Antífona de entrada
La misericordia del Señor llena la tierra, la palabra del Señor hizo el cielo. Aleluya (cf. Sal 32,5-6).
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, condúcenos a la asamblea gozosa del cielo, para que la debilidad del rebaño llegue hasta donde le ha precedido la fortaleza del Pastor. Él, que vive y reina contigo.
“Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). En esta primera oración de la misa pedimos al Padre que nos haga comprender esta impresionante verdad; que, a pesar de nuestra debilidad, vivamos desde ahora unidos a la asamblea de los que han logrado el premio de la vida eterna; que pasemos nuestra existencia terrena centrados en los valores del Reino, en el amor y en el servicio a nuestros hermanos. De esta forma, asistidos con la fuerza constante del Espíritu Santo, que habita en nuestro interior, nuestro ser débil se irá acercando a la fortaleza de Cristo, el Pastor de nuestras almas. “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26)..
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 13,14. 43-52
En aquellos días, Pablo y Bernabé continuaron desde Perge y llegaron a Antioquía de Pisidia. El sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento. Muchos judíos y prosélitos adoradores de Dios siguieron a Pablo y Bernabé, que hablaban con ellos exhortándolos a perseverar fieles a la gracia de Dios. El sábado siguiente, casi toda la ciudad acudió a oír la palabra del Señor. Al ver el gentío, los judíos se llenaron de envidia y respondían con blasfemias a las palabras de Pablo. Entonces Pablo y Bernabé dijeron con toda valentía: «Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles. Así nos lo ha mandado el Señor: “Yo te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el confín de la tierra”». Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron y alababan la palabra del Señor; y creyeron los que estaban destinados a la vida eterna. La palabra del Señor se iba difundiendo por toda la región. Pero los judíos incitaron a las señoras distinguidas, adoradoras de Dios, y a los principales de la ciudad, provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé y los expulsaron de su territorio. Estos sacudieron el polvo de los pies contra ellos y se fueron a Iconio. Los discípulos, por su parte, quedaban llenos de alegría y de Espíritu Santo.
La primera lectura de hoy nos cuenta los episodios sucedidos en Antioquía de Pisidia, una localidad adentrada en dirección Este y Sur de Turquía. Allí llegaron, procedentes de Perge, Pablo y Bernabé. Llegado el sábado, se dirigieron a la sinagoga para predicar a los judíos el cumplimiento de las Escrituras en Cristo. A la salida del acto religioso, muchos judíos y convertidos al judaísmo se fueron con los apóstoles, los cuales les animaban a ser constantes y perseverantes en la fidelidad a la gracia de Dios.
El sábado siguiente, debido casi con seguridad a que se esperaba la asistencia de Pablo y Bernabé, acudió a la sinagoga casi toda la ciudad. Ello provocó la envidia de los judíos que, enfrentándose a la predicación de Pablo, les proferían insultos. En esta situación, los dos apóstoles, armados de valentía, dijeron a los judíos que su intención era predicar en primer lugar a ellos primero la Palabra de Dios, pero que, como ellos la habían rechazado y se habían hecho indignos de recibir la vida eterna, se dirigirán a partir de ahora a los gentiles. Al decir esto, probablemente se acordaron de estas palabras del profeta Isaías, que tomaron como un mandato del Señor: “Yo te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el confín de la tierra”. Esta actitud de los apóstoles llenó de alegría a los gentiles, algunos de los cuales -“los que estaban destinados a la vida eterna”- creyeron en la Palabra del Señor. De esta forma la Buena Nueva del Evangelio se iba extendiendo por aquella región.
Los judíos no pararon en la persecución de Pablo y Bernabé hasta conseguir, sirviéndose de personas influyentes, expulsarles de la ciudad. Ellos, recordando la exhortación de Jesús, sacudieron el polvo de sus sandalias, y, repletos de alegría y de Espíritu Santo, partieron hacia Iconio.
El proyecto primero de Pablo estaba claro. El anuncio del Evangelio lo dirige en primer lugar a las sinagogas de las diversas ciudades para anunciar a sus hermanos judíos el cumplimiento de las promesas en Cristo. En buena lógica, un judío que conoce las Escrituras debería por fuerza hacerse cristiano. Con ello no hacían otra cosa que seguir el mandato de Cristo: “No vayáis por tierra de paganos, ni entréis en ciudad de samaritanos. Id a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 10, 5-6).
“Los discípulos quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo”.
Lo escuchábamos en la primera lectura del domingo pasado: Pedro y Juan salieron del Sanedrín contentos de haber sido ultrajados por defender el nombre del Señor. Hoy son Pablo y Bernabé los que marcharon de Antioquía de Pisidia alegres y asistidos por el Espíritu Santo, que les guiaba en todo lo que tenían que decir y hacer. Es esto lo que ha pasado y pasa a quienes se esfuerzan en llevar la verdad del Evangelio. Se cumple, como siempre, la palabra de Cristo: “Dichosos vosotros cuando os odien, cuando os discriminen, os insulten y os desprestigien por causa del Hijo del hombre” (Lc 6, 22). Y es que nada ni nadie podrá apartarnos del amor de Cristo, ni la persecución, ni la angustia, ni el hambre, ni la espada. “Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rm 8, 35-37)
Salmo responsorial 99 (100)
Nosotros somos su pueblo y ovejas de su rebaño.
Aclamad al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores.
Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.
Entrad en sus atarios dándole gracias, alabadlo, bendicid su Nombr.
(Este versículo ha sido omitido)
El Se-ñor es bueno, su- misericordia es eterna,su fidelidad por todas las edades.
La razón para la que fue escrito este salmo -lo leemos en la cabecera del mismo- es litúrgica, un salmo expresamente compuesto para ser utilizado en una procesión o en un acto de acción de gracias a Yahvé; un salmo centrado en la fe de Israel en el Dios Creador del Universo, que elige a este pueblo como depositario de su revelación y con el que tiene una relación de amor mediante la cual se ha comprometido a protegerle y a defenderle de todos sus enemigos. Toda la oración de Israel no consiste en otra cosa que en reconocer y dar gracias al Señor por los favores de Él recibidos a lo largo de la historia y en suplicarle que no permita que se aparte del camino que le ha trazado.
El salmista invita a todos los hombres -a “la tierra entera”- a aclamar al Señor, a servirle con alegría y a ponerse en su presencia.
Esta invitación del salmista se lleva a cabo mediante el empleo de estos siete verbos en modo imperativo: aclamad, servid, entrad en su presencia, reconoced, entrad por sus puertas, dadle gracias, bendecid su nombre.
Estos imperativos tienen como principal objetivo dar gracias a Dios por el pacto de amor -la Alianza- que el Señor ha hecho con Israel. Así lo apreciamos en la expresión: “Somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño”, una afirmación que resalta el orgullo de pertenecer al pueblo elegido y, al mismo tiempo, la humildad de sentir que la vida y subsistencia de este pueblo dependen totalmente del Señor. Otras palabras que corroboran la relación de amor de Dios con Israel son “misericordia”, “fidelidad” y “bondad”, misericordia, fidelidad y bondad, que se llevan a efecto en el pasado de la creación -“Él nos hizo”-, en el presente de la Alianza -“somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño”-, y en el futuro gratificante que se espera -“su misericordia es eterna y su fidelidad por todas las edades”.
“Aclamad al Señor, tierra entera”. Es la primera invitación del salmista, una aclamación jubilosa, que implica a la tierra entera en el canto de alabanza al Creador. Cuando rezamos, tenemos que sentirnos en sintonía con todos los que rezan, con todos los que, en idiomas y formas diferentes, exaltan al único Señor. No es correcto dirigirse a Dios sin tener en cuenta a nuestros hermanos, los hombres, a quienes estamos unidos a través de un Padre común: “Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para el cual vivimos; y no hay más que un solo Señor, es decir, Jesucristo, por quien todo existe y por medio del cual vivimos” (1 Cor 8,6).
Seguidamente, encontramos otros imperativos de carácter litúrgico como servir, presentarse ante Él y cruzar las puertas del templo, acciones que formaban parte del protocolo en las audiencias reales y que, con un sentido de plenitud, se aplicaban a Yahvé, Rey del Universo, en el Templo de Jerusalén: el lugar de su presencia.
La invitación a «entrar por sus puertas -por las puertas del Templo- con acción de gracias» y «con himnos» nos recuerda al salmo 44 -“Me llegaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría”- y nos retrotrae al rito de entrada de la Misa antes de las reformas del Concilio Vaticano II. El resto de los imperativos presentan igualmente actitudes religiosas fundamentales: «sabed», «alabad”, «bendecid». El primero manifiesta el contenido de nuestra profesión de fe, a saber, “que el Señor es Dios” -el único Dios-, “el que nos ha creado y a quien pertenecemos”. De esta forma nos vemos libres de cualquier tipo de idolatría y vencemos la soberbia y prepotencia de creernos autosuficientes, un pecado que, en cualquier momento, puede hacerse presente en nuestra vida. El objetivo de “alabad” y “bendecid” es también el Nombre del Señor, esto es, su persona y su presencia salvadora.
“Desde esta perspectiva el Salmo concluye con una solemne exaltación de Dios, una especie de profesión de fe: el Señor es bueno y su fidelidad no nos abandona nunca, pues siempre está dispuesto a apoyarnos con su amor misericordioso. Con esta confianza, el que ora se abandona en el abrazo de su Dios: «Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el hombre que se cobija en él», rezamos con el salmo 33”. San Juan Pablo II, Audiencia General, 8 de enero de 2003).
Como si acabásemos de recibir el bautismo, mediante el cual nos hemos injertado en Cristo, y experimentado el amor personal de Dios, hagamos nuestras estas palabras de San Pedro: “Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis para la salvación, si es que habéis gustado que el Señor es bueno” (1 Pe 2, 2-3).
Lectura del libro del Apocalipsis -7,9. 14b-1
Yo, Juan, vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y uno de los ancianos me dijo: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche en su templo. El que se sienta en el trono acampará entre ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero que está delante del trono los apacentará y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos».
Esta muchedumbre que contempla San Juan en la visión y que nadie puede contar nos retrotrae a la historia de Abraham, a quien el Señor promete una descendencia innumerable: “Yo te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de la playa” (Gén 22, 17). El último libro de la Biblia, el Apocalipsis, pone ante nuestros ojos el proyecto original de Dios ya realizado: su determinación de elevar a toda la humanidad a su vida divina: “Una muchedumbre inmensa procedente de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas”. Esta multitud innumerable simboliza a toda la Iglesia, a la que está llamada toda la humanidad. El Señor, al prometer a Abraham una descendencia innumerable, le anunció que en ella serían bendecidos todos los pueblos de la tierra. Por otra parte, los profetas también predijeron de distintas maneras que en los tiempos mesiánicos se incorporarán al Pueblo de Dios todas las naciones del mundo: “El Señor todopoderoso preparará para todos los pueblos en este monte un festín de pingües manjares, un festín de vinos excelentes, de exquisitos manjares, de vinos refinados” (Is 25, 6). Es esta llamada universal a la salvación la que subyace en el mandato de Jesús a los apóstoles de hacer partícipe de la alegría del Evangelio a todos los hombres: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15).
Fue uno de los ancianos quien susurró a Juan quiénes eran las personas que formaban esta multitud. Se trataba de todos aquéllos que habían dado su vida por Cristo en la gran tribulación -con mucha probabilidad se refiere a la todavía cercana persecución del emperador Nerón-, aunque también formen parte de la misma todos los cristianos que, por haber sufrido en esta vida por el Evangelio, habían sido igualmente testigos ( = mártires) del amor de Dios a los hombres: “Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero”.
El pasado domingo contemplábamos el triunfo glorioso de Cristo que, como Cordero degollado en su pasión y muerte cruenta, se ha hecho acreedor a todos los honores que corresponden a Dios. Hoy contemplamos igualmente el triunfo de Cristo en los que lo han seguido hasta el final. Se trata, por tanto, de un único triunfo: nosotros, al morir y resucitar con Cristo, vencemos en Él, y Él, como cabeza, vence en nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo.
Todos los que han llegado a la victoria final han encontrado la verdadera felicidad en Dios, el cual ha tenido a bien acercarse a ellos para disfrutar con ellos en la más hermosa de las amistades. Así lo han entendido los cristianos de todos los tiempos, entendimiento que se ha hecho realmente plausible en los místicos y que la Iglesia proclama en sus documentos oficiales: “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios - a la amistad con Dios- desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador” (GS 19,1).
Allí, los elegidos gozarán de una salud plena y perfecta, pues Dios los librará de todas las miserias de la vida presente. No tendrán hambre ni sed, ni sufrirán los “ardores del sol, ni el dolor y la tristeza”. El mismo Cristo, como camino, verdad y vida, los apacentará como pastor y los conducirá a las fuentes de la vida eterna. Con términos prácticamente iguales -lo cual denota el profundo conocimiento del Antiguo Testamento que tenía el autor del Apocalipsis- se había expresado el profeta Isaías: “No padecerán hambre ni sed, calor ni viento solano que los aflija. Porque los guiará el que de ellos se ha compadecido, y los llevará a aguas manantiales” (Is 49, 10).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Yo soy el buen Pastor –dice el Señor–, que conozco a mis ovejas, y las mías me conocen.
Lectura del santo evangelio según san Juan -10,27-30
En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno».
La lectura evangélica del domingo cuarto de Pascua está tomada, en cada uno de los tres ciclos litúrgicos, del capítulo 10 del evangelio de San Juan, en el que se aborda el tema de Cristo, el Buen Pastor. Paseando por el Pórtico de Salomón, se le acercan los judíos y le piden que de una vez les diga si era o no el Mesías esperado: “Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente” (Jn 10, 24). Jesús les responde, exponiéndoles el comportamiento con sus discípulos, a los que considera ‘sus ovejas’ y poniéndose en el lugar de Dios, el verdadero Pastor de Israel, una imagen de Dios muy frecuente en el Antiguo Testamento, como apreciamos en los siguientes textos bíblicos: “El Señor es mi Pastor, nada me falta” (Sal 23); “El Señor es nuestro Dios y nosotros el pueblo de su rebaño» (Sal 95,7). “Como pastor, el Señor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas” (Is 40, 11). Es en esta línea como Jesús, imitando el comportamiento de Dios o, mejor, poniéndose en el lugar de Dios, les contesta que, efectivamente, Él era ese Pastor esperado.
“Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen”.
En Palestina y, en general, en el oriente próximo, las ovejas se criaba por la lana, y no tanto por su carne. Ello hacía que viviesen más años y que, por tanto, entre ellas y el pastor, que normalmente era el dueño del rebaño, se establecieses lazos de afecto, de conocimiento mutuo y hasta de comunicación: “El buen pastor llama a cada una de las ovejas por su nombre” (Jn 10, 3). De este modo, Jesús les está diciendo, en forma de parábola, que conoce a sus discípulos por su nombre, es decir, en su ser más íntimo y profundo; que ama de manera personal a cada uno de ellos como si fuera el único que existe para Él. (En sus discípulos estamos todos los que hemos creído en Él.
“Yo les doy la vida eterna”
“He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. Por supuesto: no se trata de la vida física, sino de la vida divina que Jesús comparte con el Padre y que nosotros compartimos con Él, la vida eterna, que consiste en el conocimiento de ambos: “En esto consiste la vida eterna: en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado Jesucristo” (Jn 17, 3). Un conocimiento que tiene las mismas características del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de sus criaturas, un conocimiento que nace del amor y para el amor. “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9), es decir, quien me conoce a mí conoce al Padre. Nuestro único estudio y preocupación en esta vida debe ser crecer en el conocimiento de Cristo, nuestro Pastor y nuestro guía: “Todo lo tengo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he sacrificado todas las cosas, y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo”.
“Nadie me puede arrebatar nada de la mano de mi Padre”.
El miedo que, con frecuencia, aquejaba a los pastores en Palestina, sobre todo en lugares aislados, era el peligro que suponían para las ovejas los animales salvajes y los salteadores o ladrones. Es en esos críticos momentos cuando comprobamos la diferencia entre los buenos y los malos pastores, que son aquéllos a los que, no siendo dueños del rebaño, no se interesan por las ovejas, sino por el dinero que ganan por cuidarlas. Unos versículos más arriba de este capítulo dice Jesús, comentando la parábola del buen Pastor: “Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado y no le importan nada las ovejas”(Jn 10, 12-13).
A Jesús, el buen Pastor de nuestras almas, nadie ni nada podrá arrebatarle sus discípulos, ya que posee el arma más fuerte y segura: el arma del amor: “Ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades, ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8, 38-39).
Como hemos visto a lo largo del comentario, Jesús responde a la pregunta de los fariseos de la forma más clara para ellos: Jesús, al identificarse con el Buen Pastor, se está identificando con el mismo Dios, el Pastor que, a través de los profetas, condujo al pueblo elegido por las sendas de la justicia y de La Paz: “El Padre y yo somos uno”.
Sus interlocutores lo entendieron perfectamente, si bien hicieron caso a las tinieblas y no a la Luz. Se pusieron a recoger piedras para apedrearle, pero Jesús, como hiciera en Nazaret, cuando intentaban tirarle por un barranco, se les escapó de las manos (Jn 10, 31. 39). Aún no había llegado la hora definitiva que había determinado el Padre,
Oración sobre las ofrendas
Concédenos, Señor, alegrarnos siempre por estos misterios pascuales y que la actualización continua de tu obra redentora sea para nosotros fuente de gozo incesante. Por Jesucristo, nuestro Señor..
“Separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5), ni siquiera el alegrarnos. Como comenta Santa Teresa de Lisieux, “Todo es gracia, todo es don de Dios” y, como tal don, Dios quiere, como es lógico, que lo deseemos. Y este deseo lo manifestamos en la oración de súplica que el Señor inspira en nosotros por la acción del Espíritu Santo. Es lo que la Iglesia pone hoy en nuestros labios, al unirnos al sacerdote en el ofrecimiento del pan y del vino: que vivamos estas fiestas de Pascua con la alegría que se merecen, y que tomemos conciencia de que estos misterios pascuales se actualizan siempre que Jesús se hace presente en el altar, escondido para nuestros ojos de la carne en el pan y el vino, pero realmente presente a los ojos de la fe. Que esta manifestación eucarística de Cristo sea la fuente de un gozo que no tiene fin. Éstas fueron las palabras de Jesús en la Última Cena: “Ahora estáis tristes -se aproximaba la hora de la pasión y de su partida de este mundo- pero volveré a veros y, entonces, vuestro corazón se llenará de alegría, una alegría que nadie os podrá quitar” (Jn 16, 22).
Antífona de comunión
Ha resucitado el buen Pastor, que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su rebaño. Aleluya.
Oración después de la comunión
Pastor bueno, vela compasivo sobre tu rebaño y conduce a los pastos eternos a las ovejas que has redimido con la sangre preciosa de tu Hijo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.