Santiago, apóstol, patrono de España
Antífona de entrada
Jesús paseando junto al mar de Galilea, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban repasando las redes, y los llamó, y les puso el nombre de Boanerges, es decir, los hijos del trueno (Mt 4,18. 21; Mc 3,17).
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, que consagraste los primeros trabajos de tus apóstoles con la sangre de Santiago, haz que tu Iglesia, reconfortada constantemente por su patrocinio, sea fortalecida por su testimonio, y que los pueblos de España se mantengan fieles a Cristo hasta el final de los tiempos. Por nuestro Señor Jesucristo.
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 4,33; 5,12. 27-33; 12,2
En aquellos días, los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y se los miraba a todos con mucho agrado. Por mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón. Les hicieron comparecer ante el Sanedrín y el sumo sacerdote los interrogó, diciendo: «¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre». Pedro y los apóstoles replicaron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen». Ellos, al oír esto, se consumían de rabia y trataban de matarlos. El rey Herodes hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan.
La Resurrección del Señor era el tema principal, por no decir el único, de la predicación apostólica. La fe de los primeros seguidores de Jesús les llevaba vehementemente a proclamar este acontecimiento con una fuerza y un valor humanamente inexplicables. Gracias a esa fe, el Señor producía en el pueblo signos y prodigios extraordinarios y así se cumplía la palabra de Jesús a los discípulos cuando, por su falta de fe, no pudieron expulsar un demonio: “si tuviérais fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17,20).
Dado el alboroto que se formaba diariamente en el Pórtico de Salomón por parte de los seguidores de Jesús, las autoridades hicieron comparecer a los apóstoles ante el Sanedrín con el fin de prohibirles, de una vez por todas, la predicación y la enseñanza del Señor: “¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre?”. La respuesta de Pedro, rápida y valiente, fue toda una declaración de principios: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Cumpliendo el encargo de Jesús, antes de subir al cielo, de propagar la Buena Nueva del Evangelio, San Pedro, en un breve e improvisado discurso, intenta hacerles ver que en Jesús se cumplen las promesas hechas a los patriarcas. En este hombre que “vosotros matasteis colgándolo de un madero”, se continúa la fe de Abraham, pues ha sido el Dios de los padres el que, al resucitarlo, lo ha constituido jefe y salvador de Israel mediante el perdón de todas las infidelidades. De ello -otra vez se manifiesta la valentía de los apóstoles- somos testigos nosotros y el Espíritu Santo “que Dios da a los que le obedecen”. Es este Espíritu, que actúa en el interior de los discípulos, el que les da la fuerza y la valentía para proclamar a Jesús como aquél en quien solamente podemos salvarnos.
De nada sirve este breve discurso de San Pedro de cara a un posible arrepentimiento de aquellos a los que iba dirigido. Al contrario. Se corroen por dentro con una rabia incontenible que les impide absolutamente cualquier acceso a la verdad y, lo que es peor, que les lleva a desear hacer desaparecer la misma verdad en los que la defendían, pues desde entonces buscaban la manera de matar a los apóstoles. En ellos se cumplía la afirmación del prólogo del evangelio de San Juan “(la Luz) vino a los suyos y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11) porque -se lo dice Jesús a Nicodemo- “amaron más las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran malas, y el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, no sea que sus obras malas sean descubiertas y condenadas.” (Jn 3,19-20). De otra manera. Los hombres que viven apegados a sus malas acciones aborrecen la verdad, prefiriendo una vida esclava de sus vicios y su egoísmo. Un camino absolutamente desviado, pues, al no tener anclajes sólidos en los que apoyar su existencia, se dan cuenta de que esta huída de la verdad no les conduce a la felicidad que anhela su corazón.
Finalmente, a los pocos días de este episodio, empezaron a llevarse a cabo los ingratos deseos de los perseguidores de los discípulos y a cumplirse la predicción de Jesús de que éstos beberían el cáliz de su pasión, como veremos en el evangelio de hoy respecto a los hermanos Santiago y Juan. El primero en beber este cáliz fue el diácono Esteban (Hech 7 54-60); ahora es uno de los doce el que sella con su sangre la fe en Jesucristo: “El rey Herodes hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan”.
Salmo responsorial – 66
Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
Que Dios tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación. (1)
Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia
y gobiernas las naciones de la tierra. (2)
La tierra ha dado su fruto, nos bendice el Señor, nuestro Dios.
Que Dios nos bendiga; que le teman todos los confines de la tierra. (3)
Considerando el salmista que Israel, el pueblo elegido del que forma parte, es el centro desde el que se irradian las bendiciones divinas a todos los pueblos, manifiesta públicamente el deseo de que todos los hombres se unan a esta alabanza. La oración -de petición, de acción de gracias, de alabanza- no puede quedarse en el ámbito estrictamente individual: pido a Dios el bien para todos, entre los que estoy incluido; agradezco a Dios los favores que hace, no solamente a mí, sino a los demás; deseo que todos los hombres disfruten, como yo, en el reconocimiento de la gloria y el poder De Dios: “Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben”
(1) El salmista comienza su oración implorando para todos la bendición y la benevolencia del Señor: ellas iluminarán nuestros rostros de tal manera que los hombres que viven al margen de Dios conocerán a través de nosotros su salvación y sus caminos. “Contemplad al Señor y quedaréis radiantes y vuestro rostro no se avergonzará” (Sal 34). Entusiasmado por haber conocido a Dios y ser guiado por Él hacia la verdadera felicidad, desea que los demás compartan esta experiencia tan gratificante: “que la tierra -todos los hombres- conozca (sus) caminos y todos los pueblos (su) salvación”.
Una de las grandes tentaciones del cristiano, de ahora y de siempre, es el individualismo: sólo nos importa la salvación personal o la del propio grupo y sólo pensamos en nuestros intereses y en nuestro particular progreso espiritual, sin importarnos - o poniendo en un segundo o tercer lugar- los intereses de los demás, algo nocivo para nuestra persona desde el punto de vista humano -en el aislamiento no se puede dar la felicidad-, pero sobre todo desde el punto de vista cristiano -Jesús nos manda que amemos a los demás como a nosotros mismos y nos enseña a dirigirnos al Padre del Cielo, no como Padre mío, sino como “Padre nuestro”-.
(2) Todos los pueblos deben sentirse felices y exultantes, porque es Dios el que lleva las riendas del mundo, gobernando el universo con justicia y equidad. Esta certeza nos hace sentirnos seguros, pues sabemos de dónde venimos y a dónde vamos: no estamos bajo el ciego y caprichoso régimen del azar, ni a merced de los caprichos de seres malignos. Es un Dios bueno y justo el que dirige nuestra vida. Por eso, como creyentes en ese Dios bueno y recto, hacemos todo lo que esté en nuestras manos para que se unan a nuestra plegaria de alabanza todos los hombres. Es a este Dios hacia el que caminamos y en el que encontraremos la felicidad que busca nuestro corazón.
(3) La benevolencia divina se ha manifestado en la abundancia de los frutos y cosechas de la tierra. Agradecido por los beneficios recibidos, el salmista manifiesta su confianza de que el Señor nos seguirá bendiciendo y esta bendición hará que todos los pueblos de la tierra, desde sus más remotos confines, reconozcan el poder y la bondad de Dios.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 4,7-15
Hermanos: Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De este modo, la muerte actúa en nosotros, y la vida en vosotros. Pero teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: «Creí, por eso hablé», también nosotros creemos y por eso hablamos; sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él. Pues todo esto es para vuestro bien, a fin de que cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios.
El tesoro del que habla San Pablo es el ministerio de la predicación, que ha sido confiado a hombres frágiles, limitados en sus capacidades intelectuales e inclinados, como todo mortal, al desánimo y a la inconstancia. “Vasijas de barro” son los apóstoles, recipientes y portadores de la Buena Nueva. Así quedará claro ante los hombres que la extraordinaria riqueza del Evangelio no procede de los que la anuncian y proclaman, sino de la fuerza de la gracia de Dios.
Es la gracia de Dios la que les mantiene en pie en medio de tantas circunstancias adversas, sufrimientos y desprecios como consecuencia de ser fieles testigos de Cristo: “Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra” (Jn 15,20).
No obstante todas estas adversidades, el operario del Evangelio sale siempre vencedor: “Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados”. Y es que el apóstol -y también nosotros- reproduce la vida entera de Cristo, su sufrimiento y su gloria, su muerte y su vida de resucitado: “Si morimos con Él viviremos con Él, si sufrimos con Él, reinaremos con Él” (2 Tim 2,11-12).
En realidad, no son ellos los que actúan, sino Cristo a través de ellos. Todos y cada uno -y también nosotros- podemos decir con San Pablo: “Ya no soy yo el que vivo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Por eso, cuanto más dejo actuar a Cristo en mi, cuanto más me considero instrumento del Señor, menos obstáculos pondré a la obra de Cristo en el mundo. Cuanto más obre Cristo a través de mi debilidad, más resplandece a través de mí el poder de Cristo: “La fuerza se manifiesta en mi flaqueza” (2 Cor 12,9).
Más que pensar en él, el apóstol piensa en los que reciben la palabra a través de él, consciente de que está reproduciendo en su vida la muerte de Cristo con el fín de que la vida de Cristo se manifieste en los que han creído en su testimonio: “De este modo la muerte está en nosotros y la vida en vosotros”.
“Creí, por eso hablé”.
San Pablo cita el salmo 115 para expresar la razón de ser de su predicación. Según la versión hebrea, el salmista, habiendo sido afligido en extremo y liberado de una muerte segura, manifiesta públicamente su confianza en el Señor. Apoyado en los mismos sentimientos de fe y confianza -él pasó también por momentos de angustia y persecución muy cercanos a la propia muerte-, San Pablo proclama “a tiempo y destiempo” a Jesucristo resucitado a pesar de los obstáculos que se interponían en su tarea apostólica. Tenía la certeza de que, por la solidaridad en los sufrimientos y muerte de Cristo, se le concedería –a él y a los demás- una vida de gloria junto al Señor: “Quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante Él”.
“Todo esto es para vuestro bien”.
El apostolado ejercido por San Pablo -y por los demás apóstoles- estuvo siempre en función de conseguir que entrasen en el camino de Jesús el mayor número posible de personas, para que “cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios”. Así lo entendió muchos siglos después San Ignacio de Loyola en su lema “A mayor gloria de Dios”. “El hombre ha sido creado para alabar, reverenciar y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto salvar su alma” (Ejercicios espirituales).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Astro brillante de España, apóstol Santiago, tu cuerpo descansa en la paz, tu gloria pervive entre nosotros.
Lectura del santo evangelio según san Mateo 20,20-28
En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: «¿Qué deseas?» Ella contestó: «Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda». Pero Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?» Contestaron: «Podemos». Él les dijo: «Mi cáliz lo beberéis; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre». Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra los dos hermanos. Y llamándolos, Jesús les dijo: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos».
Santiago y Juan y, probablemente, también Salomé, su madre, habían escuchado de labios de Jesús la promesa de que los apóstoles se sentarían en doce tronos para ser con Él jueces en su reino. Por otra parte, en el ambiente flotaba la idea del inminente establecimiento del reino de Dios. Estas fueron probablemente las razones que movieron a esta madre, quizá en complicidad con sus hijos, a presentarse a Jesús para pedir para ellos un puesto destacado en este reino: “que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Ante esta petición, el Señor les pregunta si van a ser capaces de soportar la suerte dura y difícil que les espera: “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?”. Sin saber lo que decían, contestaron afirmativamente y, efectivamente, bebieron el cáliz que el Señor les tenía reservado, un futuro no muy halagüeño desde el punto de vista humano en el que testimoniarían con sus sufrimientos su fe en Jesús y su participación en el reino de Dios. De hecho, Santiago fue el primero de los apóstoles en sufrir un martirio cruento y San Juan, aunque no murió asesinado, vivió en todo momento asociado a los sufrimientos de Cristo: fue encarcelado, azotado y desterrado y, según una tradición muy antigua, arrojado en una caldera de agua hirviendo, de la que salió ileso. La misión de Cristo al venir al mundo no consiste en premiar a los que le sigan, sino en manifestar a los hombres el amor de Dios hasta el extremo, hasta la muerte en cruz. Los premios están reservados al Padre, de quien procede todo don.
Los demás apóstoles se indignaron contra la petición de los dos hermanos, indignación que no estaba motivada porque tuviesen una idea del reino de Dios más concorde con el pensamiento de Cristo, sino porque en ellos existía también la ambición de ocupar un puesto importante en el mismo.
Jesús aprovecha esta esta actitud de los apóstoles para aleccionarles sobre cuál debe ser su actitud como futuros jefes de la Iglesia. Será la contraria de la que adoptan los gobernantes de este mundo: estos luchan entre sí por conseguir el poder, del que se servirán para tiranizar y oprimir a sus súbditos; los apóstoles, en cambio, vosotros, deben luchar por conseguir el puesto, no del que manda, sino del que sirve. Todo un programa en el que la fuerza se pone en la debilidad, el poder en el servicio, el orgullo en la humildad. Buscar el último puesto ha sido la ambición de todos los buenos seguidores de Jesús. No puede ser de otra manera, pues en parecerse a Él debe consistir todo el esfuerzo de nuestra vida, a Él “que no vino a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate por muchos”. Esto fue lo que, después de recibir la fuerza del Espíritu Santo, hicieron Santiago, Juan y todos los apóstoles; esta ha sido y sigue siendo la actitud de los verdaderos santos. Por citar a alguno de ellos transcribo estas palabras de Carlos de Foucauld, un santo muy cercano a nosotros en el tiempo: “Organizar mi vida para ser el último, el más despreciado de los hombres, para pasarla con mi Maestro, mi Señor, mi Hermano, mi Esposo, que ha elegido el último lugar”. (Ch. de Foucauld, Escritos espirituales).
Oración sobre las ofrendas
Purifícanos, Señor, con el bautismo salvador de la muerte de tu Hijo, para que, en la solemnidad de Santiago, el primer apóstol que participó en el cáliz redentor de Cristo, podamos ofrecerte un sacrificio agradable. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Antífona de comunión
Bebieron el cáliz del Señor y se hicieron amigos de Dios.
Oración después de la comunión
Al darte gracias, Señor, por los dones santos que hemos recibido en esta solemnidad de Santiago, apóstol, patrono de España, te pedimos que sigas protegiéndonos siempre con su poderosa intercesión. Por Jesucristo, nuestro Señor.