Domingo Quinto de Pascua

 

Antífona de entrada

          Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas; reveló a las naciones su salvación. Aleluya (cf. Sal 97,1-2).

Oración colecta

          Dios todopoderoso y eterno, lleva a su pleno cumplimiento en nosotros el Misterio pascual, para que, quienes, por tu bondad, han sido renovados en el santo bautismo, den frutos abundantes con tu ayuda y protección y lleguen a los gozos de la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

          Directamente le pedimos al Padre que concluya en nosotros las consecuencias de la Muerte y Resurrección de su Hijo Jesucristo, que realmente demos muerte en nosotros a nuestra anterior vida de egoísmo y autosuficiencia, y que nos decidamos de una vez por todas a vivir como resucitados. Todo ello lo pedimos, no sólo para nosotros, sino también para todos aquellos que han sido iluminados por Cristo en estas fiestas pascuales, para que, asistidos continuamente por su gracia, comiencen ya a dar los frutos abundantes de la nueva vida en la que han sido injertados, convencidos como estamos de que disfrutarán desde ahora de las alegrías eternas a las que todos estamos llamados. Sabemos que todo ello se realizará bajo su guía y su poder benevolente: “Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha” (Sal 16,11).

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 14,21b-27

          En aquellos días, Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios. En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Y después de predicar la Palabra en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquía, de donde los habían encomendado a la gracia de Dios para la misión que acababan de cumplir. Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.

          Lo que se cuenta en esta lectura de los Hechos de los Apóstoles sucede en la segunda parte del primer viaje misionero de San Pablo. Junto con Bernabé, partió en barco desde Antioquía de Siria y, pasando por Chipre, ambos apóstoles se adentraron en la actual Turquía, visitando las ciudades de Antioquía de Pisidia, Iconio, Listres y Derbé. En cada una de estas ciudades se dirigían en primer lugar a las sinagogas para predicar la Buena Nueva del Evangelio, recibiendo una acogida ambivalente, entusiasta por parte de aquéllos que simpatizaban con el nuevo camino y de rechazo, en muchas ocasiones violento,  por quienes se aferraban a las tradiciones judías, un rechazo  que podía terminar en la expulsión de la ciudad, como leíamos en la lectura del pasado domingo.

          Fue durante la primera visita a Antioquía de Pisidia cuando habían decidido dirigirse, no solamente a los judíos, sino también a los paganos. Lo leíamos en la primera lectura del pasado domingo: Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles”.

          San Pablo y Bernabé están realizando ahora el camino de vuelta, visitando las comunidades fundadas en su primera visita. En todas ellas animaban a los discípulos -probablemente habían tenido que soportar algunas persecuciones por parte de los judíos- y les exhortaban a perseverar en la fe “diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”. Probablemente les recordaban algunos  dichos del Señor, cuando se iba acercando su pasión y muerte, dichos de los que ni San Pablo ni Bernabé habían oído testigos directos, pero que habrían escuchado a los que convivieron con Él: “Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, que sea crucificado, y resucite al tercer día (Lc 24, 7); o aquel otro dirigido a los discípulos de Emaús para convencerles de que Él se habían cumplido las Escrituras: “Era necesario que el Cristo sufriera mucho para entrar en su gloria” (Lc 24, 26).

          Además de reafirmarles en su fe con el fin de que no decayeran ante las adversidades, nuestros protagonistas se preocupaban de organizar las comunidades, designando responsables de las mismas. Esta elección era siempre precedida y seguida de la oración y el ayuno, imitando de esta forma al Señor, que pasaba noches enteras en contacto directo con el Padre, sobretodo cuando se avecinaba alguna actuación importante en el cumplimiento de su misión. Es lo que hizo la noche antes de elegir a los doce apóstoles: “Por aquellos días se fue él al monte a orar, y se pasó la noche en la oración; y cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles(Lc 6, 12-13). Una edificante lección para nosotros que, en muchas ocasiones, nos quedamos en la actividad, olvidando que dicha actividad es realmente eficaz cuando nos preparamos a la misma en la oración: sólo así garantizaremos que nuestra acción apostólica no es obra nuestra, sino del Señor: “Fijad vuestros ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (He 12,2).

          Llegaron finalmente al punto de partida del viaje, a Antioquía de Siria, de donde les habían mandado “confiándoles a la gracia de Dios para la misión que acababan de cumplir”. El apóstol de entonces, el de ahora y el de siempre no será un verdadero apóstol si lo confía todo a sus capacidades y a su talento. Es la gracia del Señor la que realmente actúa en él y la que produce frutos apostólicos abundantes; y es en el trato continuo con el Señor, a través de la oración y los sacramentos, como llegarán a buen puerto las obras que el Señor le conceda hacer: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).

          Pablo y Bernabé, una vez reunida la comunidad, contaron a todos los hermanos “lo que había hecho el Señor por medio de ellos: cómo había abierto a los gentiles las puertas de la fe”. Está muy claro lo que nos quiere transmitir San Lucas: nosotros somos sus colaboradores, pero la evangelización es y será siempre la obra del Señor, algo que debe tranquilizarnos y llenarnos de paz.

Salmo responsorial 144 (145)

Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

           Este salmo es un grandioso himno a los atributos de Dios, manifestados en sus obras portentosas de Dios en favor de los hombres, de los hombres en general, no solamente de los pertenecientes al pueblo elegido.

           Comienza el salmista ensalzando el amor misericordioso de Dios, un amor que se manifiesta en el castigo, cuando no tiene más remedio y siempre con el fin de que retornen a sus caminos para recibir la riqueza de su perdón. El término “perdón”  significa don completo, don total, pues ése es el significado de la partícula “per”: “completamente”, “totalmente”. Al perdonarnos el Señor nos regala un don total, un don que nos enriquece en abundancia, nos regala el don que es Él mismo. “El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad”.

           La mano pródiga de Dios está siempre abierta a las necesidades de todos los hombres -el Señor es bueno con todos”-. El salmista, acordándose del gozo que embargó al Señor, al contemplar las cosas que había creado -“y vio Dios que todo era bueno”-, prorrumpe en una confesión de fe en el Dios que ama incondicionalmente todo lo existente: “el Señor es cariñoso con todas sus criaturas”.

 Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles. Que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.

           Manifiesta a continuación su íntimo deseo de que el Señor sea reconocido como el Creador de todos los bienes del Universo. Las criaturas irracionales manifiestan la grandeza del Señor en la belleza, en la fuerza, en la bondad de Él recibidas, y en la obediencia a las leyes que en ellas ha puesto. El salmista, enloquecido en la contemplación de tanto amor, invita a todas las criaturas, a las racionales y a las irracionales, a entonar un canto de agradecimientos a su Hacedor: “Que todas tus criaturas te den gracias, Señor”. Me vienen a la menoría aquéllos versos del Canto Espiritual de San Juan de la Cruz: ”Mil gracias derramando, pasó por estos sotos con presura, y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de su hermosura”. A nosotros, los que, con tropiezos, intentamos mantenemos en la fidelidad a Cristo, el salmista nos anima a bendecir al Señor, a proclamar ante el mundo el peso de su reinado, a publicar sus hazañas y grandezas con los hombres.

          Bendecimos al Señor cuando, poniéndonos en el lugar de Cristo, nos asombramos de que haya revelado su ser y su modo de actuar, no a las personas autosuficientes, sino a los pobres y sencillos: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños (Mt 11, 25).

          “Proclamamos la gloria de su reinado”, siempre que anunciamos de palabra y en el servicio desinteresado a nuestros hermanos la Buena Noticia del Evangelio, a saber, que Dios ha derramado su Amor sin límites sobre toda la humanidad. Esta proclamación es auténtica cuando brota del convencimiento de que el Señor es el centro de nuestra vida, algo imposible si no estamos permanentemente con Él en la oración y en la actividad. De esta forma, podremos presentar la belleza de su amor con naturalidad, con alegría, con valentía y con constancia, de modo que mi testimonio sea una ayuda para que los demás quieran conocerle, amarle y seguirle. Es así como “publicamos las hazañas del Señor”: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).

Explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de tu reinado. Tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno va de edad en edad.

           Con estas palabras, el salmista no se está refiriendo a los hechos de la historia de Israel que, como pueblo elegido, ha hecho de él un reino de Sacerdotes y de Santos, sino al plan general de la providencia divina sobre todas las criaturas. El reinado de Dios está aquí considerado desde el aspecto de la creación y no desde el de la Revelación, aunque bien es verdad que, para nosotros, creyentes en Cristo, lo antiguo ha pasado, todas las cosas han sido hechas nuevas y cada uno de nosotros hemos sido hechos en Cristo una nueva criatura (2 Corintios 5, 17). Podemos, por tanto, proclamar ante todos los hombres “las hazañas, la gloria y la majestad de su reinado, un reinado que se prolonga para siempre de edad en edad”, un reinado que se fundamenta en la fidelidad del Señor a sus promesas y en el amor bondadoso a los necesitados. Es lo que oímos en la segunda parte de este último versículo y en el siguiente, fragmentos omitidos en el salmo: “Fiel es el Señor en todas sus palabras y bondadoso en todas sus obras. Sostiene el Señor a todos los que caen y endereza a los que ya se doblan”.

 Lectura del libro del Apocalipsis - 21,1-5ª

           Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el Dios con ellos” será su Dios». Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Y dijo el que está sentado en el trono: «Mira, hago nuevas todas las cosas».

           Después de haber creado todas las cosas, Dios se recreó en la bondad de las mismas: “Vio Dios que todo lo que había creado era bueno”  (Gén ). Pero la brecha que el pecado abrió entre Dios y el hombre rompió esta magnífica armonía. Desde ese momento, en el corazón del hombre quedó para siempre la nostalgia de aquel paraíso original. En Israel fueron los profetas los que dieron voz a esta nostalgia de los orígenes, anunciando la futura restauración del estado de cosas primitivo, un mundo nuevo en el que volverán a reinar lo que el hombre, sin ser plenamente consciente de ello, desea en su más íntimo ser: la paz, la justicia y el amor.

           “Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe”.

           El cielo nuevo y la tierra nueva son, claramente, la expresión de este mundo feliz, una especie de utopía que, procedente de lo alto, podemos esperar y a cuya realización debemos colaborar, pues, al haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, también nosotros podemos participar de sus acciones.

          ¿Qué debemos entender por cielo? No ciertamente el firmamento cósmico compuesto de estrellas y galaxias. Por cielo nuevo debemos entender el mundo de Dios, un mundo en el que habitan la bondad, la justicia y el amor con mayúscula, un mundo que nos será dado contemplar y del que podremos disfrutar. La nueva tierra es la naturaleza perfeccionada, embellecida y armonizada; en ella florecerá la vida en todas sus manifestaciones y de la misma habrán desaparecido los desastres, las enfermedades, las extinciones, en definitiva, el mal. Esta eliminación del mal está simbolizada en la desaparición del mar que, con sus tempestades, sus peligros y sus turbulencias hacía peligrar la vida del hombre.

           La restauración de la naturaleza, sometida por el pecado del hombre a la corrupción y a la muerte, fue un permanente anhelo en el Antiguo Testamento, documentado en muchos pasajes bíblicos y, particularmente, en los escritos de los profetas. Vaya, como botón de muestra, este fragmento del profeta Isaías: “Yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva y el pasado no se volverá a recordar más ni vendrá s a la memoria”.

           “Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo”

          La victoria es total: el mar, como hemos dicho, ha desaparecido y, con él, el sufrimiento, las lágrimas y los gritos de angustia. Lo que los hombres esperan, sin saberlo, es justamente lo que espera el Universo en su conjunto: el cumplimiento del gran proyecto de Dios al crear el mundo, a saber, el establecimiento con la humanidad de una alianza sin sombras en un permanente diálogo de amor. Esta relación de amor, simbolizada en las bodas de Dios con la humanidad, está igualmente presente en todo el Antiguo Testamento -de modo especial en los profetas- y también en el Nuevo.

           En Oseas: “Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh”  (2,21).

           En Isaías: “Como a mujer abandonada y afligida de espíritu, te ha llamado el Señor, y como a esposa de la juventud que es repudiada. Por un breve momento te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un acceso de ira escondí mi rostro de ti por un momento, pero con misericordia eterna tendré compasión de ti (54,6-8)

           En el Nuevo Testamento: “Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero”, leemos en Ap 21,9; y en misma lectura de hoy: “Vi la nueva Jerusalén que descendía del cielo, como una esposa que se ha adornado para su esposo”.

           “He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el Dios con ellos será su Dios”

         Los hombres sólo pueden ser felices si Dios está entre ellos, sí Dios establece su morada con nosotros, un deseo presente en todo el Antiguo Testamento y, de modo más expreso, en los salmos: “Cuán amables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios del Señor; ...Bienaventurados los que habitan en tu casa, alabándote siempre”. Este deseo se ha convertido en la más hermosa de las realidades, en el gran hito de la historia humana, al encarnarse el Hijo de Dios en el seno virginal de María: “La Palabra se hizo carne, y ha puesto su Morada entre nosotros” (Jn 1,14).

          La morada de Dios es, desde entonces, la nueva Jerusalén, la Iglesia, en la que, haciendo honor a su nombre (Jerusalén = ciudad de la paz), reside la paz de Dios, la que nos dejó Cristo antes de partir al Padre (Jn 14,27). No podemos practicar un cristianismo de forma aislada: Dios, aunque ciertamente habita en nuestro interior como lo más íntimo de nosotros mismos (San Agustín), reside en primer lugar en Cristo, al que estamos unidos formando con Él un solo cuerpo, que es la Iglesia, el lugar primordial de la presencia de Dios. De aquí la necesidad de orar juntos y de trabajar juntos por el Evangelio: “Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidieren, les será concedido por mi Padre que está en los cielos, porque donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,19-20).

           Pero la relación del Señor, como miembros de la Iglesia, no significa que no trate con nosotros personalmente. Cada uno de nosotros, siempre que no perdamos de vista la unión con nuestros hermanos en la fe, somos igualmente morada de Dios. Así nos lo prometió el mismo Cristo, para el disfrute espiritual de su amistad: “Si alguno me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 23). A veces la Biblia nos habla, como en esta ocasión, del Padre y del Hijo, otras veces del Hijo, otras del Espíritu Santo, pero, en todo momento, debemos entender que son siempre las tres personas divinas las que moran en nuestro interior, pues no se puede entender una sin referencia a las otras dos.

          La conciencia de que la Trinidad habita en nuestro interior nos conduce al crecimiento de todas las virtudes, pues el trato con el amigo nos hace semejantes a él. Si Dios es mi más íntimo amigo porque mora en mí, necesariamente me contagiaré de su santidad. El pecado como ofensa a Dios y a los hermanos no tendrá ya cabida en mí: “Habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). La presencia de Dios en mi alma nos introduce en el mismo cielo ya desde ahora: “He encontrado el cielo en la tierra, porque el cielo es Dios, y Dios está en mi alma” (Sor Isabel de la Trinidad).

          “Enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido”.

          Ya lo había anunciado Isaías casi con estas mismas palabras: “Yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva y el pasado no se volverá a recordar más, ni vendrá s a la memoria... Yo quedaré contento con Jerusalén y estaré feliz con mi pueblo. Ya no se oirán, en adelante, sollozos ni gritos de angustia ni habrá recién nacidos que vivan apenas algunos días, o viejos que no vivan largos años” … “El lobo pastará junto con el cordero; el león comerá paja como el buey y la culebra se alimentará de tierra. No harán más daño ni perjuicio en todo mi monte santo(Is 65, 17. 19-20. 25). Todo esto es ya realidad para el cristiano, realidad todavía en esperanza, una esperanza tan real, que cambia nuestra vida presente, haciendo que vivamos y disfrutemos ya desde ahora del mundo futuro que esperamos: “El cristianismo no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. Para el cristiano, la puerta oscura del tiempo ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera, pues se le ha dado una vida nueva  (Benedicto XVI, Spe salvi, n. 2).

          El cristiano vive realmente en un mundo nuevo en el que el futuro se ha hecho presente: “Mira, hago nuevas todas las cosas”

Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Os doy un mandamiento nuevo dice el Señor–: que os améis unos a otros, como yo os he amado.

Lectura del santo evangelio según san Juan -13,31-33a. 34-35

          Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros».

          En el versículo inmediatamente anterior a esta lectura, el evangelista, es decir, San Juan, nos informa con una brevedad pasmosa la salida de Judas del cenáculo: “En cuanto Judas tomó el bocado, salió. Era de noche” (Jn 13, 30). “Judas sale fuera -comenta Benedicto XVI-, y, en un sentido más profundo, sale para entrar en la noche, se marcha de la Luz a la oscuridad, el poder de las tinieblas se ha apoderado de él” (Jesús de Nazaret).

          Ha llegado la hora de las tinieblas para Judas y, al mismo tiempo, para Jesúsha llegado la hora del poder del sufrimiento con el que va a glorificar al Padre y con el cual el Padre le va glorificar a Jesús. Las palabras con que comienza esta lectura revelan la unión íntima entre Jesús y el Padre: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en Él”. Ahora se expresa esta reciprocidad entre Uno y Otro, no sólo en la divinidad, sino también en la humanidad del Dios hecho hombre: “Quien me ve a mí ve al Padre”. Es en este momento de la marcha de Judas al mundo de las tinieblas cuando Jesús comienza a cumplir definitivamente su vocación de ser un reflejo del Padre, la hora determinada por el Padre para manifestar al mundo su gloria, para proclamar ante todos los hombres su amor.

          En los versículos que siguen, Jesús, consciente del poco tiempo que le queda para estar con sus discípulos en esta vida, les da su última y más tierna exhortación, con la que también ellos podrán dar gloria a Dios y ser igualmente glorificados por Él: el mandato nuevo del amor: “Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros”. El mandamiento del amor lo conocían bien los discípulos a través de la enseñanza de los rabinos y expertos en la Ley. “Lo nuevo” consiste en amar como Jesús nos ha amado, y Jesús, cuyo amor ha llegado hasta dar la vida por los amigos, nos ha amado de esta forma porque en su amor es guiado por el Espíritu Santo. Es este amor entre nosotros, nacido de la fuerza del Espíritu, la constatación fehaciente de que somos sus discípulos, pues amar día a día hasta dar la vida por el hermano sólo es posible si quien ama en nosotros es el mismo Espíritu de Cristo.

          Jesús es consciente de esta imposibilidad de amar de esta forma a los demás, de amar al que me cae bien y al que me cae amar, al que me molesta y humilla y al que se declara mi enemigo. Al decir a los discípulos que se amen mutuamente como Él los amado -y en los discípulos estamos todos nosotros- recordamos aquellas otras palabras de Jesús, que forman parte del sermón de la montaña: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos”  (Mt 5, 44-45).

          “Lo más importante en nuestras comunidades cristianas -nos dice Marie-Noëlle Thabut- no es la calidad de nuestros discursos, la profundidad de nuestros conocimientos teológicos o la belleza de nuestras ceremonias litúrgicas: lo que verdaderamente importa es la calidad del amor que nos tenemos los unos a los otros” (Comentario al Quinto Domingo de Pascua).

Oración sobre las ofrendas

           Oh, Dios, que nos haces partícipes de tu única y suprema divinidad por el admirable intercambio de este sacrificio, concédenos alcanzar en una vida santa la realidad que hemos conocido en ti. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           Al pan y al vino que ofrece el sacerdote unimos nuestras alegrías, nuestros sufrimientos y nuestros criterios, para que, así como aquéllos (el pan y el vino) se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, nosotros seamos igualmente transformados en Él. Obedientes a la exhortación de Jesús, ofrecemos todo lo que somos y tenemos para alcanzar la vida verdadera: “Quien quiera ganar su vida la perderá y quien pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16,25). Pedimos al Padre que nos conceda alcanzar, en una vida consagrada a su servicio, ser como Él es (Dios es amor) y actuar como Él actúa (Dios pone en práctica este amor dándonos a su Hijo para demostrar que nos ama hasta el extremo). “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

 Antífona de comunión

           Yo soy la verdadera vid, y vosotros los sarmientos, dice el Señor; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante. Aleluya (cf. Jn 15,1. 5).

 Oración después de la comunión

           Asiste, Señor, a tu pueblo y haz que pasemos del antiguo pecado a la vida nueva los que hemos sido alimentados con los sacramentos del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.