Sexto domingo de Pascua Ciclo B

Sexto domingo de Pascua Ciclo B

  

Antífona de entrada

 

                              Anunciadlo con gritos de júbilo, publicadlo y proclamadlo hasta el confín de la tierra. Decid: «El Señor ha rescatado a su pueblo». Aleluya (cf. Is 48,20).

          

          Es la misma encomienda de Jesús a sus discípulos antes de subir al cielo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15). Estas palabras nos las sigue diciendo hoy a nosotros, pues todo lo que hizo y dijo Jesús, tanto en su vida mortal como en la de resucitado, tiene dimensión de eternidad. No hay excusas: todos somos misioneros.

  

Oración colecta

          Dios todopoderoso, concédenos continuar celebrando con fervor sincero estos días de alegría en honor del Señor resucitado, para que manifestemos siempre en las obras lo que repasamos en el recuerdo. Por nuestro Señor Jesucristo.

 

                             

                         Llevamos ya varias semanas celebrando la alegría de la Resurrección del Señor. La Iglesia, asistida siempre por el Espíritu Santo, nos advierte del peligro de bajar la guardia. La persistencia en las actitudes cristianas -hoy concretamente en la de la alegría- no depende de nuestro esfuerzo, sino de la gracia. Por eso le pedimos al Padre seguir celebrando con fervor sincero estos días de gozo, que nos harán más fuertes en el cumplimiento del mandato de Jesús de amarnos los unos a los otros.

 

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 10,25-26. 34-35. 44-48

          

Cuando iba a entrar Pedro, Cornelio le salió al encuentro y, postrándose, le quiso rendir homenaje. Pero Pedro lo levantó, diciéndole: «Levántate, que soy un hombre como tú». Pedro tomó la palabra y dijo: «Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea». Todavía estaba hablando Pedro, cuando bajó el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban la palabra, y los fieles de la circuncisión que habían venido con Pedro se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles, porque los oían hablar en lenguas extrañas y proclamar la grandeza de Dios. Entonces Pedro añadió: «¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?» Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo. Entonces le rogaron que se quedara unos días con ellos.

 

          ¡Algo impensable para Pedro personarse en la casa de un pagano con el fin de introducirlo en la comunidad cristiana! El día anterior -nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles- tuvo lugar la visión de la sábana que, repleta de animales impuros, descendía del cielo, al compás de una voz que le invitaba a comer. “Lo que Dios ha purificado no lo llames tú impuro”, volvió a oírse la voz ante la negativa de Pedro. 

 

         Muy pronto comprendió el apóstol el significado de la visión. Cuando ésta acababa de terminar llaman a la puerta de la casa unos hombres con la orden de llevarlo a la residencia del jefe de las fuerzas militares romanas en aquella región. También el militar romano había tenido una visión en la que se le ordenaba hacer venir a Pedro a su casa. Quedaba claro. Todos los hombres, no sólo los judíos, están llamados a entrar en el Reino de Dios.

 

          Cornelio sale a recibir a Pedro y, cuando lo encuentra, se arrodilla ante él en señal de veneración. “Levántate, que soy hombre como tú”reacciona Pedro, un tanto contrariado por ser objeto de un homenaje sólo debido a Dios. Pedro va comprendiendo todo lo que está pasando: “Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea”En ese instante desciende el Espíritu Santo sobre aquellos paganos que, como sucedió el día de Pentecostés, proclamaban las grandezas de Dios en lenguas extrañas. Este hecho sorprendió a los cristianos procedentes del judaísmo que acompañaban a Pedro.

 

          La reacción de Pedro no se hizo esperar: no se puede negar el agua del bautismo a quienes han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros. Cornelio y los suyos fueron las primeras personas, procedentes del paganismo, bautizadas en el nombre de Jesús. En ellos están representados los cristianos no judíos de todos los siglos.

 

          El plan de salvación de Dios con la humanidad tuvo dos etapas. En la primera, Dios elige a Israel, haciendo una alianza con él, aunque con la intención de salvar, a través de este pueblo, a toda la humanidad. Era necesario, para no contaminarse con la idolatría, mantener a este pueblo aislado de los demás pueblos. Pero ahora el plan de Dios inicia una nueva etapa en cuanto a su cumplimiento: con Cristo se abren las puertas del Reino de Dios a todos los hombres, “sean de la nación que sean”Ahora Pedro entiende con total claridad las palabras de Cristo, instantes antes de ascender al cielo: “Id y haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizándolos en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todas las cosas que os he mandado” (Mt 28,19-20).

  

          “La gracia de llegar a ser cristiano y de serlo realmente no depende de ninguna tradición eclesial puramente terrenal, sino que es siempre un libre don de Dios, que acepta a todos, sean de la nación que sean. (...) Por ello la Iglesia no puede pretender para sí las dimensiones del Reino de Dios, aunque sea esencialmente misionera y tenga que esforzarse por ganarse a todos los hombres por los que Cristo ha muerto y resucitado. El amor sobrenatural puede existir perfectamente fuera de la Iglesia -el Espíritu sopla donde quiere (Jn 3,8)-, pero ciertamente es ese mismo amor el que impulsa al centurión Cornelio a incorporarse a la Iglesia, en la que el amor del Dios trinitario está en el centro” (Hans Urs von Balthasar, Luz de la palabra)

 Salmo responsorial - 97

 

El Señor revela a las naciones su salvación.

         

La beneficiaria del proyecto benevolente de Dios es toda la humanidad, no sólo el pueblo de Israel. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”(1Tim 2,4). Es éste el encargo de Jesús a los apóstoles en el momento de ascender al cielo, un encargo que es también para nosotros: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 15,16)

 

Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas;

su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.

          

El salmista, al recordar las maravillas de Dios con su pueblo, saca fuera la alegría que lo embarga, pues se siente incapaz de retenerla para sí sólo. Debe compartirla con sus amigos y con todo el pueblo para que todos alaben y reconozcan, a través de la música, la grandeza, el poder y la santidad de su Dios. Esta alegría no debe exteriorizarse con los cantos aburridos del pasado, sino con un canto nuevo, que brote espontáneo del corazón, de acuerdo con las siempre sorprendentes manifestaciones del amor de Dios: las nuevas gracias requieren nuevas expresiones de gratitud. La última hazaña de Dios es que nos ha manifestado este amor dando su vida por nosotros, algo inaudito y absolutamente inesperado, algo que nos seguirá sorprendiendo en este mundo y en el otro.“Renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4,23-24)

 

El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia.

Se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.

          

En la segunda estrofa se insiste en los mismos motivos para la alabanza: la victoria del Señor sobre sus enemigos y la manifestación de su justicia y santidad a todos los pueblos. El salmista expresa su gratitud por la misericordia y la fidelidad de Dios “en favor de la casa de Israel”.  Nosotros somos la nueva casa de Israel y con nosotros ha tenido, y tendrá siempre, misericordia con el fin de hacernos partícipes de su gloria y de su bondad.

         

La victoria de Dios, conseguida por Cristo, es también nuestra victoria. Con Cristo hemos superado todo lo que nos esclaviza. Cuando nos encontremos agobiados y no veamos salida a nuestros problemas y desconsuelos, agarrémonos fuertemente a la palabra de Cristo: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). 

         

Dios ha manifestado a través de Cristo su justicia, es decir, su santidad, santidad a la que estamos llamados. “Sed santos, como vuestro Padre celestial es santo (Mt 5, 48), nos dice el mismo Cristo. Está fuera de lugar la opinión, no tan infrecuente y que, por cierto, muchos cristianos la seguimos en la práctica, de que los santos son para admirar, no para imitar, de que la santidad es sólo para un determinado número de elegidos. Es ésta una opinión contraria a la tradición de la Iglesia, que siempre ha recomendado la llamada a la santidad de todos los miembros del pueblo de Dios. ¡Cuántos personas a lo largo de los siglos, la mayor parte de ellas anónimas, han llevado el Evangelio a todos los rincones de su vida! Son los santos de la puerta de al lado de los que habla el papa Francisco.

 

Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad. 

    

      El salmista insiste. Todos los pueblos de la tierra han contemplado la victoria del Señor, victoria que -repetimos nosotros- es también nuestra victoria. Con Cristo hemos vencido: con Él hemos resucitado y con Él, aunque todavía en esperanza, nos hemos sentado a la derecha del Padre. Seguimos en esta tierra, pero ya somos ciudadanos del cielo. Que nuestra mente esté siempre ocupada en los bienes de nuestra verdadera patria. Vivamos ya desde la ciudad celeste a la que estamos destinados; disfrutemos desde ahora, aunque sea en esperanza, de los bienes de arriba, y practiquemos la actividad propia de nuestro futuro, la actividad del amor: “Amémonos unos o otros, porque el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1Jn 4,7). Ante este radiante y dichoso panorama, invitemos a todos los hombres a la alabanza a nuestro Dios con gritos, con vítores, con instrumentos musicales. ¡No es para menos!

  

Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 4,7-10

            Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados.

         

Una vez más nos hace San Juan nos exhorta a amarnos los unos a los otros. Si el discípulo de Cristo ha nacido de Dios, debe realizar la actividad propia de Dios, que es amar: “Dios es amor”. Igual que la piedra cae al suelo, al estar sujeta a la ley de la gravedad, el cristiano está gravitado por el amor. “Mi amor es mi peso”, proclama San Agustín. En este caso, no tendría sentido que San Juan nos exhortase a amar, ya que el amor brotaría espontáneamente de nuestra naturaleza de hijos de Dios. Pero aunque eso es cierto, la naturaleza divina, que se nos dio en el bautismo, convive todavía con las viejas tendencias, que nos inclinan al desamor: “Tenemos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder -el poder amar- viene de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4,7).

 

                                 

 Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”

      

Podemos pensar en personas que se tienen por muy cristianas, que proclaman a los cuatro vientos su amor a Dios y su confianza en Dios y cumplen meticulosamente con sus deberes religiosos, pero pasan de largo ante los problemas y las necesidades de los demás. Ante este hecho nos preguntamos con San Juan: ¿Cómo es posible que estas personas amen a Dios, a quien no ven, si no aman a los hijos de Dios, a quienes ven? ¿Cómo pueden estas personas decir que conocen a Dios, si en la práctica ignoran lo más fundamental y lo más propio de Dios, que es el amor? Son muchas las afirmaciones bíblicas en las que se establece, directa o indirectamente, que la prueba de que amamos y conocemos a Dios es si amamos a los hermanos: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn 13,35); “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13,14); “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama a su prójimo, ha cumplido la ley” (Rm 13,8) “El que dice que está en la luz, y aborrece a su hermano, está aún en tinieblas. El que ama a su hermano, permanece en la luz y no hay causa de tropiezo en él” (1Jn 2,910).

         

“Para que vivamos por medio de él’ 

   

          El amor que Dios nos tiene se manifestó en que envió a su Hijo para hacer que viviéramos por medio de Él: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 13,16), vida consiste en conocer -y amar- a Dios y a su Enviado: “En esto consiste la vida eterna, en que te conozcan a Ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).

 

                              Dios nos amó primero.“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados”.

         

En este párrafo final San Juan nos alecciona sobre la naturaleza del amor. Nosotros no sabemos desde nosotros mismos en qué consiste el amor: nuestros amores terrenos no son amores de verdad, sino, como mucho, copias imperfectas del Amor. “Éste sólo se deja comprender y definir a partir de lo que Dios ha hecho por nosotros “entregando a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados”. Pero “el que no sepamos lo que es el amor no debe desanimarnos a la hora de practicar el amor mutuo, pues el amor se nos ha revelado no solamente para saberlo, para decirlo o para creerlo, sino para poder imitarlo y practicarlo realmente” (Hans Urs von Balthasar Luz de la Palabra).

 

Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, San Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna” (Jn 3, 16)”. (...)  “Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero, ahora el amor ya no es sólo un mandamiento, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro” (Benedicto XVI, Deus caritas est, Introducción).

 

Aclamación al Evangelio

            Aleluya, aleluya, aleluya. El que me ama guardará mi palabra –dice el Señor–, y mi Padre lo amará, y vendremos a él.

  

Lectura del santo evangelio según san Juan - 15,9-17

          

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros».

         

 Jesús compara el amor que le tiene el Padre con el amor que Ėl tiene a sus discípulos. Este amor de Cristo es el clima en el que debemos vivir: “Permaneced en mi amor”. Permanecemos en el amor del Cristo cuando ponemos nuestra voluntad en sus manos, igual que Él ponía siempre su voluntad en las manos del Padre: Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”. Los mandamientos de Cristo se resumen en el amor mutuo: “Amaos unos a otros”. “El que ama ha cumplido toda la Ley”, nos dice San Pablo. ¿Cómo debe ser este amor mutuo? Como el de Cristo: “como yo os he amado”. Y Cristo nos ha amado dando la vida por nosotros. El amor de Cristo es, por tanto, el modelo y la medida de nuestro amor a los demás: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”

         

La relación que Cristo tiene con sus discípulos y, por tanto, con nosotros es una relación de amistad: los amigos se cuentan los secretos y Cristo nos hace partícipes de su intimidad con el Padre: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” 

          

“Soy yo quien os he elegido”

         

No somos nosotros los que hemos elegido ser amigos de Cristo: ha sido Él el que, obediente a la voluntad del Padre, nos ha elegido para que participemos de su vida divina y para que, unidos a Él como el sarmiento a la vid, demos mucho fruto, un fruto que permanezca, es decir, que dure hasta la eternidad, un fruto que será posible a través de la eficacia de la oración: “de modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé”. 

       

“Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”

         

La alegría de Cristo consiste en sentirse amado por el Padre. Y esta misma alegría de ser amados por el Padre y por el propio Jesús es la que quiere que tengan sus discípulos. Es esta alegría la que dio fuerza a los mártires y la que nos da la verdadera paz y la verdadera felicidad en medio de las aflicciones de este mundo. Tenemos esta alegría “cuando nos descentramos de nosotros mismos y ponemos a Jesús en el centro” (Papa Francisco).

  

          “Esto os mando: que os améis unos a otros” -repite una y otra vez Jesús-. Así termina la lectura.

 Oración sobre las ofrendas

          Suban hasta ti, Señor, nuestras súplicas con la ofrenda del sacrificio, para que, purificados por tu bondad, nos preparemos para el sacramento de tu inmenso amor. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Necesitamos vivir con devoción e intensidad los momentos de oración -tanto los privados como los litúrgicos- para que sean verdaderos medios de salvación. Esta devoción e intensidad no dependen de nuestro esfuerzo, sino de la ayuda continua del Señor: “Sin mí no podéis hacer nada”. Así lo pedimos y deseamos en esta oración del ofertorio. Que sea el Señor el que purifique todas nuestras intenciones y el que nos prepare para celebrar con dignidad y fervor este Sacramento Eucarístico, en el que actualizamos su entrega de amor a todos los hombres.

Antífona de comunión

          Si me amáis, guardaréis mis mandamientos, dice el Señor. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros. Aleluya (cf. Jn 14,15-16).

  

Oración después de la comunión

          Dios todopoderoso y eterno, que en la resurrección de Jesucristo  nos has renovado para la vida eterna, multiplica en nosotros los frutos del Misterio pascual e infunde en nuestros corazones la fortaleza del alimento de salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.