Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo Ciclo B
Antífona de entrada
El Señor los alimentó con flor de harina y los sació con miel silvestre (cf. Sal 80,17).
Fue al Israel fiel, aquel que escuchaba la palabra de Dios e intentaba ponerla en práctica, a quien el Señor alimentó con flor de harina y sació con miel silvestre. Así lo aclara el salmo del que se ha extraído este texto, unos versículos anteriores: “¡Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino!”. Esta flor de harina es Cristo, la Palabra de Dios encarnada, y esta miel silvestre es la dulzura que brota de su corazón, dulzura que endulza la vida de los creyentes haciéndolos, como Él, mansos y humildes. Dispongamos nuestro corazón para alimentarnos fructuosamente de la fortaleza de esta Palabra (lecturas) y de la dulzura del corazón de Cristo, que se unirá a nuestra alma en una completa simbiosis de amor (comunión).
Oración colecta
Oh, Dios, que en este sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu pasión, te pedimos nos concedas venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención.Tú, que vives y reinas con el Padre.
La Eucaristia es el sacramento por excelencia, el lugar en el que Cristo, como hombre y como Dios, se hace presente para alimentarnos y hacernos partícipes de su ser. En ella se hace actual todo lo que el Verbo encarnado dijo e hizo en su vida mortal y, de modo especial, en su pasión y en su muerte. Debido a nuestra debilidad y a las distracciones mundanas, que reclaman constantemente nuestra atención, necesitamos la ayuda de la gracia para empaparnos de la grandeza de este sacramento. Es lo que pedimos al Padre: que la fe reemplace a nuestros sentidos para venerar el misterio del cuerpo y de la sangre de su Hijo y experimentar así “el fruto de la redención”, la unión con Él y con nuestros hermanos. “Prestet fides suplementum sensuum defectui” -“Preste la fe su ayuda a la torpeza de los sentidos”-, cantamos en el “Tantumergo”
Lectura del libro del Éxodo - 24,3-8
En aquellos días, Moisés bajó y contó al pueblo todas las palabras del Señor y todos sus decretos; y el pueblo contestó con voz unánime: «Cumpliremos todas las palabras que ha dicho el Señor». Moisés escribió todas las palabras del Señor. Se levantó temprano y edificó un altar en la falda del monte, y doce estelas, por las doce tribus de Israel. Y mandó a algunos jóvenes de los hijos de Israel ofrecer al Señor holocaustos e inmolar novillos como sacrificios de comunión. Tomó Moisés la mitad de la sangre y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después tomó el documento de la alianza y se lo leyó en alta voz al pueblo, el cual respondió: «Haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos». Entonces Moisés tomó la sangre y roció al pueblo, diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros, de acuerdo con todas estas palabras».
Las ceremonias que se relatan en este texto son muy antiguas y muy extrañas a nuestra mentalidad. Moisés vivió 1250 años antes de Cristo y estas costumbres ya se practicaban hace 3000 años. El texto sagrado nos describe un ritual que tenía la finalidad de sellar la paz entre dos pueblos enemigos. Moisés se sirve de este rito de paz para sellar la alianza de Dios con Israel.
Al bajar del monte, Moisés cuenta al pueblo lo que le ha dicho el Señor. Todo el pueblo se compromete unánimemente a obedecer las palabras de Dios, grabadas por Moisés en un documento. A la mañana siguiente, construye un altar y lo rodea de doce piedras verticales, en honor de las doce tribus de Israel. Después de sacrificar animales y rociar el altar con la mitad de la sangre derramada, lee en voz alta el documento de la ley del Señor. El pueblo asiente de nuevo a las palabras del Señor y se compromete a llevarlas a la práctica. Es entonces cuando Moisés rocía al pueblo con la otra mitad de la sangre, al tiempo que pronuncia esta bendición: “Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros, de acuerdo con todas estas palabras”.
Desde ese momento se establece entre Dios y el pueblo una relación vital, un pacto mediante el cual las dos partes, Dios y el pueblo, se comprometen a tenerse fidelidad el uno al otro, y en el que Dios lleva siempre la iniciativa: “Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros”. Esta relación de amistad continuará, con altos bajos, a lo largo de la historia de Israel. En la misma no es Israel el que intenta acercarse a Dios, sino, al contrario, es Dios quien viene a buscar a Israel para reafirmarle, una y otra vez, su amistad y mostrarse como el Dios que libera y hace vivir. Todo lo que hace el hombre -su oración, su ofrenda, el compromiso de hacer su voluntad- no es otra cosa que la respuesta a esta benevolencia de Dios. Es entonces cuando el pueblo decide comprometerse en el camino de la obediencia, “la obediencia de la fe”, que dirá San Pablo (Rm 1,5): “Haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos”.
A lo largo de su historia, Israel se olvidaba con frecuencia de la Alianza, pero el Señor, que “cumple siempre lo que promete y lleva a cabo lo que dice” (Núm 23,19), se lo recordará continuamente a través de los profetas. De esta manera Dios corregía sus desviaciones y lo llevaba, “como en volandas”, a la realización plena del proyecto de amor que había concertado con él y, través de él, con toda la humanidad. En el libro del Deuteronomio, el Señor se dirige al pueblo con estas palabras: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (6, 4-5). Y, un poco más tarde, en el libro del Levítico, se le ordena el amor al prójimo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18). Con estas palabras la respuesta del pueblo a la Alianza se concreta, no tanto en el culto, sino en la práctica del amor a Dios y del amor al prójimo, los dos mandamientos que, para Jesús, “sostienen la Ley y los profetas” (Mt 22,40).
Y fue Jesús, el hombre-Dios, el que llevó a la perfección esta respuesta de amor, cumpliendo en todo momento la voluntad del Padre -“He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Jn 6,38)- y entregando su vida por los demás hasta dar la vida por ellos- “Llegada su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1)-. En Jesús, por tanto, llega a su plenitud la Alianza del Sinaí. Jesús cumple perfectamente aquellas palabras que dijeron los Israelitas a Moisés cuando éste les leyó el documento de la Alianza: “Haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos”.
Salmo responsorial – 115
Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.
¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor. (1)
Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Señor, yo soy tu siervo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas.(2)
Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando el nombre del Señor. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo.(3)
La Iglesia propone como respuesta a esta lectura la segunda parte salmo 115 que, en contraposición al carácter suplicante de la primera, tiene un claro signo eucarístico, es decir, de acción de gracias. Como buen israelita, el salmista reconoce y agradece los dones recibidos del Señor, -“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”-. Entre estos dones destacan el haberle liberado de la esclavitud -“Señor, soy tu siervo, rompiste mis cadenas”- y la preocupación por quien lo espera todo de Él -“Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles”-. Ante esta graciosa benevolencia, manifestada en los momentos de hundimiento, brota de su corazón 1) el deseo de celebrarla -“alzaré la copa de la salvación” -, 2) la acción de gracias -“Te ofreceré un sacrificio de alabanza” -, y 3) el compromiso de seguir en todo su voluntad -“Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo”-. Es lo que hicieron los israelitas cuando Moisés derramó sobre ellos la sangre que sellaba la Alianza con el pueblo: “Haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos”.
¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?
Como el salmista, nosotros estamos en deuda con el Señor por los bienes que nos ha hecho y nos sigue haciendo. Son tantos y tan grandes, que siempre nos quedaremos cortos a la hora de agradecérselos. Pero esto no nos importa, pues de esta forma garantizamos ¡de por vida! nuestra unión con Él en una permanente oración de acción de gracias.
“Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles”.
La perspectiva existencial del salmista se circunscribe a los límites del aquí y el ahora, al disfrute de los bienes que el Señor nos regala a través de una vida larga y próspera. A nosotros, en cambio, se nos ha hecho partícipes de una herencia eterna, pues con Cristo, con quien hemos muerto a nuestros pecados, se nos ha concedido participar de la eternidad de Dios. Nuestra vida presente es la antesala de la vida verdadera, aquélla que está escondida en el cielo en Cristo Jesús. Es la pérdida de esta vida lo que le duele al Señor. En la panorámica cristiana, la muerte es la auténtica liberación del hombre, pues el alma del justo va a gozar de la presencia divina por toda la eternidad. Esta vida es nuestro gran tesoro, un tesoro, del que ya disfrutamos aquí, y que Dios tasa muy alto. Así lo decía San Pedro: “No hemos sido comprados con oro o plata, sino con la preciosa sangre de Cristo” (1Pe 1,18-19).
“Señor, yo soy tu siervo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas”.
El salmista se declara siervo de su Dios, no un siervo adventicio o comprado, sino nacido en su casa, un hijo de una esclava a quien el Señor ha concedido la libertad.
Nosotros, indignos siervos de Dios, hemos sido alojados en la casa de Dios en calidad de hijos. Como leíamos en la segunda lectura del pasado domingo, “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios”. Y, al decidir seguir a Jesús, hemos recibido este Espíritu, que nos hace libres y nos introduce en la amistad e intimidad de las personas divinas: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor. Os llamo amigos, porque todo lo que he recibido de mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15).
“Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor”.
El salmista, que se ha declarado siervo de su Dios y a quien Dios ha liberado de la muerte, de las enfermedades y del seol, manifiesta su agradecimiento y promete hacer un sacrificio de alabanza para invocar y celebrar su nombre y para cumplir lo que le prometió, cuando se encontraba hundido por la enfermedad, la soledad y el peligro de muerte. Y todo esto lo hará en presencia de todo el pueblo, para que todos compartan su alegría y se unan a la alabanza de su Dios.
Cuando hablamos de nuestra relación con el Señor a través de la oración solemos insistir más en la oración de petición que en la oración de alabanza y acción de gracias. Las dos son igualmente necesarias: en la primera, conscientes de que, sin la ayuda del Señor, no podemos hacer nada, manifestamos al Señor nuestro deseo de que nos haga caminar por sus caminos, que son los únicos que nos conducen al reino de la vida y de la verdadera libertad; en la oración de alabanza, le damos gracias porque nunca nos abandona y le prometemos hacer de nuestra vida una ofrenda permanente, volcada en el cumplimiento de su voluntad, en la realización del amor hacia Él y hacia nuestros semejantes: “esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn 15, 17). Y esta ofrenda de amor la realizamos públicamente, para que todos, “viendo nuestras obras, glorifiquen a nuestro Padre, que está en los cielos” (Mt 5,16).
Lectura de la carta a los Hebreos - 9,11-15
Hermanos: Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Su «tienda» es más grande y más perfecta: no hecha por manos de hombre, es decir, no de este mundo creado. No lleva sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna. Si la sangre de machos cabríos y de toros, y la ceniza de una becerra santifican con su aspersión a los profanos, devolviéndoles la pureza externa, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, para que demos culto al Dios vivo! Por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna.
En los diez versículos anteriores a esta lectura el autor sagrado nos hace una breve descripción del santuario mosaico. Éste constaba de una primera zona -el vestíbulo- que daba acceso a la primera estancia -el Santo-, en la que se encontraba el candelabro de los siete brazos, la mesa de los panes de la proposición y el altar de los perfumes. A esta primera estancia entraban cada día los sacerdotes a realizar los ritos prescritos por la Ley: incensar el altar, cuidar de que las lámparas del candelabro estuviesen encendidas y renovar semanalmente los panes de la proposición. Esta estancia comunicaba con otra segunda, llamada “el Santo de los Santos” - “Sancta sanctorum”, en la que se encontraba el Arca de Alianza y, dentro de ella, un recuerdo del Maná, la vara de Moisés y las tablas de la Ley. A esta estancia solamente penetraba el Sumo Sacerdote, una vez al año, para rociar el lugar con la sangre de los corderos, en expiación de sus propios pecados y los del pueblo.
El autor de la carta a los hebreos explica a sus lectores el significado de la Nueva Alianza, utilizando las palabras y los ritos en los que los judíos rememoraban la Alianza del Sinaí. Estos ritos reposaban en la idea de un Dios omnipotente e inaccesible, con el que, a pesar de su lejanía, era necesario estar en contacto para mantenerse dentro de la Alianza. Por esta razón surge el sacerdocio, una institución que separaba del ámbito profano a determinadas personas para ejercer de intermediarios entre Dios y el pueblo. Todo estaba meticulosamente organizado. Una tribu, la de Leví, era la encargada de ejercer este cometido sagrado: de ella salían los futuros sacerdotes mediante determinados rituales. Éstos debían vestir de forma diferente a los demás y observar reglas de purificación muy severas con el fin de estar preparados para entrar en contacto con la divinidad -no en cualquier sitio, sino en el Templo- en el tiempo prescrito por la Ley. Y para tener la seguridad de que el sacerdote era escuchado por Dios, se hacían necesarias ofrendas por parte del pueblo que consistían en sacrificios de animales, normalmente corderos.
No era algo casual que el culto mosaico estuviese organizado de esta forma, con una severa prohibición de entrar en el Santo de los Santos: con ello se quería significar que el acceso al Santuario verdadero, el Cielo, no tendría lugar hasta que el velo entre la primera y la segunda estancia no se rasgase, hecho que ocurrió en el momento de la muerte de Cristo (Mt 27,51). Terminada la descripción del santuario y de los ritos mosaicos, el autor sagrado nos hace una maravillosa síntesis de la obra realizada por Cristo, el Sumo Sacerdote que ha entrado de una vez por todas en el verdadero santuario -el Cielo-, un santuario no construido por manos humanas, y rociado, no con la sangre de animales, sino con su propia sangre, por la que nos hace partícipes de los bienes definitivos. La distancia de la eficacia de los ritos judíos respecto de la liturgia de la Nueva Alianza es infinita: “Si la sangre de machos cabríos y de toros santifica a los profanos y devuelve la pureza externa, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, para que demos culto al Dios vivo!”.
Jesús, el Verbo encarnado, ha hecho inservibles todos los ritos de la antigua Alianza. Dios y hombre al mismo tiempo, Jesús es el único intermediario entre Dios y la humanidad, el verdadero sacerdote que, mediante la ofrenda de su vida en la Cruz, ha penetrado en el santuario del cielo una vez para siempre, consiguiendo para nosotros el perdón de los pecados y la comunión con Dios, de la que proceden todos los dones que el Padre nos había prometido desde toda la eternidad.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo –dice el Señor–; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Lectura del santo evangelio según san Marcos - 14,12-16. 22-26
El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?» Él envió a dos discípulos, diciéndoles: «Id a la ciudad, os saldrá al paso un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo, y en la casa adonde entre, decidle al dueño: “El Maestro pregunta: ¿Cuál es la habitación donde voy a comer la Pascua con mis discípulos?” Os enseñará una habitación grande en el piso de arriba, acondicionada y dispuesta. Preparádnosla allí». Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Mientras comían, tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo». Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio, y todos bebieron. Y les dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos. En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios». Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos.
Nos encontramos en el día de fiesta de los panes ázimos. En Jerusalén no se daba tregua a la matanza de corderos que serían repartidos en las familias para la cena Pascual. En las casas se deshacían de todo rastro de levadura del año que finalizaba para sustituirla por la nueva levadura ocho días después. Con estos dos ritos los judíos conmemoraban la liberación del yugo de los egipcios y la Alianza que hizo Dios con su pueblo en el Sinaí, en la que se comprometieron a obedecer las órdenes del Señor: “Haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos” -leíamos en la primera lectura-, compromiso que era el fruto de la confianza en la Palabra del Señor, que les había liberado de la esclavitud de los egipcios. Desde entonces celebrar la pascua no va a consistir tanto en desgranar recuerdos, cuanto en entrar personalmente en esta Alianza, viviendo de una manera nueva, a saber, libres de viejos fermentos y de toda clase de cadenas.
Es en este ambiente Pascual de Alianza en el que Jesús ha querido enmarcar los últimos compases de su vida: “Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos”. Con estas palabras se estaba claramente refiriendo a su pasión y muerte, si bien esta referencia quedaba en el ámbito de su intimidad. En efecto. En ese momento nadie podía considerar esta muerte como un sacrificio agradable a Dios, ya que Jesús no era sacerdote, no pertenecía a la tribu de Leví y su ejecución no tuvo lugar en el Templo, ni siquiera dentro de la ciudad. A nadie se le pudo pasar por la cabeza que con esta ejecución se estaba realizando un sacrificio expiatorio y, mucho menos, a los que la perpetraron directamente: simple y llanamente se estaban quitando de encima a un mal judío, que perturbaba la vida y la religión del pueblo.
Sin embargo, Jesús dio a su muerte el sentido de un sacrificio, el sacrificio de la nueva alianza, aunque dando a la palabra sacrificio el significado que le dio el profeta Oseas: “Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios y no holocaustos” (Oseas 6,6). Jesús, con su pasión y muerte, nos hizo partícipes del conocimiento de Dios, un Dios que perdona y tiene misericordia, incluso de los que lo están matando: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). En adelante, los que queramos ofrecer nuestras vidas a Dios tendremos que estar unidos a Cristo, que llevó al extremo el proyecto benevolente del Padre con todos los hombres, y, como Cristo, no vivir ya para nosotros mismos, sino para los demás. Entonces seremos de verdad libres y habremos encontrado nuestro verdadero ser, “porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa mía y del evangelio la encontrará” (Mc. 8,35). Ello ocurrirá definitivamente cuando vuelva Jesús para llevarnos con Él: “En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino De Dios”.
Dichas estas palabras y cantados los himnos de acción de gracias, Jesús sale resuelto hacia el monte de los olivos a cumplir la voluntad del Padre: Su hora, de la que tantas veces ha hablado a lo largo de su vida pública, ha llegado por fin.
Oración sobre las ofrendas
Señor, concede propicio a tu Iglesia los dones de la paz y de la unidad, místicamente representados en los dones que hemos ofrecido. Por Jesucristo, nuestro Señor.
La espiritualidad cristiana nunca es estrictamente individual. El cristiano no puede separar el bien propio del bien de los demás, en este caso, de la comunidad eclesial. Por eso lo que pedimos en esta oración del ofertorio no es para nosotros, sino para la Iglesia -de la cual formamos parte como hijos-: para que el Señor la adorne con los dones de la paz y de la unidad, representados en el pan y el vino que ofrece el sacerdote. Esta petición la hacemos con la confianza de que nuestra oración será escuchada y concedida, pues ya nos dejó su paz el mismo Jesús -“La paz os dejo, mi paz os doy”- y ya pidió al Padre para que viviéramos unidos -“Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste”-.
Antífona de comunión
El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él, dice el Señor (Jn 6,57).
Al acercarnos a comulgar, y para no convertir el acto de recibir a Cristo en una acción rutinaria que nos deje en la misma situación en la que estábamos, avivemos la certeza de que Jesús va a habitar realmente en nuestro interior y de que de nosotros, que al comerlo somos asimilados a Él, vamos a vivir en Él. Convirtámonos en niños y, como los niños que comulgan por primera vez, cantemos en el silencio de nuestro corazón aquella estrofa de una de las canciones de ese su día tan importante: “Yo le contaré lo que me pasa, como a mis amigos le hablaré, yo no sé si es Él el que habita en mí o si soy yo el que habita en Él”.
Oración después de la comunión
Concédenos, Señor, saciarnos del gozo eterno de tu divinidad, anticipado en la recepción actual de tu precioso Cuerpo y Sangre. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Alegrarnos y felicitarnos porque un ser de nuestra raza -un hermano nuestro- haya sido elevado al rango de la divinidad es un sentimiento que nos llena humanamente de orgullo. Pero esta alegría no sería real si este hecho no nos afectase directamente, es decir, si el hombre Jesús no se hubiese hecho una cosa con nosotros: sólo conocemos de verdad lo que experimentamos. Pero, para nuestro bien, el hombre Jesús ha entrado en nuestra existencia haciéndonos compartir su triunfo sobre el pecado y sobre la muerte y sentándonos con Él a la derecha del Padre. Al alimentarnos de su Cuerpo, nos ha asimilado a Él de tal manera que ya no vivimos en nosotros mismos, sino que es Cristo quien vive en nosotros. Al finalizar esta Eucaristía, pedimos al Padre que la realidad de la divinidad del hombre Jesús sea para nosotros el sentido y la alegría permanentes de nuestra vida.