Vigesimosexto domingo del tiempo ordinario

Vigesimosexto domingo del tiempo ordinario

 Antífona de entrada

           Cuanto has hecho con nosotros, Señor, es un castigo merecido, porque hemos pecado contra ti y no hemos obedecido tus mandamientos; pero da gloria a tu nombre y trátanos según tu gran misericordia (cf. Dan 3,31. 29. 30. 43. 42).

 Oración colecta

          Oh, Dios, que manifiestas tu poder sobre todo con el perdón y la misericordia,aumenta en nosotros tu gracia, para que, aspirando a tus promesas, nos hagas participar de los bienes del cielo. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Lectura del libro de los Números - 11,25-29

           En aquellos días, el Señor bajó en la Nube, habló con Moisés y, apartando algo del espíritu que poseía, se lo pasó a los setenta ancianos. En cuanto se posó sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar. Pero no volvieron a hacerlo. Habían quedado en el campamento dos del grupo, llamados Eldad y Medad. Aunque eran de los designados, no habían acudido a la tienda. Pero el espíritu se posó sobre ellos, y se pusieron a profetizar en el campamento. Un muchacho corrió a contárselo a Moisés: «Eldad y Medad están profetizando en el campamento». Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven, intervino: «Señor mío, Moisés, prohíbeselo». Moisés le respondió: «¿Es que estás tú celoso por mí? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor recibiera el espíritu del Señor y profetizara!»

           Los israelitas protestaban contra Dios y contra Moisés por carecer de carne para alimentarse: el maná se les hacía ya aburrido y pesado. Ante esta situación, Moisés clamó al Señor de esta manera: “De dónde voy a sacar carne para dársela a todo este pueblo” (Núm 11,13). El desánimo lo embarga por los cuatro costados: “No puedo cargar yo solo con todo este pueblo: es demasiado pesado para mí” (Núm 11,14).

           El Señor (aquí comienza la lectura de hoy) atiende a su petición con una solución que pasa por liberarle de parte de su responsabilidad, compartiéndola con setenta ancianos que él (Moisés) debía elegir y convocarlos frente a la Tienda de la Alianza. Allí, una vez reunidos, descendiendo sobre la nube, despojó el Señor a Moisés de algo del espíritu que poseía y se lo pasó a los ancianos. Éstos, al recibirlo,“se pusieron a profetizar”. (La institución de los Setenta Ancianos se remonta al inicio de la historia de Israel: representando a distintas tribus y familias, formaban como un Consejo que decidía sobre cuestiones importantes en el gobierno del pueblo).

           Pero ocurrió que dos de los ancianos, sin haber acudido a la reunión, recibieron igualmente el espíritu del Señor, pues profetizaban como los demás. Ello no sentó bien a gran parte del pueblo, el cual, encabezado por Josué, acudió a Moisés para pedirle que les prohibiera hablar en nombre del Señor. Moisés, recriminándole su actitud, le contesta de esta manera: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor recibiera el espíritu del Señor y profetizara!”.

           La lectura evangélica de hoy nos presenta una situación parecida con una respuesta de Jesús en la misma línea de la de Moisés a Josué. Definitivamente. Los caminos y los planes de Dios trascienden absolutamente nuestros caminos y nuestros planes: “El espíritu de Dios sopla donde quiere y como quiere”, dirá Jesús a Nicodemo. El deseo de Moisés de que todo el pueblo reciba el espíritu del Señor será retomado por el profeta Joel en forma, ya no de deseo, sino de promesa futura: “Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones” (Jl 3,1). La fe bíblica se sitúa por encima de todo tipo de particularísimo y entiende que la salvación que Dios nos ofrece es para la humanidad entera. Lo hemos dicho muchas veces en estos comentarios: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al pleno conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).Y esta salvación se lleva a cabo en el amor de Dios a todos los hombres: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).  Nosotros, los seguidores de Jesús, nos alegramos de que el amor de Dios se reparta en todos los hombres, pertenezcan o no a nuestro círculo. Dios nos ama a cada uno personalmente y ama del mismo modo a todos los hombres que, aunque yo no los conozca, son mis verdaderos hermanos.

           Otra lección, muy importante para nuestra vida espiritual, nos la da el propio Moisés que, en lugar de molestarse al ver que quienes no se presentaron a su convocatoria recibieron igualmente el Espíritu del Señor, reacciona con alegría, al ver que este Espíritu se expande por doquier, y con tranquilidad, al descargarse de toda la responsabilidad y compartirla con todo el pueblo, a través de los setenta ancianos. Ello da fe de una auténtica actitud de servicio al Señor y al pueblo, en la que demuestra que no tiene afán alguno de protagonismo ni monopolio. En el capítulo siguiente a esta lectura leemos esta frase sobre nuestro protagonista: “Moisés era un hombre muy humilde, más que hombre alguno sobre la faz de la tierra” (Núm 12,3).

Salmo responsorial 18 (19)

Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.

 La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma;

el precepto del Señor es fiel e instruye a los ignorantes. (1)

El temor del Señor es puro y eternamente estable;

los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.(2)

También tu siervo es instruido por ellos

y guardarlos comporta una gran recompensa.

¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta. (3)

Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine:

así quedaré limpio e inocente del gran pecado. (4)

            La Iglesia ha querido que respondamos a esta primera lectura con unos versículos de la segunda parte del salmo 18. 

           Con el salmista cantamos las excelencias de la Ley del Señor, una ley que no es como las leyes de este mundo. Éstas nos hablan de normas, reglas, prohibiciones, que  cumplimos por lo general para no ser penalizados; aunque entendamos que son necesarias para garantizar la convivencia, en muchas ocasiones las consideramos como un intento de poner freno al ejercicio de la libertad individual; son leyes que cambian de acuerdo con las circunstancias, opiniones o intereses de los legisladores.

           “La Ley del Señor, en cambio, es perfecta” e inalterable, pues procede de la lógica inmutable del pensamiento divino. Igual que el sol ilumina y da vida a todo con su beneficiosa presencia, la Ley del Señor ilumina nuestros caminos y nos proporciona inteligencia para entender los innumerables porqués de nuestra vida.

           La Ley del Señor es la manifestación de su voluntad, una voluntad que busca nuestra felicidad por encima de todo: “Yo sé bien los proyectos que tengo sobre vosotros -dice el Señor-, proyectos de prosperidad y no de desgracia, de daros un porvenir lleno de esperanza” (Jer 29,11). La ley del Señor es, en definitiva, su misma Palabra, una palabra que es vida y alimento de nuestras almas: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”  (Mt 4,4).

           La Biblia compara a veces la Ley de Dios a un camino del que no debemos apartarnos, pues es el único que nos conduce a la felicidad y a ser nosotros mismos: “Ten ánimo y cumple fielmente toda la Ley que te dio mi servidor Moisés; no te apartes de ella ni a la derecha ni a la izquierda y tendrás éxito donde quiera que vayas. Leerás continuamente el libro de esta Ley y lo meditarás para actuar en todo según lo que en él está escrito: así se cumplirán tus planes y tendrás éxito en todo” (Jos 1,7-8).

           En el cumplimiento de la Ley del Señor encontraremos la paz y el reposo que necesita nuestra alma. “La Ley del Señor es descanso del alma”. Nos lo dirá el propio Jesús, la Palabra encarnada, en cuyo seguimiento experimentaremos la dulzura, el descanso y la fidelidad del Señor: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11,28).

           La ley del Señor nos instruye internamente, siempre que no nos tengamos por sabios y doctores y nos dejemos moldear por Dios. Nos proporciona aquella sabiduría centrada en lo que de verdad nos interesa, aquello que nuestro clásico, con palabras muy próximas al Evangelio, ponía en estos versos:

 “La ciencia más acabada

es que el hombre en gracia acabe,

pues al fin de la jornada,

aquél que se salva, sabe,

y el que no, no sabe nada”.

           El principio de esta ciencia y sabiduría es el tenor del Señor” (Prov 9,10), un temor que no tiene que ver con el miedo y el desasosiego, sino con el cumplimiento de la voluntad de Dios y con el seguimiento de Cristo que, como buen Pastor, nos lleva por el camino recto a las verdes praderas de su Reino.

           Las últimas estrofas son una plegaria para que el Señor nos libre de aquellas actitudes que impiden el cumplimiento de su Ley.

           El no reconocimiento de la propia culpa y la ilusión de se sentirse inocente -afirma Benedicto XVI en la Encíclica Spe salvi- no me justifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia y la incapacidad de reconocer en mí el mal es culpa mía. Por eso pedimos al Señor que nos libere de esta ofuscación: Absuélveme, Señor, de lo que se me oculta”.

           Como el salmista, rogamos al Señor que destierre de nosotros la presunción de la autoconfianza, de creernos suficientes y, por tanto, no necesitados de la gracia y el perdón divinos. “Preserva a tu siervo de la arrogancia”.

           Muchas veces creemos que agradamos a Dios con las obras que proceden de nosotros mismos y hasta pensamos que con nuestro comportamiento hemos adquirido un derecho por el que exigimos que Dios que actúe en favor nuestro. ¡Qué alejada está actitud de la de aquel publicano de la parábola evangélica que, no atreviéndose a alzar los ojos al cielo, rezaba de esta manera: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy un pecador! (Lc 18,13).

 Lectura de la carta del apóstol Santiago - 5,1-6

           Atención, ahora, los ricos: llorad a gritos por las desgracias que se os vienen encima. Vuestra riqueza está podrida y vuestros trajes se han apolillado. Vuestro oro y vuestra plata están oxidados y su herrumbre se convertirá en testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. ¡Habéis acumulado riquezas… en los últimos días! Mirad, el jornal de los obreros que segaron vuestros campos, el que vosotros habéis retenido, está gritando, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor del universo. Habéis vivido con lujo sobre la tierra y os habéis dado a la gran vida, habéis cebado vuestros corazones para el día de la matanza. Habéis condenado, habéis asesinado al inocente, el cual no os ofrece resistencia.

           La segunda lectura, tomada de la carta de Santiago, insiste, como los anteriores domingos, en la necesidad de una fe que no se quede en lo teórico ni en una piedad desencarnada, sino que produzca frutos de vida eterna. Los pasados domingos nos habló de la incompatibilidad de la fe con la acepción de personas (Domingo 23), de su inutilidad cuando no se traduce en obras de servicio a los necesitados (Domingo 24), de la necesidad de poseer la verdadera sabiduría, aquella que, procedente de Dios, nos hace llevar una vida libre de envidia y de rivalidades entre unos y otros (Domingo 25).

           Hoy Santiago se centra en la incompatibilidad de la fe con las riquezas adquiridas fraudulentamente o utilizadas exclusivamente para el provecho personal y no para el bienestar de todos.

           Comienza previniendo a los que se han enriquecido a costa de los pobres para que adelanten sus lloros por las desgracias que les sobrevendrán. Las invectivas que les dirige son graves, vergonzosas y amenazadoras: Sus riquezas están afectadas de podredumbre, herrumbre y carcoma que, al final, terminarán destruyendo sus propias vidas. Los gritos de los segadores a los que se les ha retenido el jornal han sido oídos por el Señor, igual que oyó desde la zarza ardiente los gritos de los hebreos maltratados por los egipcios. El Señor lo tendrá en cuenta el día final. Es a estos ricos a los que se dirigirá de esta manera: “Apartaos de mí, id al fuego eterno preparado por mis ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer, desnudo y no me vestisteis” (Mt 25, 41-42). Ni siquiera han tenido la más mínima piedad con el inocente, al que no sólo le han despropiado de los bienes a los que tiene derecho, sino que lo han quitado del medio, sin que éste tenga posibilidad de oponer la menor resistencia.

           El principal fundamento de las recriminaciones que Santiago hace a los que se enriquecen a costa de los pobres es que el Dios en el que creemos es un Dios de justicia, un Dios que defiende los derechos de los pobres y oprimidos. “Los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor del universo. Un eco, como hemos dicho, del lamento de Dios, que ve y oye a su pueblo, oprimido por los egipcios: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos” (Ex 3,7).

          Como Dios, nosotros, que hemos sido creados a su imagen y semejanza, debemos tener abiertos nuestros oídos a los gritos de los pobres y desfavorecidos de este mundo. Es de esta manera como realmente somos nosotros mismos, nosotros, que hemos sido creados para parecernos al Dios del amor. Esta escucha y atención a los desamparados será, por otra parte, el termómetro para medir la calidad de nuestra fe.

Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Tu palabra, Señor, es verdad; santifícanos en la verdad.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 9,38-43. 45. 47-48

           En aquel tiempo, Juan dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no viene con nosotros». Jesús respondió: «No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro». Y el que os dé a beber un vaso de agua porque sois de Cristo, en verdad os digo que no se quedará sin recompensa. El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Si tu mano te induce a pecar, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos a la gehenna”, al fuego que no se apaga. Y, si tu pie te induce a pecar, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies a la gehenna”. Y, si tu ojo te induce a pecar, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos a la gehenna”, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga».

           “El que no está contra nosotros está a favor nuestro, así contestó Jesús a Juan al informarle de que alguien, no perteneciente al grupo de los discípulos, arrojaba demonios en su nombre. Los doce, que fueron escogidos por Jesús “para estar con Él y para enviarles a predicar con el poder de expulsar demonios” (Mc 3,14-15), se consideran a sí mismos -no llegaban a más en este momento- pertenecientes a un grupo limitado de discípulos, a los cuales, por su especial relación con Jesús, se les ha dado el poder de expulsar demonios.

           No es de extrañar, por tanto, que apegados todavía al concepto triunfalista del reino mesiánico, reaccionen de esta forma contra aquéllos que, sin pertenecer al grupo, pretenden utilizar el poder del Maestro para hacer milagros. Juan, igual que Josué (primera lectura), manifiesta un comportamiento exclusivista, bastante alejado del pensamiento de Jesús, abierto a cualquiera que, dentro o fuera del grupo de los discípulos, realice obras buenas: “El que os dé a beber un vaso de agua porque sois de Cristo, en verdad os digo que no se quedará sin recompensa. “Por sus frutos los conoceréis”, dice Jesús en otra ocasión (Lc 7,16), y frutos buenos -obras buenas- se dan dentro y fuera de la comunidad de los creyentes:“el Espíritu sopla donde quiere y como quiere” (Jn 3,8), repetimos una y otra vez.

           Con esta intervención el apóstol Juan interrumpe un discurso de Jesús, que, a propósito de la discusión de los discípulos sobre cuál de ellos era el más importante, comenzaba de esta manera: “El que quiera ser el primero entre vosotros que se ponga en el último lugar”. Este lugar es el que ocupan los humildes, los pequeños, los que son como niños porque lo necesitan todo. Ellos son en este mundo los mejores representantes de Cristo, el gran necesitado: “Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8,20).

          Con estos pequeños se identifica hasta tal punto, que todo lo que les hacemos a ellos se lo hacemos a Cristo: “El que reciba a un niño como éste en mi nombre, es a mí a quien recibe, y quien me recibe a mí recibe al que me envió” (Mc 9, 35-37). 

           No podía ser de otra manera. Jesús se pone de su parte y los defiende a capa y espada, recriminandoa todo aquél que se atreva a ser una piedra de tropiezo para su fe: “El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar”. Y, para concienciarnos de la importancia que los más débiles y necesitados tienen en la comunidad, nos exhorta encarecidamente a cortar de raíz con todo aquello que pueda incitarnos a caer en esta actitud pecaminosa, una actitud que también va contra nosotros mismos: Si tu mano,… tu pie, … o tu ojo te inducen a pecar, córtatelos”. Con estas afirmaciones tan tajantes y, si se quiere, hasta violentas, no nos invita Jesús a que nos mutilemos ante la posibilidad de pecar –está expresándose con metáforas -, sino a que nos concienciemos  de la gravedad que, para cada uno y para la comunidad,  tiene el desviarnos del sendero que conduce a la Vida verdadera, a esta Vida que, recibida gratuitamente de Dios, está volcada permanente y radicalmente en el amor y en el servicio a los pobres, a los indefensos, a los marginados, a los que menos cuentan en nuestro mundo.

Oración sobre las ofrendas

           Concédenos, Dios de misericordia, aceptar esta ofrenda nuestra y que, por ella, se abra para nosotros la fuente de toda bendición. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Antífona de comunión

           Recuerda la palabra que diste a tu siervo, Señor, de la que hiciste mi esperanza; este es mi consuelo en la aflicción (cf. Sal 118,49-50).

           O bien:

          En esto hemos conocido el amor de Dios: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos (cf. l Jn 3,16).

 Oración después de la comunión

                   Señor, que el sacramento del cielo renueve nuestro cuerpo y espíritu, para que seamos coherederos en la gloria de aquel cuya muerte hemos anunciado y compartido. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.