Antífona de entrada
Pueblo de Sion: el Señor vendrá a salvar a los pueblos y hará resonar la majestad de su voz con alegría en vuestro corazón (cf. Is 30,19. 30).
La antífona de entrada nos anuncia a nosotros, miembros de la Iglesia, el nuevo pueblo de Sión, que el Señor va a venir a salvar a todos los hombres. Todos ellos, aunque no pertenezcan oficialmente a la comunidad de creyentes, están llamados a formar parte de la misma (Lumen gentium 13). Nuestra salvación está necesariamente ligada a la salvación de la humanidad. Renovemos, por tanto, nuestra solidaridad con toda la raza humana, a través de la comunidad humana local en la que estamos insertos, para que la Palabra salvadora del Señor resuene con fuerza y con alegría en nuestros corazones.
Oración colecta
Dios todopoderoso, rico en misericordia, no permitas que, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, lo impidan los afanes terrenales, para que, aprendiendo la sabiduría celestial, podamos participar plenamente de su vida. Por nuestro Señor Jesucristo.
Al que posee todo el poder y es fuente de todo amor, le pedimos, por los méritos de su Hijo, Jesucristo, que aprendamos a desear y a valorar en su justa medida los bienes de este mundo; que nunca sean un obstáculo que nos impida participar plenamente de la Vida de Jesucristo, sino al contrario: que, al compartirlos con los necesitados, sean un trampolín que nos lance al disfrute, ya aquí en la tierra, de los bienes verdaderos.
Lectura del libro de Baruc - 5,1-9
Jerusalén, despójate del vestido de luto y aflicción que llevas, y vístete las galas perpetuas de la gloria que Dios te concede. Envuélvete ahora en el manto de la justicia de Dios, y ponte en la cabeza la diadema de la gloria del Eterno, porque Dios mostrará tu esplendor a cuantos habitan bajo el cielo. Dios te dará un nombre para siempre: «Paz en la justicia» y «Gloria en la piedad». En pie, Jerusalén, sube a la altura, mira hacia oriente y contempla a tus hijos: el Santo los reúne de oriente a occidente y llegan gozosos invocando a su Dios. A pie tuvieron que partir, conducidos por el enemigo, pero Dios te los traerá con gloria, como llevados en carroza real. Dios ha mandado rebajarse a todos los montes elevados y a todas las colinas encumbradas; ha mandado rellenarse a los barrancos hasta hacer que el suelo se nivele, para que Israel camine seguro, guiado por la gloria de Dios. Ha mandado a los bosques y a los árboles aromáticos que den sombra a Israel. Porque Dios guiará a Israel con alegría, a la luz de su gloria, con su justicia y su misericordia.
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Este texto bíblico fue escrito hacia el siglo II a. C. Su autor no fue Baruc, del que se dice que era la mano derecha de Jeremías, sino un judío del siglo II que, por considerarse hijo espiritual del profeta, adopta este nombre. Está sembrado de afirmaciones ya oídas a los profetas Jeremías e Isaías (2º).
El momento de su redacción está marcado, como tantos otros de la historia de Israel, por la desesperanza en el cumplimiento de las promesas de Dios. El anuncio del cumplimiento que hicieron aquellos viejos profetas ha quedado para el recuerdo; la nueva Alianza que restablecerá definitivamente la justicia y la paz en Israel, parece alejarse cada vez más.
Con el fin de animar la fe de sus contemporáneos e insuflarles nuevas energías que les permitan afrontar las dificultades de cada día, el autor sagrado retoma las hermosas y esperanzadoras palabras del profeta Isaías (2º) (s. VIII a.C.), que, en su día, dirigiera a sus hermanos, deportados en Babilonia, con el fin de que no se sintieran abandonados de Dios.
Han pasado ya varios siglos de la terminación de aquel destierro, pero estas palabras siguen teniendo plena vigencia en el tiempo en que fue escrito el texto que hoy nos incumbe. Recordándolas, este profeta del siglo II a. C. pretende potenciar la fe y la esperanza de sus contemporáneos en el Dios que quiere, por encima de todo, la felicidad del hombre.
Éstas fueron las palabras que Isaías dirigió a los exiliados: “Despierta, despierta! ¡Revístete de tu fortaleza, Sión! ¡Vístete tus ropas de gala, Jerusalén, Ciudad Santa! Porque no volverán a entrar en ti incircuncisos ni impuros” (Is, 52,1) y también: “¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh sobre ti ha amanecido! (Is 60,1). Y éstas son con las que Baruc pretende animar a sus contemporáneos: “Jerusalén, despójate del vestido de luto y aflicción que llevas, y vístete las galas perpetuas de la gloria que Dios te concede” (...) “Dios mostrará tu esplendor a cuantos habitan bajo el cielo” (...) Tu nombre será “Paz en la justicia y Gloria en la piedad”.
Para anunciar a los israelitas que iban a ser liberados de la esclavitud de Babilonia y devueltos a la Patria, Isaías utiliza el símil del desierto (el camino entre Babilonia y Jerusalén era un verdadero páramo), que se convertiría en una ruta libre de obstáculos y circundada por una frondosa vegetación. Éstas fueron las palabras de Isaías: “Una voz clama: En el desierto abrid camino a Yahveh, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie” (Is 40,3-4); “Pondré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivares. Pondré en la estepa el enebro, el olmo y el ciprés a una, de modo que todos vean y sepan, adviertan y consideren que la mano de Yahveh ha hecho eso, el Santo de Israel lo ha creado”. Y éstas son las que se proclaman en nuestra lectura: “Dios ha mandado rebajarse a todos los montes elevados y a todas las colinas encumbradas; rellenarse a los barrancos hasta hacer que el suelo se nivele; a los bosques y a los árboles aromáticos que den sombra a Israel”.
Evidentemente, el profeta Baruc no se dirige a los exiliados de Israel en Babilonia -el exilio, como hemos dicho, había terminado varios siglos antes- sino a todos los judíos de su tiempo, los que habitaban en la tierra prometida y los que, por razones económicas y de supervivencia, se encontraban dispersos por todo el mundo greco-romano (diáspora), los cuales se sienten de alguna forma exiliados de Israel.
Tanto los antiguos profetas, como el profeta que escribe este texto, saben que, a pesar de las circunstancias -muchas veces desfavorables a nuestra vista-, Dios cumple siempre sus promesas. Y ello vale igualmente para nosotros.
En efecto. La lectura de hoy tiene mucho que decirnos a nosotros, que, habiendo conocido a Jesucristo, el fruto de la promesa hecha a David, vivimos en un mundo y en una época igualmente desesperanzados en cuanto a la realización del Reino que Él anunció y que llevó a cabo en su persona: la paz, la justicia y la fraternidad brillan por su ausencia en nuestra sociedad y no aparecen signos en el horizonte que anuncien un próximo advenimiento de las mismas.
Estas consideraciones del profeta nos sirven también a nosotros para insuflarnos las energías espirituales que necesitamos para seguir luchando por el establecimiento del Reino y para empezar a disfrutar, aunque en esperanza, de los bienes futuros que se nos prometen. La afirmación de San Pablo “En esperanza hemos sido salvados” (Rm 8,24), con la que Benedicto XVI inicia la segunda encíclica de su pontificado, revela el profundo sentido de la fe cristiana, una fe que es esencialmente esperanza, esperanza (confianza) en el gran futuro hacia el que caminamos y que, de alguna manera, se va haciendo presente. La esperanza en Cristo ´que viene´ a) levanta constantemente nuestro ánimo ante los sufrimientos de la vida presente, b) nos ayuda a ajustar nuestros pensamientos a los pensamientos de Dios y c) realiza en nuestras personas el milagro del amor, el amor a los amigos y el amor a los enemigos.
“El mensaje cristiano no es solamente una buena noticia (...), una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (Benedicto XVI, Spe salvi, 2).
Salmo reponsorial - 125
El Señor ha estado grande con nosotros, estamos alegres.
Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sion, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.
Probablemente el salmista recuerda el momento en que el Señor decidió la vuelta del exilio, a través del rey Ciro, que anuló todas las deportaciones llevadas a cabo por su antecesor Nabucodonosor. Vista desde el recuerdo, el salmista debió pensar en las penalidades y sufrimientos que tuvieron que soportar los exiliados, además del peligro de la desaparición como pueblo, debido al olvido de las raíces y de las tradiciones y a las contaminaciones idolátricas. Es normal que la vuelta a la patria les pareciese un sueño. El inmenso y profundo gozo que sentían por dentro hacía que su rostro brillase con la alegría de la risa y su lengua no parase de cantar.
Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos». El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Los que antes les oprimían tienen que reconocer, en un extraño acto de fe, que el Dios de Israel es un Dios grande, poderoso y bondadoso, un Dios que realiza obras grandes en su favor. Y este reconocimiento de los hasta entonces enemigos les da aún más fuerzas para publicar a los cuatro vientos su inmensa alegría: “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres”.
Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.
El salmo da un giro y se convierte en súplica. El salmista abandona aquel primer momento de júbilo y mira al presente: la efusión de los primeros tiempos postexílicos da paso a la vida normal en la que vuelven a aparecer las infidelidades al Señor y la falta de confianza en sus promesas. El salmista pide al Señor que se comporte con ellos como entonces. Es necesario seguir actualizando aquellos tiempos de la vuelta del exilio, ahora en un contexto más espiritual; es preciso que el pueblo, todavía cautivo de sus infidelidades, siga caminando hacia la casa del Señor y esperando la plena realización de sus promesas.
Los torrentes del desierto de Negueb, secos durante el verano, se convertían en la primavera en ríos que alegraban y embellecían con frondosa vegetación el paisaje, produciendo cosechas y frutas abundantes. Con el salmo se pide al Señor que les dé la gracia de aquéllos torrentes, haciéndoles pasar de la sequedad de sus pecados a la alegría del perdón, de la misericordia y de la hermandad.
Después de esta súplica, el salmista, en un momento de tranquilidad, reflexiona sobre el modo de actuar del Señor. Dios permite que pasemos por momentos de desilusión, de trabajo y de pruebas, pero, al mismo tiempo, nos invita a confiar en el momento cierto de la cosecha: “Al ir iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas”.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses - 1,4-6. 8-11
Hermanos: Siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del evangelio, desde el primer día hasta hoy. Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús. Esto que siento por vosotros está plenamente justificado: os llevo en el corazón, porque tanto en la prisión como en mi defensa y prueba del evangelio, todos compartís mi gracia. Testigo me es Dios del amor entrañable con que os quiero, en Cristo Jesús. Y esta es mi oración: que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios.
Después del consabido saludo inicial, el apóstol manifiesta a los filipenses la alegría que siente cuando les encomienda al Señor en su oración, una alegría que brota del recuerdo de haber sido sus “colaboradores en la obra del Evangelio”. Una gran lección de San Pablo sobre el modo de trabajar en la difusión del mensaje de Cristo: en cualquier caso, y reconociendo que todo apostolado es siempre obra de Dios, a todos se nos ha dado el colaborar con Él y lo debemos hacer, siempre que sea posible en compañía de los hermanos en la fe, dejándonos ayudar por ellos y estando a disposición de ellos: “donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20).
Viene a continuación una profesión de fe y esperanza en la eficacia de la gracia del Señor: “El que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús”, día en el que tendrá lugar el triunfo definitivo del amor. Será en aquel momento cuando se haga plena realidad el cumplimiento de las promesas que Dios hizo a Abraham y que, con altibajos, se mantuvieron vivas durante toda la historia de Israel.
Los sentimientos de San Pablo hacia los filipenses están plenamente justificados, pues el amor que siente por ellos le sale de lo más profundo de su ser. Un amor que no procede de los sentimientos cambiantes de nuestra alma, reducido, como mucho, a una mera amistad a nivel humano, sino el amor sin medida que Dios infunde en nuestros corazones a través de la fe: “Testigo me es Dios del amor entrañable con que os quiero, en Cristo Jesús”.
Es el crecimiento en este amor el que pide para ellos en la oración, un crecimiento en intensidad, “en penetración”, que nos lleve a convertirnos en una existencia para Dios y para los hermanos, y en “en sensibilidad”, en el sentido de hacernos percibir y apreciar lo mejor en todas las cosas -“los valores”-. Todo un ejemplo a seguir en nuestra oración de petición. Se trata de no centrarnos exclusivamente en demandar para nosotros mismos o para los demás bienes materiales (la salud o el éxito en nuestras empresas), sino de poner el acento en lo único importante, en aquello que nos proporciona la verdadera felicidad, en el crecimiento en el amor que, a su vez, conlleva el crecimiento en la fe y el crecimiento en la esperanza. Es este crecimiento en el amor por el que debemos suspirar para nosotros y para todos los hombres; es éste el proyecto de Dios para toda la humanidad, el de ser santos e irreprochables en el amor; es este crecimiento en Cristo el que producirá “frutos de justicia”, si estamos unidos a la Vid que es Él. De esta forma nos convertiremos en verdaderos hijos de Dios “para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado”.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Toda carne verá la salvación de Dios.
Nos lo dijo Baruc, recordando a Isaías, en la primera lectura; nos lo va a decir el Bautista en este Evangelio. Preparemos y allanemos los senderos de nuestra vida, para que, a través de ellos, transite el Señor a sus anchas. No seremos nosotros los que nos defenderemos: será Él el que nos defenderá; no seremos nosotros los que hablemos: será Él el que hablará por nosotros; nos seremos nosotros los que ayudemos al prójimo: será Él que les servirá a través de nosotros. Y todos los hombres, viendo las obras que Él hace en nosotros, alabarán al Padre, de quien procede todo bien.
Lectura del santo evangelio según san Lucas - 3,1-6
En el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanio tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: «Voz del que grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; los valles serán rellenados, los montes y colinas serán rebajados; lo torcido será enderezado, lo escabroso será camino llano. Y toda carne verá la salvación de Dios.
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Coherente con el propósito de contar por orden, después de haberlos investigado “diligentemente”, los hechos referentes a la aparición de Jesús en esta tierra (Lc 1,3), Lucas encuadra el acontecimiento en el marco de la historia universal. Ya lo hizo en su nacimiento en Belén, en donde debía empadronarse José, por ser descendiente de la casa de David (Lc 2,1). Y lo hace ahora con más precisión, al comienzo de su vida pública, citando las autoridades civiles y religiosas de aquél entonces: “año 15 del reinado del emperador Tiberio”; Pilato gobernando Judea; Herodes, Filipo y Lisanio, reinando -bajo la supervisión de Roma- en las otras regiones de Palestina; Anás y Caifás, ejerciendo como sumos sacerdotes, aunque el sumo sacerdote era este último (Anás -Sumo sacerdote- anterior ejercía una importante influencia sobre su yerno Caifás).
Era importante para Lucas, y para el resto de autores del Nuevo Testamento, enmarcar las circunstancias históricas, sociales y religiosas en las que iba a desarrollarse la misión del Verbo encarnado en la tierra. Así lo justifica Benedicto XVI: “No hay que ver la aparición pública de Jesús como un mítico antes o después, que puede significar al mismo tiempo siempre y nunca; es un acontecimiento histórico que se puede datar con toda la seriedad de la historia humana ocurrida realmente” (Jesús de Nazaret, Tomo 1, cap. 1).
Y sigue la lectura. “Vino la Palabra de Dios sobre Juan”, fórmula que nos recuerda el inicio de la misión de los antiguos profetas: de Jeremías, “a quien fue dirigida la Palabra de Dios en tiempo del rey Josías” (Jer 11,1); de Oseas, “Palabra de Yahvé que fue dirigida a Oseas, hijo de Beeri” (Os 1,1). Ello significa que Lucas considera a Juan el Bautista como un verdadero profeta, en este caso, como el último de los profetas, ya que tuvo el honor de presentarnos directamente al que se llevaba esperando durante muchos siglos: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Como todos los antiguos profetas, el tema favorito para Juan es la conversión, que él sella con un bautismo para el perdón de los pecados.
La predicación de Juan está inspirada en Isaías, el profeta que, en el momento de la deportación de los judíos en Babilonia, anuncia a los exiliados a la vuelta a la patria. En una visión contempla una espléndida procesión a través del desierto, encabezada por el Señor: es el pueblo que abandona el destierro y marcha hacia Jerusalén. En la misma visión, en la soledad del páramo, escucha una voz que invita a preparar un camino real por el que transite el Señor, cortejado por los suyos. Juan se hace eco de esta visión de Isaías y se identifica con esta voz. El Señor está a punto de llegar, es urgente prepararle el camino: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; los valles serán rellenados, los montes y colinas serán rebajados; lo torcido será enderezado, lo escabroso será camino llano. Y toda carne verá la salvación de Dios”.
El Señor, que ya vino una vez, sigue viniendo a nuestras vidas. Una y otra vez hacemos presente aquella primera venida y una y otra vez nos podemos aprovechar de sus frutos a través de la Eucaristía, del recorrido litúrgico a través del año, de la oración individual y comunitaria, de nuestro obrar el mandato del amor.
En todo tiempo -y de modo especial en el tiempo del Adviento- tenemos la oportunidad de preparar un camino al Señor. ¿Cómo? Siguiendo las exhortaciones del profeta Isaías y de Juan el Bautista.
- El desánimo, el decaimiento, la escasa fe y esperanza, la tibieza espiritual deben ser sustituidos por el sano optimismo que procede de la certeza de que el Señor camina siempre a nuestro lado: “Los valles serán rellenados”.
- La soberbia, el creernos mejores que los demás, el tener ‘por principio’ la razón, deben dar paso al “no hacer nada por contienda ni vanagloria, sino por humildad, estimándonos inferiores los unos a los otros” (Fil 2,3): “Los montes y colinas serán rebajados”.
- La conciencia de que siempre hacemos bien las cosas puede desviarnos del proyecto que Dios quiere para cada uno de nosotros: contra ello la actitud correcta pasa por reconocernos pecadores, pidiendo continuamente al Señor que nos libere y absuelva de nuestras faltas, incluso, “de aquéllas que se nos ocultan” (Sal 19): “Lo torcido será enderezado”.
- En resumen. Preparar un camino al Señor es “revestirnos del Señor” (Rm 13,14), el verdadero y único camino y la meta de nuestro caminar: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6).
Y de esta forma contemplaremos una y otra vez la salvación de Dios -Isaías habla de la “gloria de Dios”-. Es lo mismo. Pues la gloria que Dios quiere para Él es la salvación del hombre, de todos los hombres: “Y toda carne verá la salvación de Dios”.
Oración sobre las ofrendas
Que los ruegos y ofrendas de nuestra pobreza te conmuevan, Señor, y al vernos desvalidos y sin méritos propios acude, compasivo, en nuestra ayuda. Por Jesucristo, nuestro Señor.
No haría falta pedir al Señor que se conmueva ante nuestros ruegos y ante nuestros ofrecimientos, pues Él conoce mucho mejor que nosotros nuestras limitaciones y se preocupa de nuestros problemas mucho más que nosotros: al Señor se le parte el corazón al ver nuestros sufrimientos, nuestro desvalimiento y nuestra pobreza espiritual. Si la Iglesia pone en nuestros labios esta oración, es para que seamos nosotros los que nos conmovamos ante su amor y su misericordia, como cuando, al dejar de ser niños, sentimos una emoción filial, al caer en la cuenta del amor desinteresado de nuestros padres. Tengamos confianza: el Señor nos ayudará, ya que siempre cumple lo que promete: “Por eso os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido, y lo obtendréis” (Mc 11,24).
Antífona de comunión
En pie, Jerusalén, sube a la altura, contempla la alegría que Dios te envía (Bar 5,5; 4,36).
El profeta Baruc invita a Jerusalén a que se quite el luto por las desgracias de sus hijos y suba a lo alto del monte para contemplar al Señor que viene hacia ella. Aceptemos esta invitación que hoy nos hace la Iglesia, despojémonos de nuestras tristezas y preocupaciones y coloquémonos a la altura de los santos: veremos que la salvación que nos trae el Señor está a nuestra puerta. Vayamos con esta confianza a alimentarnos en el banquete eucarístico: el Señor va a estar tan cerca de nosotros, que seremos una cosa con Él. “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20)
Oración después de la comunión
Saciados con el alimento espiritual, te pedimos, Señor, que, por la participación en este sacramento, nos enseñes a sopesar con sabiduría los bienes de la tierra y amar intensamente los del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
En la línea de las tres lecturas, que nos han enseñado a vivir en la espera de la venida del Señor, ahora que nos hemos alimentado del cuerpo y de la sangre de Jesucristo y nos hemos asimilado a Él y convertidos en Él, pedimos al Padre, por mediación de su Hijo querido, que nos haga utilizar los bienes terrenales de tal manera, que, a través de ellos, anhelemos firmemente los bienes del cielo.