Decimoquinto domingo del tiempo ordinario

Decimoquinto domingo del tiempo ordinario

 Antífona de entrada

           Yo aparezco ante ti con la justicia, y me saciaré mientras se manifestará tu gloria (cf. Sal 16,15).

 Oración colecta

           Oh, Dios, que muestras la luz de tu verdad a los que andan extraviados para que puedan volver al camino, concede a todos los que se profesan cristianos rechazar lo que es contrario a este nombre  y cumplir cuanto en él se significa. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Lectura de la profecía de Amós - 7,12-1

                     En aquellos días, Amasías, sacerdote de Betel, dijo a Amós: «Vidente: vete, huye al territorio de Judá. Allí podrás ganarte el pan, y allí profetizarás. Pero en Betel no vuelvas a profetizar, porque es el santuario del rey y la casa del reino». Pero Amós respondió a Amasías: «Yo no soy profeta ni hijo de profeta. Yo era un pastor y un cultivador de sicomoros. Pero el Señor me arrancó de mi rebaño y me dijo: Ve, profetiza a mi pueblo Israel”».

          Amós, debido a su escasa producción literaria -un pequeño libro con sólo nueve artículos- se encuentra entre los llamados “profetas menores”. Había nacido en Cotoa, una  aldea a 9 km al sudeste de Belén. Como el rey David, Amós era pastor, alternando el cuidado del ganado con la recolección de higos salvajes, y,  como a David, también el Señor le retira del pastoreo, en este caso para enviarlo a denunciar las injusticias sociales que cometían las clases adineradas del Reino del Norte o Reino de Israel.

          Amós, que no pertenecía oficialmente a ninguna asociación profética, obedece la voz del Señor y marcha hacia Samaria. Allí, en los alrededores de Betel -donde existía un santuario dedicado a Yahvé- ejerce su denuncia espiritual en una sociedad hostil y extranjera. Su predicación, en la que amenazaba con el castigo de Dios y la destrucción del Reino, chocaba contra los intereses de los dirigentes religiosos y, particularmente, con el sacerdote Amasías. Éste se presentó ante él -esta entrevista es el contenido de la lectura de hoy- para disuadirle del ejercicio de la profecía en Betel y convencerle de que marchase a su tierra, al reino de Judá: allí podía también hablar en nombre de Dios y, además, sin peligro alguno para su vida: “Allí podrás ganarte el pan y allí profetizarás”.

          La respuesta de Amós revela la verdadera esencia de la actividad profética. Un profeta es un creyente que no se arroga a sí mismo ninguna misión divina, sino que, oída la voz de Dios y el mandato de Dios -y Dios nos habla de múltiples maneras-, lleva a la práctica este mandato, por encima de cualquier obstáculo que se interponga en su camino y arrostrando todas las consecuencias que de su misión se sigan: “Yo no soy profeta ni hijo de profeta. Yo era un pastor y un cultivador de sicomoros. Pero el Señor me arrancó de mi rebaño y me dijo: Ve, profetiza a mi pueblo Israel”.

          El comportamiento de Amós, al obedecer la voz del Señor sin importarle las dificultades, es el que deben tener todos aquellos que, impulsados por Dios, sienten el deber en conciencia de denunciar las injusticias de la sociedad. Es el mismo comportamiento que recomendó Jesús a los apóstoles cuando -como veremos en el Evangelio de hoy- les envía a predicar de dos en dos, y es también el que llevaron a cabo los apóstoles Pedro y Juan que, ante las amenazas del Sanedrín, dieron esta clara y decidida respuesta: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hec 5,29).

          Respuesta que también debemos dar nosotros interior y exteriormente. Por el bautismo, además de haber sido constituidos sacerdotes -dedicados a la alabanza de Dios- y reyes -que sólo están sometidos a la verdad-, hemos sido hechos profetas, es decir, llamados a proclamar las maravillas de Dios y a dar testimonio de Jesucristo, poniendo al descubierto la injusticia y la mentira, y defendiendo a los hombres que más necesitan de nuestro apoyo.

Salmo responsorial – 84

Muéstranos, Señor, tu misericordia  y danos tu salvación.

Voy a escuchar lo que dice el Señor:

«Dios anuncia La Paza su pueblo y a sus amigos».

La salvación está cerca de los que lo temen

y la gloria habitará en nuestra tierra. (1)

La misericordia y la fidelidad se encuentran,la justicia y la paz se besan;

la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo.(2)

El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto.

La justicia marchará ante él, y sus pasos señalarán el camino.(3)

          Sin la ayuda de Dios no podemos hacer nada. Por eso no nos queda otra salida que confiar en el amor de Dios y en la salvación de Dios, y con ese amor y con esa salvación contamos. Pero, dadas nuestras limitaciones y nuestra tendencia a vivir de las insinuaciones de los sentidos, necesitamos actualizar constantemente nuestro deseo de dependencia del Señor. Esta actualización la llevamos a cabo en la oración continua, una oración que puede ser formulada de muchas maneras, una de las cuales es la respuesta que damos hoy en este salmo responsorial: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”.

          Esta actitud de súplica continua hará que estemos siempre dispuestos a escuchar la voz del Señor que resuena a través de los sufrimientos y las alegrías de las personas, las próximas y las lejanas, y en los acontecimientos y las circunstancias que, leídas desde el Evangelio, nos dicen lo que Dios quiere en cada momento para nosotros y para nuestros prójimos. Si “escuchamos la voz del Señor”, le oiremos decir que quiere para nosotros “paz y un porvenir lleno de esperanza” (Jer 29,11) y que nuestra salvación, la liberación de todas nuestras esclavitudes la tenemos a la vuelta de la esquina y a nuestra mano: “La salvación está cerca de los que lo temen y la gloria habitará en nuestra tierra”.

          A la misericordia que viene del cielo responde la fidelidad que surge de la tierra. En Cristo tenemos perfectamente acompasados el amor misericordioso de Dios y la respuesta a éste amor por parte del Verbo encarnado. A nosotros, que estamos unidos a Cristo hasta formar una sola cosa con Él, se nos concede dar esta respuesta perfecta al amor de Dios, pues no somos nosotros -pobres mortales- quienes la damos: es Cristo quien la da en nosotros: “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).

          Unidos a Cristo daremos verdaderos frutos de amor al amor que se ha derramado sobre nosotros desde el cielo: “El Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto”. Se trata del gran proyecto de Dios que, desde toda la eternidad, han pensado para nosotros: “ser santos e intachables en su presencia”. Éste será el tema de la lectura que viene a continuación.

          “La justicia marchará ante él y sus pasos señalarán el camino”

          Cristo va delante de nosotros hacia el Padre, Él nos va señalando el camino, mejor dicho, Él es el camino. “(Tengamos) los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5). Un método para conseguirlo: la lectura del Evangelio. Haciéndolo diariamente nos contagiaremos de los modos y maneras de Cristo hasta identificarnos perfectamente con Él.

Lectura de la carta  del apóstol san Pablo a los Efesios - 1,3-14

           [Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado. En él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, conforme a la riqueza de la gracia que en su sabiduría y prudencia ha derrochado sobre nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad: el plan que había proyectado realizar por Cristo, en la plenitud de los tiempos: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra.] En él hemos heredado también los que ya estábamos destinados por decisión del que lo hace todo según su voluntad, para que seamos alabanza de su gloria quienes antes esperábamos en el Mesías. En él también vosotros, después de haber escuchado la palabra de la verdad –el evangelio de vuestra salvación–, creyendo en él habéis sido marcados con el sello del Espíritu Santo prometido. Él es la prenda de nuestra herencia, mientras llega la redención del pueblo de su propiedad, para alabanza de su gloria.

           El contenido de estos primeros versículos de la carta a los Efesios, incluida la introducción -que no figura en la lectura-, arroja una riqueza teológica extraordinaria. Se trata, según la mayor parte de los exégetas, de una de las páginas doctrinales más densas de todo el Nuevo Testamento, una larga acción de gracias en la que las ideas se pisan unas a otras, hasta el punto de no ver a primera vista -sobre todo en algunos pasajes- el hilo conductor del razonamiento.

           El apóstol comienza con una primera alabanza a Dios, que constituye el núcleo de todo lo que va a decir a continuación: “Bendito sea Dios que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos”. No se trata de bendiciones relativas a nuestra vida material, sino pertenecientes a la parte superior y espiritual del hombre, bendiciones que se nos dispensan desde el cielo y que se realizarán plenamente en el cielo, cielo que no debe entenderse como un lugar, sino como la vida divina a la que estamos destinados y de la que, aunque en fe y esperanza, disfrutamos ya como creyentes en este mundo.

          Estas riquezas, de las que Dios nos ha colmado, constituyen el plan de salvación proyectado para nosotros por Dios desde toda la eternidad: “antes de la fundación del mundo”. San Pablo las concreta en los siguientes versículos (4-14).

          1)  “Dios nos ha elegido desde toda la eternidad para ser santos e intachables ante Él por el amor”. Ésta es la primera bendición que nos descubre el apóstol. Es realmente asombroso saber que hemos estado siempre en la mente y en el corazón de Dios. No somos un producto del azar ni nuestro ser se reduce a un trozo de materia evolucionada: somos, antes que nada, el fruto del amor de Dios, que, desde siempre, nos ha elegido para ser, como Él, santos y perfectos en el amor. Nuestra existencia tiene, por tanto, un sentido, un porqué y una dirección. “Sed santos, como yo soy santo”, santidad que -aclara el apóstol- consiste en la vivencia y en la práctica del amor, del que Cristo es la norma, la medida y el modelo: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34).

          2) La santidad para la que Dios nos ha elegido es una participación del ser mismo de Dios, en cuanto que Dios nos ha dado su propia vida, haciéndonos sus hijos. Ésta es la segunda bendición, muy relacionada con la primera: “Nos ha destinado por medio de Jesucristo a ser sus hijos”. El texto habla de “hijos adoptivos, pero esta adopción en modo alguno debe entenderse al modo humano y legal, sino como una participación real por la gracia en la filiación natural y divina de Cristo. Ser hijos de Dios significa recibirlo todo de Él y -al contrario de lo que ocurre en la relación humana de un hijo con su padre- depender cada vez más de Él, ser cada vez más necesitados de Él, más niños ante Él: “Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18,3).

          3) Tercera bendición. “Por Jesucristo” -por nuestra unión con Cristo, con quien formamos un solo cuerpo- entramos a formar parte del proyecto divino de salvación, obteniendo “por su sangre” -por su amor hasta dar su vida por nosotros- “la redención y el perdón de los pecados”. Es en la Cruz donde se hace patente “la riqueza de la gracia -del amor infinito- que Dios ha derrochado sobre nosotros”; es la Cruz la suprema manifestación del amor de Dios a los hombres: “Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (Jn 13,1) -hasta el extremo de dar la vida por ellos-.

          4) En Cristo y en su obra salvadora hemos conocido -otra bendición- “el plan proyectado por Dios para realizar en la plenitud de los tiempos, un plan que consiste en reunir en su Hijo querido a toda la humanidad y a toda la creación. Con palabras de San Pablo: “recapitular -congregar, pacificar- en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” -todas las cosas que habían sido dispersadas por el pecado-.

          5) De todas estas riquezas hemos sido beneficiados todos, los pertenecientes al pueblo elegido que, al aceptar a Cristo como el Mesías esperado, han visto cumplidas las promesas hechas a sus antepasados, y los cristianos procedentes del mundo pagano, los cuales, al haber escuchado la verdad del Evangelio y creído en ella, han recibido también el Espíritu prometido y se han hecho igualmente dignos de disfrutar de los bienes esperados.

          6) Es este Espíritu, común a unos y a otros, el que, “como prenda de nuestra herencia”, nos garantiza, ya ahora, el pleno disfrute de estas riquezas hasta que llegue la definitiva redención del pueblo que Cristo ha adquirido con su sangre, pueblo que reúne a todos los hijos de Dios en la Iglesia.

          Es una pena que una parte importante de los que nos llamamos cristianos no apreciemos en su justa medida estas inmensas riquezas con las que hemos sido agraciados y, en lugar de sentirnos orgullosos, pasemos nuestra vida terrena en la mediocridad y en la tibieza espiritual, algo que, como sabemos, detesta el Señor: “Por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Apoc 3,16). El Padre ha querido que sea su Hijo, Jesucristo, la fuente de la que manan todas estas bendiciones. Del agua de esta fuente se aprovechan todos los que, movidos por su gracia, deciden fiarse de Él: “Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba; el que crea en mí, como dice la Escritura, de su seno correrán ríos de agua viva” (Jn 7,37-38). Esta ida a Jesús se realiza cuando mantenemos con Él un contacto continuado en la oración, en el conocimiento de su vida y en cumplimiento de sus mandatos. “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). No nos dice en este versículo evangélico yo os muestro el camino, yo os enseño la verdad y yo os doy la vida, y es que en Cristo no podemos separar su mensaje de su persona, como pasa con otros líderes religiosos. Cuando esto ocurre, deformamos el propio mensaje del Evangelio, quedándolo reducido a principios morales teóricos, incapaces de provocar un cambio radical en nuestro ser más profundo.

          “Para la alabanza de la Gloria de su gracia”.

          En tres ocasiones aparece este estribillo a lo largo de la lectura. Todas las bendiciones que, a través de Cristo, hemos recibido tienen como finalidad última la alabanza del Señor, es decir, el reconocimiento y la glorificación del poder, la gracia y el amor de Dios a los hombres. Con ello es el propio hombre el que se beneficia, ya que entonces encuentra la realización de su propia vocación y de su ser más auténtico.

          Esta alabanza a la gloria de Dios será nuestra única actividad en la vida futura y debe ser nuestra principal actividad en nuestra vida presente. Como ciudadanos del cielo vivimos dando gloria a Dios con todo nuestro ser y con todo nuestro obrar, realizando en todo momento -como Cristo- el querer del Padre que -lo hemos dicho en muchas ocasiones- consiste en luchar para que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, y practicando hasta el extremo el mandamiento del amor. Este vivir desde el cielo no es, como decía el filósofo, desprecio de la tierra, sino la máxima fidelidad a la misma.

Aclamación al Evangelio

                     Aleluya, aleluya, aleluya. El Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de nuestro corazón, para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama.

Lectura del santo evangelio según san Marcos - 6,7-13

          En aquel tiempo, Jesús llamó a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. Y decía: «Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, en testimonio contra ellos». Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.

          Los doce, que ya llevaban un tiempo con el Señor, durante el cual han escuchado de sus labios y han entendido en gran medida su mensaje de salvación, además de haber sido testigos de numerosos milagros, tienen ya una cierta preparación para hacer unas prácticas sobre lo que va a ser su única tarea a lo largo de la vida que les espera: el anuncio de la Buena Nueva del Reino de Dios. A estos doce, que había elegido para estar con Él y para enviarles a predicar (Mc 3,14), Jesús llamó “apóstoles”, que significa precisamente “enviados”. Jesús tuvo a bien enviarles a ejercitar su primera predicación, dotándoles de poderes especiales sobre los espíritus inmundos. Les recomienda que vayan de dos en dos, una práctica que Él había llevado a cabo en algunas ocasiones, como, cuando aproximándose a Jerusalén, envió delante a dos discípulos para conseguir el asno sobre el que entraría triunfante en la ciudad (Mc 11,1-2), o cuando, para la celebración de su última Pascua, envía a otros dos para preparar el lugar de la misma (Mc 14,13). Y es que la evangelización es testimonial y un testimonio, siempre que no sea falso, tiene más éxito cuando lo dan al menos dos personas.

          En este ensayo Jesús los envía pobres, “ligeros de equipaje”: les basta un bastón, unas sandalias y una sola túnica. Hay que predicar con el ejemplo. Cómo van a creer y aceptar los oyentes que es Dios quien realmente cuida de nosotros, -“como cuida de las aves del cielo y los lirios del campo”- si los que les anuncian la confianza en la providencia viven apegados a las riquezas de este mundo. Los misioneros, los de entonces y los de ahora, deben seguir el ejemplo de Cristo pobre que, no codiciando ser como Dios, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, y que, mientras las aves tienen nidos y las zorras madrigueras, “el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza” (Mt 8,20).

          Esto, que ordena Jesús a los apóstoles, nos lo recomienda también a nosotros que, como ellos, hemos sido igualmente enviados a anunciar al mundo la Buena Nueva y, como ellos, lo debemos hacer desapegados de las riquezas y los bienes de este mundo: sólo así haremos creíble en la sociedad la verdad del Evangelio.

          El Señor advierte a los doce de la posibilidad de ser rechazados. En ese caso, deben sacudir el polvo de sus sandalias, no como signo de rabia y desprecio hacia los que no les han hecho caso, sino para hacerles ver que ellos se desprenden del éxito o fracaso y que no quieren nada como premio a su labor.

          La lectura termina constatando que los apóstoles realizaron bien su misión de predicadores y sanadores: “Salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban”.

Oración sobre las ofrendas

          Mira, Señor, los dones de tu Iglesia suplicante y concede que sean recibidos  para crecimiento en santidad de los creyentes. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión

          Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor del universo, Rey y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre (cf. Sal 83,4-5).

          O bien:

          El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él, dice el Señor (cf. Jn 6,57).

Oración después de la comunión

          Después de recibir estos dones, te pedimos, Señor, que aumente el fruto de nuestra salvación con la participación frecuente en este sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.