Antífona de entrada
A ti levanto mi alma, Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado, que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados (Sal 24,1-3).
El tiempo de Adviento comienza con la elevación a Dios del alma del salmista. Manifiesta su descontento de que sus enemigos se sientan triunfadores y tomen al Dios de Israel como un dios incapaz de salvar. Pero rápidamente supera esta rabia porque, aunque nadie lo vea, tiene la certeza de que los que esperan en el Señor nunca serán olvidados de Él: “La bondad del Señor dura por siempre” (2 Cor 9,9).
Oración colecta
Concede a tus fieles, Dios todopoderoso, el deseo de salir acompañados de buenas obras al encuentro de Cristo que viene, para que, colocados a su derecha, merezcan poseer el reino de los cielos. Por nuestro Señor Jesucristo.
La sociedad que nos ha tocado vivir nos atosiga con infinidad de ofrecimientos que prometen llenar de felicidad nuestra vida, pero que una vez adquiridos no satisfacen nuestros verdaderos deseos. Estos verdaderos deseos se resumen en aspirar en todo momento a cumplir la voluntad de Dios en lo que hagamos, aspiración que, como todo bien, es fruto de la gracia. En esta primera oración del Adviento, pedimos al Padre que el deseo de encontrarnos con Cristo, cuya venida a este mundo vamos a celebrar, esté acompañado de las buenas obras que Él nos conceda llevar a cabo. Y, de esta forma, nos preparamos para la definitiva y última venida de Cristo al final de los tiempos, en la que anhelamos estar sentados a su derecha en su Reino.
Lectura del libro de Isaías - 2,1-5
Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén.
En los días futuros estará firme el monte de la casa del Señor, en la cumbre de las montañas, más elevado que las colinas. Hacia él confluirán todas las naciones, caminarán pueblos numerosos y dirán: «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sion saldrá la ley, la palabra del Señor de Jerusalén». Juzgará entre las naciones, será árbitro de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra.
Casa de Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor.
Este texto del primer Isaías nos cuenta la visión que tuvo el profeta sobre el reino de Judá y su capital Jerusalén. Comienza proclamando la fortaleza de que hará gala en el futuro el monte del Señor, un monte que destacará en altura sobre todos las montañas de la tierra y el que estará asentada la Casa del Señor, el lugar de la presencia de Dios.
El profeta habla de una manera simbólica: es verdad que el templo se encuentra ubicado en la cima de una colina, pero ni siquiera en la colina más elevada de Jerusalén, por lo que lo de “más elevado que las montañas” no deja de ser una metáfora. El profeta se está refiriendo a la altura espiritual, a la altura de quien se hace presente en el monte de Sión: el Dios Altísimo.
Hacia esta casa, situada “en la cumbre de las montañas” (repetimos: se trata de una metáfora) ascenderán, no sólo los hijos de Israel, sino todas las naciones del mundo, animándose unas a otras con estas palabras: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob”. Probablemente la imagen de esta marcha grandiosa, de esta subida fervorosa y alegre a Jerusalén, le fue inspirada a Isaías por la peregrinación anual de los judíos a la ciudad santa para celebrar durante siete días (en otoño) la Fiesta de las Tiendas. Durante estos días las calles de Jerusalén eran un hervidero de gente alojada en tiendas de campaña: de este modo, los peregrinos recordaban el modo de vivir de sus antepasados durante los cuarenta años de andadura por el desierto.
Dos cosas distinguen a esta peregrinación anual de los judíos de la marcha a Jerusalén que Isaías contempla en su visión: 1) En primer lugar y, como acabamos de decir, en la peregrinación de Isaías participan todos los pueblos de la tierra. Es verdad que el pueblo de Israel es el pueblo elegido por Dios, pero el proyecto divino, pensado por Él antes de todos los siglos, afecta a toda la humanidad: si Dios ha hecho de Israel el pueblo de su propiedad, es para que, a través de él, se sientan propiedad de Dios todos los hombres. Lo que Isaías está viendo en esta peregrinación universal es la incorporación de todos los pueblos de la tierra a la noticia de que el amor se Dios se extiende por igual a todos los seres humanos: todos ellos, sin excepción, están llamados a realizar en sus vidas la imagen del Dios del amor. Se trata, por hablar de un modo humano, del gran deseo de nuestro Creador y Redentor, “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento completo de toda la verdad”
2) En segundo lugar, al contrario de las peregrinaciones de los judíos, esta futura peregrinación no tendrá como finalidad el llevar a cabo sacrificios expiatorios en el templo, sino el escuchar la palabra de Dios que les enseñará a llevar una vida de acuerdo con su voluntad: “Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas”. Este instrucción y decisión de marchar por los caminos del Señor brotan del hondo convencimiento de que la palabra que da vida y la ley que llevará a cabo la verdadera justicia saldrán del corazón y de la boca del Dios de Israel, que tiene su morada en la montaña de Sión, en Jerusalén.
Es de este Dios de Israel del que el profeta afirma que proclamará el derecho entre las naciones y pondrá orden, unión y concordia en todos los pueblos de la tierra.
Ante esta acción divina, los pueblos, movidos en todo momento por su gracia, dejarán para siempre las guerras y todo tipo de conflicto y malentendido, de manera que formen la gran familia humana, prevista por el Creador desde el origen de los tiempos. Desaparecerán todos los ejércitos, pues las guerras habrán desaparecido definitivamente, las armas serán reconvertidas en herramientas agrícolas: “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas no se prepararán para la guerra, No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra”.
La lectura termina con una invitación del profeta, dirigida esta vez a su pueblo. Es como si dijera: hasta que llegue el momento de que Dios reúna a todos los pueblos para caminar juntos hacia la casa del Señor, caminemos nosotros, los hijos de Israel, guiados por la Luz del Señor, vayamos por los caminos que esta Luz nos vaya descubriendo, abandonemos nuestras rencillas hasta convertirnos en una nación que sea gobernada por la justicia, la paz y el amor.
Apliquémonos a nosotros, el nuevo pueblo de Israel, la exhortación del profeta, ahora aleccionados, no ya por Isaías, sino por el Profeta y Mesías que los verdaderos judíos esperaron durante siglos, por Jesús, nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida, el que, proclamándose como la Luz del mundo, nos ha hecho partícipes de su mismo ser y, por tanto, de su propia Luz: “Brille así vuestra luz (la luz de Cristo en nosotros) delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos“ (Mt 5,16).
Ante un mundo en el que queda todavía muy lejana la desaparición de las guerras, seamos una anticipación de la unidad universal, de la instauración de la gran familia humana. De esta anticipación de la unidad y la paz en el mundo -es necesario decirlo y aplaudirlo- existen movimientos sociales y políticos encomiables, como son, entre otras muchos, las Naciones Unidas o las numerosas O.N.G.’s, esparcidas por todo el planeta. De esta vocación del hombre hacia la unidad y la paz dan muestra también los numerosos símbolos que ornamentan las sedes de estas organizaciones. Señalemos como ejemplo la estatua de un herrero golpeando una espada a las puertas del edificio central de Naciones Unidas en Nueva York o el cartel en la pared de una oficina de esta organización que ilustra el sentido de la misma con un versículo del texto bíblico que hoy hemos escuchado: “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra” (Is 2,4).
Nuestra tarea como discípulos de Jesús se hace -si cabe- más exigente en estos tiempos en los que, a pesar de los esfuerzos de tantos hombres y mujeres de buena voluntad, las desuniones y conflictos nacionales e internacionales no tienen visos de desaparecer. Siempre, y, por supuesto, ahora, tenemos el ejemplo de Abraham, el padre de nuestra fe, el cual, “esperando contra toda esperanza, fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4,18).
“En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,35). Ser discípulo de Cristo conlleva comprometerse en la construcción de un mundo en el que reinan La Paz, la justicia y el amor.
Salmo responsorial - 121
Vamos alegres a la casa del Señor.
¡Qué alegría cuando me
dijeron:«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando
nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus,las tribus del Señor, según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor; çen ella están los tribunales de justicia,en el palacio de David.
Desead la paz a Jerusalén: «Vivan seguros los que te
aman,
haya paz dentro de tus
muros, seguridad en tus palacios»
Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: «La paz contigo».
Por la casa del Señor,
nuestro Dios,te deseo todo bien.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos - 13,11-14ª
Hermanos: Comportaos reconociendo el momento en que vivís, pues ya es hora de despertaros del sueño, porque ahora la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo.
“La salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe”
De esta afirmación de San Pablo deducimos que la historia humana tiene un punto final del que, aunque no nos cuadre del todo, estamos cada vez más cerca. San Pablo dibuja este punto final con imágenes muy sugerentes: el Gran Día de nuestra salvación, es decir, la segunda venida de Cristo, está llegando: “La noche está avanzada, el día está cerca”.
¿Qué nos es dado hacer en estos momentos en los que empieza a clarear el alba del nuevo día? No otra cosa que espabilarnos del sueño (del vivir al margen de los caminos del Señor), olvidarnos de las pesadillas que, durante la noche del pecado, nos han retenido al mundo de la falsedad y prepararnos para que la llegada del Día del Señor no nos encuentre desprevenidos. Es decir: vivir desde ahora de acuerdo con el proyecto benevolente de Dios con la humanidad, ya cumplido en Cristo resucitado y también en nosotros, sus seguidores, aunque todavía en esperanza. “En esperanza hemos sido salvados” (Rm 8,24), una esperanza de la que nos podemos fiar, ya que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5), amor que, sí de verdad nos fiamos de la palabra de Cristo, genera en nosotros -sin tener que esforzarnos demasiado- actitudes que se traducen en obras de verdadero amor a Dios y de servicio eficaz a nuestros hermanos.
Siendo cierto que el día de nuestra salvación está cada vez más cerca hemos de seguir con ilusión la exhortación de San Pablo: “Dejemos las obras de las tinieblas y vistámonos con las armas de la luz”.
Las obras de las tinieblas que debemos dejar atrás son las que pertenecen a nuestro hombre viejo, al que hemos dado muerte en nuestro bautismo: “las comilonas y borracheras, la lujuria y el desenfreno, las riñas y las envidias”. Y como la tentación de volver a estas obras nos perseguirá durante toda nuestra vida presente, debemos esforzarnos por alejarnos de ellas, esfuerzo en el que no estamos solos, pues nos asiste la gracia del Espíritu Santo que hace que sea Cristo el que luche en nosotros.
“Vistámonos con las armas de la luz”.
En la primera carta a los tesalonicenses indica el apóstol cuáles son estas armas de la Luz: “Nosotros, que somos del día, seamos sobrios; (y para conseguir esta sobriedad) revistámonos con la coraza de la fe y de la caridad y con el yelmo de la esperanza” (1 Tes 5,8).
La fe, es decir, la confianza plena en el Señor y en su palabra, que nunca dejará de cumplirse: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
La caridad, de la cual nada ni nadie podrá separarnos: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?”. “En todo esto salimos vencedores gracias a Aquél que nos amó” (Rm 8,35.37).
La esperanza, “en la que hemos sido salvados” (Rm 8,24) y gracias a la cual “podemos afrontar nuestra vida presente, por muy fatigosa que ésta sea” (Benedicto XVI, Spe salvi).
El vestido de la luz no es otro que el mismo Cristo, cuya luz nos envuelve como un manto. Es el apóstol quien nos lo dice en el último versículo de la lectura: “Revestíos más bien del Señor Jesucristo”, o, dicho de otra manera, “tened los mismos sentimientos (y la humildad) de Cristo, el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre;y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. (Fil 2,5-8).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Lectura del santo evangelio según san Mateo - 24,37-44
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé. En los días antes del diluvio, la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre: dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán. Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría que abrieran un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre».
Este fragmento del evangelio de San Mateo pertenece al llamado ‘género apocalíptico’, muy de moda en la fase final del Antiguo Testamento. Casi siempre, el término ‘apocalíptico’ lo referimos a la fase final de este mundo, cuando, según este género literario, sucederán cataclismos y desastres sociales y cósmicos a gran escala, pero su verdadero significado es ‘revelación o aclaración de algo que estaba oculto’. Esta revelación (en el caso que hoy nos ocupa) es la que nos hace Cristo, cuando venga definitivamente al final de los tiempos a juzgar a los vivos y a los muertos, Ello -lo referente al Juicio Final- no debe inspirarnos temor, por mucho que los predicadores y los artistas hayan acentuado y exagerado los aspectos amenazadores y lúgubres de este juicio: se trata más bien de infundirnos esperanza. la esperanza que supone la manifestación gloriosa de la segunda venida de Cristo. Así nos lo declara San Pablo en su carta a Tito: “Se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente, aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo” (Tito 2,12-13).
Jesús compara su última venida al diluvio sucedido en tiempos de Noé. Así como en aquella ocasión todos, excepto Noé y su familia, fueron engullidos por las aguas, cuando Cristo venga al final de los tiempos, unos serán salvados y otros serán abandonados, o, para ser más fieles al Evangelio en su totalidad, los comportamientos buenos serán perpetuados por toda la eternidad y las malas acciones serán objeto de las llamas: “Dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán”. La conclusión que se saca de esta comparación es clara: así como, antes del diluvio, la gente vivía una vida normal, sin preocuparse de cultivar su relación con Dios -esto no lo dice el texto, pero debemos suponerlo para explicar el que fueran castigados-, cuando venga Cristo al final de los tiempos, serán juzgadas nuestras acciones: las malas, como digo, quedarán reducidas a ceniza, mientras que las buenas serán conservadas y transfiguradas.
Este final de los tiempos, igual que sucedió con el diluvio, vendrá de improviso: nadie, ni siquiera Cristo, el Hijo del hombre, sabe cuándo tendrá lugar (Mt 24,36). De aquí la exhortación de Jesús de que estemos preparados: “Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor”.
Al final de la lectura Jesús repite la misma exhortación, esta vez sustituyendo “vuestro Señor” por “el Hijo del hombre”: “Estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. La expresión ‘Hijo del hombre’ es utilizada por primera vez en el libro de Daniel, escrito dos siglos antes del nacimiento de Cristo: “He aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre, el cual se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron” (Da 7,13-14). Lo curioso es que este ‘hijo de hombre’ tiene para Daniel un sentido colectivo, al decirnos unos versículos más adelante, que “el reino y el imperio y la grandeza de los reinos bajo los cielos todos serán dados al pueblo de los santos del Altísimo” (Da 7,13-14). Ello significa que, cuando Jesús habla de su segunda venida, no habla sólo de Él: habla de Él, sí, pero como salvador y portador del destino de toda la humanidad: cuando hablamos del Cristo que vendrá, hemos de referirnos al Cristo total, cabeza y cuerpo. Cristo, la cabeza del cuerpo (de la humanidad), se encuentra glorioso en el cielo, y nosotros, fundamentados en la gloria de Cristo, esperamos ser glorificados juntamente con Él al final de los tiempos. Así debemos entender la conocida afirmación de San Pablo: “Sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo” (Rm 8,22-23).
Esta segunda venida de Cristo es el día del Señor (de él nos hablaba hace dos domingos el profeta Malaquías), el día en el que todos estaremos unidos, formando la gran familia humana y en el que seremos transfigurados por la luz del verdadero Sol de justicia, nuestro Salvador y Redentor. Es, por eso, imprescindible que no cejemos en la tarea de estar siempre vigilantes para acoger ese día que, ciertamente, vendrá, pues Dios es fiel a su palabra.
El Señor, como digo, vendrá, pero, además, y como anticipo, adelanta continuamente su venida a través de los medios que pone a nuestra disposición: su presencia real en la Eucaristía, la oración personal y comunitaria, el encuentro con nuestros hermanos, nuestro compromiso en la ayuda a los necesitados. Avivemos, por tanto, como colofón de esta lectura, el deseo de estar siempre dispuestos a escuchar y llevar a la práctica sus constantes inspiraciones: “Si hoy escucháis su voz no endurezcáis vuestro corazón” (Sal 94,7); como las vírgenes prudentes, tengamos encendida nuestra Lámpara, que es Cristo presente en nosotros: sólo así podremos iluminar las sombras del mundo que nos ha tocado vivir.
Oración sobre las ofrendas
Acepta, Señor, los dones que te ofrecemos, escogidos de los bienes que hemos recibido de ti, y lo que nos concedes celebrar con devoción durante nuestra vida mortal sea para nosotros premio de tu redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Antífona de comunión
El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto (Sal 84,13).
Oración después de la comunión
Fructifique en nosotros, Señor, la celebración de estos sacramentos, con los que tú nos enseñas, ya en este mundo que pasa, a descubrir el valor de los bienes del cielo y a poner en ellos nuestro corazón. Por Jesucristo, nuestro Señor.