Trigésimo tercer domingo del tiempo ordinario Ciclo C

Trigésimo tercer domingo del tiempo ordinario Ciclo C

Antífona de entrada

                             Dice el Señor: «Tengo designios de paz y no de aflicción, me invocaréis y yo os escucharé; os congregaré sacándoos de los países y comarcas por donde os dispersé» (cf. Jer 29,11-12.14).

 Oración colecta

 Concédenos, Señor, Dios nuestro, alegrarnos siempre en tu servicio, porque en dedicarnos a ti, autor de todos los bienes, consiste la felicidad completa y verdadera. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Nuestra vida como seres humanos sólo tiene sentido si está volcada en Dios que, como “autor de todos los bienes” y fuente de toda felicidad, sacia con creces los deseos de nuestro corazón. ¿Nos creemos de verdad que Dios colma nuestros anhelos más profundos y que, como cantábamos en la antífona de entrada, tiene sobre nosotros designios de paz? Es lo que pedimos al Señor en esta oración: que nos conceda disfrutar en el cumplimiento de su voluntad y que, por los méritos de Jesucristo, que nos amó hasta el extremo de dar la vida por nosotros, amemos con todas nuestras fuerzas los caminos del Señor y sus planes sobre nosotros. Que nos creamos de verdad que “servir a Dios es reinar”.

Lectura de la profecía de Malaquías 3,19-20ª

          He aquí que llega el día, ardiente como un horno, en el que todos los orgullosos y malhechores serán como paja; los consumirá el día que está llegando, dice el Señor del universo, y no les dejará ni copa ni raíz. Pero a vosotros, los que teméis mi nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra.

          El profeta Malaquías realizó su misión como profeta en la mistad del siglo V a.C., viviendo con intensidad la gran decepción que supuso la vuelta de los deportados del exilio de Babilonia. Esta desalentadora situación  llevó, en unos casos, al abandono de la fe y, en otros, al desánimo, pensando que Dios se ha olvidado de su pueblo. En los versículos inmediatamente anteriores al fragmento bíblico de hoy, los verdaderos creyentes se quejan de que la dicha y la prosperidad está de parte de los soberbios y malhechores. Ante esta injusta realidad, el Señor promete que llegará un día en el que aparecerá tal como Él es, un Dios de misericordia y piedad: “Entonces mudaréis de parecer y echaréis de ver la diferencia entre el justo y el malvado, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve” (Ml 3,18). Es de las consecuencias que para unos y para otros tendrá ese día que se avecina de lo que van a tratar los dos versículos que la Iglesia ha puesto este domingo para nuestra meditación dominical.

          He aquí que llega el día”, el día en el que Dios se manifestará en todo su esplendor ante todos los hombres. Este anuncio proclama solemnemente que la historia, nuestra historia, no es un eterno y aburrido repetirse de todas las cosas, sino un caminar hacia la gran manifestación de Dios en el que cada paso es un progreso hacia adelante, hacia lo mejor.

          “Este día será ardiente como un horno”. Ello no significa que la llegada de ese día tenga que entenderse como una amenaza, sino como la manifestación del amor infinito de Dios, un amor ardiente como el fuego. Precisamente así comienza el libro del que está sacada la lectura: “Yo os he amado” (Ml 1,1). Esta imagen del fuego aplicada al amor la encontramos en muchos pasajes de la Biblia: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”, se dijeron uno a otro los discípulos de Emaús, cuando, en la mañana de Resurrección, descubrieron en el caminante al Resucitado. Las imágenes de la luz y del calor vienen espontáneamente a nuestra mente para expresar el amor que, en muchas ocasiones, invade nuestro corazón. Si el encuentro amoroso con una persona es siempre luminoso y ardiente, cuanta luz y fuego no irradiará el encuentro con Aquél que es nuestra Vida. A la persona, a quien amamos de modo más intenso y especial, la llamamos “vida mía”, pero ello no deja de ser una metáfora -por cierto muy apropiada-; de Dios, en cambio, lo decimos con todo el esplendor de la realidad, pues nos ha hecho partícipes de su misma vida divina, al hacernos sus hijos: “Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!“ (1Jn 3,1). “Mi vida es Cristo y una ganancia el morir” (Fil 1,21).Y tenemos la certeza de que idilio con Dios, vida nuestra, traducido en amor y servicio a nuestros hermanos, hará que nuestro mundo sea cada vez más luminoso y más humano.

          La venida de Dios como un Sol de Amor no impide a Malaquías hablar de ella como de un juicio. La luz y el calor del sol quema nuestra piel, agravando ciertas enfermedades, como el cáncer, mientras que en otros ese mismo calor y luz produce  efectos beneficiosos en el tratamiento de algunas tuberculosis. Ante la luz del Sol divino aparecen nítidamente nuestras manchas, nuestras imperfecciones y actitudes pecaminosas, así como resalta en su esplendor todo lo bueno que hay en nosotros. Volvamos a nuestro texto: Todos los orgullosos y malhechores serán como paja; los consumirá el día que está llegando (…); Pero a vosotros, los que teméis mi nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra”.

          El que el texto nos hable de los orgullosos y malhechores y los que ponen toda su confianza en Dios no significa que la humanidad esté dividida en buenos y malos: nadie es completamente bueno y nadie es completamente malo: hasta en el más santo se da en ocasiones algo de orgullo, de vanidad o de egoísmo, y en el más pecador     brillan en algunos momentos rasgos de bondad, benevolencia y humildad. Todos estos aspectos se harán visibles cuando, sin defensa alguna, estemos expuestos a la claridad y al fuego de Dios: nuestros defectos y pecados serán consumidos como paja y nuestras virtudes resplandecerán como rayos de sol.

          [En este comentario he seguido, en lo fundamental, el planteamiento que del mismo hace Marie-Noël Thabut).

Salmo responsorial – 97

El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.

           Respondemos a esta lectura del profeta Malaquías con los últimos versículos del salmo 97, un salmo que nos sitúa en el final de los tiempos, cuando Cristo, como Rey y Señor de todo lo creado, venga en forma definitiva a juzgar a los vivos y a los muertos, y a llevar su Reino a su plenitud.

Tañed la cítara para el Señor, suenen los instrumentos:
con clarines y al son de trompetas, aclamad al Rey y Señor.

           El salmista invita a los músicos a que, en una armonía perfecta, hagan sonar sus instrumentos para recibir al Señor que, como el sol viene a dar luz, calor y fecundidad a la tierra. Hacemos nuestros estos versos para hacer sonar nuestras voces, nuestros sentimientos y nuestros deseos que, como instrumentos musicales, se preparan a recibir a quien, por su muerte y Resurrección, se ha convertido en Dueño y Señor de toda la tierra. Con su venida se inaugurará el día eterno lleno de luz y calor, de sabiduría y amor, en el que nuestro principal enemigo, la muerte, habrá desaparecido para siempre.

(Retumbe el mar y cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan;
aplaudan los ríos, aclamen los montes Señor, que llega para regir la tierra.

Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud.)

 Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses - 3,7-12

          Hermanos: Ya sabéis vosotros cómo tenéis que imitar nuestro ejemplo: no vivimos entre vosotros sin trabajar, no comimos de balde el pan de nadie, sino que con cansancio y fatiga, día y noche, trabajamos a fin de no ser una carga para ninguno de vosotros. No porque no tuviéramos derecho, sino para daros en nosotros un modelo que imitar. Además, cuando estábamos entre vosotros, os mandábamos que si alguno no quiere trabajar, que no coma. Porque nos hemos enterado de que algunos viven desordenadamente, sin trabajar, antes bien metiéndose en todo. A esos les mandamos y exhortamos, por el Señor Jesucristo, que trabajen con sosiego para comer su propio pan.

          El Evangelio de este domingo forma parte de los famosos discursos sobre el fin del mundo que salieron de la boca del Señor. De estos discursos sacaban algunos conclusiones erróneas que afectaban al desarrollo normal de su vida. Es lo que sucedió en la comunidad de Tesalónica, en la que, interpretando que la segunda venida de Cristo estaba muy próxima, algunos juzgaron como algo inútil el afanarse en trabajar y producir, pues todo este mundo pasará pronto. San Pablo denuncia esta actitud como contraria al Evangelio: “Nos hemos enterado de que algunos (de vosotros) viven desordenadamente, sin trabajar, antes bien metiéndose en todo”.

          La lectura comienza con una exhortación a los tesalonicenses a que imiten el buen hacer de los que se comportan en todo según el plan Dios, en este caso en la realización de uno de nuestros compromisos fundamentales como hombres y como cristianos: el de trabajar para el propio sustento, el de la familia y el de las personas que padecen necesidad. Esto es lo que hicieron San Pablo y sus acompañantes durante las tres semanas que duró la puesta en marcha de la comunidad de Tesalónica: “No  vivimos entre vosotros sin trabajar, no comimos de balde el pan de nadie, sino que con cansancio y fatiga, día y noche, trabajamos a fin de no ser una carga para ninguno de vosotros”.

          El trabajo, tanto el intelectual como manual, forma parte de la naturaleza originaria del ser humano y nunca una consecuencia del pecado. Para empezar, es Dios mismo el primer trabajador: la Biblia presenta a Dios trabajando durante seis días y descansando el séptimo. Del hecho de que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios se concluye que el trabajo es una imitación del creador y -lo podemos decir- una participación real en su obra creadora. El mandato de trabajar aparece explícitamente en este versículo del Génesis: “Dios puso al hombre en el jardín del Edén para que lo cultivara [lo trabajara] y lo cuidara” Gén 2,15). El trabajo es, además, una actividad con la que Dios bendice al hombre: “Y los bendijo, diciéndoles: Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra“ (Gén 1,28). Un Padre amoroso nos dio el mandato y la bendición de fructificar, de multiplicarnos y de tener dominio sobre el resto de sus criaturas, todo ello para que pudiéramos progresar y llegar a ser como Él es, imagen y semejanza suya: ésta es la esencia y la finalidad del trabajo.

          En esta lectura San Pablo ordena y exhorta a los cristianos de Tesalónica “a que trabajen con sosiego para comer su propio pan”, atreviéndose, incluso, a recriminar a quienes no se toman en serio esta actividad humana: “si alguno no quiere trabajar, que no coma”, una recriminación que San Pablo no diría de esta manera en el mundo actual, afectado gravemente por el problema de un desempleo masivo.

          Con esta reflexión que ahora comienzo, soy consciente de que me salgo de los límites del mensaje que intenta transmitir este texto bíblico. Aún así, me arriesgo a ponerla por escrito, pues creo que ello puede contribuir a acercar la lectura al hombre de nuestro tiempo. En el mundo en el que vive San Pablo apenas existía el problema del paro: de hecho a él no le debió costar demasiado tiempo encontrar trabajo durante las tres semanas que permaneció en Tesalónica. Siendo doctrina cierta y segura la visión paulina sobre el trabajo, llevarla plenamente a cabo hoy día requiere el esfuerzo de la sociedad, representada en sus gobernantes y en los agentes sociales, para acabar con esta lacra social en la que los ciudadanos y ciudadanas de todas las edades y condiciones ni siquiera tienen posibilidad de negarse a trabajar.

          No obstante, si bien el desempleo en aquella sociedad no constituía un serio problema, sí había muchas personas en estado de extrema pobreza: viudas, huérfanos, enfermos, discapacitados. De estas personas pobres, que, como indicó Cristo siempre los tendremos (Mt 26,11), forma hoy parte esta cantidad innumerable de familias cuyos miembros se encuentran todos en paro forzoso.

          Si la responsabilidad de dar solución a este problema recae principalmente, como hemos dicho, en los gobernantes, empresarios, sindicatos y otros agentes sociales, en nuestra mano está la obligación de remediar estas necesidades en lo que esté de nuestra parte. Obligación que no se circunscribe exclusivamente a la limosna, sino a actuar de acuerdo con el convencimiento de que los bienes de este mundo pertenecen a todos los hombres: se trata, por tanto, de una cuestión de justicia.

          De nuestra solidaridad efectiva con los pobres, por otra parte, depende nuestra entrada en el Misterio de Dios, en el Reino de los cielo: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino (…) porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; (…) Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. (Mt 25,24-26,40). Nos vienen a la mente aquellas palabras del Apóstol San Juan: “Quien tiene bienes de este mundo y ve a su hermano padecer necesidad, y le cierra sus las entrañas, ¿cómo podrá moraren él el amor de Dios? (1 Jn 3,17).

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación.

Lectura del santo evangelio según san Lucas - 21,5-19

          En aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo: «Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida». Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?» Él dijo: «Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre diciendo: Yo soy”, o bien: Está llegando el tiempo”; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida». Entonces les decía: «Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio. Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».

          Las afirmaciones que emite Jesús sobre el fin del mundo y la destrucción del templo no deben interpretarse al pie de la letra. Igual que  los antiguos profetas, Jesús utiliza estas expresiones, no para predecir con exactitud el futuro, sino para ayudarnos a superar las pruebas de esta vida.

          Le preguntan a Jesús sus discípulos acerca del momento en el que el templo será destruido, “no quedará de él piedra sobre piedra”: “Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?”.

          En lugar de responder, Jesús les exhorta a que estén en vela: “que nadie os engañe”, aunque algunos, hablando en su nombre, aseguren que el tiempo está llegando; a que queden atemorizados por noticias de guerras, revoluciones, cataclismos y persecuciones que, por causa de su Nombre. les lleven hasta los tribunales. Todo ello -les sigue diciendo- será la ocasión para manifestar ante el mundo la fuerza del amor con la que han sido agraciados.

          Y ante este panorama tan poco halagüeño a los ojos del mundo, Jesús les promete la inteligencia, el aplomo y la elocuencia para afrontar todos estos sufrimientos: “No tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro”.

          La entereza y gallardía con las que llevarán a cabo este testimonio generarán en los enemigos del Evangelio e, incluso en sus seres queridos, más odio y persecución, y ello hasta tal punto de llevarles en muchos casos hasta la misma muerte. Ante esta más que posibilidad, la promesa de Cristo es contundente: “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá”, una manera de decir que todo nuestro ser está en las manos de Dios, de las cuales nada ni nadie podrá separarnos.

          Esta conciencia de sentirse completamente salvados en las manos de Dios la han experimentado desde el principio y a lo largo de la historia todas las personas que, sin importarles los sufrimientos ni las persecuciones, han decidido seguir a Cristo hasta las últimas consecuencias. Así se manifestaba el primer mártir de nuestra historia cristiana, Esteban, ante los que lo lapidaban: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios” (He 7,56), y así reaccionaron Pedro y Juan, después de haber sido azotados por orden del Sanedrin: “Ellos marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre [el Nombre de Cristo, por supuesto](He 5,41).

          “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. Con estas palabras del Señor termina nuestra lectura evangélica. “Con la alegría de la esperanza, sed constantes en la tribulación y perseverantes en la oración” (Rm 12,12). Es una de las muchas exhortaciones que da San Pablo a los Romanos en el capítulo doce de su carta. Constancia y  perseverancia, dos virtudes que, en muchas ocasiones, dan al traste con nuestro camino hacia Dios o, al menos, desaceleran nuestro progreso espiritual. Tomemos conciencia de que el desánimo o el parecer que no avanzamos nos acosan en cualquier momento: el seguimiento al Maestro, como hemos oído en este evangelio, no es siempre un camino de rosas. Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan”, nos advierte Jesús (Mt 7 14-14). Pero que no cunda el desaliento: agarrémonos con fuerza a la oración y ella debilitará todo aquello que pretenda apartarnos del seguimiento de Cristo: “Estad siempre alegres. Orad sin cesar. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” 1 Tes 5,16-18).

Oración sobre las ofrendas

         Concédenos, Señor, que estos dones, ofrecidos ante la mirada de tu majestad,  nos consigan la gracia de servirte y nos obtengan el fruto de una eternidad dichosa. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 Presentamos al Padre todo lo que, recibido de Él, somos y tenemos. Así como el pan y el vino se convertirán en el cuerpo y en la sangre del Señor, también nosotros nos convertiremos en verdaderos hijos suyos. Unidos a Cristo, el Hijo por excelencia, daremos frutos de buenas obras en el servicio a Dios y a los hermanos, y alcanzaremos, con la ayuda de su gracia, la felicidad que nunca acaba.

 Antífona de comunión

 En verdad os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que os lo han concedido y lo obtendréis, dice el Señor (cf. Mc 11,23. 24).

 Son palabras del Señor en un momento de su vida en la tierra, pero que, por haber sido pronunciadas por el Dios encarnado, participan de su eternidad y, por tanto, son perfectamente actuales. La eficacia de la oración es tan cierta, que, si lo que pedimos es concorde con su voluntad, tenemos la seguridad de que ya nos ha sido concedido. Nos lo ha dicho el Señor que “tiene palabras de vida eterna”: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

 Oración después de la comunión

 Señor, después de recibir el don sagrado del sacramento, te pedimos humildemente que nos haga crecer en el amor lo que tu Hijo nos mandó realizar en memoria suya. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

 Concluimos la celebración pidiendo al Padre, desde una actitud de humildad y reconocimiento de su poder, que el mandato de realizar en su memoria el sacramento de su pasión y muerte, que Jesús dio a los discípulos -y también a nosotros-, nos haga crecer a todos en el amor y en el servicio efectivo a nuestros hermanos, los hombres.