Santiago y Juan y, probablemente, también Salomé, su madre, habían escuchado de labios de Jesús la promesa de que los apóstoles se sentarían en doce tronos para ser con Él jueces en su reino. Por otra parte, en el ambiente flotaba la idea del inminente establecimiento del reino de Dios. Estas fueron probablemente las razones que movieron a esta madre, quizá en complicidad con sus hijos, a presentarse a Jesús para pedir para ellos un puesto destacado en este reino: “que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Ante esta petición, el Señor les pregunta si van a ser capaces de soportar la suerte dura y difícil que les espera: “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?”. Sin saber lo que decían, contestaron afirmativamente y, efectivamente, bebieron el cáliz que el Señor les tenía reservado, un futuro no muy halagüeño desde el punto de vista humano en el que testimoniarían con sus sufrimientos su fe en Jesús y su participación en el reino de Dios. De hecho, Santiago fue el primero de los apóstoles en sufrir un martirio cruento y San Juan, aunque no murió asesinado, vivió en todo momento asociado a los sufrimientos de Cristo: fue encarcelado, azotado y desterrado y, según una tradición muy antigua, arrojado en una caldera de agua hirviendo, de la que salió ileso. La misión de Cristo al venir al mundo no consiste en premiar a los que le sigan, sino en manifestar a los hombres el amor de Dios hasta el extremo, hasta la muerte en cruz. Los premios están reservados al Padre, de quien procede todo don.

           Los demás apóstoles se indignaron contra la petición de los dos hermanos, indignación que no estaba motivada porque tuviesen una idea del reino de Dios más concorde con el pensamiento de Cristo, sino porque en ellos existía también la ambición de ocupar un puesto importante en el mismo.

           Jesús aprovecha esta esta actitud de los apóstoles para aleccionarles sobre cuál debe ser su actitud como futuros jefes de la Iglesia. Será la contraria de la que adoptan los gobernantes de este mundo: estos luchan entre sí por conseguir el poder, del que se servirán para tiranizar y oprimir a sus súbditos; los apóstoles, en cambio, vosotros, deben luchar por conseguir el puesto, no del que manda, sino del que sirve. Todo un programa en el que la fuerza se pone en la debilidad, el poder en el servicio, el orgullo en la humildad. Buscar el último puesto ha sido la ambición de todos los buenos seguidores de Jesús. No puede ser de otra manera, pues en parecerse a Él debe consistir todo el esfuerzo de nuestra vida, a Él “que no vino a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate por muchos”. Esto fue lo que, después de recibir la fuerza del Espíritu Santo, hicieron Santiago, Juan y todos los apóstoles; esta ha sido y sigue siendo la actitud de los verdaderos santos. Por citar a alguno de ellos transcribo estas palabras de Carlos de Foucauld, un santo muy cercano a nosotros en el tiempo: “Organizar mi vida para ser el último, el más despreciado de los hombres, para pasarla con mi Maestro, mi Señor, mi Hermano, mi Esposo, que ha elegido el último lugar”.  (Ch. de Foucauld, Escritos espirituales).

Oración sobre las ofrendas

           Purifícanos, Señor, con el bautismo salvador de la muerte de tu Hijo, para que, en la solemnidad de Santiago, el primer apóstol que participó  en el cáliz redentor de Cristo, podamos ofrecerte un sacrificio agradable. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Antífona de comunión

           Bebieron el cáliz del Señor y se hicieron amigos de Dios.

 Oración después de la comunión

           Al darte gracias, Señor, por los dones santos que hemos recibido en esta solemnidad de Santiago, apóstol, patrono de España, te pedimos que sigas protegiéndonos siempre con su poderosa intercesión. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Decimosexto domingo del tiempo ordinario

 

Decimosexto domingo del tiempo ordinario

Antífona de entrada

           Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno (Sal 53,6. 8).

 Oración colecta

          Muéstrate propicio con tus siervos, Señor, y multiplica compasivo los dones de tu gracia sobre ellos, para que, encendidos de fe, esperanza y caridad, perseveren siempre, con observancia atenta, en tus mandatos. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Lectura del libro de Jeremías - 23,1-6

          ¡Ay de los pastores que dispersan y dejan que se pierdan las ovejas de mi rebaño! –oráculo del Señor–. Por tanto, esto dice el Señor, Dios de Israel a los pastores que pastorean a mi pueblo: «Vosotros dispersasteis mis ovejas y las dejasteis ir sin preocuparos de ellas. Así que voy a pediros cuentas por la maldad de vuestras acciones –oráculo del Señor–. Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas de todos los países adonde las expulsé, y las volveré a traer a sus dehesas para que crezcan y se multipliquen. Les pondré pastores que las apacienten, y ya no temerán ni se espantarán. Ninguna se perderá –oráculo del Señor–». Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que daré a David un vástago legítimo: reinará como monarca prudente, con justicia y derecho en la tierra. En sus días se salvará Judá, Israel habitará seguro. Y le pondrán este nombre: «El-Señor-nuestra-justicia».

           Un grito profundo de queja sale del corazón del Señor por la boca del profeta: los pastores de mi pueblo, sus dirigentes políticos y religiosos, han cometido una grave irresponsabilidad, pues han abandonado a mis ovejas, permitiendo que se dispersen y se pierdan por lugares alejados y peligrosos.

           Los pastores y sus rebaños formaban parte del paisaje, no sólo en las dehesas de Israel, sino de todo el Oriente Medio. La metáfora del pastor, aplicada a los reyes, es muy frecuente en la denuncia profética e, igual que había buenos y malos pastores, existían también buenos y malos dirigentes políticos. Los profetas, en este caso Jeremías, se hacen eco de la preocupación de Dios por su rebaño, por su querido pueblo Israel: “Vosotros dispersasteis mis ovejas y las dejasteis ir sin preocuparos de ellas”. Ante la situación de desconcierto de un pueblo por culpa de sus malos dirigentes, el Señor no tiene más remedio que aplicar la vara de la justicia -deben pagar por el mal que han hecho- y responsabilizarse en persona de que las ovejas vuelvan al redil, de donde no tenían que haber salido. “Las volveré a traer a sus dehesas para que crezcan y se multipliquen” y, una vez en casa, “les pondré pastores que las apacienten y ya no temerán ni se espantarán”. Aunque el Señor es el único pastor de su pueblo, se sirve de personas responsables que realicen esta tarea en su nombre. Cristo es ese buen Pastor que da su vida por sus ovejas, que las reúne en un único rebaño, que va en busca de la oveja perdida y, cuando la encuentra, la sube sobre sus hombros y la lleva al redil. Cristo quiere que todos nosotros ejerzamos su tarea de pastor. Por eso llama a sus apóstoles y nos llama a cada uno de nosotros para que asumamos la responsabilidad de nuestros hermanos, entregando, como Él, nuestra vida por ellos, para que fomentemos la conciliación en el mundo, para que, haciendo nuestros los problemas y necesidades de los más desprotegidos, colaboremos en la construcción de una humanidad más justa.

           En los últimos compases de la lectura el profeta abandona la metáfora del Pastor y se centra en la promesa hecha a David. El profeta no oculta su emoción ante el futuro prometedor que se avecina: “Mirad que llegan días...”.El Señor le abre los ojos ante este futuro y ve a un Rey de paz, salido de la descendencia de David, “un monarca prudente, con justicia y derecho, en la tierra”, que salvará definitivamente a Israel. El profeta da a este rey el nombre “el Señor-nuestra-justicia”.

          Este rey justo y prudente no es otro que Cristo, el heredero por excelencia de David. Cristo es ese Rey que, como buen Pastor, mantendrá unido a su pueblo  - a toda la humanidad- y lo guiará hacia los pastos de la justicia y de la verdad.  Esta fue la respuesta de Jesús a Pilato que le pregunta si era rey: “¿Tú lo dices, yo soy rey, yo para esto nací y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad” (Jn 18, 37).  ¡Y de qué manera tan impresionante -y tan fuera de nuestra lógica- dio este testimonio! Jesús cumplió a la perfección el destino del Buen Pastor, que da la vida por las ovejas. Muriendo por nosotros en la Cruz, testifica ante el mundo la única verdad que salva: “Dios es amor”.

 Salmo responsorial – 22

El Señor es mi pastor, nada me falta.

El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar;

me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. (1)

Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre.

Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo:

tu vara y tu cayado me sosiegan. (2)

Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos;

me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.(3)

Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida,

y habitaré en la casa del Señor por años sin término. (4)

           De dos imágenes se sirve el salmista para contar su experiencia de Dios: la del Pastor y la del dueño de familia que acoge en su tienda a un hombre perseguido, imágenes bastante alejadas de nuestra cultura occidental, pero muy corrientes y familiares en la Palestina bíblica.

          La figura del pastor forma parte de la experiencia de los seres humanos que, al tener que domesticar animales, han estrechado con ellos lazos -si se puede decir- de familiaridad. Es el caso de las ovejas. El pastor conoce a cada una por su nombre y las ovejas conocen la voz y el olor del pastor. Así es la experiencia que el orante tiene con Dios: entre ambos se teje una relación de afecto, de confianza y de seguridad: ¿Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”, decía santa Teresa.

           Un rebaño que camina por lugares castigados por el sol encuentra hierba tierna y agua fresca. Es una fiesta. La sola vista de una pradera, después de un árido y polvoriento camino, invita al descanso. El gozo entra por los ojos y por la piel cuando, en pleno desierto, se oye el correr del agua que brota de un manantial. Las ovejas recobran el aliento y encuentran fuerzas para seguir caminando. No saben a dónde van, pero confían en su pastor. No les preocupa que pasen por valles tenebrosos y por cañadas oscuras”; nada temen, pues en esos momentos sienten con más fuerza la presencia cercana del pastor. En el corazón del salmo se escucha el grito gozoso del salmista, hablando directamente a su Dios: Porque Tú vas conmigo”. Tú lo eres todo para mí. Tú eres mi agua, mi hierba y mi camino. Siempre Tú. En medio de la oscuridad, aunque no te veo, siento el golpe ligero de tu cayado cuando me desvío; y cuando me retraso, y casi me pierdo, oigo el golpe rítmico de tu vara sobre las piedras; y eso me calma.

           Un hombre perseguido por sus enemigos pisándole los talones. No tiene ningún futuro, salvo que alguien le ofrezca hospitalidad. Pero lo que debería haber terminado en tragedia se convierte en una fiesta gracias a que alguien le abre su tienda y lo acoge como si fuese de la familia. Desenrolla unas pieles a la entrada de su tienda y sobre ellas coloca la comida. Lo unge con aceite, enriquecido con esencias perfumadas, le cura sus heridas y le ofrece una copa rebosante de vino de su propia cosecha. Todo es derroche y abundancia. Los lazos se han hecho tan profundos, que cuando se acerca la hora de partir para volver a su hogar, el anfitrión le ofrece su amor y su bondad con el deseo de que lo acompañen en su regreso. Y no para un día ni para dos, sino para toda la vida, hasta que llegue a la casa del Señor, su verdadera morada. En ella se enjugarán todas las lágrimas de todos los rostros y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor” (Ap 21, 3ss).

      (Un resumen libre del salmo 22 del libro Orar con los salmos)

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios - 2,13-18

          Hermanos: Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, a la hostilidad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros los de lejos, paz también a los de cerca. Así, unos y otros, podemos acercarnos al Padre por medio de él en un mismo Espíritu.

          En la lectura del pasado domingo, San Pablo hacía una distinción entre dos clases de cristianos: los provenientes del pueblo elegido -entre ellos se incluía a sí mismo- y los de origen pagano. Los primeros han conocido a Cristo, el Mesías esperado, en continuidad con la fe que ya profesaban; los segundos, que no conocían las promesas hechas a Israel, han llegado a este conocimiento al escuchar la verdad del Evangelio y creer en ella.

          Las relaciones entre unos y otros no eran -lo sabemos por los Hechos de los Apóstoles- muy concordes con el espíritu evangélico, particularmente en la comunidad cristiana de Éfeso. Entre ellos pervivía la antigua enemistad entre judíos y paganos, visibilizada en el muro que prohibía la entrada a los gentiles en la parte sagrada del templo de Jerusalén.

          En los dos versículos inmediatamente anteriores a esta lectura, San Pablo recuerda a los cristianos oriundos del mundo gentil la desgraciada situación en la que se encontraban antes de haber recibido la fe de Cristo; esclavos de los vaivenes de los sentidos y apegados a las vanas realidades terrenales, vivían en un mundo sin Dios y con un futuro sin esperanza. “Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo”.

          Esta cercanía a Dios, operada por la muerte de Cristo, cercanía común a cristianos de origen judío y a cristianos de origen pagano, ha destruido el odio entre los unos y los otros: “Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad”.

          La abolición de la ley y sus preceptos, llevada a cabo por la muerte de Cristo, ha hecho posible la creación de una nueva humanidad en la que sólo existe la ley del amor. No se trata -para matizar- de que Cristo haya abolido la ley eterna dictada por Dios: ello estaría en flagrante contradicción con aquella manifestación de Cristo en el sermón de la montaña: “Yo no he venido a abolir la ley, sino a darle su pleno cumplimiento” (). San Pablo se está refiriendo al sin fin de preceptos y costumbres humanas que se fueron adhiriendo a la ley mosaica y que hacían prácticamente imposible el cumplimiento de la voluntad de Dios. Ese cúmulo de preceptos humanos desaparece tanto para el judío como para el pagano, quedando para ambos la Ley del amor, del amor a Dios y del amor al prójimo. “Quien ama ha cumplido la ley” (Rm 13,8).

          “Reconcilió con Dios a los dos”, a los dos pueblos y, en consecuencia, nos reconcilió a unos con otros. El amor a Dios que hizo posible Cristo en la Cruz nos impele al amor a nuestros hermanos, sean del origen que sea: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel que da el ser ama también al que ha nacido de él” (1Jn 5,1).

          De esta forma puede San Pablo proclamar que Cristo, al ponernos en paz con Dios, es el que vino a anunciarnos la paz a los unos y a los otros, a los que estaban próximos y a los que estábamos lejos: Así, unos y otros, podemos acercarnos al Padre por medio de él en un mismo Espíritu.

 Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Mis ovejas escuchan mi voz – dice el Señor–, y yo las conozco, y ellas me siguen.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 6,30-34

          En aquel tiempo, los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: «Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco». Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a solas a un lugar desierto. Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas.

           El domingo pasado habíamos dejado a los discípulos que acababan de concluir el encargo de predicar de dos en dos. Mientras se realiza esta incursión en la predicación del Reino de Dios por parte de los discípulos, San Marcos se entretiene en contarnos lo referente a los últimos días de San Juan Bautista, incluyendo el relato de su ejecución (16 versículos). Después continúa relatando los hechos que sucedieron al regreso de los discípulos de su primer encargo apostólico. Aquí comienza la lectura de hoy. 

           Un tanto fatigados, los discípulos necesitan un descanso en un lugar apartado de la gente. Por eso, después de oírles todo “lo que habían hecho y enseñado” durante su primera incursión apostólica, Jesús les invita a tomar un descanso: “Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco”. Unas horas de reposo en la compañía de Jesús no es para despreciarlo. “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os aliviaré” (Mt 38,11), dijo Jesús a sus oyentes en otra ocasión. El descanso junto al Padre -las largas noches de oración en el monte- era algo habitual en el maestro: “Con frecuencia Él se retiraba a lugares solitarios y oraba” (Mc 5,16). Si los días anteriores hizo Jesús a los discípulos partícipes de su misión apostólica, ahora quiere que participen también de sus momentos de oración. En la oración verán la importancia de la intimidad con el Padre, totalmente necesaria para su vida personal de relación con Dios y para su tarea de llevar a los hombres la Buena Nueva del Evangelio.

           Se montaron, pues, en una barca con la idea de asentarse por unas horas en un lugar apartado de la multitud. Pero la gente que antes había estado con Él, al darse cuenta de que en la barca iba Jesús con sus discípulos, marcharon andando, siguiendo la dirección de la barca, hasta el lugar elegido por Jesús. Al llegar al lugar previsto, lo estaban esperando muchas personas venidas de otros pueblos y aldeas de Galilea y de otros lugares.

           La lectura termina con esta frase: “Al desembarcar Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor”. San Marcos no nos cuenta la famosa parábola del Buen Pastor, pero, al decirnos que Jesús “se compadeció de la multitud porque andaban como ovejas sin pastor”, está gritando, como Jeremías en la primera lectura, contra los malos pastores -los malos dirigentes- que abandonan a su aire al pueblo sencillo, y se está viendo a sí mismo como el Pastor que se ocupa de sus ovejas, no sólo para proporcionarles el pasto de la Palabra de Dios con el que alimentar su vida espiritual -y se puso a enseñarles muchas cosas”- sino también el sustento material, al que Jesús era especialmente sensible: “Tengo  compasión de esta gente porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer” (Mc 8, 2), dice a sus discípulos en otra ocasión.

 Oración sobre las ofrendas

          Oh, Dios, que has llevado a la perfección del sacrificio único  los diferentes sacrificios de la ley antigua, recibe la ofrenda de tus fieles siervos y santifica estos dones como bendijiste los de Abel, para que la oblación que ofrece cada uno de nosotros en alabanza de tu gloria, beneficie a la salvación de todos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Antífona de comunión

          Ha hecho maravillas memorables, el Señor es piadoso y clemente. Él da alimento a los que lo temen (Sal 110,4-5).

          O bien:

          Mira, estoy a la puerta y llamo, dice el Señor. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Ap 3,20).

 Oración después de la comunión

          Asiste, Señor, a tu pueblo y haz que pasemos del antiguo pecado a la vida ueva los que hemos sido alimentados con los sacramentos del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.