Antífona de entrada
Señor, tú eres justo, tus mandamientos son rectos. Trata con misericordia a tu siervo (Sal 118, 137. 124).
Proclamamos la bondad y rectitud del Señor en todo lo que nos manda y le pedimos con humildad, conscientes de nuestra debilidad e inconstancia, que no deje de derramar su amor sobre nosotros.
Oración colecta
Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.
Al Señor, que nos libera continuamente de la autosuficiencia del pecado (‘te has dignado redimirnos’) y nos ha elevado a la grandeza de ser sus hijos, le pedimos que, como modelo y medida de toda paternidad, sintamos el cuidado de su amor (‘míranos siempre con amor de Padre’) y luchemos siempre por conseguir ser realmente libres de todo lo que nos esclaviza y desear los bienes incorruptibles que, como a hijos, nos tiene reservados.
Lectura del libro de la Sabiduría - 9,13-18
¿Qué hombre conocerá el designio de Dios?, o ¿quién se imaginará lo que el Señor quiere? Los pensamientos de los mortales son frágiles e inseguros nuestros razonamientos, porque el cuerpo mortal oprime el alma y esta tienda terrena abruma la mente pensativa. Si apenas vislumbramos lo que hay sobre la tierra y con fatiga descubrimos lo que está a nuestro alcance, ¿quién rastreará lo que está en el cielo?, ¿quién conocerá tus designios, si tú no le das sabiduría y le envías tu santo espíritu desde lo alto? Así se enderezaron las sendas de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada y se salvaron por la sabiduría».
La sabiduría es el conocimiento de lo que nos hace felices y de lo que nos hace desgraciados; en otras palabras, la sabiduría es el arte de saber vivir. Israel, como otros muchos pueblos, desarrolló, a partir de la época del rey Salomón, una importante reflexión sobre la sabiduría, cuya originalidad hace que difiera de modo importante de las reflexiones de otras culturas.
Esta originalidad se circunscribe a dos puntos fundamentales. El primero es la conciencia de que es solamente Dios el que conoce el secreto de la felicidad del hombre y de que el hombre, cuando se esfuerza en descubrirlo por sí solo, se enreda siempre en falsos caminos. El segundo punto fundamental de la aportación bíblica al estudio del saber es que Dios ha revelado a Israel y, a través de Israel, a toda la humanidad, el misterio de la felicidad humana.
La lectura de hoy nos transmite un mensaje de humildad, que ya ha había sido proclamado por Isaías (por el tercer Isaías) en el siglo sexto a. de C., con estas palabras: “mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos, dice el Señor. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más altos que vuestros pensamientos” (Is 55,8-9). El libro de la Sabiduría, redactado cuatro siglos después, dice lo mismo con otras palabras: “¿Qué hombre conocerá el designio de Dios?, o ¿quién se imaginará lo que el Señor quiere? Y es que no puede ser de otra manera: el hombre no puede conocer los caminos de Dios, por estar sujeto a la mortalidad y vivir en este mundo que, marcado por el pecado, abruma nuestra mente, enredándonos en infinidad de pensamientos contradictorios e incoherentes: “Los pensamientos de los hombres , por ser mortales, son frágiles, y sus razonamientos son siempre inseguros”.
El autor de nuestro texto vuelve a la carga: “Si apenas vislumbramos lo que hay sobre la tierra y con fatiga descubrimos lo que está a nuestro alcance, ¿quién rastreará lo que está en el cielo? Esta afirmación nos llevaría a pensar que se trata de una cuestión de niveles de conocimiento y que es cuestión de tiempo, como cuando decimos que llegará un día en el que la ciencia descubrirá los misterios más insondables del ser humano y, con ello, satisfará los deseos más profundos de nuestro corazón. No. Se trata de una imposibilidad natural, de que el hombre es solamente eso, hombre, y entre él y Dios hay un abismo imposible de ser recorrido. Estamos tocando la cuestión de la Trascendencia divina: Dios es lo absolutamente otro que nosotros. Debemos concluir, por tanto, que es un absurdo intentar alcanzar lo que está más allá de nuestro ser y de nuestro alcance y que debemos tener la lucidez suficiente para abandonar nuestras pretensiones orgullosas de conocerlo todo. Dios es, como digo, lo totalmente Otro; sus caminos no son los nuestros, como acabamos de oír a Isaías.
Pero aquí viene la segunda lección que nos brinda nuestra lectura: cuando reconocemos nuestra impotencia, Dios nos revela lo que nosotros no podemos descubrir por nosotros mismos, enviándonos su Santo Espíritu: “¿Quién conocerá tus designios, si tú no le das sabiduría y le envías tu santo espíritu desde lo alto?”.
Esta lectura, además de hacernos ver, por una parte, que Dios es el totalmente Otro, nos ilumina, por otra, para que advirtamos que es el totalmente cercano a nosotros, el verdadero prójimo de la humanidad, el que nos hace entrar en sus pensamientos, liberándonos de todas nuestras falsas concepciones: “Así se enderezaron las sendas de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada y se salvaron por la sabiduría”.
Salmo respnsorial – 89
Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: «Retornad, hijos de Adán». Mil años en tu presencia son un ayer que pasó; una vela nocturna.
Si tú los retiras son como
un sueño, como hierba que se renueva
que florece y se renueva
por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca.
Enséñanos a calcular
nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos.
/or la mañana sácianos de tu
misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Baje a nosotros la
bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos.
Sí, haga prósperas las obras
de nuestras manos.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a Filemón - 9b-10. 12-17
Querido hermano: Yo, Pablo, anciano, y ahora prisionero por Cristo Jesús, te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien engendré en la prisión. Te lo envío como a hijo. Me hubiera gustado retenerlo junto a mí, para que me sirviera en nombre tuyo en esta prisión que sufro por el evangelio; pero no he querido retenerlo sin contar contigo: así me harás este favor, no a la fuerza, sino con toda libertad. Quizá se apartó de ti por breve tiempo para que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido, que si lo es mucho para mí, cuánto más para ti, humanamente y en el Señor. Si me consideras compañero tuyo, recíbelo a él como a mí.
Nuestra segunda lectura es un extracto de la breve carta de San Pablo, dirigida a Filemón, un personaje importante de la ciudad de Colosas, convertido al cristianismo. La escribe desde la cárcel -ignoramos el lugar- y sintiendo ya el peso de los años: “Yo, Pablo, anciano, y ahora prisionero por Cristo”. La finalidad de esta carta es recomendarle a Onésimo, un esclavo suyo (de Filemón), que, habiendo huido de su casa, se había encontrado con San Pablo y convertido por su mediación al cristianismo: “Te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien engendré en la prisión”.
“Te lo envío como a hijo”. San Pablo tiene todo el derecho a llamarlo ‘hijo’, ya que fue él quien, en su predicación, lo engendró a la fe, participando, de esta forma, de la paternidad de Dios, de quien “como Padre de las luces, procede todo don perfecto” (Sant 1,17).
“No he querido retenerlo sin contar contigo”
San Pablo quiere contar con Onésimo para que colabore con él en su tarea evangelizadora, pero, respetando las leyes y convencionalismos sociales, su conciencia cristiana le lleva a actuar con corrección y delicadeza: no olvidemos que la esclavitud era un hecho completamente normal en la antigüedad, sancionado, además, por las leyes del Imperio. San Pablo no quiere saltarse estas leyes, aunque, eso sí, desde una actitud conformada por la caridad cristiana. De esta forma le da a Filemón la posibilidad de actuar “no a la fuerza, sino con entera libertad”.
Por otra parte, aprovecha para darle una lección con el fin de confirmar su fe y crecer en ella: de esta forma le muestra la alternativa cristiana al sistema social imperante, no tanto desde la revolución directa al mismo, sino desde lo más valioso de nuestro ser humano: desde la ley evangélica del amor fraterno: “Te lo envío para que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido”. A este propósito, escribe Benedicto XVI en su encíclica Salvados por la esperanza (Spe salvi): “Los hombres que, según su estado civil se relacionan entre sí como dueños y esclavos, en cuanto miembros de la única Iglesia se han convertido en hermanos y hermanas unos de otros: así se llamaban mutuamente los cristianos (…) Y aunque las estructuras externas permanecieran igual, esto cambiaba la sociedad desde dentro” (Benedicto XVI, Spe Salvi, Núm 4).
Podemos concluir el comentario de esta lectura señalando tres aspectos que forman parte de nuestra fe cristiana:
a) La igual dignidad de los cristianos: “Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28).
b) La importancia de lo cotidiano de nuestras vidas. Onésimo podría haber vivido como cristiano, relegando al pasado la ilegalidad cometida con Filemón, al escaparse de su casa. San Pablo piensa que esta falta debe repararse mediante la reconciliación y el perdón. El cristiano no puede hacer con su vida lo que quiera: no se es cristiano sólo en unos días o en unas situaciones determinadas, sino todos los días y en todas las circunstancias que nos toque vivir.
c) El consejo que San Pablo da a Filemón de no aplicar a su esclavo Onésimo las penas legales correspondientes en nombre de la caridad cristiana. Lo transcribo una vez más: “Te lo envío para que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido”
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, enséñame tus decretos.
Lectura del santo evangelio según san Lucas -14,25-33
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no pudo acabar”. ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».
La lectura evangélica de hoy comienza con la exigencia por parte de Jesús de condicionar su seguimiento a preferirle a Él antes que que a cualquier otra cosa o persona, incluidos los seres más queridos: “Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”, añadiendo además la aceptación del sufrimiento que, por amor a Él, le deparen las circunstancias de la vida: “Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí no puede ser mi discípulo”. Estas dos condiciones las justifica a través de dos parábolas, cuya relación con las mismas no vemos a primera vista: la del hombre que, antes de construir una casa, debe sentarse a calcular los medios materiales y el dinero con los que cuenta para llevar a efecto la obra, y la del rey que, antes de entablar batalla contra otro rey, deberá calcular si posee un ejército lo suficientemente numeroso para hacer posible la victoria.
En cuanto a posponer las ataduras familiares a su seguimiento, no está en su mente la renuncia a las mismas: ello sería injusto y hasta cruel y, además, contradiría la ley evangélica del amor y el cuarto mandamiento: “Honrarás a tu padre y a tu madre”. Lo que Jesús intenta enseñarnos es que los lazos familiares, buenos en sí mismos, pueden convertirse en obstáculos que entorpezcan nuestra relación con Él: podía ocurrir y, de hecho, ocurre que el afecto a una persona es tan absorbente que no queda espacio para amar a otras ni tampoco a Dios. En este caso este afecto no sería un verdadero amor, pues está determinado por el egoísmo. El lazo con Cristo que el cristiano adquiere en el bautismo es mucho más fuerte que cualquier amor terreno, como hemos leído en la segunda lectura a propósito de la relación que el esclavo Onésimo, al convertirse en cristiano, ha adquirido con su dueño Filemón: “Quizá se apartó de ti por breve tiempo para que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino como como un hermano querido”.
Pero la comprensión de esta lectura exige ver la semejanza entre preferir a Jesús a los seres queridos (o renunciar a todos los bienes que uno posee) y la necesidad de calcular los medios que poseemos para llevar a buen término algo que queremos emprender. La sabiduría humana nos aconseja ajustar nuestros proyectos y ambiciones a los medios con los que contamos: saber calcular los riesgos que corremos al llevar a cabo una determinada acción es sabiduría elemental y el secreto del éxito: en el caso de la construcción de la torre hay que evitar el riesgo, asegurándose que se cuenta con los medios necesarios para terminarla y otro tanto tiene que hacer el rey -en este caso tener los suficientes soldados- para conseguir la victoria.
En nuestra relación con Cristo también debemos hacer las cuentas para asegurarnos que contamos con los medios necesarios para seguirlo. En este caso. impedir que los bienes materiales y las ataduras familiares puedan obstaculizar la entrega total a Él y a sus planes -“Quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser mi discípulo”- renuncia que será posible, si nos acogemos a la fuerza del Espíritu Santo, que nos instruye en la manera de posponer todo a la relación con el Señor. Lo oíamos en la primera lectura: “¿Quién conocerá tus designios, si tú no le das sabiduría y le envías tu Santo Espíritu desde lo alto?”. Este posponer todo a nuestro amor a Cristo supone abandonarlo todo por Él; aceptar la incomprensión y, en ocasiones, la persecución; ser capaz de renunciar a la rentabilidad inmediata y a las seguridades que nos ofrece el mundo, haciendo nuestra la experiencia de San Pablo: “Vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 10). La razón de esta alegría la ha expresado en el versículo anterior: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”. (2 Cor 12,9).
Ésta es la verdadera sabiduría, la que procede de Dios que, a los ojos de los hombres, es una verdadera locura; ésta es la lógica de Dios, la del grano de trigo, que se destruye a sí mismo para dar lugar a la espiga: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto”. La lógica de Dios es la contraria a la de los hombres, una lógica que nos invita a negarnos a nosotros mismos para ser de verdad nosotros mismos: “El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16,24). Este negarse a uno mismo con todo lo que conlleva de renuncia a tantas cosas es entrar en el Reino de Dios por la puerta estrecha, de la que nos hablaba Jesús hace dos domingos. Negarse a uno mismo para afirmar a los demás, dar la vida en el servicio a los que nos necesitan: éste fue el camino de Cristo y éste debe ser nuestro camino en nuestra historia personal. Como Cristo fue premiado con la victoria de la Resurrección y la acogida definitiva en el seno del Padre, nosotros también seremos premiados -¡ya comenzamos a ser premiados!- sentándonos con Él en la gloria. Como cristianos ya estamos en el cielo y desde el cielo debemos vivir: “Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios”
Oración sobre las ofrendas
Oh, Dios, autor de la piedad sincera y de la paz, te pedimos que con esta ofrenda veneremos dignamente tu grandeza y nuestra unión se haga más fuerte por la participación en este sagrado misterio. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Dios es el que crea en nosotros la verdadera religiosidad (‘la piedad sincera’) y la armonía con nosotros mismos y con los demás. La Iglesia nos propone que, en el pan y el vino que hoy le ofrece el sacerdote, meditemos con verdadera veneración en la inmensa generosidad de su amor y deseemos que, al participar en la comunión de este sacramento, se reafirme nuestra amistad con Él y nuestra concordia con nuestros hermanos.
Antífona de comunión
Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida, dice el Señor (Jn 8,12),
El mundo nos ofrece muchas luces para iluminar nuestra vida y darle sentido, pero son luces que tarde o temprano -más bien temprano- se apagan: la luz del dinero, del placer, de la fama ... Solo la fe en Jesús, camino, verdad y vida, puede romper nuestros sinsentidos y oscuridades y esclarecer el trayecto de nuestra existencia. “Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso” (Encíclica Lumen fidei 1, del Papa Francisco)
Oración después de la Comunión
Concede, Señor, a tus fieles, alimentados con tu palabra y vivificados con el sacramento del cielo, beneficiarse de los dones de tu Hijo amado de tal manera, que merezcamos participar siempre de su vida. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
En la celebración litúrgica sustentamos nuestra vida espiritual con el alimento de la Palabra de Dios y con el manjar eucarístico, que nos asimila a la persona de Cristo, fundiendo nuestra vida con la suya. Pedimos al Dios Padre que se acreciente nuestra conciencia de estas realidades para, apropiándonos de los beneficios que nos trajo Jesucristo, participemos intensamente de su vida, pensando como Cristo y amando a los hombres como Cristo.
[Los comentarios de estas lecturas y de las de otros muchos domingos están en gran parte inspirados en las ideas de la biblista francesa Marie-Noël Thabut, a la que agradezco de todo corazón la enseñanza que de ella estoy recibiendo].