Antífona de entrada
Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día, porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan (Sal 85,3. 5)
Solo unidos al Señor, que colma con su bondad y con su amor a quienes le invocan y que perdona siempre nuestras infidelidades, encontramos la vida verdadera, aquella que satisface plenamente nuestras verdaderas necesidades y nuestros deseos más hondos.
Oración colecta
Dios todopoderoso, que posees toda perfección, infunde en nuestros corazones el amor de tu nombre y concédenos que, al crecer nuestra piedad, alimentes todo bien en nosotros y con solicitud amorosa lo conserves. Por nuestro Señor Jesucristo.
Evocando su inmenso poder y su excelencia y superioridad en todo, pedimos al Señor que nos conceda el poder amarlo sobre todas las cosas y con todas nuestras fuerzas, que nos haga crecer en las virtudes cristianas y en las buenas obras, y que nos mantenga firmes en este crecimiento que, con su necesaria e inestimable ayuda, vamos alcanzando.
Lectura del libro del Eclesiástico - 3,17-20. 28-29
Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso. Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del Señor. «Muchos son los altivos e ilustres, pero él revela sus secretos a los mansos». Porque grande es el poder del Señor y es glorificado por los humildes. La desgracia del orgulloso no tiene remedio, pues la planta del mal ha echado en él sus raíces. Un corazón prudente medita los proverbios, un oído atento es el deseo del sabio.
La primera lectura de este domingo es un canto a la humildad, cimiento de todo el edificio espiritual y fundamento sólido de demás virtudes. Afirmamos muy alegremente que la humildad es la verdad y, con ello, justificamos cualquier comportamiento que puede ser, a veces, nocivo para nuestro prójimo, como cuando emitimos una crítica verdadera de alguien, sin tener en cuenta si ello le puede incomodar o herir. Para evitar este, poco caritativo, comportamiento, que impide nuestro progreso espiritual, San Pablo nos exhorta a unir el amor a la verdad: Así, -nos dice- “practicando la verdad en el amor, creceremos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo” (Ef 4,15). La humildad es la verdad, sí, pero teniendo en cuenta que la Verdad es Dios y nosotros somos verdad en cuanto que, por la gracia, participamos de la verdad divina. La verdad -nuestra verdad- es que somos seres que hemos sido puestos en la existencia por Dios, a quien debemos todo lo que somos y tenemos.
“Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso” -así comienza nuestra lectura-. Actuar con humildad es situarse en los lugares más bajos de la sociedad. Nuestro crecimiento como personas debe ser un crecimiento hacia abajo: “El que quiera ser el primero -el más importante- que se haga el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35), imitando al Señor “que no vino a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate por muchos” (Mt 20,28).
“Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del Señor”
Dios está siempre de parte de los humildes y humildes han sido los santos de todos los tiempos, como Moisés, de quien dice el autor del libro de Los Números: “que era un hombre muy humilde, más que cualquier otro hombre sobre la faz de la tierra” (Núm 12,3), y humilde era María, que ensalza la bondad y grandeza del Señor con estas palabras: “El Señor ha puesto los ojos en la humildad de su esclava. Por eso, desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada (…) Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes” (Lc 1, 46.52). Así expresa esta verdad el autor de nuestra lectura: “Muchos son los altivos e ilustres, pero él revela sus secretos a los mansos”.
“Grande es el poder del Señor y es glorificado por los humildes”
No puede ser de otra manera: sólo pueden reconocer la grandeza del Señor aquéllos que carecen de todo, como son los pobres, los humildes, los mansos de corazón. El orgulloso jamás encontrará la felicidad -“su desgracia no tiene remedio”, pues él mismo, por creer que lo tiene todo, se niega, mientras persista en esta actitud, a recibir la riqueza que el Señor está empeñado en regalarle, y es que “la planta del mal ha echado en él sus raíces”.
“Un corazón prudente medita los proverbios, un oído atento es el deseo del sabio”.
El que cree que sabe, es un ignorante, pues su supuesta sabiduría no tiene nada que ver con las cosas que realmente importan y su sentirse bien proviene exclusivamente, como en el fariseo de la parábola, de su falsa conciencia de estar por encima del resto de los mortales: “Te doy gracias, Señor, por no ser como los demás hombres” (Lc 18,11). La persona sensata y realmente sabia es la que, en todo momento, tiene abierto el oído de su corazón para escuchar la voz del Señor, que resuena desde todos los rincones de su existencia.
Concluyamos el comentario a la primera lectura dejándonos amonestar por el salmista que nos invita a tener siempre dispuesta nuestra alma a la espera de que Dios nos hable: “Si hoy escucháis la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón” (Sal 94 [95], 7b-8a).
Salmo responsorial- 67
Tu bondad, oh Dios, preparó una casa para los pobres.
Los justos se alegran,
gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría.
Cantad a Dios, tocad a su nombre; su nombre
es el Señor.
Padre
de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su
santa morada.
Dios prepara casa a los desvalidos, libera a
los cautivos y los enriquece.
Derramaste en tu
heredad, oh, Dios, una lluvia copiosa,
aliviaste la tierra extenuada; y tu rebaño
habitó en la tierra
que tu bondad, oh, Dios, preparó para los
pobres.
Lectura de la carta a los Hebreos - 12,18-19. 22-24ª
Hermanos: No os habéis acercado a un fuego tangible y encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta; ni al estruendo de las palabras, oído el cual, ellos rogaron que no continuase hablando. Vosotros os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miríadas de ángeles, a la asamblea festiva de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos; a las almas de los justos que han llegado a la perfección, y al Mediador de la nueva alianza, Jesús.
Los lectores a los que, con toda probabilidad, se dirige el autor de la carta a los hebreos son cristianos procedentes del judaísmo que, por ello, están interesados en conocer la relación existente entre la Nueva Alianza, inaugurada por Cristo, y la Antigua, en la que Moisés hizo de puente entre Dios y el pueblo.
Después de la venida de Cristo, de su vida en la tierra, de su pasión, su muerte y su Resurrección, los acontecimientos acaecidos en la etapa anterior (Antiguo Testamento) son considerados por los cristianos como una fase necesaria en la historia de la salvación que, aunque perteneciente al pasado, sigue teniendo sentido para la comprensión del presente: las vidas de los creyentes del viejo testamento, de Abraham, de Moisés, de los profetas, de los pobres y sencillos que lo esperaban todo del Señor, siguen siendo para nosotros, creyentes en Cristo, referentes para nuestra fe, pues en el fondo, aunque sin saberlo, es en el Cristo que había de venir en quien, como nosotros, creían. Y otro tanto hay que decir de las repercusiones de las verdades que, a través de Moisés y los profetas, iba revelando el Señor a su pueblo, sumido también, como nosotros, en un mundo en el que proliferaban los falsos dioses: el conocimiento de cómo aquellos creyentes afrontaban los peligros contra la fe nos puede ayudar a superar los nuestros.
Esta novedad y continuidad podemos considerarla en la lectura de la carta a los Hebreos que hoy nos propone la Iglesia. En ella se resalta la radical novedad que supone para nuestra relación con Dios la Nueva Alianza respecto de la Antigua.
En la primera, Dios se manifestó entre truenos, relámpagos, oscuridad y trompetas, términos que delatan una relación con Dios, basada principalmente en el temor, entendido como miedo a su poder apabullante. En la segunda, los truenos, los relámpagos, la nube oscura, la trompeta ensordecedora han desaparecido: “No os habéis acercado a un fuego tangible y encendido, a densos nubarrones, a la tormenta ni al sonido de la trompeta”.El temor de Dios, provocado por el ruido ensordecedor de estos elementos, ha sido sustituido por un temor, respetuoso ciertamente, pero proveniente de la confianza en quien busca ante todo nuestra felicidad, de la confianza en un Dios que se manifiesta como amor absoluto y desinteresado, un amor que le lleva a darnos la vida de la manera más insospechada e inaudita. La voz del Dios del Sinaí, emitida desde el trueno, asustaba a los israelitas de tal forma, que se tapaban los oídos para no oírla. La voz del Creador y Mediador de la Nueva Alianza, Jesucristo, es una voz dulce, consoladora: es la voz de un Dios cercano y volcado en nuestra felicidad, una voz que nos invita a acercarnos a Él porque quiere fundirse con nosotros: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo -uníos a mí-, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,28-29).
“Os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo”.
Moisés invitó a los israelitas a que se acercaran al monte Sinaí, pero que no traspasaran hacia arriba la ladera que lo circundaba, pues les estaba vetado el contacto directo con el Omnipotente: “Mi rostro no la podrás ver, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo” (Ex 33,20). Se trataba de acentuar la trascendencia de la divinidad por el peligro de dejarse influir por los pueblos idólatras y politeístas de los que Israel estaba rodeado. En la nueva Alianza se nos invita a entrar en la misma casa de Dios, representada por el monte Sión, la fortaleza que, junto con el templo, constituían el corazón de Jerusalén, y que, ahora, es el Cielo, la Nueva Jerusalén, donde está Cristo reinando a la derecha del Padre.
“Os habéis acercado”.
No se trata de que tengamos que esperar a que salgamos de este mundo para entrar en la casa de Dios, ya que, por el bautismo, hemos sido injertados en Cristo y, por tanto, ya estamos donde está Cristo, en el cielo: “Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). Ya desde ahora somos compañeros de los ángeles, de todos los creyentes que han llegado a la perfección, por haber terminado con éxito su peregrinaje en esta tierra, y que, por ello, son para nosotros, todavía peregrinos, nuestros grandes intercesores ante el Padre y ante Cristo. El festín de manjares suculentos, que profetizara Isaías, en el que se sentarán a comer todos los pueblos de la tierra, ya está preparado: “El Señor todopoderoso preparará para todos los pueblos en esta montaña un festín de pingües manjares, un festín de vinos excelentes, de exquisitos manjares, de vinos refinados” (Is 25,6).
Los cristianos residimos ya, por la fe y por la esperanza, en la casa del Pedro, una esperanza que, por ser absolutamente fiable, cambia nuestra vida presente. Los bienes futuros constituyen para nosotros el principal sustento de nuestra vida presente. Así lo expresa el autor de nuestra carta a sus lectores cristianos, dos capítulos anteriores a nuestra lectura: “Compartisteis los sufrimientos de los encarcelados; y os dejasteis despojar con alegría de vuestros bienes, conscientes de que poseíais una riqueza mejor y más duradera” (Heb 10,34).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Tomad mi yugo sobre vosotros –dice el Señor–, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón.
Lectura del santo evangelio según san Lucas - 14,1. 7-14
Un sábado, Jesús entró en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando. Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les decía una parábola: «Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro, y te diga: “Cédele el puesto a este”. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba”. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido». Y dijo al que lo había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos».
El evangelio de San Lucas nos transmite diversas comidas que Jesús compartió durante su vida pública con todo tipo de personas, incluidos los fariseos. Ello provocó la reacción de sus enemigos, que lo llamaban “glotón, borracho y amigo de pecadores” (Mt 11,19).
En la lectura de hoy -el evangelista puntualiza que fue un día de sábado- asistimos a una comida en casa de un importante fariseo. Quizá nos extrañe que Jesús acepte comer en casa de alguien perteneciente a un círculo religioso con el que tuvo tantos desencuentros y contra el que lanzó invectivas como ésta: “¡Ay de vosotros, escribas, fariseos, hipócritas, que sois semejantes a sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, pero llenos de podredumbre e inmundicia por dentro” (Mt 23,27).
No obstante estos desencuentros y estas acusaciones de Jesús, hay que decir que el fariseísmo como tal era un grupo religioso respetable, un grupo que surgió 135 años antes de Cristo con el loable propósito de practicar la pureza de la religión y de no involucrase en la política. Jesús lo tuvo siempre muy en cuenta y nunca se negó a hablar con ninguno de sus miembros. La prueba es su actitud a dejarse invitar por ellos, como la comida que hoy nos cuenta el evangelio, y a estar abierto a reunirse con ellos, como la conocida entrevista con Nicodemo que nos relata San Juan en su evangelio (Jn 3,1-21).
A pesar de todo, su excesivo rigor en la observancia de las normas religiosas pudo generar en muchos de ellos la conciencia de saberse perfectos y el desprecio de la gente sencilla (recordemos la parábola del fariseo y el publicano, que fueron al templo a orar). Por otra parte, el sentirse y llamarse ‘separados’ -pues eso es lo que significaba el término ‘fariseo’- contradecía el proyecto primigenio de Dios de formar, no sólo un pueblo unido, sino una humanidad fraterna. Son estas actitudes, que solían darse en gran parte de ellos, las que generaron las duras palabras de Jesús que hemos transcrito.
En la lectura de hoy, el evangelista nos transmite una exhortación de Jesús al observar que los invitados elegían los mejores puestos en la sala del comedor: “Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro, y te diga: “Cédele el puesto a este”.
Esta exhortación de Jesús podría interpretarse a primera vista como una regla de cortesía con el fin de no hacer el ridículo delante de los demás. En el libro de los Proverbios encontramos consejos parecidos que no trascienden esta finalidad: “No te des importancia ante el rey, no te coloques en el sitio de los grandes; porque es mejor que te digan: «Sube acá», que ser humillado delante del príncipe”.
Pero el propósito de Jesús en el caso que nos ocupa va en una dirección más excelente. Con el fin de hacernos ver el grave defecto de creernos mejores que los demás, Jesús nos invita a que aceptemos nuestra insuficiencia como condición necesaria para recibir las gracias que el Padre quiere darnos. Jesús tiene siempre en la mente el Reino de Dios, que ha venido a anunciar y a inaugurar, y se esfuerza en hacernos comprender que la condición para entrar en él es nuestra sincera disposición a acogerlo con corazón de niño: “Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 3). Los niños son las personas más necesitadas que podemos imaginar y Jesús quiere que nos parezcamos a ellos; que, como ellos, lo esperemos todo de Dios, nuestro Padre. Tienen corazón de niño los pobres, los enfermos, los débiles, los mal vistos por la sociedad, los que se consideran imperfectos. Todos éstos, a los que llama Jesús “bienaventurados”, son los que se sentarán en los primeros puestos en el banquete del Reino de los Cielos: “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas llevan la delantera en el Reino de Dios” (Mt 21,31).
Y entre los niños, a los debemos imitar, tenemos al Niño por excelencia, a Jesús, que se identificó con los más pobres y necesitados de este mundo, y que decía de sí mismo que no tenía nada propio: “Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Mt 28,20). Jesús es el Hijo -el Niño- por antonomasia, el que todo lo recibe del Padre: “Las palabras que yo os digo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí es el que hace las obras” (Jn 14,10).
Las palabras del Señor, antes citadas, podríamos leerlas de esta otra forma, sin cambiar en nada el sentido que Él las dio: “Si no os hacéis como este Niño, es decir, como Jesús, no entraréis en el Reino de los Cielos”. Una hermosa expresión que constituye el título de un libro del prestigioso teólogo suizo H. von Balthasar.
El que, por sentirse importante, presume de estar en los primeros lugares de la jerarquía social, queda avergonzado cuando los hechos demuestran lo contrario: “Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto”. Y efectivamente. En el fondo de nuestro corazón, llamamos ‘grande’ a la persona humilde, a la que no se siente superior a nadie, a la que, probablemente sin conocerla, practica la exhortación de San Pablo de “que no hagamos nada por rivalidad ni por vanagloria, sino que, con humildad, consideremos a los demás como superiores a nosotros mismos” (Fil 2, 3).
El evangelio de hoy lo dice muy claro: “Cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba”. Ésta es la regla de oro de nuestro comportamiento cristiano y en la que se contiene toda la sabiduría de la Buena Nueva, a saber, la humildad, que llevamos a la práctica cuando nos convertimos de corazón en el último y el servidor de todos: “El que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido”.
“Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos”.
Así termina la lectura evangélica de hoy. El Señor nos instruye con otra parábola, ésta para exhortarnos a poner en valor a las personas sencillas, pobres, a las que no cuentan en la sociedad, a los que se salen de los convencionalismos sociales y morales. Con esta parábola Jesús nos invita a que imitemos el proceder de Dios que acoge a los humildes y rechaza a los soberbios. Es el mismo proceder que adoptó Jesús en su vida terrestre con sus palabras y con sus hechos. Sería interminable transcribir en estas líneas las enseñanzas de Jesús sobre la predilección de Dios por los pobres y los débiles. Baste recordar el sermón de la montaña, que comienza precisamente resaltando la importancia de estas personas en el corazón de Dios y en el Reino que tiene preparado para ellos: “Felices los pobres, felices los mansos, felices los que lloran…”. Y en cuanto a los hechos traigamos a nuestra mente su respuesta a los enviados de Juan Bautista para averiguar si era o no el Mesías esperado: “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mt 11,4-5).
Oración sobre las ofrendas
Señor, que esta ofrenda santa nos alcance siempre tu bendición salvadora, para que perfeccione con tu poder lo que realiza en el sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Las ofrendas del pan y el vino se convertirán en el cuerpo y en la sangre de Cristo, es decir, en su persona. Le pedimos al Padre que este milagro que se va a realizar en el momento de la Consagración sirva realmente para nuestra salvación y para llevar a su perfección lo que ya desde ahora vivimos por la fe.
Antífona de comunión
Qué bondad tan grande, Señor, reservas para los que te temen (Sal 30,20).
Nos disponemos a recibir la comunión, disfrutando en esperanza de las bondades y riquezas abundantes de las que el Señor nos va a colmar. Al recibir a Cristo sabemos que con él recibimos estas riquezas y la fuerza para llenar nuestra vida de obras de amor con nuestros hermanos.
Oración después de la comunión
Saciados con el pan de la mesa del cielo, te pedimos, Señor, que este alimento de la caridad fortalezca nuestros corazones y nos mueva a servirte en nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Si al ingerir un alimento lo asimilamos a nuestro cuerpo, en la comunión ocurre al revés: en lugar de asimilar a Cristo a nuestro ser, somos nosotros quienes somos asimilados a su persona. Después de comulgar podemos afirmar con propiedad que “ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”. Desde esta unión tan íntima con el Señor, pedimos al Padre que nos haga fuertes en el amor para que nuestra vida sea una ofrenda continua a nuestros hermanos, principalmente a los más necesitados, a aquellos en los que el Señor se hace presente de manera especial. “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).