Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo - B

 Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo Ciclo B

 Antífona de entrada

          El Señor los alimentó con flor de harina y los sació con miel silvestre (cf. Sal 80,17).

Fue al Israel fiel, aquel que escuchaba la palabra de Dios e intentaba ponerla en práctica, a quien el Señor alimentó con flor de harina y sació con miel silvestre. Así lo aclara el salmo del que se ha extraído este texto, unos versículos anteriores: “¡Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino!”.  Esta flor de harina es Cristo, la Palabra de Dios encarnada, y esta miel silvestre es la dulzura que brota de su corazón, dulzura que endulza la vida de los creyentes haciéndolos, como Él, mansos y humildes. Dispongamos nuestro corazón para alimentarnos fructuosamente de la fortaleza de esta Palabra (lecturas) y de la dulzura del corazón de Cristo, que se unirá a nuestra alma en una completa simbiosis de amor (comunión).


 Oración colecta

          Oh, Dios, que en este sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu pasión, te pedimos nos concedas venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención.Tú, que vives y reinas con el Padre.

          La Eucaristia es el sacramento por excelencia, el lugar en el que Cristo, como hombre y como Dios, se hace presente para alimentarnos y hacernos partícipes de su ser. En ella se hace actual todo lo que el Verbo encarnado dijo e hizo en su vida mortal y, de modo especial, en su pasión y en su muerte. Debido a nuestra debilidad y a las distracciones mundanas, que reclaman constantemente nuestra atención, necesitamos la ayuda de la gracia para empaparnos de la grandeza de este sacramento. Es lo que pedimos al Padre: que la fe reemplace a nuestros sentidos para venerar el misterio del cuerpo y de la sangre de su Hijo y experimentar así “el fruto de la redención”, la unión con Él y con nuestros hermanos. “Prestet fides suplementum sensuum defectui” -“Preste la fe su ayuda a la torpeza de los sentidos”-, cantamos en el “Tantumergo” 

 Lectura del libro del Éxodo - 24,3-8

          En aquellos días, Moisés bajó y contó al pueblo todas las palabras del Señor y todos sus decretos; y el pueblo contestó con voz unánime: «Cumpliremos todas las palabras que ha dicho el Señor». Moisés escribió todas las palabras del Señor. Se levantó temprano y edificó un altar en la falda del monte, y doce estelas, por las doce tribus de Israel. Y mandó a algunos jóvenes de los hijos de Israel ofrecer al Señor holocaustos e inmolar novillos como sacrificios de comunión. Tomó Moisés la mitad de la sangre y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después tomó el documento de la alianza y se lo leyó en alta voz al pueblo, el cual respondió: «Haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos». Entonces Moisés tomó la sangre y roció al pueblo, diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros, de acuerdo con todas estas palabras».

          Las ceremonias que se relatan en este texto son muy antiguas y muy extrañas a nuestra mentalidad. Moisés vivió 1250 años antes de Cristo y estas costumbres ya se practicaban hace 3000 años. El texto sagrado nos describe un ritual que tenía la finalidad de sellar la paz entre dos pueblos enemigos. Moisés se sirve de este rito de paz para sellar la alianza de Dios con Israel.

          Al bajar del monte, Moisés cuenta al pueblo lo que le ha dicho el Señor. Todo el pueblo se compromete unánimemente a obedecer las palabras de Dios, grabadas por Moisés en un documento. A la mañana siguiente, construye un altar y lo rodea de doce piedras verticales, en honor de las doce tribus de Israel. Después de sacrificar animales y rociar el altar con la mitad de la sangre derramada, lee en voz alta el documento de la ley del Señor. El pueblo asiente de nuevo a las palabras del Señor y se compromete a llevarlas a la práctica. Es entonces cuando Moisés rocía al pueblo con la otra mitad de la sangre, al tiempo que pronuncia esta bendición: “Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros, de acuerdo con todas estas palabras”.

          Desde ese momento se establece entre Dios y el pueblo una relación vital, un pacto mediante el cual las dos partes, Dios y el pueblo, se comprometen a tenerse fidelidad el uno al otro, y en el que Dios lleva siempre la iniciativa: “Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros. Esta relación de amistad continuará, con altos bajos, a lo largo de la historia de Israel. En la misma  no es Israel el que intenta acercarse a Dios, sino, al contrario, es Dios quien viene a buscar a Israel para reafirmarle, una y otra vez, su amistad y mostrarse como el Dios que libera y hace vivir. Todo lo que hace el hombre -su oración, su ofrenda, el compromiso de hacer su voluntad- no es otra cosa que la respuesta a esta benevolencia de Dios. Es entonces cuando el pueblo decide comprometerse en el camino de la obediencia, “la obediencia de la fe”, que dirá San Pablo (Rm 1,5): “Haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos”.

  A lo largo de su historia, Israel se olvidaba con frecuencia de la Alianza, pero el Señor, que “cumple siempre lo que promete y lleva a cabo lo que dice” (Núm 23,19), se lo recordará continuamente a través de los profetas. De esta manera Dios corregía sus desviaciones y lo llevaba, “como en volandas”, a la realización plena del proyecto de amor que había concertado con él y, través de él, con toda la humanidad. En el libro del Deuteronomio, el Señor se dirige al pueblo con estas palabras: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (6, 4-5). Y, un poco más tarde, en el libro del Levítico, se le ordena el amor al prójimo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18). Con estas palabras la respuesta del pueblo a la Alianza se concreta, no tanto en el culto, sino en la práctica del amor a Dios y del amor al prójimo, los dos mandamientos que, para Jesús, “sostienen la Ley y los profetas” (Mt 22,40).

          Y fue Jesús, el hombre-Dios, el que llevó a la perfección esta respuesta de amor, cumpliendo en todo momento la voluntad del Padre -“He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Jn 6,38)- y entregando su vida por los demás hasta dar la vida por ellos“Llegada su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1)-. En Jesús, por tanto, llega a su plenitud la Alianza del Sinaí. Jesús cumple perfectamente aquellas palabras que dijeron los Israelitas a Moisés cuando éste les leyó el documento de la Alianza: “Haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos”. 

Salmo responsorial – 115

 Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.

 ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor. (1)

 Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Señor, yo soy tu siervo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas.(2)

 Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando el nombre del Señor. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo.(3)

           La Iglesia propone como respuesta a esta lectura la segunda parte salmo 115 que, en contraposición al carácter suplicante de la primera, tiene un claro signo eucarístico, es decir, de acción de gracias. Como buen israelita, el salmista reconoce y agradece los dones recibidos del Señor, -“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”-. Entre estos dones destacan el haberle liberado de la esclavitud -“Señor, soy tu siervo, rompiste mis cadenas”y la preocupación por quien lo espera todo de Él -“Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles-. Ante esta graciosa benevolencia, manifestada en los momentos de hundimiento, brota de su corazón 1) el deseo de celebrarla -“alzaré la copa de la salvación” -, 2) la acción de gracias -Te ofreceré un sacrificio de alabanza” -, y 3) el compromiso de seguir en todo su voluntad -“Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo-. Es lo que hicieron los israelitas cuando Moisés derramó sobre ellos la sangre que sellaba la Alianza con el pueblo: “Haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos”.

          ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?

          Como el salmista, nosotros estamos en deuda con el Señor por los bienes que nos ha hecho y nos sigue haciendo. Son tantos y tan grandes, que siempre nos quedaremos cortos a la hora de agradecérselos. Pero esto no nos importa, pues de esta forma garantizamos ¡de por vida! nuestra unión con Él en una permanente oración de acción de gracias.

           “Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles”.

          La perspectiva existencial del salmista se circunscribe a los límites del aquí y el ahora, al disfrute de los bienes que el Señor nos regala a través de una vida larga y próspera. A nosotros, en cambio, se nos ha hecho partícipes de una herencia eterna, pues con Cristo, con quien hemos muerto a nuestros pecados, se nos ha concedido participar de la eternidad de Dios. Nuestra vida presente es la antesala de la vida verdadera, aquélla que está escondida en el cielo en Cristo Jesús. Es la pérdida de esta vida lo que le duele al Señor. En la panorámica cristiana, la muerte es la auténtica liberación del hombre, pues el alma del justo va a gozar de la presencia divina por toda la eternidad. Esta vida es nuestro gran tesoro, un tesoro, del que ya disfrutamos aquí, y que Dios tasa muy alto. Así lo decía San Pedro: “No hemos sido comprados con oro o plata, sino con la preciosa sangre de Cristo” (1Pe 1,18-19).

          “Señor, yo soy tu siervo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas”.

          El salmista se declara siervo de su Dios, no un siervo adventicio o comprado, sino nacido en su casa, un hijo de una esclava a quien el Señor ha concedido la libertad.

              Nosotros, indignos siervos de Dios, hemos sido alojados en la casa de Dios en calidad de hijos. Como leíamos en la segunda lectura del pasado domingo, “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios”. Y, al decidir seguir a Jesús, hemos recibido este Espíritu, que nos hace libres y nos introduce en la amistad e intimidad de las personas divinas: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor. Os llamo amigos, porque todo lo que he recibido de mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15).

           “Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor”.

          El salmista, que se ha declarado siervo de su Dios y a quien Dios ha liberado de la muerte, de las enfermedades y del seolmanifiesta su agradecimiento y promete hacer un sacrificio de alabanza para invocar y celebrar su nombre y para cumplir lo que le prometió, cuando se encontraba hundido por la enfermedad, la soledad y el peligro de muerte. Y todo esto lo hará en presencia de todo el pueblo, para que todos compartan su alegría y se unan a la alabanza de su Dios.

          Cuando hablamos de nuestra relación con el Señor a través de la oración solemos insistir más en la oración de petición que en la oración de alabanza y acción de gracias. Las dos son igualmente necesarias: en la primera, conscientes de que, sin la ayuda del Señor, no podemos hacer nada, manifestamos al Señor nuestro deseo de que nos haga caminar por sus caminos, que son los únicos que nos conducen al reino de la vida y de la verdadera libertad; en la oración de alabanza, le damos gracias porque nunca nos abandona y le prometemos hacer de nuestra vida una ofrenda permanente, volcada en el cumplimiento de su voluntad, en la realización del amor hacia Él y hacia nuestros semejantes: “esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn 15, 17). Y esta ofrenda de amor la realizamos públicamente, para que todos, “viendo nuestras obras, glorifiquen a nuestro Padre, que está en los cielos” (Mt 5,16).

 Lectura de la carta a los Hebreos - 9,11-15

          Hermanos: Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Su «tienda» es más grande y más perfecta: no hecha por manos de hombre, es decir, no de este mundo creado. No lleva sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna. Si la sangre de machos cabríos y de toros, y la ceniza de una becerra santifican con su aspersión a los profanos, devolviéndoles la pureza externa, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, para que demos culto al Dios vivo! Por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna.

          En los diez versículos anteriores a esta lectura el autor sagrado nos hace una breve descripción del santuario mosaico. Éste constaba de una primera zona -el vestíbulo- que daba acceso a la primera estancia -el Santo-, en la que se encontraba el candelabro de los siete brazos, la mesa de los panes de la proposición y el altar de los perfumes. A esta primera estancia entraban cada día los sacerdotes a realizar los ritos prescritos por la Ley: incensar el altar, cuidar de que las lámparas del candelabro estuviesen encendidas y renovar semanalmente los panes de la proposición. Esta estancia comunicaba con otra segunda, llamada “el Santo de los Santos” - “Sancta sanctorum”, en la que se encontraba el Arca de Alianza y, dentro de ella, un recuerdo del Maná, la vara de Moisés y las tablas de la Ley. A esta estancia solamente penetraba el Sumo Sacerdote, una vez al año, para rociar el lugar con la sangre de los corderos, en expiación de sus propios pecados y los del pueblo. 

           El autor de la carta a los hebreos explica a sus lectores el significado de la Nueva Alianza, utilizando las palabras y los ritos en los que los judíos rememoraban la Alianza del Sinaí. Estos ritos reposaban en la idea de un Dios omnipotente e inaccesible, con el que, a pesar de su lejanía, era necesario estar en contacto para mantenerse dentro de la Alianza. Por esta razón surge el sacerdocio, una institución que separaba del ámbito profano a determinadas personas para ejercer de intermediarios entre Dios y el pueblo. Todo estaba meticulosamente organizado. Una tribu, la de Leví, era la encargada de ejercer este cometido sagrado: de ella salían los futuros sacerdotes mediante determinados rituales. Éstos debían vestir de forma diferente a los demás y observar reglas de purificación muy severas con el fin de estar preparados para entrar en contacto con la divinidad -no en cualquier sitio, sino en el Templo- en el tiempo prescrito por la Ley. Y para tener la seguridad de que el sacerdote era escuchado por Dios, se hacían necesarias ofrendas por parte del pueblo que consistían en sacrificios de animales, normalmente corderos.

           No era algo casual que el culto mosaico estuviese organizado de esta forma, con una severa prohibición de entrar en el Santo de los Santos: con ello se quería significar que el acceso al Santuario verdadero, el Cielo, no tendría lugar hasta que el velo entre la primera y la segunda estancia no se rasgase, hecho que ocurrió en el momento de la muerte de Cristo (Mt 27,51). Terminada la descripción del santuario y de los ritos mosaicos, el autor sagrado nos hace una maravillosa síntesis de la obra realizada por Cristo, el Sumo Sacerdote que ha entrado de una vez por todas en el verdadero santuario -el Cielo-, un santuario no construido por manos humanas, y rociado, no con la sangre de animales, sino con su propia sangre, por la que nos hace partícipes de los bienes definitivos. La distancia de la eficacia de los ritos judíos respecto de la liturgia de la Nueva Alianza es infinita: “Si la sangre de machos cabríos y de toros santifica a los profanos y devuelve la pureza externa, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, para que demos culto al Dios vivo!”.

          Jesús, el Verbo encarnado, ha hecho inservibles todos los ritos de la antigua Alianza. Dios y hombre al mismo tiempo, Jesús es el único intermediario entre Dios y la humanidad, el verdadero sacerdote que, mediante la ofrenda de su vida en la Cruz, ha penetrado en el santuario del cielo una vez para siempre, consiguiendo para nosotros el perdón de los pecados y la comunión con Dios, de la que proceden todos los dones que el Padre nos había prometido desde toda la eternidad.

 Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo –dice el Señor–; el que coma de este pan vivirá para siempre.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 14,12-16. 22-26

          El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?» Él envió a dos discípulos, diciéndoles: «Id a la ciudad, os saldrá al paso un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo, y en la casa adonde entre, decidle al dueño: “El Maestro pregunta: ¿Cuál es la habitación donde voy a comer la Pascua con mis discípulos?” Os enseñará una habitación grande en el piso de arriba, acondicionada y dispuesta. Preparádnosla allí». Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Mientras comían, tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo». Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio, y todos bebieron. Y les dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos. En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios». Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos.

          Nos encontramos en el día de fiesta de los panes ázimos. En Jerusalén no se daba tregua a la matanza de corderos que serían repartidos en las familias para la cena Pascual. En las casas se deshacían de todo rastro de levadura del año que finalizaba para sustituirla por la nueva levadura ocho días después. Con estos dos ritos los judíos conmemoraban la liberación del yugo de los egipcios y la Alianza que hizo Dios con su pueblo en el Sinaí, en la que se comprometieron a obedecer las órdenes del Señor: “Haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos -leíamos en la primera lectura-, compromiso que era el fruto de la confianza en la Palabra del Señor, que les había liberado de la esclavitud de los egipcios. Desde entonces celebrar la pascua no va a consistir tanto en desgranar recuerdos, cuanto en entrar personalmente en esta Alianza, viviendo de una manera nueva, a saber, libres de viejos fermentos y de toda clase de cadenas.

          Es en este ambiente Pascual de Alianza en el que Jesús ha querido enmarcar los últimos compases de su vida: “Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos”Con estas palabras se estaba claramente refiriendo a su pasión y muerte, si bien esta referencia quedaba en el ámbito de su intimidad. En efecto. En ese momento nadie podía considerar esta muerte como un sacrificio agradable a Dios, ya que Jesús no era sacerdote, no pertenecía a la tribu de Leví y su ejecución no tuvo lugar en el Templo, ni siquiera dentro de la ciudad. A nadie se le pudo pasar por la cabeza que con esta ejecución se estaba realizando un sacrificio expiatorio y, mucho menos, a los que la perpetraron directamente: simple y llanamente se estaban quitando de encima a un mal judío, que perturbaba la vida y la religión del pueblo.

              Sin embargo, Jesús dio a su muerte el sentido de un sacrificio, el sacrificio de la nueva alianza, aunque dando a la palabra sacrificio el significado que le dio el profeta Oseas: “Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios y no holocaustos” (Oseas 6,6).  Jesús, con su pasión y muerte, nos hizo partícipes del conocimiento de Dios, un Dios que perdona y tiene misericordia, incluso de los que lo están matando: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). En adelante, los que queramos ofrecer nuestras vidas a Dios tendremos que estar unidos a Cristo, que llevó al extremo el proyecto benevolente del Padre con todos los hombres, y, como Cristo, no vivir ya para nosotros mismos, sino para los demás. Entonces seremos de verdad libres y habremos encontrado nuestro verdadero ser, “porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa mía y del evangelio la encontrará” (Mc. 8,35). Ello ocurrirá definitivamente cuando vuelva Jesús para llevarnos con Él: “En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino De Dios”.

           Dichas estas palabras y cantados los himnos de acción de gracias, Jesús sale resuelto hacia el monte de los olivos a cumplir la voluntad del Padre: Su hora, de la que tantas veces ha hablado a lo largo de su vida pública, ha llegado por fin.

 Oración sobre las ofrendas

           Señor, concede propicio a tu Iglesia los dones de la paz y de la unidad, místicamente representados en los dones que hemos ofrecido. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          La espiritualidad cristiana nunca es estrictamente individual. El cristiano no puede separar el bien propio del bien de los demás, en este caso, de la comunidad eclesial. Por eso lo que pedimos en esta oración del ofertorio no es para nosotros, sino para la Iglesia -de la cual formamos parte como hijos-: para que el Señor la adorne con los dones de la paz y de la unidad, representados en el pan y el vino que ofrece el sacerdote. Esta petición la hacemos con la confianza de que nuestra oración será escuchada y concedida, pues ya nos dejó su paz el mismo Jesús -“La paz os dejo, mi paz os doy”-  y ya pidió al Padre para que viviéramos unidos  -“Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste”-.

 Antífona de comunión

          El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él, dice el Señor (Jn 6,57).

Al acercarnos a comulgar, y para no convertir el acto de recibir a Cristo en una acción rutinaria que nos deje en la misma situación en la que estábamos, avivemos la certeza de que Jesús va a habitar realmente en nuestro interior y de que de nosotros, que al comerlo somos asimilados a Él,  vamos a vivir en Él. Convirtámonos  en niños y, como los niños que comulgan por primera vez, cantemos en el silencio de nuestro corazón aquella estrofa de una de las canciones de ese su día tan importante: “Yo le contaré lo que me pasa, como a mis amigos le hablaré, yo no sé si es Él el que habita en mí o si soy yo el que habita en Él”.

 Oración después de la comunión

          Concédenos, Señor, saciarnos del gozo eterno de tu divinidad, anticipado en la recepción actual de tu precioso Cuerpo y Sangre. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Alegrarnos y felicitarnos porque un ser de nuestra raza -un hermano nuestro- haya sido elevado al rango de la divinidad es un sentimiento que nos llena humanamente de orgullo. Pero esta alegría no sería real si este hecho no nos afectase directamente, es decir, si el hombre Jesús no se hubiese hecho una cosa con nosotros: sólo conocemos de verdad lo que experimentamos. Pero, para nuestro bien, el hombre Jesús ha entrado en nuestra existencia haciéndonos compartir su triunfo sobre el pecado y sobre la muerte y sentándonos con Él a la derecha del Padre. Al alimentarnos de su Cuerpo, nos ha asimilado a Él de tal manera que ya no vivimos en nosotros mismos, sino que es Cristo quien vive en nosotros. Al finalizar esta Eucaristía, pedimos al Padre que la realidad de la divinidad del hombre Jesús sea para nosotros el sentido y la alegría permanentes de nuestra vida.

 

Domingo de la Santísima Trinidad B

Domingo de la Santísima Trinidad – Ciclo B

 

Antífona de entrada

           

            Bendito sea Dios Padre y el Hijo unigénito de Dios y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros.

 Oración colecta

     

       Dios Padre, que, al enviar al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación, revelaste a los hombres tu admirable misterio, concédenos, al profesar la fe verdadera, reconocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar la Unidad en su poder y grandeza. Por nuestro Señor Jesucristo.


           Nos dirigimos al Padre, que envió a su Hijo Jesucristo, como la Luz verdadera que ilumina a todo hombre, y a su Espíritu, como la guía perfecta que nos conduce a la santidad, para que nos haga valorar y reconocer la impresionante realidad del misterio trinitario y nos ayude a venerarlo con nuestros labioscon nuestro corazón y con una vida entregada a los demás, imitando el amor que se tienen entre sí las tres personas divinas.


 Lectura del libro del Deuteronomio - 4,32-34. 39-40


           Moisés habló al pueblo diciendo: «Pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra; pregunta desde un extremo al otro del cielo, ¿sucedió jamás algo tan grande como esto o se oyó cosa semejante? ¿Escuchó algún pueblo, como tú has escuchado, la voz de Dios, hablando desde el fuego, y ha sobrevivido? ¿Intentó jamás algún dios venir a escogerse una nación entre las otras mediante pruebas, signos, prodigios y guerra y con mano fuerte y brazo poderoso, con terribles portentos, como todo lo que hizo el Señor, vuestro Dios, con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos? Así pues, reconoce hoy, y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Observa los mandatos y preceptos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos, después de ti, y se prolonguen tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre».


           La inclinación de Israel a la idolatría, a pesar de las continuas advertencias de los profetas, era algo prácticamente incorregible, agravado, además, por el contacto con los pueblos vecinos, idólatras por los cuatro costados. El libro del Deuteronomio pone en boca del primero de los profetas, Moisés, estas consideraciones con la intención de apartar al pueblo del culto a los ídolos. Con ellas pretende resaltar la enorme diferencia entre el Dios de los Padres y los dioses venerados por los demás pueblos: “¿Intentó jamás algún dios venir a escogerse una nación entre las otras mediante pruebas, signos, prodigios y guerra y con mano fuerte y brazo poderoso, con terribles portentos, como todo lo que hizo el Señor, vuestro Dios, con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos?”. 


          Con estas reflexiones, el autor sagrado pretende alejar a Israel del politeísmo y llevarlo a la senda del único Dios. Estamos en los albores de la revelación. Dios no podía de la noche a la mañana revelarse en toda su grandeza y riqueza a unas personas torpes, duras de corazón e incapaces de elevar su mente por encima de las realidades tangibles. En su proyecto de manifestarse plenamente a Israel y, a través de Israel, a todos los hombres, Dios, en su sabiduría, decidió conducir a Israel por distintas etapas que, poco a poco, lo iban acercando a su verdadero conocimiento y al trato que debían mantener con Él. Un paso imprescindible -es el que se considera en esta lectura- fue el convencimiento y fortalecimiento de la creencia en un único Dios: “Reconoce hoy, y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro”Este reconocimiento de la unicidad de Dios no debe quedarse en conceptos y palabras: se debe actuar en consecuencia. ¿Cómo? Confiando plenamente en sus promesas y cumpliendo sus mandatos: la observancia de los mismos  sacará a Israel de su situación de nomadismo y lo conducirán a una tierra en la que serán felices ellos y sus hijos. Así habla Dios por boca del autor sagrado: “Observa los mandatos y preceptos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos, después de ti, y se prolonguen tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre”. Así también se había manifestado a Abraham, a quien se hicieron por primera vez estas promesas: “Yo soy el Dios Todopoderoso. Camina en mi presencia y sé irreprochable” (Gén 17,1).

          

    En la lectura no hay rastro de la revelación de la Trinidad, cuya fiesta celebramos este domingo. Si la ha propuesto la Iglesia en este día, en es para que contemplemos la sabiduría de Dios en el modo como iba conduciendo a los hombres a su plena manifestación. Esta plena manifestación del ser de Dios tuvo lugar en el Nuevo Testamento con la presencia del Verbo encarnado, Jesucristo, el cual nos hablará continuamente de su Padre, nos enseñará a dirigirnos a Él con las palabras del Padrenuestro y nos mostrará que mantenía un trato permanente y gozoso con Él, tanto en su vida pública, como durante las prolongadas noches de oración en la soledad del monte. Por otra parte, ya al final de su existencia terrestre, nos prometerá la presencia en nuestras vidas del Espíritu consolador, que siempre lo acompañó en su misterio público. Él, el Espíritu Santo, nos dará la fuerza necesaria para cumplir sus mandamientos y nos recordará continuamente todo lo que Jesús nos dijo y enseñó.


Salmo responsorial – 32

Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

La palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. 


Toda una profesión de fe, como anticipo de lo que va ser la completa revelación de Dios como amor. El creyente puede atravesar la vida entre alegrías, sufrimientos y pruebas, con la certeza de que está sostenido por una gran verdad: la tierra, en la que realiza su existencia, aunque envuelta en incertidumbres y ambigüedades, está llena del amor de Dios -La misericordia del Señor llena la tierra”-. Un Dios que se desvive por nosotros y que establece el derecho y la justicia“Él ama la justicia y el derecho”. Ello, junto con la conciencia tranquilizadora de que “La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales”, nos lleva al gozo que nace de la certeza de que el bien se impondrá sobre el mal. El cristiano sabe que ese triunfo del bien y de la verdad ha llegado con Cristo, en quien Dios se ha revelado como amor infinito a su creación y a la humanidad, 

un amor de Padre

de Hermano -Cristo

de Amigo -Espíritu Santo-. 


“La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos. Porque él lo dijo, y existió, él lo mandó y todo fue creado”.

 

          Este amor de Dios, manifestado en sus obras, es el primer peldaño de la escalera que nos lleva al amor derrochado en la nueva creación, constituida por unos cielos nuevos y una tierra nueva en los habitan el derecho, la justicia y la verdad. Esta nueva creación y ésta nueva tierra se han hecho realidad en la persona y en la obra de Jesucristo: con Él hemos entrado en la definitiva tierra prometida y con Él hemos heredados los bienes que, desde toda la eternidad, había preparado el Padre para nosotros. 


Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.

          

         No estamos solos en el Universo, estamos bajo la mirada de un Dios que nos ama más que nosotros a nosotros mismos. Eso sí. A condición de que, como pobres seres necesitados, lo esperemos todo de Él. Este ponernos en sus brazos misericordiosos es lo que hace de nosotros verdaderos temerosos de Dios, temor en el que, para la literatura bíblica, no tiene cabida el miedo ni, mucho menos, la sospecha de la propensión por parte de Dios al castigo. Lo expresa magníficamente María en el canto del Magníficat: “El Poderoso ha hecho grandes obras en mí. Su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1:49-50). Los que lo temen son los humildes y los que tienen verdadera hambre de Dios, como Ana, como Simeón, como todos los descendientes de Abraham que esperaban el consuelo de Israel. Todos ellos se verán libres de la muerte y serán reanimados en tiempos de hambre”.   


Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

   

       Y aquí viene nuestra respuesta a este amor de Dios: sólo en Él ponemos nuestra esperanza, pues sólo Él está dispuesto a salvarnos en los momentos de peligro, sólo Él es el escudo bajo el cual nos refugiarnos en nuestras horas bajas. Nuestro deseo es que el Señor esté a nuestro lado: “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”. Este deseo se realiza de un modo que nosotros no podíamos imaginar. Dios no sólo está a nuestro lado, está dentro de nosotros mismos: “Si alguien me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). No sólo es el don del amor de Dios el que sentimos en nuestro interior: es el mismo Dios como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo, el que quiere establecer con nosotros una íntima relación de amistad. ¿Somos conscientes de la riqueza que habita en nuestro interior o valoramos más las riquezas caducas que nos ofrece nuestro mundo?


Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos - 8,14-17

         

         Hermanos: Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!» Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él.

         

        San Pablo, para hablar de la relación del cristiano con Dios, se inspira en la realidad de la esclavitud de su tiempo. La forma de sentir de un hijo es muy diferente de la que tiene la persona esclava. Podemos pensar en el dueño de una casa en la que conviven juntos esclavos e hijos. El comportamiento de unos y otros puede ser el mismo: obedecer las órdenes del que dirige la administración de casa -para unos, el padre y para otros, el señor a quien sirven-, pero el modo como cada cual cumple la orden es muy distinto: el esclavo lo hace por temor al castigo, mientras que el hijo se mueve en el terreno de la confianza. El hijo cuenta en todo momento con el cariño del Padre. En el esclavo, en cambio, prevalece la sospecha de intenciones aviesas por parte de su dueño.


          En el versículo anterior a esta lectura, San Pablo ha puesto a los romanos en la alternativa de vivir según la carne o vivir según el espíritu. En el primer caso, la consecuencia es la muerte; en el segundo caso, el premio es la vida. “Si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis” (Rm 8,13).


          Después de esta advertencia, retoma San Pablo la descripción de la vida cristiana. El espíritu que habita en los fieles establece entre ellos y Dios una relación tan estrecha, que el único término apropiado para designarla es el de filiación. Somos verdaderamente hijos de Dios, y Dios nos trata como a tales. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1Jn 3,1). Pero somos realmente hijos de Dios “cuando nos dejamos llevar por su Espíritu”.  Este Espíritu destruye en nosotros los sentimientos de temor y esclavitud, y hace que nos sintamos hijos de Dios de tal forma, que de nuestro corazón y de nuestros labios surge espontáneamente el grito cariñoso y tierno de “Abba”, que, en hebreo es algo así como “papá”. San Pablo saca las consecuencias inmediatas de este ser y sentirnos hijos de Dios. Si somos hijos de Dios, somos también herederos de Dios, herederos junto con Cristo, el Hijo de Dios por naturaleza, que nos ha incorporado a su propio ser. Nos hemos convertido en dioses en la categoría de hijos, “hijos en el Hijo”. Y esta unión a Cristo nos lleva a identificarnos en todo con Él, no sólo en la gloria que recibió en su Resurrección, sino también en los padecimientos que, por amor a los hombres, tuvo que sufrir. “Si morimos con Cristo, viviremos con Él; si sufrimos con Cristo, reinaremos con Él” (2 Tm 2,11-13).


          Es verdad que sufrir es siempre cosa dura, pero “qué son los sufrimientos de esta vida en comparación con la gloria que nos aguarda” (Rm 8,14-18) -así continúa San Pablo en el versículo siguiente a esta lectura, un versículo que, ciertamente, no aparece en la misma, pero que añade un matiz que nos lleva a una comprensión más completa del texto de este domingo-. 


Aclamación al Evangelio


          Aleluya, aleluya, aleluya. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo; al Dios que es, que era y al que ha de venir.


Lectura del santo evangelio según san Mateo - 28,16-20


          En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos».


          Los once discípulos marcharon, cumpliendo el encargo de Jesús a las mujeres a las que se había aparecido: “Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28,10). El monte donde se reunieron para ver al Señor les fue indicado expresamente por Jesús, aunque ninguno de los evangelistas registra cuándo y dónde tuvo lugar esta indicación. El que se postraran ante Él, a pesar de la duda de algunos, significa que lo reconocieron. Jesús -probablemente para fortalecer su confianza- se acerca a ellos y, una vez a su lado, les dice que se le ha concedido toda clase de poder, tanto en el cielo -el mundo de Dios- como en la tierra -el mundo de los hombres-. Este inmenso poder quiere compartirlo con ellos y con todos los hombres. Para cumplir esta tarea les manda a hacer discípulos a todos los pueblos, a bautizarlos y a enseñarles todo lo han aprendido de Él. 


           “Haced discípulos a todos los pueblos”. 


            Con estas palabras, Jesús hace aún más explícito su deseo de que participen de su vida y de su poder todos los hombres, a los que unirá al gran rebaño que formará la gran familia de los hijos de Dios: “Tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor” (Jn 10, 16). Entre estas ovejas estamos nosotros y todos los que vendrán después de nosotros. Para que todos ellos -todos nosotros- nos incorporemos a Él y, juntos, formemos la gran unidad de los hijos de Dios, rogó Jesús al Padre en la oración sacerdotal de la Última Cena: “No ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Jn 16,20-21). En los once apóstoles, a los que encomendó la tarea de hacer discípulos a todos los hombres, estamos todos los que queremos seguir a Cristo, y para todos nosotros vale igualmente esta encomienda de Jesús. Todos somos misioneros, todos somos eslabones que, a través de la historia, hacen presente a Cristo y su mensaje de amor; a todos nos regala Cristo el poder de transmitir la vida de Dios. Carece absolutamente de sentido un cristianismo que se quede en los estrechos límites de nuestra personalidad individual.


            “… bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”


           El bautismo del que nos habla Cristo no es el bautismo penitencial para la remisión de los pecados, como el que administraba Juan el Bautista. El bautismo cristiano es el medio en el que se sumerge, al creyente en Cristo, en la misma vida de la Divinidad. Al invocar el nombre del Padre, el cristiano recibe la naturaleza de hijo de Dios. Ello significa que, a partir de ese momento, el cristiano tiene como meta aspirar a la santidad, como Santo es el Padre: “Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre” (Mt 5,48). Al invocar el nombre del Hijo, el nuevo cristiano se identifica con la misma persona de Cristo y, como Él, se hace todo para todos: “El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20,26-28). Al invocar el Espíritu Santo, se establece en el cristiano una unidad de vida con Él, de forma que este Espíritu se convierte en Alma de su alma. A partir de entonces, el Espíritu Santo será el inspirador de todos sus pensamientos, sentimientos y actos, el que le ayudará a rezar como conviene, el que lo consolará en los momentos críticos y el que hablará por él cuando tenga que defender ante el mundo la causa de Cristo: “Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros”. Mt 10,19-20).


           “... enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”


           La tarea que Jesús encomienda a los discípulos, y también a nosotros, es la de enseñar -en la forma que el Espíritu nos inspire, pero siempre con nuestro testimonio personal- a cumplir con el mandato de amarnos unos a los otros como Él nos ha amado, es decir, dando la vida por los demás: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), hasta el extremo de dar la vida por ellos. Tarea ciertamente ardua, pero no difícil, pues Él, Cristo, estará con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo”.

           Y efectivamente. Cristo estará siempre con nosotros, pues, junto con el Padre y el Espíritu Santo, ha decidido morar en lo más profundo de nuestro ser para establecer con nosotros la más íntima amistad. Las tres personas divinas nos acompañan a todas partes. Podemos decir con San Ignacio de Antioquía que somos “teoforoi” (Teos=Dios; foroi=portadores): portadores de Dios. Ya lo dijo de otro modo San Pablo: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Vienen ahora muy bien aquellas palabras de Cristo, que recordábamos en el comentario del salmo: “Si alguien me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).


            “La Trinidad divina no es para nosotros simplemente un misterio impenetrable (como se la presenta a menudo), es más bien la forma en que Dios ha querido darse a conocer al mundo y especialmente a nosotros, los cristianos. Dios es nuestro Padre, que nos ha amado tanto, que entregó a su Hijo por nosotros, y además nos dio su Espíritu, para que pudiéramos conocerlo como el amor ilimitado. (...). Dios no sólo nos ha hecho conocer su existencia (de la que tiene un presentimiento todo hombre que ve que las cosas del mundo no se han hecho a sí mismas), sino que nos ha proporcionado también una idea de su esencia íntima. Esto es lo que la Iglesia debe anunciar a todos los pueblos” (Hans Urs von Balthasar, Luz de la palabra)


Oración sobre las ofrendas

          Por la invocación de tu nombre, santifica, Señor y Dios nuestro, estos dones de nuestra docilidad y transfórmanos, por ellos, en ofrenda permanente. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Invocamos el nombre del Padre para que el pan y el vino, que ofrece el sacerdote, sean impregnados de la realidad de Dios y, junto con ellos, nosotros. De este modo seremos transformados, como ellos, en el mismo Cristo y, como en Cristo, nuestra vida quedará convertida en una permanente ofrenda a la voluntad de Dios y, en consecuencia -pues es lo que quiere Dios de nosotros- al bien de nuestros hermanos, los hombres.

Antífona de comunión

         Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «Abba, Padre» (Gál 4,6).


        En Jesucristo, el Hijo de Dios, reside en propiedad el Espíritu del Padre, y nosotros, al ser injertados en Él por el bautismo, participamos de su misma filiación divina, haciéndonos hijos en el Hijo y recibiendo, por ello, su Espíritu de santidad. Es este Espíritu el que nos da la certeza de que realmente somos hijos de Dios y de que, con Cristo, nos hemos convertido en herederos de todas las riquezas divinas contenidas en su ser divino y humano. 

 

Oración después de la comunión


Señor y Dios nuestro, que la recepción de este sacramento y la profesión de fe en la santa y eterna Trinidad y en su Unidad indivisible nos aprovechen para la salvación del alma y del cuerpo. Por Jesucristo, nuestro Señor.


         Carece de sentido, y hasta puede constituir una horrible profanación, recibir la sagrada comunión sin hacer con todo nuestro ser una profesión de fe en el Dios que se manifiesta para nosotros como gracia en Jesucristo, como amor en el Padre y como comunión en el Espíritu Santo.