Vigesimotercer domingo del tiempo ordinario

 

Vigesimotercer domingo del tiempo ordinario

 Antífona de entrada

           Señor, tú eres justo, tus mandamientos son rectos. Trata con misericordia a tu siervo (Sal 118,137. 124).

 Oración colecta

           Oh, Dios, por ti nos ha venido la redención y se nos ofrece la adopción filial; mira con bondad a los hijos de tu amor, para que cuantos creemos en Cristo alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Lectura del libro de Isaías 35,4-7

           Decid a los inquietos: «Sed fuertes, no temáis. ¡He aquí vuestro Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará». Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán; entonces saltará el cojo como un ciervo y cantará la lengua del mudo, porque han brotado aguas en el desierto y corrientes en la estepa. El páramo se convertirá en estanque, el suelo sediento en manantial».

           Isaías escribe este texto durante la deportación en Babilonia. Son ya largos años de destierro. Muchos deportados han perdido la esperanza de regresar a la patria; a otros les queda aún unas gotas de esperanza, pero su desaliento aumenta por momentos. Es a éstos a los que va  dirigida la exhortación del profeta. “Sed fuertes, no temáis. ¡He aquí vuestro Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará”. El desquite, un término que otras versiones traducen por ‘venganza’ y ‘revancha’, no es equivalente, hablando de Dios, al modo como lo utilizamos en nuestros días. Es el mismo texto su verdadero significado en esta perícopa bíblica: “(Dios) viene en persona y os salvará”.

           Dios no se desquita ni se venga de nosotros ni tampoco de los pecadores, por mucho que las expresiones bíblicas, dirigidas a un pueblo torpe e incivilizado, puedan dar lugar a ello y lo den, de hecho, en algunas ocasiones. La venganza de Dios es siempre contra el mal que nos esclaviza y nos oprime. Con ella pretende devolvernos la dignidad de lo que somos a los ojos de Dios - y en este ‘somos’ estamos incluidos todos los hombres de todos los tiempos-. La historia de la revelación es un camino a través del cual, con progresos y retrocesos, el pueblo elegido va descubriendo el verdadero rostro de Dios. Este descubrimiento llegará al punto más alto en la revelación de Dios que ama a los hombres hasta darnos a su propio Hijo: “Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en El, no se pierda, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16).

           Este amor de Dios se anuncia en la segunda parte del texto, declarando  promesas de curación y recuperación de los que algún tienen algún tipo de deficiencia: “se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán; entonces saltará el cojo como un ciervo y cantará la lengua del mudo”.

           Todas estas promesas hay que entenderlas en el contexto de la liberación del yugo babilónico y del retorno a la tierra, para lo cual tendrían que soportar las penalidades del desierto, en este caso, del desierto de Arabia. No tienen por qué preocuparse: el Señor les promete fuentes de agua fresca en la aridez del desierto y ríos en la estepa: “El páramo se convertirá en estanque, el suelo sediento en manantial”.

           Con estas promesas, Isaías -ya lo hemos dicho- se refería a la liberación de los judíos, deportados en Babilonia. Pero la humanidad espera todavía su liberación definitiva de toda humillación, de la esclavitud de un mundo materialista que nos hace navegar sobre un mar de vaciedades, de la ceguedad del corazón que nos lleva de acá para allá, sin saber cuál es la meta del camino de la vida, de nuestro empecinamiento en los gozos inmediatos, que sólo quedan en nosotros un poso de hastío y aburrimiento.

           Esta liberación será la obra de Jesús, que se presenta en la sinagoga de Nazaret, haciendo suyas aquellas otras palabras de Isaías, que prometen un tiempo feliz de gracia: El espíritu del Señor Dios está en mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a curar los corazones oprimidos, a anunciar la libertad a los cautivos, la liberación a los presos; a proclamar un año de gracia del Señor(Is 61,1-2). Promesas que se hicieron ya realidad en su misma vida terrena, y así responde a los enviados de Juan Bautista, que, en su nombre, le preguntan si era Él el Mesías que había de venir o hay que esperar a otro: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva (Lc 7,22).

           Y esta liberación se hace definitiva en nuestro bautismo, en el cual nos unimos realmente a Cristo en su muerte y resurrección. Y, si de verdad hemos resucitado con Cristo, nuestra vida se ha transformado radicalmente:

 -        Hemos sido curados de la ceguera del alma -ya no vivimos entre sombras de verdad, sino frente a la misma Verdad, que es Cristo-.

 -        Los pies de nuestro corazón se encontraban inmovilizados, enredados en nuestras propias contradicciones: ahora, libres de las ataduras del pecado, se mueven ligeros y gozosos hacia los bienes eternos.

 -        Nuestras heridas del alma, que tanto dolor y sufrimiento nos provocaban, han sido curadas con el bálsamo del Sacramento.

 -        Los oídos de nuestro corazón escuchan ahora con total nitidez la Palabra salvadora; éramos muertos andantes: ahora somos criaturas que acaban de nacer a la vida De Dios, una vida volcada totalmente en el servicio a nuestros semejantes, “buscando cada cual no su propio interés, sino el de los demás (Fil 2,4).

 -        A los que éramos pobres y desvalidos para el mundo se nos ha anunciado la gran noticia de nuestra liberación: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños” (Mt 11,25).

Salmo responsorial – 145

Alaba, alma mía, al Señor.

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos,

da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos. (1)

El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos. El Señor guarda a los peregrinos. (2)

 Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados.

El Señor reina eternamente, tu Dios, Sion, de edad en edad. (3)

           Salmo 145: segunda parte. El salmista está convencido de la verdad de las promesas de Dios, manifestadas por boca de los profetas y, de modo especial del profeta Isaías, tal como aparecen en la lectura que se acaba de comentar.

           En unos versículos omitidos el salmista reafirma la inutilidad de confiar en poderes ajenos a Dios -por muy fuertes que nos parezcan-, pues más temprano que tarde dejan de existir: “No confiéis en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar; exhalan el espíritu y vuelven al polvo, ese día perecen sus planes”.

           Sólo el Dios de Jacob puede inspirar verdadera confianza, pues, además de haber creado el cielo y la tierra (v. 6) es fiel a sus promesas y siempre protege y libera de sus padecimientos a los que siguen sus caminos -“el Señor ama a los justos”- y a los que se encuentran en situación de desvalimiento: a los oprimidos, a los que pasan hambre, a los privados de libertad, a los que no tienen hogar, a los ciegos, a los que no pueden sostenerse en pie, al huérfano, a la viuda... Ésta es nuestra gran seguridad: podemos confiar en el Señor, “que reina eternamente, nuestro Dios, de edad en edad”.

           Nosotros que hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene tenemos muchos más motivos que el hombre del Antiguo Testamento para confiar en el Señor. “El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?” (Rm 8, 32). Cristo nos ha amado hasta el extremo de dar la vida por nosotros y de este amor nada ni nadie podrá separarnos. Nuestra confianza en el Señor es absoluta: “Si Dios está con nosotros, quién estará contra nosotros” (Rm 8,31).

          Terminemos nuestra reflexión con estas palabras de Carlos de Foucaud, tomadas de su oración de la confianza: Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea, te doy gracias”.  “Te confió mi alma, te la doy con todo mi amor, porque te amo y necesito darme a ti, ponerme en tus manos sin limitación, sin medida con una confianza infinita. Porque tú eres mi Padre”

Lectura de la carta del apóstol Santiago - 2,1-5

          Hermanos míos, no mezcléis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con la acepción de personas. Suponed que en vuestra asamblea entra un hombre con sortija de oro y traje lujoso, y entra también un pobre con traje mugriento; si vosotros atendéis al que lleva el traje de lujo y le decís: «Tú siéntate aquí cómodamente», y al pobre le decís: «Tú quédate ahí de pie» o «siéntate en el suelo, a mis pies», ¿no estáis haciendo discriminaciones entre vosotros y convirtiéndoos en jueces de criterios inicuos? Escuchad, mis queridos hermanos: ¿acaso no eligió Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los que lo aman?

          Continuamos con la carta de Santiago, insistiendo en la necesidad de   una fe con obras. El domingo pasado la lectura ponía el obrar de la fe en la asistencia a los necesitados -“atención a los huérfanos y a las viudas en su aflicción” (Sant 1 27)-, en la lectura de hoy se fija en la incompatibilidad de la fe cristiana con todo tipo de discriminación.

          El ejemplo que nos pone el apóstol de un hombre vestido ricamente y un pobre andrajoso no suele darse en nuestra sociedad y, en el caso que se diera, prácticamente nadie se atrevería a hacer un juicio moral al modo como nos cuenta la lectura, pues en nuestra sociedad actual no estaría bien vista esa forma obsoleta de discriminación. Pero las discriminaciones siguen existiendo de otras maneras: discriminación por sexo, por religión, por posición social, por opiniones políticas, etc., y existen también muchas clases de pobreza. Y el que discrimina en la forma que sea se convierte -así nos lo dice Santiago- “en juez de criterios inicuos, ya que, en sí misma, la discriminación contradice la esencia de Dios que, en ningún caso, hace acepción de personas. Al contrario. “Dios acepta a todo el que practica la justicia, sea de la nación que sea” (Hec 10,34). Y, en caso de tener algún tipo de preferencia -no digo discriminación-, es por los pobres de este mundo, ya que ellos, por su disposición a necesitarlo todo de Él, se hacen más capaces de recibir la herencia del “reino prometido a los que lo aman”.

          Mejor, incluso, que preferencia, había que hablar de elección y, en este sentido, Dios elige a los pobres para una misión especial dentro del plan de salvación universal: “Dios ha escogido lo más necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido lo débil del mundo, para confundir lo fuerte” (1Cor 1,27).

          Y así es. Dios elige a Abraham, un anciano sin descendencia y, por tanto, sin futuro, para hacerle padre de un gran pueblo; a Moisés, un hombre desterrado y perseguido por haber matado a un egipcio, para librar a los hebreos de las garras del Faraón; a David, que no era ni el más grande ni el más fuerte de los hijos de Jesé, para ponerlo al frente  del gobierno y del ejército de Israel; elige Belén, la aldea más insignificante de Judea, para nacer, y elige Nazaret, inapreciable poblado de Galilea, para el Verbo hecho carne pase su niñez y juventud, es decir, la mayor parte de su vida. “Mirad, hermanos -sigue diciendo San Pablo a los corintios- quiénes habéis sido llamados. No hay entre vosotros muchos sabios según la carne ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza. Dios elige lo plebeyo y despreciable (...), lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios” (1Cor 1, 26.28-29).

          El gran regalo de la presencia del Señor en nuestra vida no proviene de nosotros, sino del Padre de las Luces, de quien, como leíamos en la lectura del pasado domingo, procede todo don perfecto, y “este tesoro lo llevamos en recipientes de barro, para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2Cor 4,7).

 Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Jesús proclamaba el evangelio del reino, y curaba toda dolencia del pueblo.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 7,31-37

           En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga la mano. Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá» (esto es, «ábrete»). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».

           El milagro que se relata en la lectura tiene lugar cuando Jesús está atravesando el territorio de la Decápolis, formado por diez ciudades de cultura griega, situadas en la parte oriental de Palestina, junto a la margen izquierda del Jordán, que fueron anexionadas por Pompeyo a la provincia Romana de Siria. Fue en una de estas ciudades -el evangelista no precisa cuál- donde sucede el milagro que se narra en la lectura evangélica de este domingo. Presentan a Jesús un hombre sordo, que apenas podía hablar, para que lo curase. Jesús, huyendo del más que probable espectáculo que se podía formar con la curación, se sale fuera del grupo con el enfermo y, como cualquier otro curandero, le introduce los dedos en los oídos y le toca la lengua con su saliva. Al mismo tiempo, levanta los ojos al cielo y lanza un suspiro, diciendo: Effeta ( = ábrete). Con el gesto de mirar al cielo, el evangelista nos da a entender que el poder sanador de Jesús procede del Padre y el suspiro, más bien un gemido, muestra la solidaridad de Jesús con el sufrimiento de este hombre que nos representa a todos.

           Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente”.

           Jesús intenta, una vez más, acallar las alabanzas hacia su persona por el poder que demuestra ante las fuerzas de la naturaleza. Recordemos su retirada al monte, huyendo de la multitud que, por haberlas dado de comer, le quiere hacer rey; su insistencia a los que presenciaron la Resurrección de la hija de Jairo que no lo difundieran; la advertencia a Pedro, Santiago y Juan, después del hecho de la transfiguración, de que no hablasen con nadie lo sucedido hasta “que el Hijo del hombre no resucitara de entre los muertos” (Mt 17,9). Y lo mismo en el milagro de la lectura de hoy: por mucho que prohibía a los que lo presenciaron, más publicidad lo daban. El motivo de todas estas prohibiciones es evitar que confundan el reino que Jesús proclama -un reino basado en la pobreza y en la humildad- con un reino de riqueza y poder político.

           Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.

           De nuevo resuenan aquí las palabras de Isaías, ya citadas en la primera lectura, de las que, como allí dijimos, se apropia Jesús en la sinagoga de Nazaret: ahora es el mismo pueblo el que, al presenciar las obras del rabino de Galilea, las proclama a los cuatro vientos.

           Y, al fijarnos en la primera parte de la frase, “Todo lo ha hecho bien”, nos viene a la memoria el relato de la creación en el que Dios se va recreando en cada una de sus criaturas: “Y vio Dios que era bueno”, repite una y otra vez el autor sagrado. En las obras que el Padre realiza a través de Jesús se recrea igualmente el Padre y de este gozo participan los contemporáneos de Jesús y todos nosotros. Y por encima de todo, nos gozamos con el Padre en Cristo, la cabeza de la nueva creación: “Éste es mi Hijo amado en quien me he complacido” (Mt 3,17).

Oración sobre las ofrendas

           Oh, Dios, autor de la piedad sincera y de la paz, te pedimos que con esta ofrenda veneremos dignamente tu grandeza y nuestra unión se haga más fuerte por la participación en este sagrado misterio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión

          Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo (Sal 41,2-3).

          O bien:

          Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida, dice el Señor (cf. Jn 8,12).

Oración después de la comunión

          Concede, Señor, a tus fieles, alimentados con tu palabra y vivificados con el sacramento del cielo, beneficiarse de los dones de tu Hijo amado, de tal manera que merezcamos participar siempre de su vida. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.