Vigesimoprimer domingo del tiempo ordinario

Antífona de entrada

Inclina tu oído, Señor, escúchame. Salva a tu siervo que confía en ti. Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día (Sal 85,1-3).

Con humildad y confianza -“Salva a tu siervo que confía en ti”- y, al mismo tiempo con insistencia -“te estoy llamando todo el día”-, el salmista pide al Señor que incline su oído y le libre del mal momento que está pasando. Avivemos estas actitudes de humildad, familiaridad y persistencia en nuestra oración al inicio de esta celebración, siguiendo la recomendación de San Pablo a los tesalonicenses: “Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”. (1 Tes 5, 17-18).

Oración colecta

Oh, Dios, que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo, concede a tu pueblo amar lo que prescribes y esperar lo que prometes, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros ánimos se afirmen allí donde están los gozos verdaderos. Por nuestro Señor Jesucristo.

 “Colmad mi gozo de suerte que sintáis una misma cosa, teniendo un mismo amor, siendo una sola alma, aspirando a una sola cosa” (Fl 2, 2). Esta actitud, que debe caracterizar a los discípulos de Cristo, no es producto de nuestro esfuerzo, sino del Espíritu Santo que constantemente obra en nuestro interior para llevarnos a la unidad con Cristo. Nuestra unidad con Cristo será plena cuando nuestra voluntad y nuestro deseo coincidan, como en Cristo, con la voluntad del Padre: ‘amar lo que prescribes y desear lo que prometes’. La Iglesia nos enseña en esta oración a pedir a Dios lo que realmente necesitamos, que no es lo que estímanos provechoso desde nuestro ser carnal, sino lo que Él, de acuerdo con el plan eterno que tiene sobre cada uno, considera conveniente. De esta forma empezaremos a gozar ya, en medio de las dificultades y vaivenes de esta vida, de las alegrías del cielo.

 Lectura del libro de Isaías -66,18-21

          Esto dice el Señor: «Yo, conociendo sus obras y sus pensamientos, vendré para reunir las naciones de toda lengua; vendrán para ver mi gloria. Les daré una señal, y de entre ellos enviaré supervivientes a las naciones: a Tarsis, Libia y Lidia (tiradores de arco), Túbal y Grecia, a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria. Ellos anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todas las naciones, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos, a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi santa montaña de Jerusalén –dice el Señor–, así como los hijos de Israel traen ofrendas, en vasos purificados, al templo del Señor. Tam­bién de entre ellos escogeré sacerdotes y levitas – dice el Señor–».

          El profeta en Israel es portador de una gran estima por el hecho de que, cuando habla como tal, es Dios quien habla a través de sus palabras. No es necesario que inicie o concluya su discurso con el latiguillo Esto dice el Señor, pero cuando lo hace explícitamente, es porque va a anunciar algo de gran importancia para sus oyentes.

           Es lo que proclama Isaías al final del texto bíblico que la Iglesia nos propone hoy como primera lectura: “Esto dice el Señor”.  ¿Y qué es eso tan importante que nos anuncia hoy el profeta Isaías? Pues nada más y nada menos que la dimensión universal del proyecto de Dios, ya anunciado al patriarca Abraham, “en cuya descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra”. Y, si eso es así, los israelitas que, en medio de tantas dificultades, han mantenido la fe en el Dios de la Alianza, van a desempeñar la misión de extender esta fe a todas las naciones de la tierra:“Enviaré supervivientes -los creyentes que han permanecido fieles a su fe- a las naciones: a Tarsis, Libia y Lidia, Túbal y Grecia, a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria” .

           En el momento en que se redacta este texto -los años del Exilio en Babilonia o los inmediatamente posteriores (siglo VI a.C)-, Israel ha descubierto que el proyecto de Dios con el pueblo es un proyecto para toda la humanidad: “Vendré para reunir las naciones de toda lengua; vendrán para ver mi gloria”-. Ello significa que la relación del Señor con Israel no es exclusiva -una salvación sólo para él-, sino vocacional: el pueblo de Israel ha sido elegido para hacer de misionero para todos los hombres: “Ellos anunciarán mi gloria a las naciones”. Puntualícenos. La gloria de Dios no tiene nada que ver con lo que en nuestra manera de hablar entendemos por gloria: Dios no tiene necesidad alguna de nuestro reconocimiento. Al contrario, somos nosotros los que tenemos necesidad de conocerle para ser felices en nuestra relación amorosa con Él: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo(Jn 17,3.

           Ver la gloria de Dios significa reconocerlo como único Dios y ello quiere decir que, cuando Dios reúna a todos los pueblos en torno a Él, la humanidad entera se habrá liberado de sus falsos caminos y abandonará todo tipo de idolatría. La gloria de Dios -el conocimiento de Dios- iluminará a todos los pueblos de la tierra.

           El pueblo de Israel comprenderá cuál ha sido su vocación desde el inicio de su historia como pueblo elegido: “Te he destinado -dice el Señor- a se luz de las naciones para que mi salvación esté presente hasta el extremo de la tierra”  (Is 49,6).

        Anunciar la gloria de Dios a todas las naciones es, para nosotros, dar a conocer a todos los hombres la Buena Nueva del Evangelio, una tarea que nos incumbe a todos los bautizados: “Id y haced discípulos míos a todas las naciones (…), enseñándoles a guardar todas las cosas que os he mandado” (Mt 28,19-20). Esta tarea la hacemos con nuestras propias palabras, si la situación del momento concreto demanda que “demos razón de nuestra esperanza” (1 Pe 3,15) y, sobretodo, con nuestra entrega de por vida al servicio del amor, una predicación en acción en la que los hombres verán en vivo al Dios que da la vida por los hombres. Ésta es nuestra vocación y nuestra única razón de vivir.

Salmo reponsorial – 116

Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.

Alabad al Señor todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos.

Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre.

 Lectura de la carta a los Hebreos - 12,5-7. 11-13

          Hermanos: Habeis olvidado la exhortación paternal que os dieron: «Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, ni te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos». Soportáis la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? Nin­guna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella. Por eso, fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda llana: así el pie cojo no se retuerce, sino que se cura.

          El autor sagrado se dirige en esta carta a cristianos que ya han padecido la persecución. Dos capítulos antes del fragmento sagrado que hoy nos ocupa exhortaba de esta forma a sus lectores: “Traed a la memoria los días pasados, en que después de ser iluminados, hubisteis de soportar un duro y doloroso combate, unas veces expuestos públicamente a ultrajes y tribulaciones; otras, haciéndoos solidarios de los que así eran tratados. Pues compartisteis los sufrimientos de los encarcelados; y os dejasteis despojar con alegría de vuestros bienes, conscientes de que poseíais una riqueza mejor y más duradera” (He 10,32-34).

          En el texto de hoy -estamos en los últimos compases de la carta- el autor redobla la exhortación a seguir animados ante el sufrimiento, el cual nos acompañará hasta el momento en que concluya nuestro combate por el Reino de Dios en esta vida. Tenemos que decir de antemano que el Señor no se goza en los sufrimientos o pruebas que nos toca vivir: si los permite, es para que a través de ellos corrijamos las inevitables desviaciones en nuestro caminar hacia la casa del Padre. Son como correcciones del mejor Padre que podemos imaginar, aquél que no descansa un momento en procurarnos la felicidad: “Habeis olvidado la exhortación paternal que os dieron: «Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, ni te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos”. Recordemos aquellas palabras de San Pablo a los Romanos, en las que les anima a estar alegres en el sufrimiento a causa de las ventajas que conlleva para nuestro crecimiento espiritual: “Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,3-4).

          El sufrimiento forma parte de nuestra condición humana, herida por el pecado; no es una realidad que sea buena en sí misma y, por supuesto, Dios no se complace en que suframos. Cuando dice Jesús que el Hijo del hombre debe padecer mucho, no se trata de una exigencia de Dios, sino de la triste realidad de la oposición y el pecado de los hombres. “Es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios” (Hech 14,22), decía San Pablo a las primeras comunidades de Asía Menor, dadas las fuertes persecuciones que, por parte de las autoridades, azuzadas por los judíos, tuvieron que soportar los primeros cristianos. Pero estas tribulaciones no nos hunden en el desánimo, sino, como acabamos de comentar, hasta nos gloriamos en ellas, ya que nos acercan a Dios fortaleciéndonos  en la fe, aumentando nuestro deseo de estar con Él (esperanza) y manteniendo en el amor a los que, como nosotros, soportan los contratiempos de esta vida; en definitiva, haciéndonos crecer en la vida divina -la vida eterna- que se nos ha regalado: “Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda llana: así el pie cojo no se retuerce, sino que se cura”.

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Yo soy el camino y la verdad y la vida –dice el Señor–; nadie va al Padre sino por mí.

Lectura del santo evangelio según san Lucas - 13,22-30

          En aquel tiempo, Jesús pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén. Uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» Él les dijo: «Esfor­zaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: Señor, ábrenos”; pero él os dirá: No sé quiénes sois”. Entonces comenzaréis a decir: Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”. Pero él os dirá: No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad”. Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos».

          Jesús atravesaba ciudades y aldeas, camino de Jerusalén, y aprovechaba cualquier coyuntura para transmitir su enseñanza, en este caso una enseñanza que no halaga precisamente nuestros oídos. En esta ocasión, alguien le pregunta si son pocos los que se salvan. Jesús no responde directamente, quizá para no entrar en la debatida cuestión de los elegidos a salvarse o a condenarse: el mensaje de amor que Jesús viene a revelarnos no va por ahí.

          En lugar de fijarse en la cuestión de cuántos se salvan y cuántos se condenan, Jesús aborda la condición exigida para entrar en el Reino de los Cielos mediante esta exhortación: “Esfor­zaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán”. Esta imagen de la puerta tiene que ver con el apego o desapego de adherencias que pueden obstaculizar o facilitar nuestro camino espiritual: una persona obesa o portadora de un equipaje excesivo tendrá grandes dificultades para entrar en un determinado recinto a través de una puerta estrecha. Evidentemente, nos referimos a una obesidad y a un equipaje a nivel espiritual, algo que nos recuerda aquel otro dicho de Jesús de que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de los Cielos”. Es verdad. Las riquezas constituyen, siempre que se utilicen al margen del sentido que Dios quiere que las demos, una rémora que entorpece y hasta impide nuestra vida espiritual, pues el mal uso de las mismas obstaculiza el desarrollo normal de las demás virtudes: “La codicia -el amor al dinero- es la raíz de todos los males”(1 Tm 6,10).

          El resto de la lectura concreta aún más en qué consiste esa obesidad espiritual y ese equipaje que impide atravesar la estrecha puerta del Reino de los Cielos. Con el ejemplo del señor que cierra la puerta de su casa y no abre a los desconocidos, Jesús emite un juicio sobre las personas que, por saberse los elegidos, creen tener derecho a entrar en su Reino: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”, es decir, hemos vivido la religión de manera intachable, hemos aprendido desde pequeños su doctrina y sus normas morales y hemos participado con la debida corrección en los actos litúrgicos. Si el dueño de la casa, es decir, Jesús, nos responde “No sé quiénes sois, es que, por vivir centrados en nosotros mismos, no nos hemos enterado de lo más esencial, a saber: que el Reino de Dios no es algo que construimos con nuestras fuerzas, sino un don que, como tal, sólo nos toca recibirlo y acogerlo en nuestro corazón.

          Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad”, una condena definitiva para los que, después de oír una y otra vez, y mil veces, la invitación personal a entrar en el Reino de Dios -en el que habrían encontrado su felicidad-, han elegido su propia desgracia, han preferido las tinieblas a la luz, la mentira a la verdad y el propio interés al amor.

          Esto mismo dirá Jesús, en su última venida, a los situados a su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles, por no haberme prestado ayuda en mis hermanos más pequeños: “tuve hambre y no me disteis de comer”, os regalé la perla del amor y la escondisteis para que nadie disfrutara de ella. Sí, pensabais que erais de mis elegidos, pero caminasteis siempre al margen de mí, haciendo caso omiso de mis palabras. Fuisteis vosotros los que no me abristeis la puerta de vuestro corazón: “Mañana te abriremos, respondíais, para lo mismo responder mañana” (Lope de Vega).

          “Hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”. Cuando Jesús habla en nombre de Dios, muchos judíos, situados en lo alto de la pirámide religiosa, rechazan sus palabras y sus enseñanzas porque, según ellos, atentan contra la esencia misma de la religión judía. Eso pensaban y decían, pero en el fondo, el rechazo provenía de que las enseñanzas minaban sus seguridades religiosas, aquéllas que les hacían vivir en un mundo carente de problemas. No nos extraña que arremeta contra ellos con estas duras palabras: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia!” (Mt 23,27).        Probablemente, Jesús no condena sus acciones, que pueden ser correctas desde el punto de vista de la religión, sino la ceguera y cerrazón de su corazón. Ello tiene máxima actualidad para nosotros: éstas y otras personas que, apoyadas en sus certezas, se creen los primeros ante Dios, se llevarán una desagradable sorpresa al ver que los mal vistos en la sociedad, como los publicanos y las prostitutas de los tiempos de Jesús, les adelantan con ventaja en los puestos del Reino. De los dos hombres que fueron al templo a orar, el fariseo, que daba gracias a Dios por lo bueno que era, y el publicano, que pedía perdón a Dios por sus pecados, uno -el publicano- “bajó a su casa justificado, mientras que el fariseo no, porque todo el que se ensalza, será humillado; y el que se humilla, será ensalzado” (Mt 18,14).

Oración sobre las ofrendas

Señor, que adquiriste para ti un pueblo de adopción con el sacrificio de una vez para siempre, concédenos propicio los dones de la unidad y de la paz en tu Iglesia. Por Jesucristo, nuestro Señor.

En muchas ocasiones la liturgia hace que trascendamos nuestro ámbito individual con el fin de vivir nuestro ser comunitario en la Iglesia, pueblo de Dios, adquirido por Cristo en su ofrenda sacrificial al Padre. Para este pueblo pedimos los dones de la unidad y de la paz, la unidad que pidió Jesús al Padre para los que iban a creer -que “sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Jn 26, 20-21)- y la paz que procede del Padre y que nos da Cristo, no la que construimos nosotros con nuestros pensamientos y actitudes carnales: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Jn 14, 27).

Antífona de comunión

La Tierra se sacia de tu acción fecunda, Señor, para sacar pan de los campos y vino que alegre el corazón del hombre (cf. Sal 103,13. 14-15).

El labrador siembra y trabaja la tierra, pero es el Señor el que la hace fecundar, sacando de ella el pan que nos alimenta y el vino que alegra nuestros corazones. Estos mismos bienes de la tierra se convierten para nosotros en el verdadero alimento y bebida, en el cuerpo y en la sangre del Señor. Al alimentarnos de este sacramento, nuestra vida se convierte en su vida y nuestra existencia pasa a ser, como en Cristo, una pro-existencia, esto es, una vida para los demás.

Oración después dela comunión

Te pedimos, Señor, que realices plenamente en nosotros el auxilio de tu misericordia, y haz que seamos tales y actuemos de tal modo que en todo podamos agradarte. Por Jesucristo, nuestro Señor.